TEBEOSFERA \ SECCIÓN  

NO SÓLO SON TEBEOS / 7

 

De viñetas y tribunales. Anexo 3: El caso Hitler SS

[ Imagen: Portada de la edición original de la obra de Vuillemin © Vuillemin ]


1. Introducción 2. Antecedentes 3. Precedentes en España 4. Caso Martín vs. Ramírez
5. Soluciones a gritos 6. Caso Pérez vs. Martín 7. Libertad de expresión 8. Conclusiones

ANEXOS: Informe pericial Testimonios de humoristas Sentencia Hitler SS
Gritos 1 Gritos 2 Gritos 3 Gritos 4
Gritos 5 Comunicado Martín 1 Comunicado Martín 2 Comunicado Martín 3

SENTENCIA TRIBUNAL CONSTITUCIONAL (LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y DERECHO DE COMUNICACIÓN) núm. 176/1995 (Sala Segunda), de 11 diciembre; ante Recurso de Amparo núm. 1421/1992. [...]
«2. La Constitución Española reconoce y protege los derechos "a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones", así como a "comunicar y recibir libremente información", a través de la palabra por de pronto y también a través de cualquier otro medio de difusión (artículo 20 CE). Por su parte el Convenio de Roma de 1950, les dedica su artículo 10, según el cual "toda persona tiene derecho a la libertad de expresión", con las dos subespecies a las que luego hemos de aludir necesariamente, a cuya luz han de ser interpretadas las propias normas constitucionales relativas a los derechos y libertades fundamentales.
Una disección analítica de las normas de la Constitución antes invocadas, dentro de este contexto, pone de manifiesto que en ellas se albergan dos derechos distintos por su objeto y a veces por sus titulares. En efecto, en un primer aspecto, se configura la libertad de pensamiento o ideológica, libertad de expresión o de opinión, mientras en otro, se construye el derecho de información con un doble sentido, comunicarla y recibirla. El objeto allí es la idea y aquí la noticia o el dato. Esta distinción, fácil en el nivel de lo abstracto, no es tan nítida en el plano de la realidad donde -como otras semejantes, por ejemplo hecho y derecho- se mezclan hasta confundirse, aun cuando en éste no haya ocurrido así.
En tal sentido se ha pronunciado este Tribunal Constitucional desde antiguo y ha intentado delimitar ambas libertades, a pesar de las dificultades que en ocasiones conlleva la distinción entre información de hechos y valoración de conductas personales, por la íntima conexión de una y otra, ya que "esto no empece a que cada una tenga matices peculiares que modulan su respectivo tratamiento jurídico, impidiendo el confundirlas indiscriminadamente". Años después, insistíamos en la tesis de que la libertad de expresión tiene por objeto pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio en el cual deben incluirse también los juicios de valor. El derecho a comunicar y recibir libremente información versa en cambio sobre hechos noticiables y aun cuando no sea fácil separar en la vida real aquélla y éste, pues la expresión de ideas necesita a menudo apoyarse en la narración de hechos y, a la inversa, ésta incluye no pocas veces elementos valorativos, lo esencial a la hora de ponderar el peso relativo del derecho al honor y cualquiera de estas dos libertades contenidas en el artículo 20 de la Constitución es detectar el elemento preponderante en el texto concreto que se enjuicie en cada paso para situarlo en un contexto ideológico o informativo.
Es evidente que estos dos derechos o libertades no tienen carácter absoluto aun cuando ofrezcan una cierta vocación expansiva. Un primer límite inmanente es su coexistencia con otros derechos fundamentales, tal y como se configuran constitucionalmente y en las leyes que los desarrollan, entre ellos -muy especialmente- a título enunciativo y nunca numerus clausus, los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen. Así se expresa el párrafo cuarto del artículo 20 de nuestra Constitución. Aquí la colisión se predica del derecho al honor, aun cuando como premisa mayor del razonamiento jurídico haya que esclarecer cuál de ambas libertades, trenzadas a veces inextricablemente, haya sido la protagonista, porque las consecuencias son muy diferentes en cada caso si se recuerda que además de los límites extrínsecos, ya indicados atrás y comunes para una y otra la que tiene como objeto la información está sujeta a una exigencia específica.
Pues bien, la lectura del álbum intitulado "Hitler=SS", publicación unitaria como contrapuesta a periódica en la clasificación de la Ley 14/1966, de Prensa e Imprenta (artículo 50), pone de manifiesto ante todo que se trata de una serie en la que con dibujos y texto se compone un relato "historieta" o "tebeo", según el Diccionario de la Real Academia, "cómic" en la lingua franca de nuestros días, con una extensión de casi noventa páginas. Por su contenido narrativo y su forma compleja, gráfica y literaria, es una obra de ficción, sin la menor pretensión histórica. Por lo tanto, hay que situarlo en principio dentro de una lícita libertad de expresión, en cuya trama dialéctica y su urdimbre literaria se entremezclan ingredientes diversos, con preponderancia del crítico, reflejado en los muy abundantes juicios de valor. Es evidente que al resguardo de la libertad de opinión cabe cualquiera, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático. La Constitución -se ha dicho- protege también a quienes la niegan. En consecuencia, no se trata aquí de discutir la realidad de hechos históricos, como el Holocausto. La libertad de expresión comprende la de errar y otra actitud al respecto entra en el terreno del dogmatismo, incurriendo en el defecto que se combate, con mentalidad totalitaria. La afirmación de la verdad absoluta, conceptualmente distinta de la veracidad como exigencia de la información, es la tentación permanente de quienes ansían la censura previa, de la que más abajo habrá ocasión de hablar. Nuestro juicio ha de ser en todo momento ajeno al acierto o desacierto en el planteamiento de los temas o a la mayor o menor exactitud de las soluciones propugnadas, desprovistas de cualquier posibilidad de certeza absoluta o de asentimiento unánime por su propia naturaleza, sin formular en ningún caso un juicio de valor sobre cuestiones intrínsecamente discutibles, ni compartir o discrepar de opiniones en un contexto polémico. Tampoco tiene como misión velar por la pureza de los silogismos ni por la elegancia estilística o el buen gusto.
Los titulares de este derecho subjetivo en que se traduce al lenguaje jurídico la libertad de expresión en cualquiera de sus manifestaciones, derecho fundamental además con una más intensa protección por tal naturaleza, sus sujetos activos, somos todos los ciudadanos, sin ceder a la tentación de identificar el fin y los medios, la función y sus servidores. Ahora bien, existen algunos cualificados, como son en principio los periodistas que prestan un trabajo habitual y retribuido, profesional por tanto, en los medios de comunicación, como síntesis de la definición que encabeza el proyecto de Carta Europea. En tal sentido ha dicho este Tribunal que la protección constitucional de la libertad de expresión "alcanza un máximo nivel cuando... es ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública que es la prensa, entendida en su más amplia acepción", donde se incluyen sus modalidades cinematográfica, radiofónica o televisiva, cuya actividad hemos calificado también como "función constitucional", por formar parte del sistema de frenos y contrapesos en que consiste la democracia, según dijeron en 1812 las Cortes de Cádiz, para prevenir "la arbitrariedad de los que nos gobiernan".
Periodistas han de ser también los Directores de las publicaciones periódicas o agencias informativas, con derecho de veto sobre el contenido de todos los originales del periódico, tanto de redacción como de administración y publicidad, reverso negativo de la misión de mantener la orientación que se le asigna. Pero no termina aquí el elenco. Viene a continuación el editor, que saca a la luz pública una obra, ajena por lo regular, valiéndose de la imprenta o cualquier otra modalidad de las artes gráficas, con un talante empresarial (artículos 16 y 5 Ley de Prensa), cuya facultad más importante, inherente a su condición, consiste en seleccionar los textos para publicarlos. Este grupo de personajes, más el impresor, son a su vez los eventuales autores de los delitos que se cometan por medio de la imprenta, grabado u otra forma mecánica de reproducción según indica el Código Penal vigente a la sazón (artículos 13 y 15) cuya constitucionalidad no hemos puesto nunca en entredicho.
3. Presenciamos, pues, el choque frontal de dos derechos fundamentales, el que tiene como contenido la libertad de expresión y aquel otro que protege el honor, desde cuya perspectiva unilateral, ahora en una segunda fase del análisis conviene a nuestro propósito averiguar cuál sea su ámbito. En una primera aproximación no parece ocioso dejar constancia de que en nuestro ordenamiento no puede encontrarse una definición de tal concepto, que resulta así jurídicamente indeterminado. Hay que buscarla en el lenguaje de todos, en el cual suele el pueblo hablar a su vecino y el Diccionario de la Real Academia (edición 1992) nos lleva del honor a la buena reputación (concepto utilizado por el Convenio de Roma), la cual como les ocurre a palabras afines, la fama o la honra consiste en la opinión que las gentes tienen de una persona, buena o positiva si no van acompañadas de adjetivo alguno. Así como este anverso de la noción se da por sabido en las normas, éstas en cambio intentan aprehender el reverso, el deshonor, la deshonra o la difamación, lo infamante. El denominador común de todos los ataques o intromisiones legítimas en el ámbito de protección de este derecho es el desmerecimiento en la consideración ajena como consecuencia de expresiones proferidas en descrédito o menosprecio de alguien o que fueren tenidas en el concepto público por afrentosas.
Todo ello nos sitúa en el terreno de los demás, que no son sino la gente, cuya opinión colectiva marca en cualquier lugar y tiempo el nivel de tolerancia o de rechazo. El contenido del derecho al honor es lábil y fluido cambiante y en definitiva, como hemos dicho en alguna otra ocasión, "dependiente de las normas, valores e ideas sociales vigentes en cada momento". La titularidad de este derecho subjetivo se asigna, en la Ley y en la doctrina legal del Tribunal Supremo, a la persona, en vida o después de su muerte, por transmisión de ese patrimonio moral a sus descendientes. Desde una perspectiva constitucional, los individuos pueden serlo también como parte de los grupos humanos sin personalidad jurídica pero con una neta y consistente personalidad por cualquier otro rango dominante de su estructura y cohesión, como el histórico, el sociológico, el étnico o el religioso, a título de ejemplos. Por ello, pueden a su vez, como reverso, resultar víctimas de la injuria o la calumnia, como sujetos pasivos de estos delitos contra el honor y así lo dijo el Tribunal Supremo, en el plano de la legalidad y en su ámbito penal, cuando dictó la Sentencia de 20 de diciembre de 1990. Aquí y ahora, es el pueblo judío en su conjunto no obstante su dispersión geográfica, identificable por sus características raciales, religiosas, históricas y sociológicas, desde la Diáspora al Holocausto, quien recibe como tal grupo humano las invectivas, los improperios y la descalificación global. Parece justo que si se le ataca a título colectivo, pueda defenderse en esa misma dimensión colectiva y que estén legitimados para ello, por sustitución, personas naturales o jurídicas de su ámbito cultural y humano. En definitiva, es la solución que, con un planteamiento inverso desde la perspectiva de la legitimación activa, aceptó este Tribunal Constitucional en su STC 214/1991.
5. Ahora bien, cualquiera que fuere la condición de las personas involucradas como autores o víctimas en una información o en una crítica periodística, existe un límite insalvable impunemente. "No cabe duda de que la emisión de apelativos formalmente injuriosos en cualquier contexto, innecesarios para la labor informativa o de formación de la opinión que se realice supone un daño injustificado a la dignidad de las personas o al prestigio de las instituciones, teniendo en cuenta que la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería por lo demás incompatible con la dignidad de la persona que se proclama en el artículo 10.1 del texto fundamental". En tal línea discursiva se hace obligado verificar si en este caso, partiendo sin vacilación alguna de la más amplia y deseable libertad de expresión, se extravasó el perímetro de tal derecho fundamental o, por el contrario, si su ejercicio ha podido legitimar de algún modo la conducta que por la Audiencia Provincial fue calificada, en el plano de la legalidad que es el suyo propio, como un delito de injurias graves, con escrito y con publicidad, donde se castiga cualquier "expresión proferida o acción ejecutada en deshonra, descrédito o menosprecio de una persona", cuya antijuridicidad material protege el honor de las personas. Al efecto tenemos un dato, el bien jurídico protegido por esta norma y una incógnita, si las palabras y las imágenes utilizadas en relación con las víctimas del Holocausto lo lesionan ilegítimamente.
En el tebeo aquí enjuiciado desde una perspectiva estrictamente constitucional, ojeando y hojeando página tras página, resulta que en él "se relatan una serie de episodios, cuyos escenarios son los campos de concentración nazis, o campos de exterminio, con alemanes de las Schutz-Staffel (SS) y judíos como protagonistas y antagonistas de conductas ... inhumanas, viles y abyectas, con un claro predominio de aberraciones sexuales". "El transporte de prisioneros como si fuera ganado, la burla y el engaño del reparto de jabón antes de entrar en la cámara, el olor del gas y de los cadáveres, el aprovechamiento de restos humanos", con otros muchos episodios se narran en tono de mofa, sazonando todo con expresiones insultantes o despectivas ("animales", o "carroña", entre otras). Así lo dice la sentencia impugnada. Gráficamente se acentúa la decrepitud física de las víctimas en contraste con el aspecto arrogante de sus verdugos. Y así hasta la náusea. La lectura pone de manifiesto la finalidad global de la obra, humillar a quienes fueron prisioneros en los campos de exterminio, no sólo pero muy principalmente los judíos.
Cada viñeta -palabra y dibujo- es agresiva por sí sola, con un mensaje tosco y grosero, burdo en definitiva, ajeno al buen gusto, aun cuando no nos corresponda terciar en esta cuestión, que se trae aquí como signo externo de ese su talante ofensivo. Ahora bien, importa y mucho, en este análisis de contenidos, bucear hasta el fondo para obtener el auténtico significado del mensaje en su integridad. En tal contexto, en lo que se dice y en lo que se calla, entre líneas, late un concepto peyorativo de todo un pueblo, el judío, por sus rasgos étnicos y sus creencias. Una actitud racista contraria al conjunto de valores protegidos constitucionalmente. Ahora bien, en este caso convergen además dos circunstancias que le hacen cobrar trascendencia, una de ellas el medio utilizado, una publicación unitaria -un tebeo-, con un tratamiento predominantemente gráfico servido por un texto literario, cuyos destinatarios habrán de ser en su mayoría niños y adolescentes. Por esta condición del público lector al cual se dirige el mensaje, hay que ponderar su influencia sobre personalidades en agraz, aun no formadas por completo en temas que, además, puedan depravarles, corromperles y, en definitiva, deformarles.
En definitiva, a ese mensaje racista, ya de por sí destructivo, le sirve de vehículo expresivo un talante libidinoso en las palabras y en los gestos o las actitudes de los personajes que bien pudiera ser calificado, más de una vez, como pornográfico, por encima del nivel tolerable para la sociedad española hoy en día y desprovisto de cualesquiera valores socialmente positivos sean estéticos, históricos, sociológicos, científicos, políticos o pedagógicos, en una enumeración abierta. A lo largo de sus casi cien páginas se habla el lenguaje del odio, con una densa carga de hostilidad que incita a veces directa y otras subliminalmente a la violencia por la vía de la vejación. El efecto explosivo de tales ingredientes así mezclados es algo que la experiencia ante nuestros ojos permite predecir sin apenas margen de error por haber un encadenamiento causal entre unos y otros. Es evidente que todo ello está en contradicción abierta con los principios de un sistema democrático de convivencia pacífica y refleja un claro menosprecio de los derechos fundamentales, directrices de la educación que han de recibir la infancia y la juventud por deseo constitucionalmente proclamado (artículo 27.2). Lo dicho hace que entren en juego los límites que para protegerlos marca la Constitución y, por lo mismo, el respeto a la moral que contiene el Convenio de Roma. En tal sentido incide también el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York, cuyo artículo 20.2 establece que se prohíba por Ley "toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia".
Es evidente que, vista así, la historieta nada tiene que ver, ningún parentesco guarda con una crónica del pasado, careciendo de valor informativo alguno, sin que tampoco lo tenga cultural en ninguna de sus facetas como se vio más arriba. Por otra parte, el propósito burlesco, animus iocandi, al que niega eficacia exculpatoria la sentencia en el plano de la legalidad, intangible para nosotros, se utiliza precisamente como instrumento del escarnio. Es posible que para algunos ciertas escenas del folleto resulten cómicas por su capacidad para poner en ridículo el sufrimiento, minimizando la abyección. Ese tratamiento no encaja, por supuesto, en el humor tal y como se conoce en la preceptiva literaria. Lo que se dice y lo que se dibuja en el panfleto, rezuma crueldad gratuita, sin gracia o con ella, hacia quienes sufrieron en su carne la tragedia sin precedentes del Holocausto muchos de los cuales -la inmensa mayoría- no pueden quejarse, pero otros aún viven, y también hacia sus parientes, amigos o correligionarios o hacia cualquier hombre o mujer.
La apología de los verdugos, glorificando su imagen y justificando sus hechos, a costa de la humillación de sus víctimas no cabe en la libertad de expresión como valor fundamental del sistema democrático que proclama nuestra Constitución. Un uso de ella que niegue la dignidad humana, núcleo irreductible del derecho al honor en nuestros días, se sitúa por sí mismo fuera de la protección constitucional. Un "cómic", como éste, que convierte una tragedia histórica en una farsa burlesca, ha de ser calificado como libelo, por buscar deliberadamente y sin escrúpulo alguno el vilipendio del pueblo judío, con menosprecio de sus cualidades para conseguir así el desmerecimiento en la consideración ajena, elemento determinante de la infamia o la deshonra. Es claro, por lo dicho, que la Audiencia Provincial de Barcelona aplicó el tipo delictivo desde la perspectiva constitucional adecuada.
6. El ejercicio de la libertad de expresión y del derecho a la información no tiene otros límites que los fijados explícita o implícitamente en la Constitución, que son los demás derechos y los derechos de los demás. Por ello, se veda cualquier interferencia y como principal, en este ámbito, la censura previa (artículo 20.2), que históricamente aparece apenas inventada la imprenta, en los albores del siglo XVI y se extiende por toda Europa. En España, inicia esta andadura de libertad vigilada la pragmática de los Reyes Católicos de 8 de julio de 1502, seguida por otras muchas a lo largo de tres siglos que se recogerán a principios del XIX en la Novísima Recopilación. Dentro de tal contexto histórico se explica que, poco después, la Constitución de 1812 proclamara la libertad "de escribir, imprimir y publicar ... sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación", (artículo 371), interdicción que reproducen cuantas la siguieron en ese siglo y en el actual e inspira el contenido de la nunca derogada Ley de policía de imprenta de 26 de julio de 1883. Como censura, pues, hay que entender en este campo, al margen de otras acepciones de la palabra, la intervención preventiva de los poderes públicos para prohibir o modular la publicación o emisión de mensajes escritos o audiovisuales. La presión de ciudadanos o grupos de ellos para impedir esa difusión, aunque consiga obtener el mismo resultado, puede llegar a ser una intromisión en un derecho ajeno, con relevancia penal en más de un caso y desde más de un aspecto, pero no "censura", en el sentido que le da la Constitución.
Tampoco encaja en este concepto la que a veces ha dado en llamarse "autocensura", utilizada en algunos sectores la cinematografía o la prensa, en algunos países o en algunas épocas para regular la propia actividad y establecer corporativamente ciertos límites. Más lejos aún del concepto constitucionalmente proscrito está la carga, con su cara y reverso de derecho-deber, que permite e impone a los editores y directores un examen o análisis de texto y contenidos, antes de su difusión, para comprobar si traspasan, o no, los límites de las libertades que ejercen, con especial atención a los penales. Se trata de algo que, en mayor o menor grado, precede siempre a la conducta humana, reflexiva y consciente de que el respeto al derecho ajeno es la pieza clave de la convivencia pacífica. En tal sentido hemos dicho ya que la "verdadera censura previa", consiste en cualesquiera medidas limitativas de la elaboración o difusión de una obra del espíritu, especialmente al hacerlas depender del previo examen oficial de su contenido". Por ello, el derecho de veto que al director concede el artículo 37 de a Ley de Prensa e Imprenta de 18 de marzo de 1966 no puede ser identificado con el concepto de censura previa. Tampoco lo es la autodisciplina del editor cuya función consiste en elegir el texto que se propone publicar, asumiendo así los efectos positivos o negativos, favorables o desfavorables de esa opción como puedan ser el riesgo económico y la responsabilidad jurídica.
COMENTARIO:
Esta sentencia trata de la libertad de expresión y el derecho de comunicar y recibir información, y distingue ambos conceptos, lo que no se suele hacer muy a menudo. Se ocupa también de la definición del honor y de los límites de la crítica, así como del papel del director y del editor en este tema concreto.»

  [ Edición de Manuel Barrero para Tebeosfera 030131 ]