SENTENCIA TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
(LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y DERECHO DE COMUNICACIÓN) núm. 176/1995 (Sala
Segunda), de 11 diciembre; ante Recurso de Amparo núm. 1421/1992. [...]
«2. La Constitución Española reconoce y protege los derechos "a expresar
y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones", así como a
"comunicar y recibir libremente información", a través de la palabra por
de pronto y también a través de cualquier otro medio de difusión
(artículo 20 CE). Por su parte el Convenio de Roma de 1950, les dedica
su artículo 10, según el cual "toda persona tiene derecho a la libertad
de expresión", con las dos subespecies a las que luego hemos de aludir
necesariamente, a cuya luz han de ser interpretadas las propias normas
constitucionales relativas a los derechos y libertades fundamentales.
Una disección analítica de las normas de la Constitución antes
invocadas, dentro de este contexto, pone de manifiesto que en ellas se
albergan dos derechos distintos por su objeto y a veces por sus
titulares. En efecto, en un primer aspecto, se configura la libertad de
pensamiento o ideológica, libertad de expresión o de opinión, mientras
en otro, se construye el derecho de información con un doble sentido,
comunicarla y recibirla. El objeto allí es la idea y aquí la noticia o
el dato. Esta distinción, fácil en el nivel de lo abstracto, no es tan
nítida en el plano de la realidad donde -como otras semejantes, por
ejemplo hecho y derecho- se mezclan hasta confundirse, aun cuando en
éste no haya ocurrido así.
En tal sentido se ha pronunciado este Tribunal Constitucional desde
antiguo y ha intentado delimitar ambas libertades, a pesar de las
dificultades que en ocasiones conlleva la distinción entre información
de hechos y valoración de conductas personales, por la íntima conexión
de una y otra, ya que "esto no empece a que cada una tenga matices
peculiares que modulan su respectivo tratamiento jurídico, impidiendo el
confundirlas indiscriminadamente". Años después, insistíamos en la tesis
de que la libertad de expresión tiene por objeto pensamientos, ideas y
opiniones, concepto amplio en el cual deben incluirse también los
juicios de valor. El derecho a comunicar y recibir libremente
información versa en cambio sobre hechos noticiables y aun cuando no sea
fácil separar en la vida real aquélla y éste, pues la expresión de ideas
necesita a menudo apoyarse en la narración de hechos y, a la inversa,
ésta incluye no pocas veces elementos valorativos, lo esencial a la hora
de ponderar el peso relativo del derecho al honor y cualquiera de estas
dos libertades contenidas en el artículo 20 de la Constitución es
detectar el elemento preponderante en el texto concreto que se enjuicie
en cada paso para situarlo en un contexto ideológico o informativo.
Es evidente que estos dos derechos o libertades no tienen carácter
absoluto aun cuando ofrezcan una cierta vocación expansiva. Un primer
límite inmanente es su coexistencia con otros derechos fundamentales,
tal y como se configuran constitucionalmente y en las leyes que los
desarrollan, entre ellos -muy especialmente- a título enunciativo y
nunca numerus clausus, los derechos al honor, a la intimidad y a la
propia imagen. Así se expresa el párrafo cuarto del artículo 20 de
nuestra Constitución. Aquí la colisión se predica del derecho al honor,
aun cuando como premisa mayor del razonamiento jurídico haya que
esclarecer cuál de ambas libertades, trenzadas a veces
inextricablemente, haya sido la protagonista, porque las consecuencias
son muy diferentes en cada caso si se recuerda que además de los límites
extrínsecos, ya indicados atrás y comunes para una y otra la que tiene
como objeto la información está sujeta a una exigencia específica.
Pues bien, la lectura del álbum intitulado "Hitler=SS", publicación
unitaria como contrapuesta a periódica en la clasificación de la Ley
14/1966, de Prensa e Imprenta (artículo 50), pone de manifiesto ante
todo que se trata de una serie en la que con dibujos y texto se compone
un relato "historieta" o "tebeo", según el Diccionario de la Real
Academia, "cómic" en la lingua franca de nuestros días, con una
extensión de casi noventa páginas. Por su contenido narrativo y su forma
compleja, gráfica y literaria, es una obra de ficción, sin la menor
pretensión histórica. Por lo tanto, hay que situarlo en principio dentro
de una lícita libertad de expresión, en cuya trama dialéctica y su
urdimbre literaria se entremezclan ingredientes diversos, con
preponderancia del crítico, reflejado en los muy abundantes juicios de
valor. Es evidente que al resguardo de la libertad de opinión cabe
cualquiera, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector,
incluso las que ataquen al propio sistema democrático. La Constitución
-se ha dicho- protege también a quienes la niegan. En consecuencia, no
se trata aquí de discutir la realidad de hechos históricos, como el
Holocausto. La libertad de expresión comprende la de errar y otra
actitud al respecto entra en el terreno del dogmatismo, incurriendo en
el defecto que se combate, con mentalidad totalitaria. La afirmación de
la verdad absoluta, conceptualmente distinta de la veracidad como
exigencia de la información, es la tentación permanente de quienes
ansían la censura previa, de la que más abajo habrá ocasión de hablar.
Nuestro juicio ha de ser en todo momento ajeno al acierto o desacierto
en el planteamiento de los temas o a la mayor o menor exactitud de las
soluciones propugnadas, desprovistas de cualquier posibilidad de certeza
absoluta o de asentimiento unánime por su propia naturaleza, sin
formular en ningún caso un juicio de valor sobre cuestiones
intrínsecamente discutibles, ni compartir o discrepar de opiniones en un
contexto polémico. Tampoco tiene como misión velar por la pureza de los
silogismos ni por la elegancia estilística o el buen gusto.
Los titulares de este derecho subjetivo en que se traduce al lenguaje
jurídico la libertad de expresión en cualquiera de sus manifestaciones,
derecho fundamental además con una más intensa protección por tal
naturaleza, sus sujetos activos, somos todos los ciudadanos, sin ceder a
la tentación de identificar el fin y los medios, la función y sus
servidores. Ahora bien, existen algunos cualificados, como son en
principio los periodistas que prestan un trabajo habitual y retribuido,
profesional por tanto, en los medios de comunicación, como síntesis de
la definición que encabeza el proyecto de Carta Europea. En tal sentido
ha dicho este Tribunal que la protección constitucional de la libertad
de expresión "alcanza un máximo nivel cuando... es ejercitada por los
profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado
de formación de la opinión pública que es la prensa, entendida en su más
amplia acepción", donde se incluyen sus modalidades cinematográfica,
radiofónica o televisiva, cuya actividad hemos calificado también como
"función constitucional", por formar parte del sistema de frenos y
contrapesos en que consiste la democracia, según dijeron en 1812 las
Cortes de Cádiz, para prevenir "la arbitrariedad de los que nos
gobiernan".
Periodistas han de ser también los Directores de las publicaciones
periódicas o agencias informativas, con derecho de veto sobre el
contenido de todos los originales del periódico, tanto de redacción como
de administración y publicidad, reverso negativo de la misión de
mantener la orientación que se le asigna. Pero no termina aquí el
elenco. Viene a continuación el editor, que saca a la luz pública una
obra, ajena por lo regular, valiéndose de la imprenta o cualquier otra
modalidad de las artes gráficas, con un talante empresarial (artículos
16 y 5 Ley de Prensa), cuya facultad más importante, inherente a su
condición, consiste en seleccionar los textos para publicarlos. Este
grupo de personajes, más el impresor, son a su vez los eventuales
autores de los delitos que se cometan por medio de la imprenta, grabado
u otra forma mecánica de reproducción según indica el Código Penal
vigente a la sazón (artículos 13 y 15) cuya constitucionalidad no hemos
puesto nunca en entredicho.
3. Presenciamos, pues, el choque frontal de dos derechos fundamentales,
el que tiene como contenido la libertad de expresión y aquel otro que
protege el honor, desde cuya perspectiva unilateral, ahora en una
segunda fase del análisis conviene a nuestro propósito averiguar cuál
sea su ámbito. En una primera aproximación no parece ocioso dejar
constancia de que en nuestro ordenamiento no puede encontrarse una
definición de tal concepto, que resulta así jurídicamente indeterminado.
Hay que buscarla en el lenguaje de todos, en el cual suele el pueblo
hablar a su vecino y el Diccionario de la Real Academia (edición 1992)
nos lleva del honor a la buena reputación (concepto utilizado por el
Convenio de Roma), la cual como les ocurre a palabras afines, la fama o
la honra consiste en la opinión que las gentes tienen de una persona,
buena o positiva si no van acompañadas de adjetivo alguno. Así como este
anverso de la noción se da por sabido en las normas, éstas en cambio
intentan aprehender el reverso, el deshonor, la deshonra o la
difamación, lo infamante. El denominador común de todos los ataques o
intromisiones legítimas en el ámbito de protección de este derecho es el
desmerecimiento en la consideración ajena como consecuencia de
expresiones proferidas en descrédito o menosprecio de alguien o que
fueren tenidas en el concepto público por afrentosas.
Todo ello nos sitúa en el terreno de los demás, que no son sino la
gente, cuya opinión colectiva marca en cualquier lugar y tiempo el nivel
de tolerancia o de rechazo. El contenido del derecho al honor es lábil y
fluido cambiante y en definitiva, como hemos dicho en alguna otra
ocasión, "dependiente de las normas, valores e ideas sociales vigentes
en cada momento". La titularidad de este derecho subjetivo se asigna, en
la Ley y en la doctrina legal del Tribunal Supremo, a la persona, en
vida o después de su muerte, por transmisión de ese patrimonio moral a
sus descendientes. Desde una perspectiva constitucional, los individuos
pueden serlo también como parte de los grupos humanos sin personalidad
jurídica pero con una neta y consistente personalidad por cualquier otro
rango dominante de su estructura y cohesión, como el histórico, el
sociológico, el étnico o el religioso, a título de ejemplos. Por ello,
pueden a su vez, como reverso, resultar víctimas de la injuria o la
calumnia, como sujetos pasivos de estos delitos contra el honor y así lo
dijo el Tribunal Supremo, en el plano de la legalidad y en su ámbito
penal, cuando dictó la Sentencia de 20 de diciembre de 1990. Aquí y
ahora, es el pueblo judío en su conjunto no obstante su dispersión
geográfica, identificable por sus características raciales, religiosas,
históricas y sociológicas, desde la Diáspora al Holocausto, quien recibe
como tal grupo humano las invectivas, los improperios y la
descalificación global. Parece justo que si se le ataca a título
colectivo, pueda defenderse en esa misma dimensión colectiva y que estén
legitimados para ello, por sustitución, personas naturales o jurídicas
de su ámbito cultural y humano. En definitiva, es la solución que, con
un planteamiento inverso desde la perspectiva de la legitimación activa,
aceptó este Tribunal Constitucional en su STC 214/1991.
5. Ahora bien, cualquiera que fuere la condición de las personas
involucradas como autores o víctimas en una información o en una crítica
periodística, existe un límite insalvable impunemente. "No cabe duda de
que la emisión de apelativos formalmente injuriosos en cualquier
contexto, innecesarios para la labor informativa o de formación de la
opinión que se realice supone un daño injustificado a la dignidad de las
personas o al prestigio de las instituciones, teniendo en cuenta que la
Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería por
lo demás incompatible con la dignidad de la persona que se proclama en
el artículo 10.1 del texto fundamental". En tal línea discursiva se hace
obligado verificar si en este caso, partiendo sin vacilación alguna de
la más amplia y deseable libertad de expresión, se extravasó el
perímetro de tal derecho fundamental o, por el contrario, si su
ejercicio ha podido legitimar de algún modo la conducta que por la
Audiencia Provincial fue calificada, en el plano de la legalidad que es
el suyo propio, como un delito de injurias graves, con escrito y con
publicidad, donde se castiga cualquier "expresión proferida o acción
ejecutada en deshonra, descrédito o menosprecio de una persona", cuya
antijuridicidad material protege el honor de las personas. Al efecto
tenemos un dato, el bien jurídico protegido por esta norma y una
incógnita, si las palabras y las imágenes utilizadas en relación con las
víctimas del Holocausto lo lesionan ilegítimamente.
En el tebeo aquí enjuiciado desde una perspectiva estrictamente
constitucional, ojeando y hojeando página tras página, resulta que en él
"se relatan una serie de episodios, cuyos escenarios son los campos de
concentración nazis, o campos de exterminio, con alemanes de las Schutz-Staffel
(SS) y judíos como protagonistas y antagonistas de conductas ...
inhumanas, viles y abyectas, con un claro predominio de aberraciones
sexuales". "El transporte de prisioneros como si fuera ganado, la burla
y el engaño del reparto de jabón antes de entrar en la cámara, el olor
del gas y de los cadáveres, el aprovechamiento de restos humanos", con
otros muchos episodios se narran en tono de mofa, sazonando todo con
expresiones insultantes o despectivas ("animales", o "carroña", entre
otras). Así lo dice la sentencia impugnada. Gráficamente se acentúa la
decrepitud física de las víctimas en contraste con el aspecto arrogante
de sus verdugos. Y así hasta la náusea. La lectura pone de manifiesto la
finalidad global de la obra, humillar a quienes fueron prisioneros en
los campos de exterminio, no sólo pero muy principalmente los judíos.
Cada viñeta -palabra y dibujo- es agresiva por sí sola, con un mensaje
tosco y grosero, burdo en definitiva, ajeno al buen gusto, aun cuando no
nos corresponda terciar en esta cuestión, que se trae aquí como signo
externo de ese su talante ofensivo. Ahora bien, importa y mucho, en este
análisis de contenidos, bucear hasta el fondo para obtener el auténtico
significado del mensaje en su integridad. En tal contexto, en lo que se
dice y en lo que se calla, entre líneas, late un concepto peyorativo de
todo un pueblo, el judío, por sus rasgos étnicos y sus creencias. Una
actitud racista contraria al conjunto de valores protegidos
constitucionalmente. Ahora bien, en este caso convergen además dos
circunstancias que le hacen cobrar trascendencia, una de ellas el medio
utilizado, una publicación unitaria -un tebeo-, con un tratamiento
predominantemente gráfico servido por un texto literario, cuyos
destinatarios habrán de ser en su mayoría niños y adolescentes. Por esta
condición del público lector al cual se dirige el mensaje, hay que
ponderar su influencia sobre personalidades en agraz, aun no formadas
por completo en temas que, además, puedan depravarles, corromperles y,
en definitiva, deformarles.
En definitiva, a ese mensaje racista, ya de por sí destructivo, le sirve
de vehículo expresivo un talante libidinoso en las palabras y en los
gestos o las actitudes de los personajes que bien pudiera ser
calificado, más de una vez, como pornográfico, por encima del nivel
tolerable para la sociedad española hoy en día y desprovisto de
cualesquiera valores socialmente positivos sean estéticos, históricos,
sociológicos, científicos, políticos o pedagógicos, en una enumeración
abierta. A lo largo de sus casi cien páginas se habla el lenguaje del
odio, con una densa carga de hostilidad que incita a veces directa y
otras subliminalmente a la violencia por la vía de la vejación. El
efecto explosivo de tales ingredientes así mezclados es algo que la
experiencia ante nuestros ojos permite predecir sin apenas margen de
error por haber un encadenamiento causal entre unos y otros. Es evidente
que todo ello está en contradicción abierta con los principios de un
sistema democrático de convivencia pacífica y refleja un claro
menosprecio de los derechos fundamentales, directrices de la educación
que han de recibir la infancia y la juventud por deseo
constitucionalmente proclamado (artículo 27.2). Lo dicho hace que entren
en juego los límites que para protegerlos marca la Constitución y, por
lo mismo, el respeto a la moral que contiene el Convenio de Roma. En tal
sentido incide también el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de Nueva
York, cuyo artículo 20.2 establece que se prohíba por Ley "toda apología
del odio nacional, racial o religioso que constituya una incitación a la
discriminación, la hostilidad o la violencia".
Es evidente que, vista así, la historieta nada tiene que ver, ningún
parentesco guarda con una crónica del pasado, careciendo de valor
informativo alguno, sin que tampoco lo tenga cultural en ninguna de sus
facetas como se vio más arriba. Por otra parte, el propósito burlesco,
animus iocandi, al que niega eficacia exculpatoria la sentencia en el
plano de la legalidad, intangible para nosotros, se utiliza precisamente
como instrumento del escarnio. Es posible que para algunos ciertas
escenas del folleto resulten cómicas por su capacidad para poner en
ridículo el sufrimiento, minimizando la abyección. Ese tratamiento no
encaja, por supuesto, en el humor tal y como se conoce en la preceptiva
literaria. Lo que se dice y lo que se dibuja en el panfleto, rezuma
crueldad gratuita, sin gracia o con ella, hacia quienes sufrieron en su
carne la tragedia sin precedentes del Holocausto muchos de los cuales
-la inmensa mayoría- no pueden quejarse, pero otros aún viven, y también
hacia sus parientes, amigos o correligionarios o hacia cualquier hombre
o mujer.
La apología de los verdugos, glorificando su imagen y justificando sus
hechos, a costa de la humillación de sus víctimas no cabe en la libertad
de expresión como valor fundamental del sistema democrático que proclama
nuestra Constitución. Un uso de ella que niegue la dignidad humana,
núcleo irreductible del derecho al honor en nuestros días, se sitúa por
sí mismo fuera de la protección constitucional. Un "cómic", como éste,
que convierte una tragedia histórica en una farsa burlesca, ha de ser
calificado como libelo, por buscar deliberadamente y sin escrúpulo
alguno el vilipendio del pueblo judío, con menosprecio de sus cualidades
para conseguir así el desmerecimiento en la consideración ajena,
elemento determinante de la infamia o la deshonra. Es claro, por lo
dicho, que la Audiencia Provincial de Barcelona aplicó el tipo delictivo
desde la perspectiva constitucional adecuada.
6. El ejercicio de la libertad de expresión y del derecho a la
información no tiene otros límites que los fijados explícita o
implícitamente en la Constitución, que son los demás derechos y los
derechos de los demás. Por ello, se veda cualquier interferencia y como
principal, en este ámbito, la censura previa (artículo 20.2), que
históricamente aparece apenas inventada la imprenta, en los albores del
siglo XVI y se extiende por toda Europa. En España, inicia esta andadura
de libertad vigilada la pragmática de los Reyes Católicos de 8 de julio
de 1502, seguida por otras muchas a lo largo de tres siglos que se
recogerán a principios del XIX en la Novísima Recopilación. Dentro de
tal contexto histórico se explica que, poco después, la Constitución de
1812 proclamara la libertad "de escribir, imprimir y publicar ... sin
necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la
publicación", (artículo 371), interdicción que reproducen cuantas la
siguieron en ese siglo y en el actual e inspira el contenido de la nunca
derogada Ley de policía de imprenta de 26 de julio de 1883. Como
censura, pues, hay que entender en este campo, al margen de otras
acepciones de la palabra, la intervención preventiva de los poderes
públicos para prohibir o modular la publicación o emisión de mensajes
escritos o audiovisuales. La presión de ciudadanos o grupos de ellos
para impedir esa difusión, aunque consiga obtener el mismo resultado,
puede llegar a ser una intromisión en un derecho ajeno, con relevancia
penal en más de un caso y desde más de un aspecto, pero no "censura", en
el sentido que le da la Constitución.
Tampoco encaja en este concepto la que a veces ha dado en llamarse
"autocensura", utilizada en algunos sectores la cinematografía o la
prensa, en algunos países o en algunas épocas para regular la propia
actividad y establecer corporativamente ciertos límites. Más lejos aún
del concepto constitucionalmente proscrito está la carga, con su cara y
reverso de derecho-deber, que permite e impone a los editores y
directores un examen o análisis de texto y contenidos, antes de su
difusión, para comprobar si traspasan, o no, los límites de las
libertades que ejercen, con especial atención a los penales. Se trata de
algo que, en mayor o menor grado, precede siempre a la conducta humana,
reflexiva y consciente de que el respeto al derecho ajeno es la pieza
clave de la convivencia pacífica. En tal sentido hemos dicho ya que la
"verdadera censura previa", consiste en cualesquiera medidas limitativas
de la elaboración o difusión de una obra del espíritu, especialmente al
hacerlas depender del previo examen oficial de su contenido". Por ello,
el derecho de veto que al director concede el artículo 37 de a Ley de
Prensa e Imprenta de 18 de marzo de 1966 no puede ser identificado con
el concepto de censura previa. Tampoco lo es la autodisciplina del
editor cuya función consiste en elegir el texto que se propone publicar,
asumiendo así los efectos positivos o negativos, favorables o
desfavorables de esa opción como puedan ser el riesgo económico y la
responsabilidad jurídica.
COMENTARIO:
Esta sentencia trata de la libertad de expresión y el derecho de
comunicar y recibir información, y distingue ambos conceptos, lo que no
se suele hacer muy a menudo. Se ocupa también de la definición del honor
y de los límites de la crítica, así como del papel del director y del
editor en este tema concreto.» |