A finales de la década de los 70, Carlos Giménez sentaba las bases de una redefinición completa del género social en la historieta española. Tomaba el tradicional costumbrismo de la historieta de humor de los años cincuenta, siempre castrado por la oscura y omnipresente presencia la censura, para fundirlo gráficamente con la escuela de dibujo realista y librarlo por fin de sus ataduras argumentales. El compromiso autoral como expresión determinante del propio género se instalaba por primera vez en la historieta española tras la muerte de Franco. Una elección que era manifiesta tanto desde la aproximación autobiográfica de Paracuellos como desde el testimonio de la dura actualidad de la transición en las historietas que realizará junto a Ivá para la revista EL PAPUS. El discurso social de Giménez venía siendo anunciado desde que dejara el trabajo de agencia con sus interpretaciones de historias clásicas de la ciencia ficción, pero la elección de la realidad como escenario de esas argumentaciones implicaban un cambio que parecía imponer la imposibilidad de la vuelta atrás.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, el autor madrileño volvería a la ciencia ficción en una serie de cuatro adaptaciones de cuentos clásicos de Jack London y Stanislaw Lem que publicaría la revista 1984 de Editorial Toutain a principios de la década de los 80. Cuatro relatos que en su día se acogieron con cierta frialdad, incluso con resquemor ante un posible olvido de la vertiente social que había inaugurado –que sería respondido con contundencia con la posterior aparición de Auxilio Social- pero que hoy se revelan como un paso necesario y coherente dentro de la evolución estilística y personal del autor. Bajo el nombre genérico de Érase una vez en el futuro, Giménez volvía en esta serie a su querida ciencia ficción para disponer de una entramado formal temático que le permitiese experimentar libremente con la narración, tomando los referentes originales como meros puntos de partida para una reescritura en términos ideológicos coherentes con el discurso de denuncia sin concesiones que Giménez había comenzado ya en Hom o Koolau el leproso. Desde el punto de vista argumental, opta en las cuatro historias por una estructura similar, basada en la clásica reducción al absurdo: un planteamiento contrastado con una sorpresa final inesperada deducida de la aplicación rigurosa y literal de los presupuestos iniciales de las historias, demostrando contundentemente su irracionalidad. La ciencia ficción actúa aquí como un armazón formal que le permite una definición rápida de tipologías y escenarios, sin necesidad previa de una documentación o de una puesta en escena que deba ser lastrada por la realidad para establecer su verosimilitud. Con las manos libres, buscará y ejercitará nuevas soluciones narrativas, en muchos casos claramente inspiradas en el cine o la historieta que se practicaba entonces en Europa (con especial y evidente afecto por la producida en el movimiento humanoide francés), pero traducidas a la concepción narrativa del creador de Paracuellos.
Así, en la primera de las historias, Los Verdugos, traslada el original escenario marítimo de Jack London a una solitaria estación espacial para narrar el sinsentido de la vuelta a la animalidad del sacrificio del débil para la supervivencia del fuerte. Giménez demuestra su habitual fuerza en la puesta en escena y, sobre todo, su particular capacidad para la expresividad de sus protagonistas, reflejada perfectamente en la desesperación y pánico de los jóvenes cadetes de la nave, candidatos involutarios a un sacrificio por el bien de la tripulación. Una historia para la que prefiere una narración de inspiración cinematográfica, con el referente claro de películas como Naves Misteriosas o 2001 una Odisea del Espacio, eligiendo la astronave como punto de atención visual principal para el lector. Toma como unidad narrativa la doble plancha, lo que le permite grandes viñetas donde el gigantesco navío estelar se erige en protagonista para lograr un doble objetivo: por un lado, remarcar la sensación de soledad en el espacio, de imposibilidad de escape ante una desgracia segura. Por otro, la insignificancia del ser humano, apenas una bacteria frente a la grandiosidad tecnológica, un elemento puramente prescindible en ese futuro distópico. La elección de un fondo negro, que aísla a los personajes de toda interferencia del entorno, sumergiéndolos todavía más en esa metafórica negrura existencial, sólo acentúa la dureza de la historia narrada por Giménez. Especialmente destacable será la planificación de las dobles páginas con las que el autor estructura la narración, en la que el flujo visual marcado al lector se establece en una dinámica radial, siempre con una gran viñeta de la nave y terminando en una última viñeta muda en la parte inferior derecha, que actúa como cliffhanger dramático frente al lector, que tendrá su máxima expresión en la potencia de la pequeña viñeta con que se cierra la doble página 6-7, mostrando una vena cortada de la que no sale sangre y resumiendo perfectamente en una sola viñeta toda la historia.
Giménez abandona a London y opta por Lem en la historia más abiertamente humorística de la serie, El misionero, que narra la peripecia del padre Oribacio durante la evangelización de los bondadosos memnogos. Para esta ocasión, Giménez prescinde de la división tradicional y planifica la página como un cuento infantil, con grandes viñetas sin marco, contrastando la dulce presencia de los memnogos, dibujados a modo de personajes infantiles, sin apenas rasgos más allá de los ojos, entintados sin sombras y con un trazo fino, frente al misionero, que destaca siempre por un entintado más grueso y con sombras en mancha de negro, que define perfectamente el realismo del personaje ante una contraparte casi feérica. Una división simple que permitirá al autor lograr un mayor contraste entre la bondad absoluta de la intención de los pequeños alienígenas frente a la propuesta religiosa, que llevada a su literalidad resulta aberrante. Años después, Alfonso Font homenajearía esta historia con una nueva y terrorífica versión.
Por último, y sin abandonar a Lem, Giménez presenta en Agonalia su mayor aproximación al universo humanoide francés, con especial querencia por la figura de Moebius. Aparentemente, opta de nuevo por la doble página como unidad narrativa, pero esta vez la subdivide en grandes hileras horizontales, que actúan de verdadero eje visual para el lector. La referencia a Moebius es obvia tanto en el estilo de entintando y planificación, claramente inspirado en obras como El Garaje Hermético, que en se momento revolucionaban la concepción de la historieta en Europa, como en las elecciones escenograficas: tecnología omnipresente, pero de fundamento orgánico, unión entre biología y máquina, etc. El clásico dicho “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra” es reescrito de forma brutal y terminante, llevándolo el extremo del tropiezo a una elección voluntaria absurda e inútil.
Una obra calificada muchas veces como “menor” en la trayectoria de Giménez, pero que es sin duda fundamental para entender tanto el discurso ideológico de este autor como para comprender su evolución gráfica y formal.