DRACULA DE BURU LAN. HORROR EN LA QUIEBRA DE LA MODERNIDAD
MANUEL BARRERO

Notas:
Texto de reseña y análisis sobre la publicación Drácula, de la cual se muestra, a la derecha, la imagen de Enrich para la portada del primer fascículo.
DRÁCULA DE BURU LAN. HORROR EN LA QUIEBRA DE LA MODERNIDAD
 
La transformación del medio, y de la industria, en los finales sesenta.

Los tebeos de horror aparecen en España tardíamente, y cuando llegan, lo hacen de la mano del cómic “para adultos”, que surge tras las transformaciones que experimenta la industria de la historieta durante la década de los años sesenta. El crecimiento económico español trajo consigo nuevos accesorios y modelos de vida (electrodomésticos, televisores, imágenes de modernidad procedentes de todo el Occidente), que desplazaron el interés de los muchachos por los caducos tebeos de antaño. Fue entonces cuando los cuadernos de aventuras y las revistas humorísticas infantiles entraron en crisis. A partir de 1965, aproximadamente, penetraron en nuestro mercado otro tipo de historietas: diferentes cómics británicos a través de Euredit o Vértice (luego, Rollán u otros continuarían traduciéndolos en los setenta), americanos (a través de las publicaciones de SEA/Novaro, luego las de Vértice, y ya desde 1971, también las de Fher), y los francobelgas, cómics presentes en ciertas apariciones en la prensa pero que desde la mitad de los años sesenta se vendieron en España con el formato de libro (por Molino, luego por Grijalbo desde 1968, y por Argos desde 1969), y sus historietas comenzaron a abundar de forma sobresaliente en nuevos y apetitosos tebeos lanzados al final de los sesenta, como Gaceta Junior, Bravo, Strong, Cavall Fort, L`Infantil, etc.

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Nuevos tebeos en los años sesenta que trajeron a España historietas de Francia, al tiempo que proponían nuevos aportes de autores españoles para el mercado juvenil.

Ya se ha constatado que Historias para no dormir, colección de Semic de 1966, no sólo fue el primer tebeo que ofrecía monográficamente contenidos del género de horror: también ejemplificaba la transformación que vivieron los tebeos en el mercado español de aquella década. Fue así tanto por su formato, dependiente de las normativas legales, como por sus contenidos, caracterizados por la profusión de historietas que nos llegaban regurgitadas por el lector extranjero. En efecto, la tónica común de las “historietas para adultos” de los tebeos de los años sesenta era encontrar obras que habían sido ya digeridas por un inglés, o un alemán, y que por último disfrutaba un español. Sirva esto como metáfora simplificadora de un procedimiento no generalizado en todas nuestras publicaciones, pero que permite comprender la ingente producción de historietas a través de las agencias españolas por entonces: Bardon Art (la que surtía de contenidos a Historias para no dormir), Selecciones Ilustradas, Creaciones Editoriales u otras agencias menores. Unas producían obras para el público juvenil o “adulto” y otras se habían especializado en el material para lectores infantiles. Este modelo de explotación fue el que intermedió en toda oferta de publicaciones de aventura, romance y fantasía durante los años sesenta y casi todos los setenta; para el caso del horror, fundamentalmente a través de las publicaciones del sello IMDE, con Dossier Negro a la cabeza, a la que le siguieron las revistas de gran popularidad bajo el sello continuador Garbo: Vampus, Rufus, Vampirella, y un largo etcétera de títulos asociados o imitativos emparentados con el miedo.

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Portadas de las primeras revistas con historietas de horror publicadas en España.

Mientras que el sector editorial se transformaba a lo largo de los años sesenta, por causa de los cambios en el tejido social, los tecnológicos, etc., los contenidos de los tebeos no mostraron cambios apreciables a corto plazo y muchos siguieron publicando obras de españoles elaboradas aquí, servidas por agencia al exterior y de nuevo publicadas aquí. Fueron, por lo tanto, obras sujetas a una doble criba: el lector de cómics románticos de los sesenta y el de horror en los setenta consumieron obras que pasaban por dos filtros, el del editor que solicitaba la obra y el del agente que manejaba el producto. El lector accedía a un cómic de ida y vuelta, dirigido y manipulado en muchas ocasiones, escaso de originalidad y de frescura. Con todo, hay excepciones, y una de ellas fue la revista Drácula, de Buru Lan, que vio la luz en 1971, la cual contuvo historietas también servidas por agencia, pero ofrecidas al lector español sin tanto filtro homogeneizador.

 
Drácula en su contexto.
La enorme demanda de cómics generada durante los años sesenta en países como Reino Unido, Países Bajos, Alemania, Suecia, Italia o Francia tuvo uno de sus orígenes claros en el llamado baby boom. Tras la contienda internacional finalizada en 1945 se inició un proyecto de reconstrucción que llevó aparejado un incremento de la natalidad desarrollada en Europa entre 1946 y 1964;
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Conjunto de cuatro viñetas con las que se ilustraba la segunda de cubiertas de los fascículos de Drácula, más inspiradas en los cómics renovadores galos (con chica incluida) que por los contenidos de la revista española.
en España ocurrió de forma más lenta, entre 1940 y 1970, y por razones distintas. Una de las consecuencias obvias del crecimiento de la población fue el mayor porcentaje de chavales a los que interesar con el cómic, de ahí la actividad febril demostrada a finales de los cincuenta por Amalgamated Press en el Reino Unido, los editores galos Winkler, Dargaud o Editions Aventures et Voyages, o el industrioso Rolf Kauka en Alemania, por citar tres ejemplos. La población en edad de disfrutar de publicaciones con historietas fue elevada a lo largo de la década de los sesenta en esos países, y para los editores se abrió un mercado fértil, en el que se distribuyeron miles de cómics sobre todo a partir de 1960, muchos de los cuales dibujaron españoles. Era aquel un panorama abiertamente optimista, el de un mundo plagado de juventud, que iba a ser dominado por la juventud y transformado por la juventud.
Paradójicamente, sobre esta población joven aún pesaban las políticas represivas de ciertos Estados por entonces, y los contenidos de los cómics no evolucionaron en consonancia con el anhelo de los nuevos lectores. Es más, conociendo esta situación de mercado abierto frente a moral prieta, hoy resulta más comprensible la plasmación de la liberación sexual a finales de los sesenta, que se hizo desviadamente en los cómics precisamente por la mala asimilación de la sexualidad reprimida desde los cincuenta. A pesar de la “revolución de la imaginación” y del nuevo “poder juvenil” (que no era otra cosa que masa de consumidores en potencia), la mujer siguió apareciendo como un accesorio visual del varón, y así se perpetuó su figura en los cómics presuntamente rompedores del final de la década y en otros que se hicieron eco de esa idea durante los setenta.
También se constató entonces que, no obstante el acuerdo entre las facciones jóvenes de la sociedad europea, o al menos los sectores intelectuales, para rechazar el avance del imperialismo americano en muchos ámbitos de la sociedad y la cultura, los años setenta concluyeron con la acomodada absorción de sus productos.
En España no pudo entrar el horror que se hacía en el resto del mundo hasta que la censura franquista aflojó su garra. Es más, la intervención de la comisión 
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Una pintura de Enrich para la portada de Drácula, núm. 4, de 1971. Protagoniza la imagen una mujer bella, con carne al aire, acosada, agredida. 

respaldada por el ministro Fraga Iribarne retrasó en años la aparición del género en nuestros tebeos de una forma regular. Por fortuna, a finales de los años sesenta, gracias a la exhibición cada día más habitual de filmes de horror en los cines españoles, con la masiva incorporación de narradores e ilustradores a esta moda del horror, y con la presencia del género hasta en televisión, aparecieron tebeos de miedo y se localizó un público interesado. Dossier Negro demostró que una publicación con estos contenidos podía tener éxito, y lo hizo con una oferta que no difería notablemente de lo que producían otros países salvo en lo gráfico (aquí, la figura insular de un Gómez Esteban destacó como autor que hizo historieta española para tebeos españoles). Las primeras historietas ofrecidas en estos tebeos eran publicadas en blanco y negro y brindaban al lector una narración corta, desarrollada en media docena de páginas o menos, en la que la adversidad se cernía sobre quien se la merecía: la intuición de culpabilidad, la justicia poética y el castigo eran ejes naturales en estas historias que potenciaron, cada vez con mayor atrevimiento, la presencia de la violencia y del sadismo.
La representación del sufrimiento fue la nota común en las páginas de Dossier Negro, ya desde las portadas de Martí Ripoll, un eminente representante del tipo de ilustración que atraía a los lectores jóvenes de los sesenta y setenta, o en las historietas de Gómez Esteban y otros, manchadas y agresivas, plenas de contrastes. Estos contenidos serían los que cuajarían en nuestro mercado, sobre todo a partir de 1971, cuando entraron en España las traducciones de comics de Warren, Skywald u otros. El interés por ofrecer obras de producción propia murió, necesariamente, con aquel puñado de Historias para no dormir y los primeros números de Dossier Negro. Resultaba más rentable al autor trabajar para el editor americano o europeo, y era más provechoso para el editor adquirir la licencia de explotación de la obra de ese mismo dibujante con el fin de ofrecerla en España traducida. Al poco, los autores que trabajaron haciendo horror directamente para el editor español (o ni eso) serían los paródicos, como Figueras, Tunet Vila, etc.

Sin embargo, hubo un intento de producir horror patrio a comienzo de los setenta en un proyecto editorial de todo punto sorprendente, la mentada revista Drácula, lanzada por un sello vasco, Buru Lan. Esta publicación se proyectó como una publicación totalmente integrada por firmas españolas cuyas obras no procedían de una edición previa en otro mercado. Drácula, en este sentido, supuso un planteamiento nuevo en un contexto de formatos constreñidos o impuestos, de géneros agotados y de infantilismo por costumbre.

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 Cabecera para Drácula, con logotipo gótico y logoforma extraída de la iconografía cinematográfica 

Trinca había demostrado en 1970 que se podía obtener un producto heterogénero y de calidad pese a ser editado desde los sótanos del Movimiento, y además bien impreso y cuidado en su diseño, y donde cabía la historieta fantástica con tintes alegóricos, algo por entonces elogiado por ciertos lectores. Y en esto que llegaron el empresario Aramburu y el teórico y editor Gasca, decididos a fundar un sello editorial para poner en práctica sus ilusiones: editar cómics con una calidad de edición que siempre les había estado negada y hacerlo usando formatos hasta la fecha ligados al mercado del libro (y al público adulto).

El proyecto fue titulado con el nombre del más famoso vampiro transilvano,  meramente para entroncar la revista con una de las figuras de moda por entonces y así atraer al público. Se proyectó como un libro -primero de varios- que se servía en los kioscos en fascículos encuadernables, doce por tomo, cada uno con un relato literario y cuatro entregas de series de historietas, por un PVP elevado (30 pts., por 28 páginas, cuando Bruguera daba 36 páginas por la mitad  de ese dinero o menos). La pretensión era que el lector viera el fiel de la balanza inclinado hacia la cuidada edición, los contenidos alejados de lo infantil y la evidente calidad de un grafismo orientado a un consumidor “adulto” y, sobre todo, “moderno”.
Podría decirse que Drácula, con esa preponderancia de la imagen en detrimento de los contenidos, llegó a destiempo. Se adelantaba, como producto, en un mercado que todavía no podía absorber este tipo de tebeos. Recordemos que lo francobelga juvenil había penetrado en España desde 1968, pero no lo francobelga “adulto”, que llegaría a finales de los setenta. Y lo mismo rezaba para los productos ingleses o estadounidenses.

www.tebeosfera.com    Portadas de Trinca, revista que antecedió a Drácula en mostrar calidad de edición y propuestas nuevas, y de CIDA, boletín de coleccionistas editado a modo de fascículo, con historietas de J. Blasco.

Por otro lado, Drácula apareció en un momento en el que plantear competencia a las agencias era complicado. Buru Lan se nutría de materiales servidos por SI, pero editaba la revista como un paquete que luego vendía directamente a un editor inglés (New English Library) y a uno americano (Warren Publishing), previa impresión en España. No es aventurado pensar que este sistema era más laborioso y costoso que proceder con la inercia de las agencias, que fue de hecho la que perduró en las publicaciones españolas de los años sesenta “para adultos”.
Finalmente, el formato y el planteamiento editorial elegidos se adelantaron en casi una década a sus posibilidades. En el ámbito de los tebeos, una edición mediante fascículos era inaudita y muy difícil de implantar entre los consumidores posibles. No abundaron los casos en los que un editor sacó adelante tebeos con carácter monográfico, emitidos como fascículos, y que perduraron hasta el centenar de números (Valls, con CIDA, fue uno de ellos, pero el planteamiento de aquello como producto comercial fue muy diferente), y hubo que esperar hasta el final de los setenta para que otros editores, como Ediciones Actuales o Mercocomic, iniciasen de nuevo colecciones de este tipo, si bien para entonces el concepto de fascículo se había aproximado mucho al de revista, tema este que excede las pretensiones del presente artículo.

Drácula, publicación eminentemente visual, producto genuinamente español y con el formato de fascículo destinado a ser libro, fue un tebeo singular que se anunciaba como "un desafío a la imaginación" y con el que se pretendió inocular a la historieta ese carácter seudoartístico que en aquel momento no pudo cuajar en España.

 
El espejismo caleidoscópico. Salir del relato para hacer Arte.
 
Drácula se presentó al público como algo novedoso precisamente por ofrecerse como coleccionable y encuadernable. Por entonces había medrado en España una nueva confianza hacia lo crediticio, la propiedad hipotecada y, como muchos otros artículos, las enciclopedias fueron desmenuzadas y vendidas por piezas. El mayor atractivo de este lanzamiento lo constituía su cubierta, con un rótulo finamente trazado que tenía a su derecha la efigie del vampiro cinematográfico popularizado por la productora Hammer Films, bajo el cual se situaba la imagen de portada, a gran tamaño, sin rótulos que la estorbasen. Esas imágenes, las primeras de Enrich, proponían una atmósfera lóbrega en la que convivían miedo y deseo, pues era una mujer hermosa (y claramente peligrosa por lo común) la que se mostraba ante los ojos del comprador.

En el interior la oferta era igualmente tentadora: mujeres semidesnudas dibujadas por Esteban Maroto abrían cada cuaderno, la fantasía idílica Agar-Agar, de Solsona, evolucionaba curvilínea en la tripa del tebeo, y culminaba el cuaderno con las extrañas viñetas de Sió, algunas veces dibujante de hermosas muchachas. Era una publicación de fantasía, en su conjunto, pero con aportaciones de auténtico horror, representado sobre todo en los relatos escritos por diferentes firmas (Tebar, Álvarez Villar, Garci) y en las aportaciones –sin mujeres en su caso- de J.M. Beà y las parodias de Figueras, que fue el único que desarrolló una serie inspirada por el personaje que daba título a la publicación.

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Obsérvese esta secuencia del Wolff de Maroto en Drácula núm. 1: el personaje entra en una estancia con suelo verde, le ataca un monstruo amarillo con porra rosa y todo el fondo se vuelve... ¡rosa e ingrávido!

Al contrario que los acostumbrados tebeos, Drácula era visual, visual en exceso. De hecho, los colores aplicados con las últimas técnicas hacían de la publicación una suerte de parchís en el que los colores se mezclaban sin aprecio ni cuidado: verdes con azules, amarillos chillones al lado de rojos, sorpresivos violetas con naranjas… Este juego cromático combinaba con los volúmenes planos que planteaba Solsona, un dibujante y ya pintor que coqueteaba con el pop art abiertamente, pero no en el resto de los casos. Solamente Figueras obtuvo un resultado con el color impreso adecuado con respecto a lo que quería narrar: situaciones cómicas protagonizadas por los monstruos clásicos del cine de horror.
En lo temático, los reductos más claros para el horror fueron los relatos. Ya el primero de Tebar era angustioso, pues narraba cómo unos vampiros devoraban a una niña. Los otros, de Álvarez Villar o José Luis Garci, fueron historias cargadas de cierta poesía y misterio, con una atmósfera que conjugaba perfectamente con la indolencia general que emanaba de este nuevo tebeo.
En el caso de la serie de Maroto, Wolff, su macho y sus chicas dieron brincos sin llamar demasiado la atención por su dinamismo, que quedaba enmascarado por las coloraciones del mundo que transitaban los personajes, un combinado de tonos tropicales a cada episodio más chirriantes. La presunta gravedad del argumento, de Maroto en concepción pero escrito por Sadko (el mismo Gasca), se difuminaba ante la contemplación de esta fantasía infiel a la escala Pantone, más pendiente de la cosmética de sus personajes que de enhebrar un guión claro. Lo mejor de Wolff era, claro está, su carácter genérico pionero, porque aparte de los bárbaros de Brocal Remohí y el suyo propio para Pueblo, el llamado Manly, Wolff fue una producción de fantasía heroica genuina que se publica en España, a todo color, en 1970, al mismo tiempo que en EE UU aparecen las viñetas de Conan. Si bien esto no implicaba el inicio del género de la fantasía heroica en el cómic, porque en EE UU ya llevaba desarrollándose desde hacía diez años, para nuestros lectores fue toda una novedad este Baryshnikov en taparrabos. Y la alusión al ballet no es casual, Maroto ya había sido premio internacional como dibuja
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Agar-Agar, fantasía onírica.
nte pero seguía echando mano de fotos de bailarines masculinos, modelos de fotonovela y también, para qué vamos a ocultarlo, de viñetas de otros tebeos con el fin de resolver las suyas propias.

La serie Agar-Agar, creada a modo de revisión entre mitológica y folclórica por Solsona, a la que Sadko añadió textos, sirvió como lucimiento de las ínfulas pop del dibujante Solsona, que provenía de la ilustración de libros y tebeos infantiles pero que apuntaba hacia una carrera como pintor. Agar-Agar exhibió el mismo carácter caleidoscópico que Wolff desde un guión igualmente insustancial. Se desarrollaban estas aventuras en el año 3000, como dentro del sueño perfecto de un hippy: en la estrella Fairyland, “habitada por genios y hadas benéficos que sólo viven para el amor”. Ahí queda eso. La protagonista de la historieta conoce los problemas de ese mundo, y los expone como queriendo ironizar sobre la sociedad contemporánea, lo cual se pone en solfa sobre todo cuando aparece el “millonario” Superbat, parodia de Superman y Batman. Pero a continuación siguen una serie de homenajes satíricos sin mucho sentido: a la bruja Carraspia (sí, la de Anita Diminuta), al Príncipe Azul de los cuentos… todo entremezclado en un descoque plástico.
El problema para el lector de las aventuras de Agar-Agar consistía en separar azules de verdes y morados en su mente con el objeto de poder delimitar las figuras, porque Solsona experimentó en esta obra con los volúmenes planos y no mostró piedad a la hora de generar profundidad (lo cual sí hizo quien pudo ser su inspiración, Calatayud, que publicaba casi al mismo tiempo historietas similares en Trinca). La simple historia aquí contada, casi infantil, culminó sin interés, salvo que se tome como tal la reivindicación de la mujer como protagonista, algo ensayado con atrevimiento por algunos autores europeos, los de Barbarella o Epoxy por ejemplo, pero que en el caso de nuestra Agar-Agar no funcionó porque, si bien se atisbaron ciertos mensajes antiimperialistas, terminó sus aventuras con la estampa tradicional de los cuentos de hadas o la historieta romántica: el matrimonio.

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Agar-Agar pasa de deambular por mundos fantásticos a exponer una postura de la mujer frente a los símbolos del capitalismo.

José María Beà hizo para Gasca historietas de verdadero horror. Varias pertenecieron a la serie Sir Leo, pero otras no mostraron a ese personaje, si bien se las suele recordar como incluidas en ella. Su aportación fue de lo más interesante de Drácula, al menos por su homogeneidad gráfica, su honestidad y sus hallazgos narrativos. Los guiones que ilustró Beà fueron simples homenajes a la cosmología lovecraftiana (los de Vigil para los núms. 1, 2, que sí eran historias de Sir Leo), sencillos cuentos con sorpresa (el de Sadko para el núm. 3 o los de Maroto para los dos siguientes) o algún relato atractivo en su propuesta (los de los núms. 7, 8, también éstos de Sir Leo, 
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Página de la primera historieta de Sir Leo que dibujó Beà. El monstruoso ser lovecraftiano pierde su capacidad de aterrorizar en cuanto le ataca la ictericia, por más que en el texto se le describe verde. El miedo acaba cuando se transforma en jabón rosado con pompas.

ambos escritos por Vigil). El grafismo de estas historietas era atractivo. Mostraban a un Beà deseoso de sumergirse en el horror inconsciente, preludiando así lo que serían sus obras maestras de los años ochenta. Así puede entenderse la historieta “Invasión”, una plasmación de espacios no euclidianos y figuras horrendas que el dibujante ya había explotado en las páginas de Nueva Dimensión anteriormente y que aquí afronta con valentía experimental; igual que hace con las historietas que escribe él mismo para los núms. 10 y 11, bromas cósmicas o surrealistas. Lamentablemente, sus monstruos tentaculados y sus composiciones abstractas se vieron perjudicados por el color chillón conjugado con fondos en tonos igualmente escandalosos que restaban verosimilitud y miedo. Sólo “El conjuro”, la última historia, salía mejor parada, acaso por su planteamiento con inspiración oriental.

Enric Sió aportó a la revista Drácula un grupo de historietas muy interesantes, sobre todo por su diagramación, con viñetas no separadas por calles, con el encuadre cortado a sangre, y con poses estáticas pero equilibradas en la página. Se ha llamado reiteradamente a este conjunto de historietas “Mis miedos”  -este título no consta en los fascículos- y han sido alabadas inercialmente por bastantes críticos. Vistas hoy han perdido gran parte de su original capacidad para asombrar o estremecer. La primera que entregó, curiosamente, fue la adaptación del cuento de Juan Tebar que él mismo había ilustrado para el núm. 1 de Drácula. Esta obra muda se comprende en su desarrollo si se ha leído el citado cuento, pero su hilo argumental se pierde en una sucesión de viñetas ejecutadas con un delicado blanco y negro que sumergen al lector, de nuevo, en un tablero de parchís ininteligible. Esto mitigaba la carga de horror de la historieta, que comparada con el relato escrito publicado en paralelo nada aterra, antes bien al contrario: parece proponer un juego cómico. Sió conseguía a veces focalizar la atención del lector mediante el color, pero las planchas en rojo, los verdes limón y azules celeste no ayudaban en absoluto a generar la desazón que Sió tal vez deseaba provocar. Lo remarcable de esta serie es que iba protagonizada por muchachas que viven sofocadas, angustiadas, desesperanzadas en un mundo en el que lo doméstico acaba matándote, sea la chimenea, sean los gatos, sea un señor en la playa (es accesorio que se trate de un vampiro). El cómic más terrorífico de Sió publicado en Drácula fue “Eloísa”, donde se vuelve sobre el viejo tema del pacto con la muerte, que siempre sale mal para la parte contratante: aquí  se le reserva un destino peor que la muerte. “Lisita” le iba a la zaga, pero el coloreado de esta historieta truncaba un final espeluznante y se quedó en ñoño.

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En el relato de J. Tebar en que se inspira la primera historieta de Sió para Drácula, la niña es atacada por varios murciélagos que se transforman en vampiros y la devoran salvajemente. Aquí las estampas coloridas parecen indicar que celebran un asombrado manteo de la muchacha.

Merece la pena comentar dos aportaciones de Sió al margen del género del horror. Una, la historieta para el núm. 8, “Minins”, que se recuerda como una de las primeras del género llamado autobiográfico, donde el miedo se dibuja en la prisión de los recuerdos de la infancia. Y, dos, “Brassière”, obra que adquiere sentido solamente en el medio historieta porque el horror reside en que el personaje se vacía y se queda en silueta, perdiendo sus facciones; esto proponía, en 1971, un guión que trascendía lo narrado para jugar con lo mostrado, lo cual servía al autor para ironizar con las técnicas nuevas que se habían popularizado entre los historietistas, esas que recurrían a efectos de la fotografía o la cinematografía (isolado, desaturación, solarizado, etc.).

Un tratamiento del color adecuado y una edición más compacta, con guiones también más definidos y menos pendientes del efectismo estético (la historieta de Sió “Bittler Bratton” era ininteligible más allá del juego paródico del título), hubieran hecho de esta serie un producto realmente interesante. Para la posteridad, eso sí, queda como una de las aportaciones plásticas más seductoras de su tiempo, con unas composiciones de página equilibradas, casi poéticas, pese a que gran parte de la base parecía fotográfica.

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Varias viñetas de "Brassière", en la que el fotógrafo protagonista descubre un efecto de vaciado de silueta y, en su asombro, sufre una "isolación".

Los demás aportes en la colección de 12 números fueron dignos de recuerdo pero no destacables como aportes a la evolución del género de horror. Maroto, aparte de Wolff, dibujó la historieta “El Viyi”, sobre vampirismo, que no fue otra cosa que vehículo para mostrar la esplendorosa belleza de una vampira. Vimos una obra de Carlos Giménez en el núm. 6, una historieta muda titulada “El mensajero”, en la que experimentó con un montaje analítico similar al utilizado en “El miserere” (en Trinca), pero que concluyó con una anécdota boba: la entrega de una carta a Drácula. López Blanco resolvió un guión bélico de un joven José Luis Garci que dejaba en el aire la trama, aparentemente. Y Figueras contribuyó con sus típicas sucesiones de gags ridiculizadores de las figuras del horror, que encajarían mejor en las publicaciones de IMDE posteriormente.

Con este planteamiento se lanzaron los primeros números de Drácula, que en el verano de 1971 detuvieron su andadura paralizando la promesa editorial de encuadernar más libros con similares contenidos. El problema seguramente fueron las ventas, no ajustadas a las previsiones. Al cabo de un año, Gasca y su socio inversor lograron convencer a dos editores de lanzar la revista Drácula, tal cual había sido editada en nuestro país pero con distribución en Reino Unido y Estados Unidos. Por allí circuló la publicación con más o menos suerte (el editor Warren no llegó a traducirla al completo, sólo una parte de estos doce números), y varios de los contenidos fueron vendidos a otros editores, como los franceses, caso de Wolff. Los planes iniciales de seguir por el camino de la edición de lujo se modificaron en pro de un plan editorial menos arriesgado: rescatar trabajos servidos por agencia, ya publicados pero revestidos de calidad con un nuevo color, con el fin de seguir emitiendo fascículos. Eso sí, ahora iban a ser dirigidos a un público más seguro, y los contenidos no serían de horror, sino de otro género, la ciencia ficción. Los doce primeros números de Drácula fueron reeditados (con un 0 antecediendo a la numeración original), y a partir de ahí se inició otra colección de fascículos destinados a ser encuadernables en tomos, que rescataban las series Cinco por Infinito y Delta 99. Aquí los experimentos formales, los riesgos, se redujeron a la mínima expresión.

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Dos páginas de Wolff, la primera en su reedición por Buru Lan (Drácula, 01) y la de la derecha en su edición por Warren, con leves cambios en la coloración y un texto muuuucho más denso.

Tras la revisión de los tebeos del primer Drácula se extrae que el lector español no estaba preparado para admitir en el mercado un producto de tan buen acabado, caro en imprenta y de costosa distribución, que esclavizaba al comprador que deseaba completar los tomos encuadernados. Además, pensamos que la maduración del medio había sido malinterpretada tanto por autores como por editores en este caso, si es que se propusieron invertir en el formato y la apariencia del cómic (la forma) sin preocuparse por los argumentos y guiones (el fondo) con el fin de hacer un producto “artístico”.

Craso error. La sucesión de estampas coloridas, con muchachas de carnes ebúrneas o con llamativas composiciones dibujadas, no bastaba para hacer deseables las historietas. Los guiones de estos tebeos eran flojos en su mayoría. Los paródicos, fáciles. Los de Maroto, lineales o simples. Los de Vigil, predecibles. Se salvan algunas de las propuestas de Sió, por inesperadas, y varias historietas de Beà, porque supo inocular ideas frescas, giros argumentales sorprendentes y algún planteamiento gráfico que revivificaba el género. Sus cualidades como dibujante, entre la caricatura y el grabado decimonónico, terminaban por componer una obra insólita que sí proponía sensaciones nuevas en aquel desmadejado caleidoscopio de viñetas.

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Viñeta de la entrega de Agar-Agar para Drácula 8, en la cual la protagonista cita a la bruja de Anita Diminuta mientras esgrime su varita de Mary Poppins. Repárese en el florido jardín que la rodea, producto de los influjos del pop art.


Hagamos una digresión sobre los presuntos planteamientos estéticos de esta revista y de sus autores en el año 1970. Los años sesenta siempre se han descrito como la “década de las flores” por su efervescencia colorista. Fue para la cultura y los medios de comunicación una etapa prodigiosa en la que se constató que la ilustración había ganado cotas de consideración social y cultural gracias a las campañas publicitarias y a la evolución de los ilustradores de magacines y prensa. Hubo dos corrientes que los artistas tenían en cuenta en aquel año, la de autores como La Gatta, Whitcomb o el muy imitado Austin Briggs, que supo amoldarse a lo que demandaba el mercado desde los cincuenta (la representación de lo hogareño), pero añadiendo un toque sensible a sus congeladas estampas de felicidad doméstica. Por otro lado estaban la corriente del pop y la psicodelia, que había impactado en la publicidad y entre los artistas desde propuestas como las de Richard Hamilton, pasando por las obras de Hockney Caulfield o Allen Jones, y llegando hasta la experimentación con la línea y el color de Riley, Sedgley o Dorazio. Todos ellos demostraron sensibilidades anárquicas y una explosión de extravagancia estética que, reconducida hacia el cómic convencional sólo podría producir algo parecido al alocromatismo. Únicamente se aprovecho de manera apropiada esta corriente en los productos del underground (como los cómics e ilustraciones del español Moscoso, que trabajó en los EE UU). De este periodo, además, procede una falsa idea: el arte ya no está en la excelsitud, se halla también en lo inferior. Este fue el lema seguido por Roy Lichtenstein con sus trasvases de viñetas a pintura, precisamente porque deseaba mostrar al público que se podía hacer Arte hasta con lo que no merece ser considerado cultura en absoluto: los cómics. Matiz importante y a tener en cuenta. Esta idea, creemos, se malinterpretó en el inicio de los años setenta, así como las conclusiones del underground americano, que es donde se pusieron en evidencia las propuestas estéticas más rompedoras al final de la década florida. No se trataba solamente de emular las composiciones infantiles de Edelmann, ni era cuestión de ceñir la obra a la combinación de posibilidades que ofrecían las mejoradas técnicas de impresión en offset. Se trataba de narrar algo nuevo, diferente pero comunicativo, estuviera arropado o no por un envoltorio llamativo.
Lo sorprendente es que los dibujantes que recalaron en Drácula para hacer horror procedían de un ámbito creativo más deudor de Briggs (Beà, Maroto, Sió o Giménez se habían hartado de dibujar historietas románticas) y ahora ensayaban de golpe con la sicodelia, en la que sólo había bebido Solsona.

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Alfonso Figueras mezcló a sus hombrecillos habituales con los mitos del horror cinematográfico.

A la luz de todo lo comentado, los autores de Drácula, en suma, dieron un recital de colores sin sentido narrativo claro. Tras las excelentes imágenes de portada, prometedoras de un universo terrorífico sugerente, se aportaron dosis de fantasía heroica algo feble, fantasías sencillas con aire steampunk, fábulas mitológicas descocadas, alguna historieta de relleno nada sorpresiva, varias reflexiones sobre el horror cotidiano y parodias simples de los monstruos cinematográficos.

 

 
Hacia el miedo doméstico.
 
Después de la aparición y muerte de Drácula, los primeros doce números de esta colección de Buru Lan, en 1971, conviene reflexionar sobre el pobre horizonte  que vieron los narradores gráficos del horror en los tebeos españoles. Gasca intentó subirse al carro de la artisticidad con este producto, antes que a la moda del horror, seguramente convencido de que hacer historietas sobre espléndido soporte y con esplendorosos colores bastaba para sumarse a la corriente europea (francesa) que reclamaba para la historieta un estatus dentro de las artes. Él mismo ha reconocido que no planteó Drácula como revista de horror, sino como publicación de fantasía en sentido lato. Y lo que siguió a Drácula fue una ristra de títulos de ciencia ficción y aventuras.
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Número 1 de la renovada Drácula, de 1972.
El horror que vino después llegó de EE UU principalmente. De Francia, apenas. De otros países, nada. En nuestro país iniciamos  un periodo convulso, en el que la sociedad salía de una dictadura para entrar en una etapa aperturista de las libertades en la que los reclamos del público se concentraron en la oferta de lo no visto (el erotismo, sobre todo) y  en la crítica antes vedada, en este caso a través de la parodia y la sátira. Con todo, el horror se atisbaría en algunas producciones españolas de finales de los setenta.
Drácula abría una década de desconcierto y de dudas. Un periodo sombrío que contrastó poderosamente con el decenio anterior, pleno de esperanzas. Al inicio de los setenta la crisis sacudió cualquier atisbo de optimismo a causa del bloqueo en el suministro de petróleo, lo cual avivo unas tensiones en el llamado Oriente Medio que aún continúan. Esa crispación política, sumada a la desestabilización del poder en gran parte del mundo (EE UU, Chile, Argentina y casi toda Latinoamérica, los países soviéticos satélites, hasta llegar a Irán) produjeron una quiebra en la conciencia del proyecto de la modernidad, y como consecuencia fueron cayendo los ideales utópicos, y luego los proyectos históricos. Se ha dicho que en el verano de 1968, en Praga y Varsovia, el marxismo acabó consigo mismo dejando escapar, sin bozal, al capitalismo salvaje. Fue en el seno del desarrollo de este nuevo modelo socioeconómico para el mundo en el que el género del horror vivió una nueva vida.
En Drácula ya se atisbaron, tímidamente, algunos de los ejes por los que se conduciría el horror en la nueva década, a saber:
 

-          La presencia del miedo a lo cotidiano: a objetos (como cortinas, chimeneas), a animales cercanos (como gatos, murciélagos, cucarachas), a vecinos o individuos próximos.

-          Relatos en los que el final terrible para el protagonista no responde a una deuda o una culpa, aplicándosele castigo sin justificación (lo tenemos en algunas obras de Sió o Beà).

-          La ruptura de las estructuras narrativas tradicionales. Tebar proponía en alguno de sus relatos una revisión del mito del vampiro, y desenfocaba la figura de Peter Pan o de otros personajes del folclor popular; Sió reflexiona sobre Alicia y su espejo. Figueras hacía lo propio con los iconos del terror cinematográfico.

-          El atractivo de la figura femenina como materialización del terror o como canalización del sadismo: está en todas las portadas de Drácula, en Agar-Agar es ella misma el reclamo, gran parte del atractivo de Wolff consistió en el desfile de bellas mozas ataviadas con lo mínimo permitido, Sió tituló casi todas sus historietas con un nombre femenino y las muchachas en flor eran sus protagonistas.

-          El uso de técnicas y efectos llevados desde la fotografía o el cine a la historieta, como el vaciado de siluetas, la manipulación de las masas de negro con diferentes técnicas, el rayado, etc., que lograba epatar al lector pero no por ello narrar mejor, salvo algún caso aislado  ( “Brassière” es precisamente una historieta en la que el efecto articula el relato).

Aquellas ideas y aplicaciones fueron invocadas a destiempo por Buru Lan, como se ha dicho. Drácula ha quedado, pues, como hito en la “maduración” de la historieta española, y, analizada hoy, se antoja más como un ejercicio de estilo que no pudo fraguar en un mercado plagado de productos ya probados (o regurgitados) en otros mercados.

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Creación de la ficha (2010): Manuel Barrero
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Manuel Barrero (2010): "Dracula de Buru Lan. Horror en la quiebra de la modernidad", en Tebeosfera, segunda época , 5 (30-I-2010). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 15/XI/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/dracula_de_buru_lan._horror_en_la_quiebra_de_la_modernidad.html