Con el final
del siglo XX y el comienzo del siguiente la cinematografía está
encontrando en el cómic coartadas y desarrollos argumentales.
Dejando de lado los éxitos comerciales que han generado las
adaptaciones fílmicas de productos Marvel, determinados autores
han dado una versión de las esencias de las viñetas al complejo y
tecnificado lenguaje cinematográfico. Sirvan a modo de ejemplos la
extraordinaria Road to Ruin de Sam Mendes o la hilarante
puesta en escena de Mortadelo y Filemón de Guillermo Fesser,
que respeta hasta el decoro el culto a la astracanada de Ibáñez.
Resulta
comprensible que la adaptación de la dilatada senda de Blueberry a
la sala oscura que ha hecho el realizador holandés Kounen (en
España se tituló Blueberry. La experiencia secreta) refleje
a priori complejidades no sólo narrativas -son muchas y muy buenas
historias- sino también presupuestarias por razones en exceso
obvias. Quizás el camino más oportuno fuera el cortar por lo sano
narrando una historia turbulenta (de factura “jodorowskiana”) y
filmando con técnica de videoclip (aburridísimos
caleidoscopios) o a lo sumo de telefilme (reiterativos primeros
planos), con la esperanza de que la polémica suscitada desvíe los
comentarios de los aficionados a otros derroteros ajenos a los
posibles “infidelidades” de la película.
En los créditos
ya aparece por ausencia la primera puñalada a la memoria de
Charlier al no incluirle como autor de la obra en que el filme se
inspira. El detalle es mendaz aparte de ser torticero y ruin,
mendacidad que se confirma cuando los mencionados créditos nombran
como autor a Moebius, que no a Gir. Aunque esto último es
rebatible. Parece confirmado que la bipolaridad Gir / Moebius ha
dejado de existir pues este último fagocitó al primero en una
especie de fratricidio caníbal, una lisis digestiva o acaso una
reconversión en la que sobraba la parte convencional de su persona
y con ello reforzar su ego más creativo.
Jodorowsky se
hace sombra ominosa, esencia referencial que planea a modo de
influencias sobre el mensaje y parte de la narrativa de un filme
enaltecido por Moebius e infamado por los herederos de Charlier.
Una historia abstrusa de culpabilidades y complejos con tintes
esperpénticos, ritos iniciáticos con uso de pociones o humos
alucinógenos, presencia de un mentor que ejerce de cicerone en las
excursiones astrales, una bajada a los infiernos y el ascenso a
una redención que se materializa en la vulva peluda de Juliette
Lewis hablan con claridad de las influencias que ha ejercido la
definida personalidad del chileno. La ironía toma cuerpo en el
duelo final en donde las totémicas pistolas del western ceden por
una competición en el que gana el que soporte el “colocón” de
peyote más extremado y sobreviva para contarlo a la magia arcana
de las Montes de la Superstición.
La mayor bondad
de la cinta radica –entre otros aciertos- en los homenajes
narrativos que Jan Kounen rinde al maestro David Lynch, patentes
tanto en la sensual canción de Juliette Lewis en claro homenaje al
“Terciopelo azul” cantado por una fascinante Isabela Rossellini (Blue
Velvet, David Lynch, 1986), como en determinados planos de luz
mortecina y composición barroca en los que el director encuadra a
un joven Blueberry en eventos amatorios con una prostituta,
interpretada por Nicole Hiltz, tan seductora como alejada de la
personalidad de Pearl. A tener en cuenta un reparto atinadísimo,
siempre y cuando no se compare con la iconografía de la
historieta, y sobre todo lo melodioso y musical que resulta el
lenguaje apache en los labios del maorí Temuera Morrison.
El auténtico
Blueberry, el tebeo narrado por Charlier e ilustrado por Giraud,
es el prototipo básico del western. La gran adaptación
cinematográfica todavía está por venir. Llegará, que nadie lo
dude.
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