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LA
AVENTURA Y LOS HÉROES
Hace mucho,
mucho tiempo en nuestra Historia, la enfermedad y la muerte, el
temor a lo desconocido y la desorientación encontraban asiento
en el animismo: ese presentir que tras la tormenta y la
inundación, dentro del gran oso o bajo el mar que engulle, había
seres poderosos e iracundos, entidades primigenias y temibles,
fuerzas preternaturales. Como consecuencia y al poco, nacieron
los mitos y las leyendas, siempre ligados a las figuras de los
héroes, que no son otra cosa que respuestas al miedo que brota
de forma natural ante la adversidad.
En la
historia de nuestra comunicación oral y escrita, las narraciones
con poso aventurero se apoyan generalmente en la mitología para
con ello asegurar estructuras religiosas y sostener estructuras
sociales, y las hazañas de los héroes constituyen símbolos que
nos alientan y dan esperanza. El héroe épico, en esencia, es
quien desempeña una acción que nos es útil (por proveernos de
sosiego, de monoteísmo, de patriarcado...) y, analizado
fríamente, se encuentra muy alejado del halo romántico de los
héroes en la literatura de estos últimos siglos. Desde el punto
de vista antropológico, entonces, el héroe también surge como la
esperanza frente a la contrariedad; en un sentido más práctico,
viene a ser el defensor de los intereses de las primeras
comunidades agrícolas y ganaderas. Así entonces, los antecesores
de nuestros héroes prístinos, los míticos, los de ficción e
incluso también los reales, han sido hombres obligados a la
defensa del clan, y también a la vigilancia de la virtud y la
honradez, exhibiendo un código de honor férreo y singular. Y
apenas fueron más allá.
Las
narraciones de aventuras, ficticias ya desde La Epopeya de
Gilgamesh y La Odisea, destacan el vitalismo del
héroe al mismo tiempo que promocionan esa sensación de escapar y
vivir la experiencia de un alma ajena, lo que podríamos llamar
la “otredad”, el mirarse en el alma del otro como una ayuda para
ahondar en la nuestra. Después de eso, habría de pasar mucho
tiempo para que el Romanticismo diera lugar a la novela de
aventuras como un producto de consumo que logró acercar la
literatura al pueblo. Posteriormente, la Revolución Industrial
insistirá en una mayor difusión, dando lugar al nacimiento de
los folletines, los dime, los digests, los cómics
y los pulps, de modo que pronto se hizo necesaria (en la
civilización occidental) una diversificación de temas. Hemos
pasado de disfrutar con héroes santos, moralistas, a caminar con
héroes viajeros, a admirar a héroes científicos y, finalmente, a
disfrutar con la sofisticación máxima: la mixtura de elementos
clásicos con las ansias de evasión del nuevo público, héroes
espaciales (space opera), héroes bárbaros (heroic fantasy) y superhéroes. De estos últimos, los héroes
del canon que hemos venido consumiendo los devoradores de
cultura popular del siglo XX y, ahora, del XXI, son todos héroes
fantásticos de gran capacidad resolutiva y todos surgen a
principio del s. XX.
Pero desde el
comienzo del siglo, y merced a la especialización de las
publicaciones populares, los géneros se fueron escindiendo y los
héroes de la ciencia ficción se fueron distanciando de los
héroes de los relatos de horror o de los héroes del género
heroic fantasy. Fue en este período cuando el escritor
tejano Robert E. Howard combinó los géneros de acción y horror
en el ámbito de lo fantástico para describir varios héroes
íntegros que enfrentaban al cambio contrario a las tradiciones,
señalando como representación de esta transformación no deseada
a la máquina. En este caso, el científico loco, villano de nuevo
cuño en la science fiction, se transforma en los brujos
de las eras Thuria e Hyboria, haciendo así de la ciencia una
facción del mal. Por consiguiente, el héroe bárbaro es en
esencia el hombre enfrentado al advenimiento de lo
extraordinario pero puro e integrado con su entorno desde
antiguo.
HÉROES FANTÁSTICOS
Al igual que
toda narración es fantástica, pues los mundos ficticios son
fabulaciones que replican la realidad, toda narración secuencial
también lo es. Y más los cómics, productos creados a priori
para un público que desea hallar en ellos la nota satírica
(primeramente), la anécdota doméstica y, finalmente, la evasión
en la ficción.
Así las
cosas, Mortadelo y Filemón o Mafalda o Tintín
o, por supuesto, Astérix, son historietas
fantásticas, por sus personajes deformados y por sus peripecias.
Pero aquí nos ceñiremos a los cómics en los que se habla de
fantasía tradicional, y más concretamente de cómics de fantasía
heroica.
Para
introducirnos en la historia de los cómics fantásticos hay que
remitirse a los EE UU y al comienzo del siglo XX. Es así porque
se dan cita en aquel marco cultural y social las posibilidades
tecnológicas que permitieron la implantación de nuevos
imaginarios populares en ciertas publicaciones. Imaginarios
reflejo de un espíritu patrio idólatra, falto de historia
propia, necesitado / capaz de crear una cosmología particular
echando mano de mitos ajenos... EE UU podía y quería definirse
en aquel reino del orgullo y de la competición y, podríamos
decir, “se sentía obligado” a mostrar su poderoso brazo bizarro
al mundo.
En
literatura, lo fantástico como subgénero adquiere también carta
de naturaleza durante el siglo XX; acaso por razón de una mayor
demanda de fantasía, no tanto para evadirnos de la realidad o
para vivir en otro mundo alejado del nuestro como para
devolvernos a ella (lo afirmaba Tolkien al indicar que no
confundiésemos «la evasión del prisionero con la fuga del
desertor»). De hecho, la trasgresión de las leyes naturales
sirve para juzgar mejor la realidad, y no implica forzosamente
productos ingratos, infantiloides o perniciosos para los niños.
La adhesión, en la imaginación, a los propósitos de los héroes
fantásticos no es pues motivo de preocupación o de vergüenza.
En el héroe
bárbaro de los cómics, como en el literario, confluyen varios
elementos de carácter mítico articulados mediante recursos
narrativos básicos: el viaje iniciático, la falta de afecto o la
hibridez del personaje, y la supremacía del mismo. El viaje,
literal o figurado, suele tener un carácter ritual y casi todos
los héroes de la fantasía sufren un desplazamiento. Suelen estar
desprovistos de afectos familiares y se rodean de comparsas
fijos aunque no imprescindibles para llevar a cabo sus misiones.
La cuestión de la preponderancia del personaje frente al resto
subyace en el trasfondo político y social del momento en que
fueron creados estos estereotipos (de ahí que resulta inane el
debate sobre la xenofobia, la misoginia o el filofascismo de
ciertos personajes de esta laya).
Claro que hay
que hacer una lectura contextual de los cómics. Los cómics eran
parte de una industria destinada al entretenimiento, y los
cómics de fantasía más aún, pues proporcionaban mayor dosis de
evasión. En los EE UU, algunos de los primeros héroes serían
Dick Tracy (de 1931, un poli violento), Flash Gordon (desde
1934, un deportista de planta aria), Terry (un adalid del
colonialismo por tierras exóticas), Phantom (1934, un
revanchista enmascarado que se alzaba por encima de la raza
negra…). Todos ellos podrían entenderse como producto de una
crisis, la del año 1929, que exigía evasión y vehículos de
propaganda. La depresión de los años veinte y la gran difusión
de las literaturas populares y otros productos de la creciente
industria de la prensa, que paría sin parar productos asequibles
y digeribles, constituyó el caldo de cultivo ideal para el
nacimiento de nuevos héroes que allí, protegidos por la pulpa de
papel barato, se mostraron abiertamente sádicos, fetichistas y
machistas. Los héroes de muchos pulps y de algunos de los
más famosos cómics de la historia fueron entonces –y ahora así
habría que verlos– depositarios de los valores del colonialismo
crepuscular (Tarzán, Conan y Superman no dejan de ser
colonizadores modelados por la fantasía) y garantes de unos
valores nacionales en unos tiempos en los que la guerra se
adivinaba en lontananza (hacia la propaganda miraron muchas
tiras de prensa en los 1930-40 y los superhéroes lucieron los
colores de la bandera desde su nacimiento).
Tanto el
bárbaro, como el superhéroe o el héroe espacial detuvieron su
evolución ahí. El resto de los cómics se transformó: hacia el
crimen, el subgénero romántico, el western (la única
mitología local de América del Norte), el horror (punitivo y con
moralina final, generalmente), y algún otro, y así hasta que se
llegó al rechazo de los códigos de autocensura, a la revolución
underground y a los deseos de experimentación en el seno
de la industria de los setenta y ochenta. Los superhéroes,
personajes incapaces de avanzar como género porque sus
argumentos no se renuevan, repitieron la fórmula durante décadas
con algunos conatos de remodelación (el intento de volverlos más
oscuros durante los años sesenta en la sede de Charlton), de
costumbrismo (el afán por traumatizarlos que Marvel convirtió en
marca de éxito), de madurez (Pacific o Star Reach, por ejemplo,
buscaron nuevos temas y nuevos valores narrativos, que apenas
obtuvieron el aprecio del público) o de exageración (Image y
otras, sobre las que no es necesario extenderse).
Ciñéndonos a
los personajes del género denominado también “espada y
brujería”, el superhéroe o héroe bárbaro, visto desde la
psicología humanística –en una sociedad tecnológicamente
compleja– es el portador de nuestras esperanzas de
autorrealización y por eso es aceptado tan gratamente. Visto
desde el historicismo, el héroe bárbaro podría ser un hijo más
del New Deal, del empuje que encendía el corazón del país
americano. Para definir y darle forma a este tipo de personajes,
entonces, se echó mano de la sopa cultural europea, que Howard
mezcló bien pero que la sabiduría popular redujo a elementos aún
más simples. Por esa razón, la imagen del bárbaro que tenemos
hoy es la del huno afeitado, o la del vikingo apócrifo (con
casco), que llega cabalgando con los músculos aceitados, con
greñas, sucio y / o vestido con pieles, mostrándose sanguinario
incluso los domingos. Hoy ya sabemos que no eran tan cafres los
modelos reales: recientemente se han hecho excavaciones en el
centro de Europa que demuestran que los bárbaros norteños se
integraban en la sociedad civilizada y se empapaban rápidamente
de su cultura, una imagen opuesta de la que teníamos. Empero, su
identificación icónica permanece por razón del efecto máscara
que produce su atuendo diferenciador (taparrabos, cuerpo
semidesnudo, casco acolmillado…)
Una vez dicho
todo esto, cabe preguntarse cómo evolucionan estos héroes en los
diferentes contextos de la cultura popular para llegar hasta el
concepto que actualmente tenemos formado sobre ellos.
ANTECEDENTES
DE LOS HÉROES DE ESPADA Y BRUJERÍA
La fantasía
heroica ha recorrido un largo camino hasta llegar a lo que el
subgénero es y significa en la actualidad. Los lectores de
cómics europeos ya consumían historias feéricas y seudo
históricas protagonizadas por normandos y espadachines en los
años 1920, cuyas estructuras narrativas y complejidad obtuvieron
completo desarrollo durante las dos décadas siguientes.
Paralelamente, la historieta de space opera experimentó
también un fuerte crecimiento a partir de 1933, como depósito de
personajes mezcla de vaqueros, aventureros, espadachines,
detectives y héroes de la ciencia ficción. Ahí es donde hallamos
el modelo de los primeros personajes del cómic de fantasía
heroica: Buck Rogers, de Nowlan y Calkins, luchó contra
hombres-tigres de Marte desde 1929; en 1933, Brick Bradford va a
la Tierra de los Perdidos en sus sundays, una ficción
desorbitada sita en emplazamientos fabulosos; Flash Gordon,
de Don Moore y Alex Raymond, también se podría adscribir a este
grupo en referencia en alguna de sus correrías siderales, donde
el héroe occidental se topa con guerreros primitivos o sus
reinos olvidados por el tiempo.
Algo tiene
que ver el mito del buen salvaje en el desarrollo y primer
crecimiento de los personajes de las historietas de espada y
brujería, pues la proyección del hombre moderno hacia un pasado
remoto es uno de los antecedentes de la iconografía del héroe
bárbaro. Este mito, el del héroe de rudas formas y baja
extracción, poderoso en un reino de la antigüedad, va
adquiriendo la dimensión de mito siguiendo dos sendas bien
diferenciadas a partir los años 1930: el trogloditismo,
representado en principio en el Alley Oop de Vincent T.
Hamlin, cavernícola inteligente que vive con dinosaurios; y el
mito del colonizador blanco en tierra exótica, con Tarzán a la
cabeza.
A finales de
los años treinta, fue adaptado al cómic (en The Funnies)
el space opera de E.R. Burroughs John Carter de Marte,
lo cual viene en refrendo de la anterior idea. El interés del
público por tamaña dosis de fantasía se fortaleció durante la
siguiente década, como demuestra aquella adaptación que se
hiciera al cómic en la colección de comic books Classic
Illustrated de
La
Iliada y
La Odisea. Y al
poco, apareció Thor en Adventure Comics (colección de
National), pertrechado a la usanza “bárbara” por Joe
Simon y Jack Kirby.
En Europa también hubo héroes que experimentaron una
evolución similar, aunque en bastante menor grado: en tierras
británicas, el periódico
Daily Mirror
acogió al musculoso aventurero Garth (héroe de Steve Dowling de
gran fortaleza) y, en tierras holandesas, el vikingo
Eric de Noorman se dedicaba a viajar por lugares exóticos
con ayuda del dibujante Hans G. Kresse, que enlució sus
aventuras con cierto tono fantástico y mágico.
EL
BÁRBARO ANTE LA MURALLA DE LA CENSURA
Durante los
años cincuenta tuvo lugar en EE UU (y en el Reino Unido, así
como en España, Francia e Italia) la imposición de códigos de
censura en los cómics, bien a través de un sistema de
reprobación directa, tal y como inspiró el conocido Código Hays,
bien a través de un modelo de filosofía editorial que aconsejaba
a cada editor el autocontrol / autocensura, que era lo que
preceptuaba la Comics Code Authority. Los sectores conservadores
que antes alentaban con muslos femeninos a los muchachos que
habían partido hacia Europa para hacer la guerra, ahora creían
que el crecimiento económico y el refuerzo de la natalidad
pasaban antes por el virtuosismo y la pureza de mente, siendo
por consiguiente fundamental la protección de la familia y de la
infancia. Los cómics se vieron entonces como enemigos en un
clima de incipiente guerra fría y, según los historiadores
yanquis, por ello en 1956 se publicaban la mitad de cómics que
en 1954. La crisis también fue consecuencia de la popularización
de la televisión, ya instalada en casi todos los hogares), y de
la política de saneamiento ligada al movimiento Scout y la
Little League, que llevaban a cabo un verdadero apostolado. El
mercado quedó en suspenso durante los finales cincuenta y hasta
1970 sólo estuvieron activas 6 compañías editoras de comic books
en los EE UU.
Estas son
varias de las razones que podrían explicar por qué la primera
historieta de genuina fantasía heroica tardó en aparecer,
haciéndolo en una revista dirigida al público adulto encartada
en un pulp de ciencia ficción: Out of This World
(del sello Avon). Fue “Crom the Barbarian”, con guión de Gardner
F. Fox, dibujada por John Giunta, quien inauguraba así el género
en los cómics. El personaje no podía mudarse a los comic books
ordinarios sin eludir a los censores, y fueron otros modelos de
personaje “bárbaro” los que evolucionaron durante los cincuenta:
la mitología escandinava (en Alemania, con Sigurd, de H.R.
Wäscher), el trogloditismo (el de Tor, de Maurrer y Kubert, que
vio la luz por vez primera en el comic book 1.000.000 years
ago, o el posterior caso de Konga) y en el héroe
agreste local transportado a mundos irreales (en
Dell Four Color
tuvimos el primer ejemplo con Turok, un indio americano muy
aguerrido que plantaba cara a dinosaurios). Durante esa década
fueron creados algunos cómics fantásticos de
gran interés,
con los vikingos y caballeros medievales como referentes: En
Filipinas, Jesús Jodloman dibujó la ficción épica “Ramir”, Jean
Ollivier desarrolló la saga del jefe vikingo Ragnar “El
Invencible” que visitaba tierras fabulosas en la revista
francesa Vaillant, E. Teixeira Coelho hizo algo similar
para la publicación gala Pif con el vikingo “Eric le
Rouge”... Estos autores vieron al vikingo como un aventurero
desinhibido mientras que en América el tratamiento del mismo
arquetipo fue más acaramelado, me refiero al “Beowolf” que
apareció en el comic book Conquest, y al
Viking Prince que era habitual invitado de la cabecera The
Brave and the Bold (National), que alternaba lo caballeresco
con lo fantástico.
Por entonces
en España no se había alcanzado tal grado de sofisticación.
Contábamos, desde 1956, con el héroe de Bruguera hijo de la
creatividad de Víctor Mora y Ambrós: El Capitán Trueno,
aventurero del siglo XII que también llega a enfrentarse
a seres fantásticos. En 1958 nació Sigur, el Vikingo,
musculoso aventurero de José Ortiz (sobre argumentos de Mariano
Hispano) que pilotaba drakkars. Algo más briosos y dados al
argumento fantástico fueron los guiones desarrollados en el
Reino Unido con protagonismo de
“Wulf the Briton”, personaje de Butterworth y Ron Embleton, un
celta que luchó desde 1956 contra romanos y bárbaros. También
algo de espada y brujería tenía la obra de
1963 “Wrath of the Gods”, que se desarrollaba en la antigua
Grecia y llevó guiones del gran Michael Moorcock.
Sería en un
país tan insospechado como México donde se elabore un (feo)
cómic fiel a la crudeza de estos relatos y a su imaginación
desbordada. En 1958 se produjo la primera adaptación al cómic de
los relatos de Conan del escritor de pulps Robert E.
Howard. Fue la editorial mejicana JOMA la que lanza un comic
book en blanco y negro titulado La Reina de la Costa Negra,
semanal y que si bien se alejaba de la Era Hyboria en sus
comienzos (viene a ser una imitación de Viking Prince),
desde que fue rescatada la colección en 1965 incorporó elementos
fantásticos muy característicos de la prosa de Howard,
truculencia incluida por lo que creemos que el tebeo no iba
dirigido a un público infantil preferentemente.
EL
DESPERTAR DE LA INDUSTRIA DE LOS COMIC BOOKS
La gran
transformación de los panteones superheroicos yanquis se operó
en los Estados Unidos en 1956, cuando los héroes adoptaron un
tono reflexivo y aventurero en vez de violento y bélico,
aportando así al público una dosis mayor de simpatía y de
imaginación. Fue entonces cuando apareció otro elemento a tener
muy en cuenta: el mercado del coleccionismo. Goodman, un editor
que odiaba editar tebeos pero que olió el dinero e invirtió en
la empresa Marvel la pequeña fortuna amasada vendiendo revistas
picantes, creyó en el potencial de los comic books y en
noviembre de 1961 financió el lanzamiento de Fantastic Four
y, a continuación, más superhéroes del mismo estilo.
En el seno de
esa industria creciente, comenzó un lento ascenso de los cómics
de fantasía heroica, buscando su identidad entre una disparidad
de tratamientos por diferentes partes de mundo hasta la primera
mitad de los años sesenta. En el Reino Unido, Don Lawrence hizo
“Orlac the Gladiator” para Lion, y también “Karl the
Viking” y “Maroc the Mighty”, con guiones de Moorcok. En España,
para Toray, Brocal Remohí se apoyó en el trogloditismo para
crear a Katán, que viene a ser el primer héroe bárbaro
español y casi tan genuino en su bravura como Conan. Brocal
también dibujó al vikingo Ögan para el mercado francés por
entonces. “Heros the Spartan”, de Bellamy, apareció en Eagle
al poco. En las Filipinas, Voltar, de Alfredo Alcalá,
protagonizó aventuras con trasfondo histórico y mucha tilde
mitológica local.
Para dar por
concluido este repaso sobre los ensayos preliminares, no podemos
dejar de lado que las revistas de Warren a menudo mezclaron
horror con espada y brujería a partir de 1963. Y la
transformación definitiva llegaría con los autores Foss y Roy
Thomas, que crearon para su fanzine Alter Ego al héroe
“Warrior of Llarn”, el cual ya podemos considerar de genuina
fantasía heroica y que sería finalmente dibujado por Sam
Grainger para otro fanzine: Star-Studded Comics. En estos
últimos casos mencionados se observaba un anhelo por devolver la
vida a personajes duros del papel amarillo (del tipo de Tarzán,
Conan, Doc Savage, Ka-zar) al tiempo que parecía existir interés
por introducir en Marvel o DC otro tipo de héroes del cine o de
la literatura popular (vampiros, artes marciales, ciencia
ficción, bárbaros), destacando entre todos ellos el súper grupo
de marginados sociales The Uncanny X-Men.
Fue a finales
de los sesenta que se definió por completo el género de la
fantasía heroica. Primero con el prozine witzend y el
proyecto de Wallace Wood “The World of Wizard’s King”, que era
un volcado de la cosmología característica de J.R.R. Tolkien.
Luego, con el vikingo Amra que aparece en en Star-Studded
Comics. Y finalmente con el personaje Nightmaster en el
comic book de DC Showcase, que era un héroe enemigo de
los hechiceros surgido de la transformación de un rockero
llevado a otra dimensión para protagonizar una “Gran Saga de
Espada y Brujería”, tal como se anunciaba en cubierta (sus
autores eran Danny O’Neil y Berni Wrightson).
Mientras, en Francia se dotaba de estos rasgos a algún
personaje fantástico de relevancia (Druillet dibujó Elric le
Nécromancien por estas fechas), se creó un serial de enorme
interés protagonizado por trogloditas (Rahan,
que apareció en Pif por obra y gracia de Lécureux y
Chéret). Y en la Argentina Robin Wood creó Nippur de Lagash
aunque con cierto discurso político soterrado. Pero fue durante
los primeros años setenta y en EE UU donde eclosionó el género
de manera definitiva con las historietas de Wood para Tower
of Shadows y con la adaptación del Conan de R.E. Howard por
Thomas y Barry Smith para la serie Conan the Barbarian,
constituyéndose éste comic book en el hito principal del
subgénero.
Lo que
caracterizaba al personaje Conan, y que explica su éxito popular
y luego mediático, fue su calidad de héroe no altruista. Conan
luchaba por y para sí mismo en un mundo cruel donde oficiaba
como ladrón o mercenario, no sólo como un héroe bonachón en
defensa de los intereses de la comunidad, de la colectividad, de
la patria o del mundo, que era la imposición moral pendiente
sobre todos los demás personajes de cómics heroicos, y
particularmente en los de superhéroes. Este elemento parece ser
que atrajo al público de su tiempo, sobre todo durante la década
de los años setenta y primeros años ochenta, quizá algo cansado
de la inocencia habitual de los cómics fantásticos de su tiempo.
En buena
lógica (y siguiendo las leyes del mercado), no tardarían en
blandir armas los imitadores de Conan: Bantam Books lanzó al
poco Blackmark, de Gil Kane. En Creatures on the Loose,
la editorial Marvel probó suerte con las aventuras de Kull de
Atlantis, otro héroe howardiano. También se arriesgaron los de
Marvel a editar una revista al uso de las de Warren, Savage
Tales, que albergó la justamente afamada saga “Red Nails”,
de Thomas / Smith. En España, en parte porque nos llegó la onda
y en parte por propia iniciativa, ciertos autores se apoyaron en
estos modelos para dibujar a sus héroes, y de ahí salieron los
desorientados y confusos personajes de De la Fuente para
Trinca, Haxtur y Mathai-Dor (y, más tarde, Haggarth), y los
personajes predestinados de Maroto: Wolff, para Drácula,
Manly, para Pueblo (que cuando fue exportado a América se
llamó “Dax the Warrior”), y Korsar, para Norma y su Cimoc.
Kronan, el personaje de Brocal Remohí, tampoco se quedó corto en
musculatura y frenesí aventurero cuando apareció en las páginas
de Trinca y de Blue Jeans. Más tarde, Bernet
crearía sobre los esquemas de su tío Cousso al personaje Andrax
para el mercado alemán.
LOS
SETENTA, FELICES AÑOS DE EXPERIMENTACIÓN
Volviendo al
escenario del cómic estadounidense, entre 1972 y 1976 surgieron
héroes de space opera y bárbaros por todos lados:
Gullivar Jones, Elric, John Carter, Carson de Venus, Fafhrd and the Grey Mouser,
Dagar the Invincible, Thongor, Bloodstar, Killraven, Solomon
Kane... Pero, paralelamente,
algo estaba mutando en el medio.
El cambio en
la novelística de aventuras en la segunda mitad del s. XX, que
parecía ir pronunciándose por el realismo con matices
psicológicos y sociológicos, afectó a los cómics. La sustitución
de religión por ciencia que había ido operándose en el seno de
la cultura occidental también llegó a repercutir sobre la
novelística popular y otros elementos de ocio de la juventud. La
tecnología que avanza a pasos agigantados es culpable de que, a
partir de 1969, ya carezcan de sentido los viajes exóticos o
incluso los espaciales, y el interés por lo fantástico (y lo
exterior) se retrajo a favor de una mayor inclinación sobre el
mundo interior. En los cómics observamos esta modificación de
ejes, temas y argumentos en el triunfo de los dramas
adolescentes y familiares y en la denuncia social (habituales
invitados en las aventuras de Flecha Verde, Spiderman, Capitán
América o Powerman, por ejemplo). Se comenzó a incidir en un
humor más elaborado dado que la ironía se fue transformando en
sarcasmo y se echó mano de otras culturas (lo oriental,
como ejemplificaba tempranamente Lone Wolf and Cub...) y,
finalmente, se llegaron a confundir los esquemas underground
con los del mainstream (al menos en Heavy Metal,
que no dejaba de ser una vuelta de tuerca al Grim Wit
de Corben en aleación con el Metal Hurlant francés).
En este
clima, los héroes fantásticos fueron ensayando nuevas
posibilidades, tomando poderes mágicos ellos mismos o viviendo
aventuras por entornos que invitaban a la reflexión. Podemos
citar algunos ejemplos: la creación de Víctor Mora y Brocal
llamada Arcane, para Pilote,
que tenía poderes de
adivinación y telepatía; o los héroes que surgieron en la
Argentina para Skorpio salidos del lápiz de Zanotto (Henga,
Bárbara, Tagh).
No obstante, el
éxito comercial seguía sonriendo a un único y emblemático gañán
con espada, Conan, sobre todo en las publicaciones The Savage
Sword of Conan y Conan the Barbarian. Las nuevas
imitaciones que aparecieron en el mercado yanqui a partir de
1975 no aguantaron más allá de una docena de ejemplares, salvo
contados casos (Ironjaw,
Wulf the Barbarian, Beowulf, Claw the
Unconquered, Stalker y Warlord). Y los nuevos
modelos que aparecieron en otros países, como el holandés
Storm
o el canadiense
Cerebus the Aardvark,
parecían en un principio imitaciones de héroes previos o
directamente calcos de Conan.
Sí hubo un
relevo para el héroe fantástico de los cómics, y fue el que
llegó de la mano de lo tolkieniano, de la high fantasy,
que poco a poco fue conquistando nichos en el mercado. Vengo a
referirme aquí a creaciones como las de
Wendy y Richard Pini, Elfquest,
la de Jean-Claude Gal, Arn, el Thorgal de Rosinski
y Van Hamme, o, de vuelta a los EE UU, Weirdworld o los
caballeros asgardianos, dibujados por John Buscema o Charles
Vess, respectivamente. Más tarde, en 1979, los aventureros de
space opera sufrieron una revisión que les catapultó de
nuevo al punto de mira de aficionados y estudiosos. Fue por
entonces que Moorcock y Chaykin se embarcaron en la obra The
Swords of Heaven, The Flowers of Hell, para Heavy Metal,
fue cuando Thorne ensayó la erotic fantasy en la saga
“Ghita of Alizarr”, fue cuando John Brunner dibujó su versión de
Elric, fue cuando Epic Illustrated se arriesgó a publicar
la adaptación de Tim Conrad de Almuric, fue cuando “The
Dreaming City”, de Thomas y Russell, recuperó a un Elric cerúleo
y estremecedor... En España, en contrapartida, nos llegó El
Mercenario, de Segrelles
NUEVOS
VIENTOS SOPLAN EN LOS OCHENTA
Los estrenos
cinematográficos de Conan y del filme de animación de
El Señor de los Anillos impulsaron las ventas de cómics
protagonizados por héroes fantásticos a principios de la década
de los ochenta. Pero entonces se produjeron grandes virajes en
las políticas editoriales de las empresas de cómics: el mercado
directo, la reestructuración de universos (Crisis en DC,
Secret Wars en Marvel), y un empeño por aproximarse a los
superhéroes desde perspectivas más realistas y crudas (The
Dark Knight Returns, Watchmen, Swamp Thing). Así,
desde 1982 surgieron diferentes cosmologías dentro de lo
limitado del tratamiento que se le daba a la fantasía en los
cómics, y entró en danza el humor como referente argumental y
cierto excesivo gusto por el pastiche y el entreverado de medios
para el entretenimiento. La serie Arak. Son of Thunder de
Thomas fue producto de una mezcolanza de mitologías. En Cimoc,
la heroína de Segura y Bernet apodada
Sarvan estaba entre lo
erótico y lo lúdico e iba de lo épico a lo cómico. En
Eclipse Comics se apostó por lo impensable, el paródico
Groo the Wanderer, que la inteligencia de Sergio Aragonés
convirtió en un éxito impensable. La violencia y lo oscuro se
llegaron a mostrar con bastante gratuidad en el Starslayer
de Grell (editado por Pacific y por First) y en la “Marada. The
She-Wolf” que Claremont y Bolton elaboraron para Epic
Illustrated. Otras series navegaron en esta nueva corriente
que iba a la búsqueda de elementos discordantes, ucronías,
magias desopilantes y temas presuntamente más experimentales:
Arion, Lord of Atlantis, Camelot 3000, Amethyst –que
fue retirado de la venta en Austin y en Kansas City–, Edge of
Chaos, “Slaine” en
2000 A.D., La Quête de l’Oiseau du Temps,
Pathways to Fantasy, Void Indigo, Alef-Thau
y el ciclo de Karnar de Jodorowsky, la Saga de Vam obra
de Kordej (antes de ser Kordey)...
A mediados de los ochenta llegó la invasión del cómic
japonés a los mercados occidentales, con enorme fuerza a partir
de 1986 y de la difusión del serial de Akira Toriyama Dragon
Ball y de Los Caballeros del Zodiaco de Majami
Kurumada, que impregnaron todo el orbe de un aire nipón. El
mercado de los cómics americanos en ese momento estaba
dividiéndose en sectores por causa de la marcha de algunos
jovenzuelos millonarios a fundar sus propias
empresas (Image y otras que le siguieron). Esto, sumado a la
venta adelantada de productos (Arkham Asylum hizo dos
millones y medio de dólares antes de salir a la luz en virtud de
la campaña promocional hecha a través de las librerías
especializadas), al engreimiento capitalista de los hot
artists (Lee, Portaccio, Kubert, McFarlane, Liefeld,
Silvestri) y al mercado de la especulación, saturado con
cover variants, provocó un mazazo a la habitual solidez de
la industria que hasta ese momento había estado controlada por
grupos monopolistas.
Se creyó que
la “batmanía” ayudó a remontar las ventas de cómics, o sea, que
el éxito de la adaptación a otro medio (el cine) de un personaje
de un medio diferente (el cómic) repercutió favorablemente sobre
la marcha del negocio. Pero las leyes de mercado no se sujetan
exclusivamente a estos deseados fenómenos de feedback y
el medio más poderoso (la industria más potente) salió
beneficiado, y el favorecido fue la industria del
entretenimiento en su globalidad. Esta adecuación a la génesis
de una supraindustria del entretenimiento fue uno de los
factores de la crisis del comic book americano de los noventa,
una que ya no contemplaba mercados fragmentarios y que ha
desembocado en la globalización de los mercados del ocio en el
período de entre siglos.
En este
proceso, historietas de fantasía tan relevantes como las
editadas por First (Hawkmoon.
The Jewell in the Skull
y Corum) o por DC (Talos of the Wilderness)
pasaron casi desapercibidas.
Acaso debiéramos considerar como una de las razones para
la bajada de ventas de este tipo de
cómics fantásticos el interés que despertaban por entonces
entre los jóvenes otros vehículos para del entretenimiento,
concretamente los juegos estratégicos, digitales o analógicos.
En 1988, los editores de cómics lo detectaron y forzaron la
mixtura con otros medios y soportes, como con el Rol, lo cual
supo ver acertadamente DC Comics al lanzar las colecciones
Advanced Dungeons & Dragons y Dragonlance. Eclipse
escogió este momento para adaptar a Tolkien, al menos The
Hobbit, por Dixon y Wenzel, que no obtuvo éxito hasta que
llegó la adaptación cinematográfica en 2001. En los primeros
noventa, además, los cómics comenzaron a acercar sus contenidos
e intereses a las aventuras que se vivían entre bits, en los
videojuegos y computajuegos que ya Nintendo introdujo en el
mercado desde la creación en 1985 de The Legend of Zelda
para el mercado japonés. Los cómics de espada y brujería no
tardaron en contagiarse: Valiant editó The Legend of Zelda,
Marvel lanzó Hero. Warrior of the Mystic Realms.
Fue por
entonces que se intentó la resurrección de la adaptación de los
clásicos.
DC lo hizo con The Ring of the Nibelung, Les Humanoïdes
Asocies con Le Monde d’Arkadi, Dark Horse con Kings of
the Night y Cormac Mac Art, Epic con Fafhrd and
the Grey Mouser, Dark Horse con Lorelei of the Red Mists.
Mas no hubo una respuesta masiva del público y el presunto
“bombazo” que pretendía el recuperador de memorias y de
estéticas Conan the Adventurer no prosperó.
PASO POR EL QUIRÓFANO Y MESTIZAJE.
¿Dónde podría estar, entonces, la clave del éxito, cómo
rescatar el gusto por el héroe aventurero y protagonista de
fantasías mil que tanto beneficio había dado a los editores de
cómics y tanto regocijo había producido entre los lectores
durante dos décadas? La solución se buscó en la hibridación de
géneros, o de medios, o de narratividades; la atención de los niños estaba siendo reclamada por los
manga, sobre todo desde 1992, cuando arrasaron en los mercados
obras de espada y brujería a la japonesa como
Fortune Quest,
de Natsumi Mukai y Misio Fukazawa, Orion, del muy
querido Masamune Shirow, Bakuretsu Hunter, de Satoru
Akahori y Ray Omishi, Record of Lodoss War, de Ryo Mizuno
y Masato Natsumoto...
Dada la situación del mercado, si bien lo clásico se
mantuvo durante el último lustro del siglo XX, con obras como
Elric. Stormbringer en Estados Unidos, o Conan il
Conquistatore en Italia (en España se intentó abrir este
mercado de nuevo también), no funcionó y hubo que recurrir al
mestizaje para salvar lo fantástico. De ahí fue de donde
salieron productos como Prophet Vol. 2, obra de Dixon y
Platt para Awesome, Lady Pendragon de John Stinsman para
Maximum Press,
Hercules.
The Legendary Journeys y Xena para Topps. Y
se quiso reforzar la presencia del genuino héroe de fantasía
heroica y de aventureros de la antigüedad en varios sellos, pero
siempre estuvieron alejados de los puestos altos de las listas
de ventas y fueron generalmente repudiados por las editoriales
más poderosas. Pocos triunfos cosecharon creaciones de esta
época y débil recuerdo han dejado en la memoria del aficionado
medio:
Barry Windsor-Smith’s Storyteller,
The Black Lamb, Roel,
Books of Lore, Michael Moorcock’s Multiverse, Frank Frazetta Fantasy Illustrated,
Iron Wings, Warlands, Aria, Cuda, o Klor.
Ha sido variable la calidad de las producciones de género
fantástico aparecidas en los últimos años. El cómic francés
Donjon, de Joann Sfar y Lewis Trondheim ha cosechado el
aprecio unánime de la crítica.
No ha ocurrido así con los excelentes productos de
Cross Plains Comics (Myth Maker, Wolfs Head,
Red Sonja: Death in Scarlet o Worms of the Earth),
asimilados a otros de discutible calidad coetáneos (Prophet
Holy War, More Than Mortal, Books of Lore: Share
of Evil).
Acaso se salve de esta quema el “amerimanga” Tellos, aclamada
serie del lento Wieringo y las producciones del sello CrossGen,
que han practicado una vuelta al high fantasy en algunas
de sus producciones (Sojourn, Scion) que no acaba de
resultar convincente, por más que su calidad gráfica es
incuestionable.
En el siglo XXI hemos sufrido en el género la vuelta al
revival, el viciado con elementos de otros géneros (hasta del
western), hasta la intercalación con el harboiled y
el cientifismo. La trasgresión ahora parece del gusto de los
preadolescentes (de ahí el interés despertado por Morrison,
Ellis o Jenkins, formulistas de nuevos modelos inspirados en el
refrito del underground y de la Golden Age) y los
viejos mitos se obstinan por rescatarse a sí mismos en el
ajetreo del cambio de milenio (Superman buscaba su origen otra
vez en el núm. 166 de su serie de 2002). Aún no podemos afirmar
que esta combinación sea reflejo de la convergencia de los media
en la nueva cultura asombrada por lo virtual, donde todo tiene
cabida y, aparentemente, nueva proyección. Es posible que así
sea, pero no es razonable volver la espalda a un género que
funciona con efectividad, como ha quedado probado, bien que al
parecer sujeto a un canon fuera del cual la comercialidad es
siempre una incógnita. La vuelta a los quioscos brasileños de
Conan en la revista Conan o Bárbaro (de Mythos editora,
desde 2002) y el lanzamiento en 2003 del “nuevo” Conan de
Dark Horse parece venir en respaldo de esta teoría del modelo
efectivo único.
Tras la
inflación de héroes fantásticos sufrida últimamente, o se
renueva el interés del público por el medio y por su principal
vertebración (lo fantástico basado en el bárbaro de R.E. Howard),
o bien el cómic de este género acabará dependiendo de referentes
de otros medios y en otros soportes con mayor calado industrial
y mayor promoción mediática.
En fin,
siempre quedarán las historias clásicas; las inmortales. |
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