SIN PAN, SIN PAN. LOS ESTRAGOS DEL HAMBRE EN 36-39 MALOS TIEMPOS.
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“Sin Pan, Sin Pan, Sin Pan |
Fue a mediados de los años 70 cuando por primera vez oí entonar la canción, “Sin Pan Sin Pan”, y fue de los labios de un compañero de trabajo editorial, mayor que yo, que en la euforia o al menos alivio que la agonía del general Franco nos provocaba se lanzó a cantarla por lo bajines... De ahí y de otras charletas que tuvimos antes y después de aquel Noviembre de 1975, fui pescando los datos básicos de su historia.
Mi compañero, Maurici de nombre, era uno de los muchos niños del Madrid sitiado por los militares sublevados contra el Gobierno de la República. Tras los primeros meses de efervescencia antifascista, milicianos armados, y lucha popular contra los militares rebeldes, con su secuela de muertes salvajes ---que Giménez nos ha narrado en el primer libro de 36-39 Malos Tiempos--, Madrid se convirtió muy pronto en la capital del hambre, por la que vagabundeaban abundantes pandillas de niños que cuando no rebuscaban comida o muebles y madera entre los restos dejados por los bombardeos jugaban a juegos de todo tipo, muchas veces juegos de guerra.
Ante la indefensión de la población madrileña, el Gobierno y la Junta de Defensa de Madrid decidieron la evacuación de las mujeres y niños, desplazándolos hacia la seguridad que ofrecían Valencia y Barcelona. Aunque fue especialmente a los niños madrileños a quienes se evacuó en gran número para alejarlos del frente de batalla que prácticamente era Madrid, rodeada por legionarios y moros, soldados, requetés, falangistas y otras fuerzas, y sometida al machaqueo constante de la aviación de Franco y de la Legión Cóndor alemana.
Maurici fue uno de los muchos niños evacuados de Madrid, para los que los pedagogos catalanes crearon incluso tebeos específicos como Estel, Mirbal y Pervenir/Porvenir. Niños que fueron instalados en colonias escolares creadas alrededor de Barcelona, donde recibían los mejores cuidados, atención médica, educación y alimentos, dentro de lo posible.
Los mejores alimentos posibles... porque junto a la indefensión que la guerra suponía para la población civil, estaban los problemas que se originaban en las masas humanas que carecían de lo más indispensable y que se amontonaban en las ciudades republicanas –se calcula que en diciembre de 1936 más de 60.000 campesinos se habían refugiado en Madrid, huyendo del avance de los moros y los legionarios, que formaban la punta de lanza del Ejército de África del general Franco--, por lo que a los pocos meses de iniciarse la guerra apareció el fantasma del hambre, primero en la ciudad sitiada y poco después extendida al total de la España republicana.
La República, que contaba con los mayores centros urbanos de la España de 1936 --lo que suponía la mayor población en números absolutos--, tenía una ventaja inicial en la fabricación de textiles y en productos manufacturados, controlaba la producción de cítricos y la mayor parte de la producción de aceite de oliva y hasta un 60% de los viñedos españoles. Pero, para alimentar tanto a los combatientes republicanos como a la numerosa población civil de la retaguardia faltaban trigo, huevos, leche, carne, patatas y azúcar, entre otros muchos productos básicos, que por el contrario abundaban en la zona dominada por los militares rebeldes, dueños de las grandes extensiones cerealísticas castellanas y de la mayor parte del ganado vacuno y de cerdos; gracias a lo cual pudieron alimentar con relativa facilidad a sus ejércitos y a su retaguardia durante los tres años de guerra, mientras el hambre iba enseñoreándose de las ciudades republicanas y muy especialmente de Madrid, que por su condición geográfica siempre había dependido, y que en la guerra dependía especialmente, de los suministros procedentes de otros lugares de la península. Esto impuso pronto el racionamiento de alimentos y de artículos de primera necesidad.
A los problemas de alimentación de los soldados en el frente y de sus familias en la retaguardia se sumó la necesidad de exportar productos españoles para conseguir divisas con las que comprar armas, municiones, aviones... y también los productos alimentarios que la República no podía producir. La
moneda de cambio de estas exportaciones fueron básicamente los cítricos valencianos y el aceite de Andalucía, bien que la salida de estos productos fuera muchas veces difícil tanto por el cierre de la frontera francesa y el bloqueo marítimo que la marina alemana e italiana hacían de las costas españolas, como muchas veces por las disensiones que enfrentaron a los diferentes sindicatos que hacían su pequeña y egoísta guerra dentro de la guerra civil, con el resultado como ejemplo concreto de que la falta de transportes en el otoño-invierno de 1937 hizo que los cítricos y el arroz valencianos se pudriesen en los campos si llegar a ser distribuidos.
A su vez el racionamiento de alimentos y productos de primera necesidad provocó la inflación de la economía urbana que acabó por repercutir muy negativamente sobre la moneda de la República, contribuyendo a generar una espiral en la que los gestores económicos del Gobierno hubieron de hacer constantes malabarismos para atender a las necesidades de la guerra y de la subsistencia. Sin lograrlo. Cuando el hambre se enseñoreó de los habitantes de las ciudades y, aún más grave, cuando afectó de manera importante a los combatientes en el frente, ello dio lugar, junto con los otros muchos problemas militares, a que la República perdiera el empuje inicial y comenzara a perder la guerra.
En todos los frentes a los soldados republicanos les faltaba pan y carne y su dieta era totalmente inadecuada para mantenerlos en el estado físico y moral necesario para la lucha. Un ejemplo bastará: en noviembre de 1937, los soldados de la 37 Brigada Mixta que participaban en la defensa de Madrid recibían diariamente 20 gramos de carne, 40 de aceite, 20 de azúcar y 10 de sal, dieta absolutamente insuficiente que los hacía más propensos al agotamiento y al frío además de volverlos indiferentes a la causa que defendían con las armas (documentación de Michael Seidman en Republic of Egos. A Social History of the Spanish Civil War, 2002). Mientras que en las mismas fechas los soldados de las fuerzas rebeldes recibían una ración diaria de 200 gramos de carne, 60 de aceite, 50 de azúcar y 15 de sal. Para mejorar la situación, la República importó tantos alimentos como pudo, comprados en los mercados exteriores, con un ejemplo concreto en cifras: en la primera mitad del año 1937 se importaron de Rusia 22.153 toneladas de trigo, 6.621 toneladas de centeno, 4.686 de avena, 4.332 de harina, 4.516 de azúcar, 1.000 de guisantes y cientos de miles de toneladas de alimentos enlatados, entre otros (M. Seidman, op. Cit.), lo cual era solo como una gota de agua en el mar y podía sevir como un apaño para días o semanas pero no resolvía el hambre que a esas alturas de la guerra ya afectaba a toda la España republicana, con el agravante de que además la ya señalada falta de transportes impidió una correcta distribución de estos alimentos.
En 1937 la logística de las comunicaciones y transportes se reveló como una de los problemas más difíciles de resolver para la República, y un factor que podía determinar tanto los traslados de tropas y civiles como el abastecimiento de las ciudades. Alimentar a las ciudades más importantes, y al millón largo de refugiados huidos de las ciudades y pueblos conquistados por los militares rebeldes, resultó casi imposible. Las mujeres y los niños hacían largas colas durante horas para conseguir las míseras cantidades de comida de racionamiento y muchas veces se lanzaban a los campos y cultivos cercanos a las ciudades para tratar de comprar, adquirir por trueque y hasta robar hortalizas, frutas, patatas... 1937 fue un año crucial para la causa republicana y no solo por el sesgo de los hechos militares sino porque el hambre comenzó a convertirse en hambruna y se extendió del Madrid sitiado a Valencia y Barcelona, ciudades que habían acogido a muchos refugiados: Concretamente, se calcula que en Barcelona llegaron a amontonarse más de 100.000 personas llegadas de todos los rincones de la España republicana en busca del “oasis de paz” que la capital catalana suponía por su mayor distancia de los frentes.
La escasez de alimentos y la brutal disminución de calorías que ello acarreó, acabaron por dar lugar a un rebrote de enfermedades como la tuberculosis, y afectó no solo a la salud sino también a la moral de combate y resistencia. En muchas ciudades se produjeron episodios de manifestaciones de mujeres contra el racionamiento del pan. De mujeres que asaltaban vagones de tren cargados de naranjas u otros alimentos. De mujeres que en las principales ciudades republicabas realizaron graves algaradas callejeras para protestar por que se exigiese receta médica para poder comprar, ¡a precios exorbitantes!, huevos, pescado, carne y leche (documentación de Mary Nash en Defying Male Civilation. Woman in the Spanish Civil War, 1995). De niños que robaban lo que podían. De ancianos que mendigaban por una corteza de pan duro.
La situación se hizo crítica en el invierno 1937-1938, cuando los problemas de transporte hicieron imposible abastecer Madrid de más carne y pan, momento en el que se ha estimado que los habitantes de la ciudad solo recibían alimentos racionados por un valor de 500 calorías diarias, cuando lo necesario era un mínimo de 2.300 a 3.300 calorías. La desmoralización se hizo mayor cuando en varias ocasiones la aviación franquista “bombardeó” la ciudad con barras de pan, que habitualmente fueron consumidas vorazmente por los madrileños.
Es en este cuadro general de desolación y hambre donde hay que situar la canción popular que mi compañero Maurici me cantó, recuerdo de sus días de infancia en la España republicana de la guerra civil:
“San Antonio pa comer / San Antonio pa cenar / San Antonio pa comer y trabajar / Sin Pan, Sin Pan, Sin Pan / Sin Pan, Sin Pan, Sin Pan y trabajar / San Antonio pa comer / San Antonio pa cenar / San Antonio pa comer y trabajar / Una gracia pa comer / Una gracia pa cenar / Una gracia pa comer y trabajar / Sin Pan, Sin Pan, Sin Pan....”
canción que recoge el fatalismo y la desesperación de los españoles en momentos en los que el hambre era el primer y principal enemigo, más incluso que los militares rebeldes. El hambre que minó la resistencia antifascista, que sembró la desesperanza, que mató las ilusiones y llevó al derrotismo a muchos de los defensores de la República
En 1938, cuando la guerra se precipitaba rápidamente, las autoridades de la República dieron la máxima prioridad a la defensa de la región valenciana, por ser esta la última fuente de producción que podía alimentar a Madrid y la Castilla republicana. En el verano de este año la situación era ya tan grave que el gobierno republicano encargó oficialmente al ejército el control de los suministros de alimentos. En otoño el problema más importante era definitivamente el aprovisionamiento de alimentos, productos básicos y, después el de armas y municiones. El hambre asolaba las ciudades, en las que había surgido un próspero mercado negro a costa de la población: acaparadores de todo tipo, unas veces campesinos y otras comerciantes y propietarios, acumulaban miles y miles de quilos de maíz, avena, judías, almendras y otros muchos alimentos, muchas veces en convivencia con autoridades locales, inspectores ministeriales, policías o soldados. Acaparadores que vendían de estraperlo los alimentos que las familias no podían conseguir racionados, por lo que muchas mujeres debieron recurrir a este mercado negro, junto con el trueque, para dar de comer a sus familias.
A finales del año 1938 en Madrid las raciones alimenticias diarias se redujeron de 180 gramos de comida a tan sólo 60 gramos y la leche únicamente estaba disponible para los niños más pequeños... Con la consecuencia de que en febrero de 1939 morían cada semana en Madrid cientos de personas por hambre e inanición (documentación de E. Mira en “Psychiatric. Experience in the Spanish Civil War”, British Medical Journal, 1939).
Incluso, si no hubiese sido por los fracasos militares y por los constantes avances de los ejércitos franquistas, de todas formas la Guerra ya estaba perdida para la causa de la República por el hambre.
Es sobre esta guerra de los abastecimientos, sobre el hambre que causaba estragos en el Madrid de la guerra civil sobre lo que principalmente trata este libro. De cómo la población vivía el día a día bajo los bombardeos de la aviación enemiga y el constante cañoneo con que la artillería situada en la Casa de Campo sometía a la ciudad y a sus habitantes. Y de cómo, cuando cesaban los disparos y las bombas, se lanzaban a la calle para intentar conseguir algo que comer. La guerra que narra Giménez en este libro es una guerra que no fue ni gloriosa ni heroica, una guerra sin grandes gestos, sin hombres notables ni soldados gloriosos. Es la guerra de todos los días, la de las pobres gentes que querían aliviar el hambre que les mataba y solo se atrevían a desear vivir un día más y después esperaban vivir otro día y después, si había suerte, otro más, y siempre conseguir que sus hijos siguieran vivos.
De todo ello habla y narra Carlos Giménez en este segundo libro de 36-39 Malos Tiempos y estoy seguro de que mi amigo Maurici, si leyera este libro, querría dar un abrazo a Giménez por haber contado aquello que nadie cuenta al hablar de la guerra civil española, y después le habría enseñado a tararear Sin Pan, Sin Pan, Sin Pan...