POR AMOR A LOS TEBEOS. QUIENES LOS ESTUDIAN
REDACCIÓN DE TEBEOSFERA

Title:
For the love of comics. Those who study them
Resumen / Abstract:
Declaraciones de un grupo de investigadores y divulgadores de la historieta sobre su aprecio al medio, en respuesta a la convocatoria de Tebeosfera con motivo de la celebración del Día del Cómic, el 17 de marzo de 2023 / Statements by a group of comic book researchers and scholars on their appreciation of the medium, in response to Tebeosfera's call for the celebration of Comic Book Day on March 17, 2023.

POR AMOR A LOS TEBEOS. QUIENES LOS ESTUDIAN

En el Día del Cómic, los divulgadores y estudiosos de la historieta vuelven al origen de su pasión por los tebeos.

 

El estudio del tebeo ha dado lugar a numerosos estudios, artículos, ensayos y tesis sobre muy diversas facetas, realizados por autores teóricos de muy diversos orígenes, aunque siempre motivados por una pasión común. Muchos de esos investigadores comprendieron desde pequeños que querían dedicarse al estudio de las historietas. Ahora comparten con nosotros sus recuerdos de infancia y adolescencia y nos hablan de sus títulos favoritos.

 

ANTONIO ALTARRIBA

Si la memoria no me engaña (y la memoria engaña casi siempre), mi primer recuerdo es, precisamente, la lectura de un tebeo. Me lo leyó mi padre porque yo aún no había aprendido a juntar letras. No había cumplido los cuatro años, y recuerdo que se trataba del nº 4 de la revista Pumby. El ejemplar envejeció en casa, y se me quedó grabada su arrugada portada. Mi padre no me lo leyó entero. Solo una historieta que se titulaba “El elefante fanfarrón”. La trama nos presentaba a un elefante que, valiéndose de su tamaño, hacía la vida imposible a las demás criaturas del bosque. Sembraba el desastre y luego se jactaba de su fuerza. Hasta que un día, cansados de tanta prepotencia, los animales decidieron unirse para darle su merecido. Y ahí estaban bandadas de pájaros picando, enjambres de abejas aguijoneando, decenas de ratones royéndole las patas, hasta columnas de hormigas subiendo por su cuerpo y mordiéndole… Todos unidos lograron poner en fuga al paquidermo abusador.

Portada de la revista Pumby nº 4 (1955), ilustrada por Liceras.

Luego comprendí el empeño de mi padre por leerme este cuento (normalmente la de los cuentos era mi madre). Encerraba una moraleja muy cercana a su ideología. Si los pequeños se unen, derrotan al tirano. Al recuperar ahora este recuerdo, entiendo hasta qué punto mi memoria está vinculada a los tebeos. Y ya adivino que caeré en el olvido en cuanto se difumine el marco de mi casilla y, totalmente desviñetado, caiga al vacío sin imágenes, sin colores, sin bocadillos para las letras y, por supuesto, sin “continuará”.

Gracias a vuestra invitación, me he dado cuenta de la importancia profunda, casi fundadora, que los tebeos tienen en mi memoria. Y seguramente eso explica muchas cosas sobre mi fascinación por el medio. No soy muy aficionado a las listas. Hago una (en otro momento sería otra), pero sin meter tebeos españoles. Tengo la excusa de que he vivido una buena parte de mi vida en Francia. Y la mayor parte de mis lecturas han sido en francés. Por eso mi lista tiene ese sesgo francófono. Mi listado incluiría Las joyas de la Castafiore, de Hergé; Mort Cinder, de Breccia y Oesterheld; Bianca, de Guido Crepax; Los náufragos de la A (serie Philémon), de Fred;  Los ojos del gato, de Moebius y Jodorowsky; El proceso, de Marc-Antoine Mathieu; Asterios Polyp, de Mazzuchelli; Pinocchio, de Winshluss; Emigrantes; de Shaun Tan, y El informe de Brodeck, de Larcenet.

 

AGUSTÍN RIERA

Hasta donde me conducen mis más recónditos recuerdos, siempre están ahí los tebeos, y desde entonces comprendí que formarían parte de toda mi vida.

Las ilustraciones iluminan nuestra mente, despiertan sentimientos y transmiten emociones. Al principio fueron los cuentos y sus numerosas y bellas ilustraciones en colores que alegraban nuestra vista y alimentaban nuestra imaginación. Pero muy pronto pasé a los tebeos, con sus atractivas portadas llenas de acción y promesas de gozo, pues, al mismo tiempo que el cine, daban movimiento, acción y expresividad secuencial a las imágenes que deleitaban nuestros ojos y nos transportaban a la aventura.

En esos lejanos recuerdos siempre aparecen aquellos tebeos de aventuras, muy especialmente los realizados por Manuel Gago, El Guerrero del Antifaz y El Pequeño Luchador, que me impactaron en aquellos años cuarenta del siglo pasado. Y con mucho cariño recuerdo que, en aquellos primeros años, cuando yo solo tenía cuatro o cinco, dibujaba en unos cuadernos aventuras del Guerrero, extendiendo, según mis fantasías, las que regularmente leía publicadas.

También confieso el crimen que cometí entonces. Me gustaba jugar a los recortes, pero las ilustraciones de los recortables que adquirían mis padres eran demasiado estáticas. En cambio, los tebeos contenían movimiento y perspectivas que no existían en las láminas de recortables. Así es que cometí el crimen: recortaba los personajes de las viñetas de los tebeos, clasificándolos por géneros y reuniéndolos en cajas, para luego jugar con ellos en una manta extendida en el suelo y moviendo mis personajes recortados al compás de las historias que iba imaginando. Pido perdón a los coleccionistas.

 

LUIS CONDE MARTÍN

Mi encuentro con la magia de los tebeos

Evocar mi primer contacto con los tebeos es remontarme a los siete años, cuando mi hermano mayor me llevó con nuestros tebeos a la pastelería de su mejor amigo. Paquito era fanático y nos lo contagió a nosotros. Yo llevaba algunos tebeos de Roberto Alcázar y otros de Juan Centella, como los héroes paradigmáticos que eran capaces de resolver los problemas del mundo entero. Yo le pregunté a Paquito que quién de los dos héroes era más poderoso, y me dejó turulato mostrándome otro tebeo con otro personaje: “Mira, Luis, este es el héroe que gana a todos. Se llama El Guerrero del Antifaz, y mira qué pinta tiene”: ¡Fabuloso!

No tengo que añadir que desde entonces empecé a coleccionar aquella serie, que todavía conservo... ¡setenta y cinco años después! Quedé enganchado y fiel al personaje dibujado por Manuel Gago, como un modelo a seguir y ejemplo de lo que nos atraía. Todos los demás tebeos quedaban apartados, frente al éxito de aquel héroe. La colección fue creciendo conmigo, y la defendía como uno de mis tesoros más preciados y cuidados. ¡Y en eso estamos!

Ahora, con Tebeosfera, vamos a rendir homenaje a nuestro arte amado y a recordar lo que supuso para nuestra imaginación, paralela a los estudios colegiales. Este guerrero medieval superaba los "Cid" escolares, y nos enorgullecía que fuera un héroe "nuestro", del tiempo de los Reyes Católicos. Cuando España estaba pugnando por destacar en Europa. ¡Nosotros teníamos un héroe apropiado!

Al hacerme mayor y vivir mi profesión de periodista, siempre supe valorar el trabajo creativo de Manuel Gago y reivindicarlo como un artista genial. A mí, al menos, me ganó para este arte profesional. ¡Gloria a un historietista impar!

Portada de la segunda colección de El Guerrero del Antifaz (1972), de Gago.

Ahí os envío los diez tebeos:

  • El Guerrero del Antifaz, de Gago.
  • El Capitán Trueno, de Mora y Ambrós.
  • Apache, de White y Guerrero.
  • Bengala, de Quesada y Ortiz.
  • Paracuellos del Jarama, de Giménez.
  • Cuto, de Blasco.
  • Hazañas Bélicas, de Boixcar.
  • El inspector Dan, de González y Giner.
  • El Capitán Hispania, de Amorós y G. Alacreu.
  • El Cid, de Palacios.
  • Manos Kelly, de Palacios.

  

FERNANDO BERNABÓN

Los amigos de Tebeosfera me solicitan una breve remembranza sobre el día en el que me alcanzó la magia del tebeo. Si echo mano de mis más lejanos recuerdos, creo que esta magia me acompañó desde muy corta edad, ya antes incluso de comenzar a leer, y todo ello gracias a mi hermana, diez años mayor que yo, que era una buena lectora de este tipo de publicaciones. Recuerdo con nostalgia aquellos sobres sorpresa que, con un tebeo, acompañado de un globo o una chuchería cualquiera, me compraban mis padres en una tienda de ultramarinos de un hermoso pueblo de la pacense comarca de la Serena. Debía contar yo unos cinco o seis años y ya había comenzado con mis primeros pinitos lectores. También el día en que mi hermana regresó de un viaje con una buena carga en la maleta de ejemplares de El Capitán Trueno. La gran alegría que me produjo la llegada de tantos tebeos a mis manos, diez o quince creo recordar, es difícil de traducir a palabras. Igualmente, la ilusión que me hacía, ya viviendo en Valladolid, el acudir todos los domingos al rastrillo que se organizaba en la plaza de Cantarranas para adquirir la consabida remesa de ellos. Sin embargo, y pese a todos estos antecedentes, un momento crucial para la consolidación de mi afición al coleccionismo fue la llegada a los quioscos, ya en 1972, de la colección de El Guerrero del Antifaz. Fue la primera que empecé a coleccionar desde su salida y la que me hizo interesarme por quién se encontraba detrás de aquellas historias y dibujos que tanto me gustaban. Después, la llegada a mis manos de revistas como Bang!, o las del barcelonés Club de Amigos de la Historieta, con tanta y tanta información sobre el mundo de los tebeos, acabó por seducirme ya para siempre, abriéndome el camino para lo que después llegaría.

Los diez tebeos más importantes de mi vida:

  • El Guerrero del Antifaz, de Manuel Gago.
  • El Capitán Trueno, de Mora y Ambrós.
  • El Jabato, de Mora y Darnís.
  • Hazañas Bélicas, de Boixcar.
  • Zarpa de Acero, de Jesús Blasco.
  • Pantera Negra/Pequeño Pantera Negra, de José Ortiz y Miguel Quesada.
  • El Cachorro, de Iranzo.
  • Superlópez, de Jan.
  • Pumby, de Sanchis.
  • El Inspector Dan, de González y Giner.

 

PACO BAENA

Afortunadamente, el ser humano tiene la capacidad de almacenar todo aquello que conforma su bagaje vivencial, su memoria más íntima. Y en mi caso, como en el de tantos niños de entonces, los tebeos constituyeron un bálsamo tan placentero como exclusivo. Así que no puedo, ni debo —la deuda contraída con aquellos héroes de infancia es impagable—, mirar mucho más allá a la hora de seleccionar mi ranking de preferencias. Nací rodeado de tebeos: Zarpa de León; Suchai, el pequeño limpiabotas; Roberto Alcázar y Pedrín, entraban habitualmente en casa de la mano de mi madre y mis hermanos mayores. Esas fueron mis primeras lecturas, pero pronto descubriría todo un universo de héroes del que, a día de hoy, sigo enamorado.

Ahí van:

  • El Guerrero del Antifaz, de Manuel Gago.
  • El Capitán Trueno, de Mora y Ambrós.
  • Roberto Alcázar y Pedrín, de Arizmendi, Quesada y Vañó.
  • El Capitán Coraje, por Ayné, Macabich e Iranzo.
  • Pantera Negra, de Quesada y Ortiz.
  • Hazañas Bélicas, de Boixcar.
  • El Cachorro, de Iranzo.
  • Zarpa de León, de Artés y Ferrando.
  • El Puma, de Artés y Martínez (todas las series).
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.

 

MANUEL BARRERO

Como las paradojas de la física, el amor verdadero no existe. Si hay un objeto imparable no puede haber otro inamovible; de igual modo, si el amor es sentimiento dinámico, raro será que alcance el rango de verdadero, condición fija por definición. Todos sabemos esto pero no lo queremos reconocer. El amor ha surgido en nuestra vida y, a la larga, se ha ido metamorfoseando; cambia y se convierte en otra cosa. La verdad aún cambia más, tanto la histórica como la vital. Nuestra verdad de hoy no es la que fue ayer. ¿Miento?

El ejemplo de los tebeos sirve a muchos: algo que les gustaba “de verdad” en su infancia pasó a un segundo plano, o al olvido, en la adolescencia, cuando otros amores, provocados por turgencias, afanes o ambiciones, coparon sus intereses. Yo soy un ejemplo de esos traidores de la viñeta, pues fui un omnívoro lector de tebeos de niño que un día decidió cambiar la historieta por la discoteca y los bocadillos por besos. ¡Ay, divina adolescencia! Pero volvería, lo haría años más tarde, “hecho un hombre” tras un castrador servicio militar obligado, seducido en un tren por un tebeo arrugado y húmedo que alguien tiró en el vagón y que contenía un fragmento de una aventura de Conan el Bárbaro. Cuando llevaba varias secuencias leídas me embriagó el aroma de las magdalenas perdidas de Proust y viajé en el tiempo de forma automática, inconscientemente, para recuperar el chispazo de la primera historieta que me enamoró. La recuerdo perfectamente, pero no la citaré, porque la nostalgia con etiquetas es menos poética. Era de El Capitán Trueno, quien, junto con Crispín, se enfrentaba en una costa al ataque combinado de una colonia de voraces cangrejos rojos. Recuerdo leer aquel tebeo con manos temblorosas y a toda velocidad, porque era prestado y mis padres me urgían a abandonar la lectura porque debíamos abandonar el hogar de sus propietarios. Lo que me atrapó de la experiencia no eran el emocionante guion, los competentes dibujos, el color o los crueles decápodos. Fue otra cosa. Fue el relato. Era aquella magia extraña que generaba en mi cerebro una secuencia indiscutible, un reconocimiento de los personajes, el contexto y la acción. Y, sobre todo, la insoportable evidencia de que yo jamás podría saber el desenlace de la historia, porque parecía inevitable que los crustáceos se zamparan a los protagonistas. En mi sentir de niño, cuando los siempres son siempres y, los nuncas, nuncas, creía que jamás podría volver a acceder a un tebeo de El Capitán Trueno, o al menos que no podría localizar nunca la continuación de aquella historieta. Lo creía así no solo por ser niño estrictamente educado en la virtud de no leer cosas inútiles (aún era el franquismo aquello, y los tebeos se les antojaban “prohibidos” a mis padres), también porque yo fui un niño muy humilde, de los de pantalón eternamente roto, mocos en el carrillo y ningún posible.

Portada de Trueno Color nº 48 (1970), ilustrada por Bernal.

Con el tiempo, claro, volví a los tebeos. Volví a leerlos tras intercambiarlos, o bien comprándolos o leyéndolos en las bibliotecas. En esas bibliotecas leí todas sus existencias de tebeos una, dos, innumerables veces en el caso de los tintines, los pitufos, los mortadelos o los astérix. Y cuando acabé, comencé a devorar a Enid Blyton, Jerry West, Richman Crompton o Agatha Christie, para luego pasar a la literatura universal, por la que he estado deambulando desde entonces. Abandoné mi primer amor lector, el de los tebeos, pero regresé arrepentido y convencido de que retornaba al territorio “verdadero”, al auténtico territorio de lo bueno, porque en la historieta estaba la magia única, aquella que convertía los dibujos en relatos que nadie me había explicado y a los crustáceos pintados en enemigos jurados del hombre medieval. Lo que nunca he sabido es si volví a ellos finalmente (para quedarme con ellos para siempre, advierto) porque yo quería recuperar aquella emoción insoportable que provocaba el chasquear de pinzas óseas o porque quería recuperar la inocente turbación de lo prohibido. O, quién sabe, porque quisiera volver a ser humilde y luchar contra enemigos de patas articuladas junto a unos personajes de papel con los que me sentía siempre feliz.

No, el amor verdadero no existe, pero sí la verdad enamorada. Esta es la mía: sigo verdaderamente enamorado de los tebeos, eternamente pendiente de su turbador “continuará”.

Mi lista, de momento:

  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • El artefacto perverso, de Cava y Del Barrio.
  • Modotti, de Ángel de la Calle.
  • “Los invasores”, de la serie Mortadelo y Filemón, de Ibáñez.
  • El primer número de El Jabato, de Mora y Darnís.
  • El arte de volar, de Altarriba y Kim.
  • El primer álbum de Torpedo 1936, de Abulí y Bernet.
  • Superlópez, “La gran superproducción”, de Jan.
  • Historias de taberna galáctica, de Josep M. Beà.
  • Ardalén, de Miguelanxo Prado.

 

PEPE GÁLVEZ

No tengo localizado en mi memoria el momento en que descubrí el placer de la lectura visual de las viñetas. Sé, eso sí, que esa lectura acompañó, mejoró, mi infancia y mi adolescencia. Por eso recuerdo, con cariño imborrable, el rito de las mañanas de domingo en que mi padre, ferroviario de profesión, tenía fiesta y el paseo matinal tenía una escala obligada en el quiosco de las Ramblas gerundenses para comprar el TBO. Y en otro lugar cálido de mi memoria reencuentro la emoción de compartir las expediciones a la tienda-quiosco, apenas un rincón en el hueco de una escalera, donde cambiábamos, novelas del oeste, él, y tebeos, yo. Y tampoco he podido, ni querido, olvidar aquella fiesta posterior a un bautizo, en la que, para que nos entretuviéramos, a los niños nos dejaron ser dueños temporales de la trastienda de un quiosco. Allí, entre aquellas cuatro paredes, disfruté de una efímera victoria sobre la ley del mercado, pues pude leer todo lo que quise sin que importase su precio, ni si podía pagarlo.

También puedo afirmar con certeza que todas aquellas lecturas alimentaban generosamente mi imaginación y que las prolongaba en nuevas aventuras compartidas con los amigos en forma de juegos o de relatos orales. De forma que aquellas historietas me inocularon el gusanillo del placer de narrar, de crear historias, de, en fin, escribir guiones.

Los diez tebeos españoles más importantes de mi vida (selección que no es de los que considero mejores, sino de los que he vivido, por diversos motivos, como importantes en mi vida):

  • La familia Ulises, de Buigas y Benejam.
  • Carpanta, de Escobar.
  • El Capitán Trueno, de Víctor Mora y Ambrós.
  • Metamorfosis, de Núria Pompeia.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Peter Petrake, de Calatayud.
  • El solar, de Alfonso López.
  • El arte de volar, de Altarriba y Kim.
  • Pinturas de guerra, de Ángel de la Calle.
  • Estamos todas bien, de Ana Penyas.

 

ÁLVARO PONS

Mis primeros recuerdos están asociados a los tebeos. Recuerdo con claridad a mi padre leyéndome aquellas ediciones de Disney de la colección Dumbo, y quedarme fascinado por Supergoofy, los golfos apandadores, el pérfido borrón y el baño en monedas del Tío Gilito. Y que se me quedara grabado a fuego que, andara lo que andara, no andara por los Andes. Aprendí a leer para poder saber qué decían aquellos personajes, y de ahí me lancé a devorar la colección del TBO y DDT que tenía mi padre, los maravillosos tebeos de Novaro y las fascinantes ediciones de Vértice de Zarpa de Acero, Kelly Ojo Mágico, Spider... Y desde entonces, cincuenta años después de aquello, aquí sigo, haciendo exactamente lo mismo. Lo que no está mal.

Portada de una reedición del primer número de la Colección Dumbo (1965).

Lista de diez tebeos españoles cuya lectura me fascinó, sin orden ni concierto:

  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Raya, de Micharmut.
  • El bueno de Cuttlas, de Calpurnio.
  • La estrella lejana, de Daniel Torres.
  • El artefacto perverso, de Felipe Hernández Cava y Federico del Barrio.
  • El pie frito, de Miguel Calatayud.
  • La casa, de Paco Roca.
  • El arte de volar, de Altarriba y Kim.
  • La casa del muerto, de Keko.
  • Nuevas estructuras, de Begoña García Alén.

 

IGNACIO FERNÁNDEZ SARASOLA

Un tebeo para el recuerdo

El primer tebeo del que tengo recuerdo me lo regaló mi abuela. Sería 1977, y por tanto yo contaba con siete años. Ella regentaba un ultramarinos, y mis padres, mi hermano y yo íbamos casi a diario a verla. Uno de esos días me ofreció un tebeo que el hijo de algún cliente se había dejado olvidado hacía ya mucho tiempo y no había pasado a recoger. Se trataba del número 13 de la edición de Vértice de Los 4 Fantásticos (correspondiente a los números 26 y 27, 1964, de la edición estadounidense), que aún conservo. A pesar de todos los defectos que hoy se le pueden achacar con ese formato de bolsillo, las viñetas retocadas para adaptarlo a él, su ausencia de color y una traducción un tanto pedestre, lo cierto es que lo que vi en aquellas sobadas páginas me dejó atónito.

Portada de Lopez Espí del nº 13 de Los 4 Fantásticos (Vértice, 1970).

Pasaré por alto que en aquella época esos tebeos advertían en portada que eran "Historias gráficas para adultos”. Seguramente tanto mi abuela como mis padres identificaban todos los tebeos con las historietas de Mortadelo y Filemón, y por tanto los consideraban por definición un producto infantil e inocuo. Para mi fortuna. Porque aquella nueva lectura resultó sobrecogedora para mi mundo infantil. Tenía amplias dosis de todo: aquellos maravillosos dibujos de Jack Kirby dotados de una fuerza y dinamismo cinematográficos, unos personajes superpoderosos e increíbles que yo desconocía hasta ese momento, las míticas refriegas de ese extraño ser llamado "La Masa" no ya con uno, sino con dos supergrupos (Los 4 Fantásticos y Los Vengadores)... Pero a aquella tierna edad quizá lo que más me impactó fue la parte trágica del argumento, que me causó la sensación de estar leyendo algo muy distinto a los cuentos infantiles a los que estaba habituado: las tensas relaciones de los integrantes de Los 4 Fantásticos, la repentina enfermedad de Reed Richards, desesperado por no poder ayudar en tan complicado lance, la soberbia de Los Vengadores intentando resolver unilateralmente lo que consideraban un problema sólo suyo, o la cabezonería heroica de La Cosa, empeñando en enfrentarse una y otra vez a un ser que sabía que era más poderoso que él, pero al que tenía que detener a toda costa. Incluso La Masa inspiraba ternura y empatía. No había malos en aquella historia: sólo una situación que se había complicado y había acabado de la peor forma posible.

Desde entonces los tebeos han formado parte de mi vida. Gracias a Stan Lee, a Jack Kirby, al descuidado lector que extravió el tebeo y, sobre todo, a mi abuela.

Los tebeos más importantes en mi vida:

  • Mortadelo y Filemón, “Los Invasores”, de Ibáñez.
  • Superlópez, “Aventuras de Superlópez”, de Efepé y Jan.
  • Superlópez, “Los cabecicubos”, de Jan.
  • Superlópez, “La gran superproducción”, de Jan.
  • Bruguelandia número 1.
  • Din Dan Segunda Época núm. 1.
  • Historia de aquí: 1, “Orígenes de esto”, de Forges.
  • Zephyd, de Cidoncha y Azpiri.
  • 13, Rúe del Percebe, de Ibáñez.
  • Haxtur, de V. de la Fuente.

 

BREIXO HARGUINDEY

Para mí, hay un primer tebeo. Y ese tebeo es Tintín. Cuando apenas sabía hablar y mucho menos escribir, tuve una idea tan genial como absurda: ya que el esfuerzo de leer sus aventuras era todavía demasiado penoso, ¿qué mejor que apoyarse en el magnetófono y grabar mi propia voz para después reproducirla en ayuda de las exploraciones futuras del mismo álbum? Así, con el timbre aflautado, modulaba a un personaje tras otro: fingiendo los graves “adultos” de los insultos del Capitán Haddock, la ridícula sensatez infantil de Tintín, recreándome en el goce oral de cada una de sus onomatopeyas. En vano intenté recuperar, años después, aquellas cándidas grabaciones, testimonio de la lectura primera, de un origen perdido para siempre que vinculó mi expresión más cruda al noveno arte de la historieta.

Lamentablemente, luego crecí. Y con crecer quiero decir hacerme adolescente, carecer de alguna cosa, querer carecer de ella. Y esa cosa era Tintín: mi infancia. Crédula, menor, ingenua… una nueva sofisticación política me llevaba a desdeñar aquellos productos como pura superficie cuando no ideología cómplice del colonialismo y la explotación capitalista. Había superado Tintín, poco antes de ser suscriptor de Cairo.

Hoy, tras tanto tiempo, solo puedo certificar mi propia idiotez. Si alguien me preguntase por una historieta, y solo una, que rescatar de un incendio, esa sería Las joyas de la Castafiore, con la que apenas pueden rivalizar alguna obra de Osamu Tezuka y el Little Nemo de Winsor McCay. Con todo y finalmente, la fortuna me ha sonreído: hoy tengo la ocasión de acompañar a mi padre en la traducción de Tintín al gallego, mi lengua materna. Formar parte de una minúscula nota al pie de este monumento no tiene precio, volver a través de ella al tesoro de la infancia, tampoco. Porque, ciertamente, Tintín era el niño blanco —nuestro primitivo—, pero también el deseo y la esperanza de un mundo mejor y más justo.

Portada de la edición en gallego de Las joyas de la Castafiore (2019).

En cuanto a la lista, así, improvisando un poco, diría de manera desordenada:

  • Un recopilatorio de la obra de Josep Coll.
  • El ciclo de Las memorias de Amorós, de Cava y Del Barrio.
  • Mujeres fatales, de Mique Beltrán y Max.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Las hermanas Gilda, de Vázquez.
  • El ala rota, de Altarriba y Kim.
  • El Capitán Trueno, de Víctor Mora y Ambrós.
  • Raya, de Micharmut.
  • Romeo muerto, de Santiago Sequeiros.
  • O home que falaba vegliota, de Raimundo Patiño.

Ya digo, no le he dedicado mucho tiempo a esta lista, así que dice más por lo tanto que falta (Martz Schmidt o Gallardo, por solo citar dos) que por lo que de buenas a primeras se me ha ocurrido.

 

YEXUS

Sin saber leer ya devoraba los dibujos de un suplemento de prensa del diario santanderino Alerta. Lo hacía mientras cenaba, cuando mi madre me leía las viñetas que tenía justo delante del plato. Después me dejé atrapar por la fantasía de Pumby, personaje del que aún atesoro una colección de revistas encuadernadas a mano por mi padre.

Pero realmente inicié de manera fiel y continuada esa mágica relación con los tebeos que perdura hasta hoy con la compra semanal de la revista Din Dan. Comenzó a los seis años, se prolongó durante doscientos números e introdujo en mi vida a los inolvidables personajes de Bruguera e incluso a algunos de la mítica revista Pilote.

Después vendrían Novaro, Marvel o Buru Lan, hasta llegar al llamado boom del cómic.

Pero eso ya es otra historia…

Portada del nº 1 de la segunda época de la revista Din Dan (1968).

Los diez tebeos de mi vida

  • Pumby, de José Sanchis.
  • El Capitán Trueno, de Ambrós y Víctor Mora.
  • Mortadelo y Filemón, “El sulfato atómico”, de Francisco Ibáñez.
  • Makoki, de Gallardo, Mediavilla y Borrayo.
  • Paracuellos 1, de Carlos Giménez.
  • Historias de taberna galáctica, de Beà.
  • Sombras, de El Cubri.
  • Color café, de Pepe Gálvez y Alfonso López.
  • El Tríptico de los Encantados, de Max.
  • Yo, asesino, de Altarriba y Keko.

 

NORMAN FERNÁNDEZ

Los primeros recuerdos que tengo de haber leído cómics están asociados a El Guerrero de Antifaz, ya que por mi casa circulaban algunos cuadernillos de la edición primigenia que mi padre había guardado; aunque el primer “impacto” se produjo en una ocasión en que, en una visita de mis abuelos maternos, a mi abuela no se le ocurrió mejor cosa que llevarnos a mis hermanos y a mí al quiosco que había pared con pared con nuestro portal, dándonos barra libre para elegir lo que quisiésemos. En mi caso, eso fue el número 20 de la colección de El Corsario de Hierro. A partir de ese momento quedé fascinado por el universo creado por Víctor Mora y Ambrós en la serie; algo no tan extraño si tenemos en cuenta que por aquel entonces estaba bastante “enganchado” a las novelas de Salgari, en concreto a las de la colección que le dedicó la editorial Gahe durante los años setenta, y que jamás pude completar.

Portada de Bernal para el nº 20 de El Corsario de Hierro (1972).

Sin embargo, el anclaje definitivo no se produciría hasta unos años más tarde, cuando cayeron en mis manos, casi simultáneamente, la edición de Lumen de Mort Cinder y la de Nueva Frontera de la segunda versión de El Eternauta. El efecto conseguido por esas dos obras solo es comparable al que me generó el haber visto en su día, y sin “previo aviso”, El séptimo sello, de Ingmar Bergman, emitida en televisión: igual que ese día “descubrí” que el cine era, o podía ser, otra cosa distinta de lo que yo había visto hasta ese momento, también descubrí que el cómic era, o podía ser, mucho más que lo yo había conocido. Resumiendo, podríamos decir que, en último término, “la culpa” fue de Oesterheld y Breccia.

Diez obras:

  • España: Una, Grande y Libre, de Ivà y Giménez.
  • Maternasis, de Núria Pompeia.
  • La expiación, de Cava y Castells.
  • Pinturas de guerra, de Ángel de la Calle.
  • Bogey, de Segura y Sánchez.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Dieter Lumpen, de Zentner y Pellejero.
  • Stratos, de Miguelanxo Prado.
  • Orn, de Quim Bou.
  • Las metamorfosis, de Núria Pompeia.

 

BORJA CRESPO

Corazón de tebeo

De chaval, en tiempos analógicos, se llevaba en clase de EGB intercambiar tebeos entre los compañeros, como hacían con las novelas nuestros mayores. Era una suerte de biblioteca a pequeña escala. El trueque implicaba camaradería, y en cada entrega y devolución se establecía un diálogo de tú a tú entre pequeños lectores, ofreciendo opiniones llenas de entusiasmo sobre aquellas historietas que habíamos devorado con ahínco. Astérix, como Mortadelo y Filemón, Superlópez o Tintín, figuraba en la liga de los más grandes. Todos queríamos esa pócima mágica que te daba superfuerza. Era tendencia amar al torpe Obélix, alucinar con Panorámix y reírle las gracias a Idéfix. Esa aldea gala que resiste ahora y siempre al invasor era un lugar mágico por el que perderte. Todavía soñamos con grandes banquetes bajo la luz de la luna.

¿Qué decir de El señor de los chupetes? Para algunos, por encima de la obra de Tolkien. Volar como Superman, poniendo cuernos con las manos, era una imagen hecha realidad gracias a los tebeos. Los superhéroes también pueden comer medias lunas bien untadas con Nocilla. Viajar con el reportero más dicharachero, y su perro, Milú, también era un gozo de incalculable valor mental. De tomo en tomo, y leo porque me toca, nos zampábamos colecciones enteras que conseguíamos completar gracias al trapicheo y la labor en grupo. “El sulfato atómico”, “La máquina del cambiazo”, “Valor y… ¡al toro!”… Muchas personitas aprendimos a leer mejor gracias a los personajes de papel, héroes, villanos o tipos corrientes metidos en líos. El día que llevé un ejemplar de The Spirit nos explotó la cabeza, y lo que estaba por llegar: Corben, Moebius, Wrightson, Giménez… A base de viñetas alimentamos con tesón nuestra memoria sentimental y saciamos nuestro afán de aventura. Las generaciones que han crecido, y crecerán, al calor de las viñetas tienen algo especial, o eso quiero pensar.

 

JUAN ROYO

El culpable de mi pasión por los tebeos es mi padre, que me compraba a mediados de los años setenta los Lucky Luke, Astérix y Tintín o los Capitán Trueno y Jabato con esas maravillosas portadas de Bernal Romero. También mi tía abuela Pilar hacía lo propio semanalmente con los Don Miki, cuyas aventuras favoritas eran las que incluían a Patomas...

Portada de Todo Patomas nº 1 (1979) suplemento de Don Miki.
  • Trueno Color nº 113, “El castillo alucinante”, de V. Mora.
  • Jabato Color nº 37, “El rey Mankar”, de V. Mora.
  • El Cachorro nº 7, “Una victoria para Abu-Seif”, de Iranzo.
  • El señor de los anillos II, de Cuti y Bermejo.
  • El Pequeño Luchador nº 176, “El banquero, de M. Gago.
  • Las crónicas del Sin Nombre, de L. García y V. Mora.
  • La loba de Francia, de M. y T. Gloris y J. Calderón.
  • Sademo, de C. Bribián.
  • 15 años en la calle, de M. Fuster.
  • El coche de Intisar, de P. Riera y Nacho.

 

JESÚS JIMÉNEZ

De pequeño tenía dos tías que me regalaban tebeos, una los Don Mikis y otra los de Mortadelo y Filemón. Y a mis hermanos les robaba los cómics de Vértice en blanco y negro. El número que más recuerdo es en el que se "peleaban" Daredevil y Spiderman. Pero el comic que lo cambió todo fueron los dos tomos de Buru Lan de El Príncipe Valiente, de Harold Foster, que me dejaba un vecino todos los veranos. “El asedio de Andelkrag”, cuando los guerreros-poetas asediados deciden hacer una gran fiesta antes de lanzarse al combate, sabiendo que van a morir, es mi momento favorito de la historia del cómic.

Después llegaría la mejor época de Forum y Zinco, con Watchmen, El caballero oscuro, Daredevil de Miller, La Patrulla X de Claremont, Los 4 Fantásticos de Byrne. Y las revistas para adultos como las de Toutain y El Víbora. Moebius, Manara, Crepax, Carlos Giménez, Juan Giménez, Segrelles, Maroto, Corben, Wrightson, Buscema, Steranko, Frazetta, Gaiman... Algunas de las mejores historias de mi vida están en esos cómics de mi adolescencia.

Los diez tebeos más importantes de mi vida:

  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Mortadelo y Filemón, “El sulfato atómico”, de Ibáñez.
  • Blacksad, de Díaz Canales y Guarnido.
  • Torpedo 1936, de Abulí y Bernet.
  • Arrugas, de Paco Roca.
  • Lugares sorprendentes, de Josep Coll.
  • Historias de taberna galáctica, de Josep Maria Beà.
  • Los grandes inventos de TBO.
  • ¡Universo!, de Albert Monteys.
  • El Mercenario, de Vicente Segrelles.

 

PABLO VICENTE

De niño, mi padre me llevaba a supermercados y tiendas de segunda mano a comprar tebeos. Yo los elegía (mortadelos, zipizapes, retapados de revistas de Ediciones B…) y él los pagaba. Yo no los consideraba "míos", porque en realidad los leíamos los dos. Sin embargo, en 2003 me fijé en un tebeo del quiosco que había camino del colegio en la calle Bravo Murillo de Madrid: el primer tomo de la Biblioteca Marvel de Spiderman. Sus dibujos animados me gustaban mucho, también la película de Sam Raimi, y por algún motivo, yo sabía que en ese quiosco estaba el primer cómic de Spiderman, que era el único lugar por donde yo quería empezar a leer sus aventuras.

Con quince años todavía no había dado el paso de comprarme un tebeo por mí mismo. Pasé tres días por delante del quiosco sin atreverme a hablar con el vendedor. Dar ese paso me daba tanto respeto que incluso le pedí permiso a mi familia para comprarlo con mis "ahorros" (todas aquellas 100 pesetas que me habían dado en días especiales y que mis padres habían cambiado por euros un año antes). Ahí empecé "mi" colección y mi verdadera pasión por los cómics, con un héroe adolescente tan torpe e inseguro como ese adolescente al que le había costado tanto comprarse su primer cómic.

Portada del nº 1 de Biblioteca Marvel de Spiderman (2003), ilustrada por Jack Kirby.

Lista de tebeos favoritos:

  • 13, Rúe del Percebe, de Francisco Ibáñez.
  • El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim.
  • El tesoro de Lucio, de Belatz.
  • El octavo día, de Daniel Torres.
  • La caja de Pandora, de Jan.
  • Lugares sorprendentes, de Josep Coll.
  • Maldito comandero, de Danavandala.
  • Para ti, que eres joven, de Manel F., Monteys.
  • Rambla arriba, Rambla abajo..., de Carlos Giménez.
  • Silvio José, emperador, de Paco Alcázar.

 

PEDRO GARCÍA

A mi padre le gustaba encuadernarlo todo. Coleccionaba todo tipo de fascículos, y cuando podía adquirir las tapas por un módico precio allá que se iba al encuadernador con ellas. A veces volvía con unas bonitas enciclopedias que lucían preciosas en las estanterías y otras con unos horribles tomos cuyo contenido sólo se podía adivinar por los títulos de sus lomos: El Espadachín Enmascarado, El Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín. Aquellos mamotretos estaban tan fuera de lugar y llamaban tanto la atención que cuando empecé a dominar el arte de la lectura me encaramé a una silla y me hice con uno de ellos. No recuerdo cual pudo ser pero sí que abrirlo fue una de las experiencias más maravillosas de mi por entonces corta vida: acción a raudales, damiselas en peligro, aventuras por doquier… Y en cada tomo no había solamente una o dos historias, ¡había más de veinte o treinta de ellas!

Entonces no tenía ni la menor idea de que aquellos tebeos se publicaban en cuadernillos semanales y que para ser encuadernados… ¡arrancaban las portadas y se deshacían de ellas! A mi yo adulto de ahora le entran escalofríos de solo pensarlo pero al ingenuo niño de entonces aquello no le importaba lo más mínimo. Solo quería disfrutar y leer una tras otra aquellas maravillosas páginas llenas de magia y aventura. Y desde entonces hasta hoy, hasta siempre. No sé qué pasó con la mayoría de aquellas ediciones pero con el tiempo muchas otras, ninguna tan horrible como aquellas, han acabado sustituyéndolas en mis estanterías. Y lo más importante, ¡con todas sus portadas intactas!

La lista con los diez tebeos más importantes de mi vida:

  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Los profesionales, de Carlos Giménez.
  • La casa, de Paco Roca.
  • ¡Universo!, de Albert Monteys.
  • Los cuentos del tío Vázquez, de Vázquez.
  • ¡García!, de Santiago García y Luis Bustos.
  • 13, Rúe del Percebe, de Francisco Ibáñez.
  • Conviviendo 19 días, de David Ramírez.
  • El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim.
  • Silvio José, el buen parásito, de Paco Alcázar.

 

RUBÉN VARILLAS

No me recuerdo sin un cómic en la mano. Mi infancia transcurrió entre cuentos y viñetas: los Trueno Color que me compraba mi madre y que me tenían absorto durante horas, en un ejercicio de inmersión que creo que no he vuelto a conseguir de adulto; aquellas grapas de Bruguera que me daba mi tío Alejandro después de leerlos él y que luego yo cambiaba por otros en la papelería de enfrente; la vieja maleta con los tebeos de mi padre que apareció en el trastero de mi abuela, llena de Flechas Negras y Hazañas Bélicas de Boixcar, entre Guerreros del Antifaz y demás joyas de la Editorial Valenciana; los Astérix y Obélix y Tintín que sacaba prestados de la biblioteca infantil de Palencia; el Don Miki en el que invertía religiosamente cada semana buena parte de mis cien pesetas de paga; y, por supuesto, los Spirou Ardilla, TBO y las docenas de tebeos de superhéroes de Novaro y Vértice, que trapicheaba por dos duros los domingos en el Rastro.

¡Cuántos tebeos! Sin ellos, no sería ahora la persona que soy.

Diez tebeos y cómics españoles importantes para mí:

  • Flecha Negra, de Boixcar.
  • El sulfato atómico, de Ibáñez.
  • Los inventos del TBO, de Ramón Sabatés.
  • Peter Punk, de Max.
  • Lorna y su robot, de Azpiri.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Simple, de Silvestre (Federico del Barrio).
  • El artefacto perverso, de Federico del Barrio.
  • Las aventuras del Capitán Torrezno, de Santiago Valenzuela.
  • Sol poniente, de Joaquín López Cruces.

 

PABLO DOPICO

Envío mi lista con diez  cómics españoles que me enamoraron en algún momento de mi vida, en mi infancia, en mi adolescencia, en mis años universitarios... y que todavía continúan enamorándome en la actualidad:

  • Mortadelo y Filemón, “El sulfato atómico”, de Ibáñez.
  • Superlópez, “El supergrupo”, de Efepé y Jan.
  • El Capitán Trueno, de Mora y Ambrós.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Makoki, de Gallardo y Mediavilla.
  • Torpedo, de Bernet y Abulí.
  • Peter Pank, de Max.
  • Arrugas, de Paco Roca.
  • El arte de volar, de Altarriba y Kim.
  • Las meninas, de Olivares y Santiago García.

 

EDUARDO MARTÍNEZ PINNA

El 13 de octubre de 1973 era mi duodécimo santo. En esas fechas, y por supuesto en el cumple, mi padre nos hacía un regalo. A mí me molaban los libros y los cómics, por lo que aquella tarde de otoño nos fuimos a Espasa Calpe, en la Gran Vía de Madrid. No conocía la librería en cuestión, me pareció impresionante. Tampoco conocía a Drago, pero era un personaje muy bien presentado. El libro tenía el valor de la coherencia, con dos prólogos escritos por divulgadores franceses identificados, con acreditación del equipo editorial, con una referencia a una antigua edición francesa y un contenido generoso en páginas, fácilmente identificables como dominicales. Para un niño de ciencias, sistemático, como era entonces, el regalo constituía un tesoro, pues, no solo era divertidísimo, es que además demostraba que se puede hacer clasificación, y por tanto ciencia y pensamiento de algo como los cómics.

La historia tenía de todo. Un héroe que se parecía a Tyrone Power (uno de mis actores favoritos); un ayudante-servidor que era un pelmazo, Tabasco; chicas que besaba, malvadas, dulces y volcánicas; malos de rigor, de rostros aquilinos y miradas torvas; un ingeniero que se parecía a James Cagney; nazis, y un paisaje realmente variado en una Argentina que solo estaba en la mente de Burne Hogarth, su autor. Un padre que no quiere a su hijo y un hijo que añora a su madre. Y por si los argumentos resultaran escasos, los caballos eran pura pasión desbocada que evolucionaban con posturas imposibles.

Una conjunción admirable. Aquella tarde que pasé con mi padre en una librería única, comprando un libro que lleva durando cincuenta años y que, en estos momentos, me provoca una evocación nostálgica. La conclusión se desprende sin esfuerzo: los tebeos son una de las posesiones materiales o espirituales que hacen la vida agradable.

Portada del nº 1 de Noveno Arte (1973), con Drago: El barón Zodiac, de Burne Hogarth.

Mi lista:

  • Djinn, de Ana Miralles.
  • Las mil caras de Jack el Destripador, de Antonio Segura y José Ortiz.
  • Blacksad, de Juan Díaz Canales y Juanjo Guarnido.
  • Frank Cappa, de Manfred Sommer.
  • Trazo de tiza, de Miguel Ángel Prado.
  • Los profesionales, de Carlos Giménez.
  • Doctor Mortis, de Alfonso Figueras.
  • Sunday, de Víctor Mora y Víctor de la Fuente.
  • Dieter Lumpen, de Jorge Zentner y Rubén Pellejero.
  • Torpedo 1936, de E. Sánchez Abulí y Jordi Bernet (y Alex Toth).

 

RICARDO VIGUERAS

Mi amor por los tebeos nació de sus portadas. En concreto, con las de Antonio Bernal para Trueno y Jabato Color. Había un detalle en ellas que me encantaba: casi siempre, un elemento del dibujo rompía el marco de la portada y se superponía a las letras de cabecera de la serie. Aquello me volvía loco de entusiasmo: romper el marco, destruir las formalidades, transgredir la barrera. Y dentro de los tebeos estaban los maravillosos dibujos de la primera etapa de Darnís, de Ambrós y de Ángel Pardo. Las chicas de Ángel Pardo (las noviecitas de Crispín y las rivales de Sigrid por el corazón del Capi) me siguen pareciendo las mujeres más bonitas jamás dibujadas en el tebeo industrial del franquismo. Y es que, dibujadas por el amable Pardo, hasta las odiosas pretendientes que inventaba Mora para Goliath parecían nada despreciables chicas “de tallas grandes”. ¡Cómo olvidar a Cunegunda de Scandia, vecina de Sigrid!

El amor siguió con la contribución de otros personajes y tebeos: Tintín y Astérix; de Víctor Mora, Dani Futuro, con Carlos Giménez; El sheriff King, con Francisco Díaz; El Corsario de Hierro, con Ambrós; Cinco por Infinito, de Maroto y compañía; Mis miedos, de Enric Sió, en la revista Drácula, de Buru Lan; los clásicos de prensa de Estados Unidos, con Alex Raymond y Flash Gordon en cabeza; la revista Spirit de Garbo Editorial… Y en la adolescencia, El Víbora y la perturbadora Barcelona del malogrado Alfredo Pons, un autor hoy injustamente olvidado en estos tiempos de corrección política.

Y las revistas de Toutain, mucho Toutain, con whisky y cigarrillos, ¡el sheriff de los tebeos!

Grandes momentos, sin duda, que no se perderán como lágrimas bajo la lluvia porque tengo mis tebeos cerca de mí. Siempre. Sobre todo en mi corazón.

Mi lista de diez tebeos españoles:

  • Trueno Color, “El doctor mágico”, de Víctor Mora y Ángel Pardo.
  • Jabato Color, “Los fantasmas de Wong Wah”, de Víctor Mora y Darnís.
  • El Corsario de Hierro, “La Vieja Dama del Mar”, de Víctor Mora y Ambrós.
  • Tom Berry, “Pleito en remojo”, de Carlos Giménez y otros.
  • 5 por Infinito, “La fuerza magnética”, de Esteban Maroto y otros.
  • 13, Rúe del Percebe, de Francisco Ibáñez.
  • María Lanuit. Solo, nocturno y otras historias, de Alfredo Pons.
  • Grouñidos en el desierto, de Ventura y Nieto.
  • Roco Vargas, de Daniel Torres.
  • Torpedo 1936, de Abulí y Bernet.

 

JESÚS GISBERT

Pienso que en la vida las epifanías son múltiples, aunque unas son más intensas que otras. Los tebeos fueron parte de mi infancia y de mi adolescencia; como las películas, acompañaban nuestro devenir. De niño recuerdo la impronta que causó en mí TBO, en general, y Coll en particular. Y en concreto, el resumen de todo ello que supuso encontrar alguna viñeta de este señor titulada así: “Perplejidad”. Procuré encontrar el significado de esa palabra, con lo cual enlacé para siempre la escritura con la imagen en los tebeos gracias a esas viñetas. También recuerdo las calles, edificios, rincones, interiores y demás que amueblaban las historietas de Bruguera. Esos escenarios, más que sus personajes, despertaban mi curiosidad. Luego, ay, me desligué del medio, salvo puntualidades. Me impresionaron las historias de Paracuellos (aunque creo que aún no se llamaban así) firmadas por Carlos Giménez en El Papus, allá por 1976. También me llegó la versión de El Eternauta de Alberto Breccia, que es la que por entonces circulaba aquí (hablo solo de historietas en español). Luego vinieron la mili, El Víbora después, etc. Como digo, me desligué. Pero ahora puedo estar orgulloso de haberme reenganchado. Es una gozada leer historietas, historia de las historietas, teoría de las historietas… y hasta opiniones acerca de las historietas. Es un lenguaje que sabe decir, cuando lo sabe. El goce, como es natural, está vinculado a las experiencias propias.

Quiero decir que mi lista no coincidirá, seguramente, con las listas de los otros, especialmente con los del futuro. Qué le vamos a hacer.

El Gran Coll nº 1 (Diminuta, 2015): Josep Coll, el observador perplejo.

Mis diez:

  • Las “perplejidades” de Coll.
  • Pinturas de guerra, de Ángel de la Calle.
  • Los profesionales, de Carlos Giménez.
  • Impresiones de la isla, de Carlos Portela y Fernando Iglesias.
  • 4 Botas, de Keko.
  • El arte de volar y El ala rota (son inseparables, como el yin y el yang), de Antonio Altarriba y Kim.
  • Solo para moscas, de Micharmut.
  • El invierno del dibujante, de Paco Roca.
  • La casa, de Daniel Torres.
  • La vida es un tango y te piso bailando, de Ramón Boldú.

 

FRANCISCA LLADÓ

Mis primeros tebeos no son españoles, sino argentinos. De pequeña leía a Patoruzito y Patoruzú. Recuerdos maravillosos… Pero vamos a lo que hay que ir.

Lista de aquellos que me han impactado en diversos momentos:

  • Los secretos de la Dragonera, Pere Joan.
  • Velvet Nights, de Sento.
  • Opium, de Daniel Torres.
  • El perdón y la furia, de Altarriba y Keko.
  • Velázquez, de Olivares y Santiago García.
  • Històries del Barri, de Beltrán y Seguí.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Destino gris, de Roger y Montesol.
  • Yo, asesino, de Altarriba y Keko.
  • Cleopatra, de Mique Beltrán.

 

JORDI MANZANARES

Tendría yo unos tres años cuando mi padre me fotografió en la barcelonesa plaza de Catalunya con un ejemplar de Din Dan en las manos, en la época en la que las historietas de la familia Telerín ocupaban la primera página de esa revista. Aunque, naturalmente, no recuerdo nada de eso, queda la foto como prueba. En cambio, sí recuerdo perfectamente la portada del número 657 de TBO, probablemente el primero que leí. Quizás eso explique el afecto que siempre he sentido por esa revista. Por aquel entonces habría cumplido yo los seis años. Después vendrían los Mortadelo y el resto de publicaciones de Bruguera, que me cautivaron durante mucho tiempo.

Portada de TBO nº 657 (1970), con historieta de Urda.

Pero al año siguiente, con motivo de mi primera comunión, unos familiares me regalaron un ejemplar de Astérix en Hispania. Eso supuso para mí un punto de inflexión como lector de tebeos. Los guiones más elaborados, el humor más sutil, los múltiples niveles de lectura… Astérix se convirtió de inmediato en mi personaje favorito. Y el esfuerzo por ir consiguiendo todos los álbumes que conforman la colección se prolongó durante años. Después vinieron los superhéroes (inicialmente, a través de Novaro), llegó el llamado boom del cómic adulto y todo lo demás. Pero quien me enseñó que en un cómic podía haber más cosas que un pasatiempo superficial fue Astérix.

Los diez tebeos españoles más importantes de mi vida:

  • Mortadelo y Filemón, “El sulfato atómico”, de Ibáñez.
  • Superlópez, “Los cabecicubos”, de Jan.
  • Todo Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • De Coll a Coll.
  • Estraperlo y tranvía, de Alfons López.
  • El invierno del dibujante, de Paco Roca.
  • Anacleto, “El malvado Vázquez”.
  • Pendones del humor 13: Jesusito de mi vida, de J. L. Martín.
  • Sir Tim O’Theo, de Andreu Martín y Raf.
  • Torpedo 1936, de Abulí y Bernet.

 

OCTAVIO BEARES

Supongo que todo lector de cómics de cierta edad puede atesorar momentos importantes, lecturas, descubrimientos que le han marcado. El primero en mi caso es generacional: soy un niño de la era Vértice. Soy además un lector nacido y crecido a la sombra del Spiderman de Romita y Lee. Pero no creo que ese sea el tebeo que realmente me ha marcado como lector, ya que hay una época, superada la niñez, que es la realmente delicada. Durante la adolescencia, en los años ochenta, podían pasar dos cosas: dejabas los cómics porque, todos te lo decían y tú por dentro también en cierto grado lo sentías, “eran para niños” (ay, como si eso fuese determinante a la hora de dejar nada) o encontrabas esa obra que te mantiene en la afición hasta hoy.

Hay varias que podría citar, pero seguramente la más importante, y es la que quiero recordar aquí, sea Maus, de Art Spiegelman. Lo descubrí en su edición más temprana, la del primer libro por parte de Norma, en 1989 y su lectura fue lo más parecido a que me descorchasen la cabeza. Una epifanía alrededor de ilimitadas posibilidades, un cómic de una densidad y profundidad nunca vistas por mí. Ni intuidas: el estilo de dibujo como contenido, la metáfora que solo puede funcionar en el noveno arte, el tema elevado a un diálogo entre el pasado (sí, el ascenso del nazismo relatado por un testigo) y el presente (las relaciones del padre/superviviente y el hijo/autor de la obra). Todo era excelente y asombrosamente maduro en Maus. Lo era y lo es.

Tras Maus, muchos otros: las obras de los hermanos Hernández, Daniel Clowes, la nouvelle BD… Definitivamente, el cómic se quedó en esta casa gracias a Maus.

Portada de la primera edición en España de Maus (1989).

Mi lista de diez imprescindibles sería esta:

  • Superlópez, “Los cabecicubos”, de Jan.
  • Vapor, de Max.
  • Trazo de tiza, de Miguelanxo Prado.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim.
  • Regreso al Edén, de Paco Roca.
  • Las meninas, de Santiago García y Javier Olivares.
  • Roco Vargas, “La estrella lejana”, de Daniel Torres.
  • María y yo, de Miguel Gallardo y María Gallardo.
  • Aventuras de un oficinista japonés, de José Domingo.

 

EDUARD BAILE

Cuando conocí a los tebeos: con tres heridas yo

Mi enamoramiento de los cómics remite a tres instantes, una suerte de tres heridas, si se me permite el préstamo hernandiano. La primera, allá por la mitad de los años ochenta en procesión hacia el final de la década, fue inadvertida, casi diría que instintiva, puesto que leía lo que me caía en las manos sin más voluntad decisoria. Así, mi dieta lectora consistía en un batiburrillo que combinaba el semanal Don Miki, algunos álbumes de Astérix, numerosos mortadelos y no pocos ejemplares de La espada salvaje de Conan el bárbaro. Solo la lectura de los personajes de Disney, sin que tuviera la menor intuición de quiénes eran Romano Scarpa o Giorgio Cavazzano, respondía a una adquisición intencionada. Todo lo demás, simplemente, me salía misteriosamente al paso, como si formara parte del aire que respiraba. Así, varias aventuras de la aldea de los irreductibles galos, entre las cuales me obsesionaron “La residencia de los dioses”, “La cizaña” y “Obélix y compañía”, cayeron en mis manos por la limpieza de un garaje. Por otra parte, mi tío materno se casó y dejó en casa de su madre, mi abuela Dulce, toneladas de la Colección Olé! con las hazañas peripatéticas de los agentes de la T.I.A., así como otras tantas revistas de la edición de Planeta DeAgostini de La espada salvaje, entre las que estaban el número 1 (“Sombras en Zamboula”, con Neal Adams) y el 8 (“Clavos rojos”, con Barry W.-Smith). Obviamente, me hice amo y señor de todo ello, pese a que debo reconocer que aquel contacto con la Era Hiboria me provocó momentos de desconcierto, dado que yo venía de un idilio prolongado con Patoburgo y tardé, así, un tiempo en encontrarle la gracia a aquel mundo de espada y brujería. No obstante, la cuestión era leer tebeos, no cuáles.

La segunda herida, en cambio, sí que me produjo una cierta sensación de ubicación y pertenencia: vía el fenómeno fan, me convertí en lector autoconsciente y reflexivo. Ya había echado alguna mirada que otra a los cómics de superhéroes, pero no fue hasta el estreno de la primera película de Batman dirigida por Tim Burton en 1989 que realmente me convertí en seguidor del género. Efectivamente, yo fui una de tantas víctimas de la batmanía, lo que tuvo como resultado ir inmediatamente al quiosco más cercano para comprar algún cómic protagonizado por el Señor de la Noche. A partir de aquel momento, tomé conciencia de conceptos como la continuidad narrativa o el universo compartido, lo que me llevó a conformar una ingente biblioteca superheroica gracias a Cómics Forum y, sobre todo, Ediciones Zinco, porque sí, yo fui más de DC que de Marvel por entonces (otra manera de verlo es que fui inoculado por el virus del coleccionista, como se prefiera). Asimismo, es en esta época que, a mi condición de lector autoconsciente (elegía leer cómics, no solo me llegaban al azar), cabe añadir las primeras chispas del mediocre analista del medio que soy ahora: el encuentro con aquellas columnas divulgativas en torno a una etapa o autor concreto que Toni Guiral y otros diseminaban en algunas de las cabeceras me hicieron meditar que tal vez lo que leía era, también, material para la reflexión. En este sentido, he mencionado a Toni, a quien admiro y estimo, porque seguramente fue su trabajo como coordinador de la grapa de Clásicos Marvel la que más impacto me produjo. Por ello, aún recuerdo con nitidez aquella segunda entrega de la “Trilogía de Galactus”, que incluía la mitad del Fantastic Four 49 y todo el número 50, leído a salto de mata a la salida del colegio mientras esperaba a que mi madre llegara del trabajo.

Clásicos Marvel nº 19 (1990), ilustrada por Carlos Pacheco.

Finalmente, la última flecha llegó a principios del siglo XXI y estuvo más directamente conectada con la asunción de mi configuración como lector-teórico. Así, tras unos años de alejamiento del medio, a la conclusión de la carrera fui a parar al blog La Cárcel de Papel, de Álvaro Pons, hoy amigo. A partir de este encuentro en la tercera fase con el cómic, el interés por temáticas y formatos se disparó gracias a la asimilación progresiva de unas entradas de alta divulgación que me llevaban de la mano poco a poco para comprender tanto la historia del cómic como las peculiaridades de su lenguaje específico. Fue tal la revelación que, de hecho, me propuse leer cualquier obra sobre la que Álvaro hablara en su blog (es imposible, lo sé: al menos lo intenté...) pero, sobre todo, me propuse formarme académicamente en relación al medio. ¿Es este el final del camino? Puede que no. Últimamente percibo una inesperada cuarta herida en el costado, que aún no sé calibrar con precisión: la herida de leer a través de los ojos del pequeño que tengo delante de mí y que, como no podía ser de otra manera, prefiere rechazar lo que yo le ofrezco y seguir su propio camino.

Selección de diez obras españolas favoritas:

  • Lope de Aguirre (1989-1998), de Felipe Hernández Cava y Enrique Breccia (“La aventura”, 1989), Federico del Barrio (“La conjura”, 1993) y Ricard Castells (“La expiación”, 1998).
  • Sol poniente (1990), de Joaquín López Cruces y María Isabel Santisteban.
  • Paracuellos (1975-2022), de Carlos Giménez.
  • Sir Tim O'Theo (1970-1985), de Raf.
  • Historias de taberna galáctica (1979-1981), de Josep Maria Beà.
  • La casa (2015), de Paco Roca.
  • La nena que volia dibuixar: els meus petits records de postguerra (2018), de Roser Capdevila.
  • El paraíso perdido (2015), de Pablo Auladell.
  • El arte de volar (2009), de Antonio Altarriba y Kim.
  • Mata Hari (1990-1991), de Marika Vila.

 

JOAN MIQUEL ROVIRA COLLADO

Mi afición a los tebeos la quiero enmarcar en una evolución en tres momentos y unos cómics en especial.

Desde pequeño, mi madre y mi padre nos llevaban a mi hermano José y a mí los fines de semana a comprar varios tebeos. Siempre habían sido de los de la idea, de “donde hay un tebeo habrá un libro” (y sí, ahora hay muchos libros, pero también continúan muchos tebeos), pero sobre todo durante muchos años mi abuelo Pepe, al que acompañamos muchos sábados a su almuerzo matinal, continuaba con esa compra; mi hermano y yo elegíamos cada semana algún tebeo para luego compartir, mortadelos, revista Guai, Superlópez…; de allí fuimos pasando a los superhéroes, Superman, Batman, Secret Wars; eso fue afianzando una afición compartida, las visitas a la tienda especializada (Ateneo), que luego pusieron al lado de nuestra casa y fue consolidando colecciones y gustos por uno u otro personaje.

Los años van pasando, como pasan La Patrulla X, Los Vengadores, Conan Rey, La Liga de la Justicia, Legión… y en los años noventa, en lo personal sufro una saturación de superhéroes: si no recuerdo mal, la Saga de Onslaught termina por desengancharme. Además, esos comentarios de adolescentes que te marcan como un bicho raro por seguir leyendo tebeos no ayudan; no dejo de comprar tebeos, pero las visitas son mucho menores, las colecciones se van quedando sin completar, hasta que un día, volviendo de marcha con una amiga, esta le pregunta a otro si ha visto el nuevo tomo de Muerte… Aquello despierta mi interés. Lecturas y películas como El lado oscuro del corazón habían suscitado un interés por la representación de la muerte, tenía que saber de qué se trataba. Al día siguiente, una nueva visita a Ateneo y encuentro ese tomo (Muerte: Lo mejor de tu vida), lo ojeo y quedo atrapado. ¿Qué es?, ¿Qué me están contando? Lo compro y al día siguiente quiero seguir, necesito saber más de Sandman. Es el momento del cambio de Zinco a Norma. El primer arco argumental que encuentro es El fin de los mundos, ya casi al final de la serie. Desde ese momento mi misión es buscar en los cajones apartados de las librerías especializadas para poder completar Sandman, pero en esos cajones encuentro muchas más cosas (Watchmen incompleta y en grapa, Miracleman, V de vendetta, Ronin, pero también revistas del Zona 84 o Cimoc), son cómics muy distintos a lo que había estado leyendo. Además, descubro que esa película del Principe Valiente (la de 1954, de Henry Hathaway), una película que había visto en mi infancia una y otra vez, es uno de los mejores cómics de la historia…

En ese periodo, un grupo de universitarios que nos conocemos de diversos proyectos lanzamos la primera edición de Unicómic (Jornadas del Cómic de la Universidad de Alicante), en el año 1998, y Armando, un amigo de mi hermano, que ve cómo mis gustos en cómic se han ampliado, comienza a compartir sus tebeos y revistas (1984, Paracuellos, Corben, Shelton…). Además comienzo a estudiar historia y puedo conocer en persona a Carlos Giménez, y se convierte en uno de mis autores favoritos, y entonces Armando me deja una historieta, que me atrapara ya para siempre, ese viajero que se materializa delante de H. G. Oesterheld, esa nieve cayendo en Buenos Aires, ese traje de buzo imprescindible para la supervivencia, El Eternauta, y conocer en persona a Solano López, Trillo, Altuna, Juan Giménez… que nos acompañaron en nuestras Jornadas, hace que se abra toda una nueva etapa hacía la historieta argentina, el álbum europeo y el tebeo Español (Corto Maltés, Las puertitas del señor López, El último recreo, Ticonderoga, Los profesionales, y un largo e interminable, etcétera).

Diez lecturas:

  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Los surcos del azar, de Paco Roca.
  • Mata-Hari, de Marika Vila.
  • Del Trastevere al paraíso, de Santolaya y Hernández Cava.
  • El arte de volar, de Altarriba y Kim.
  • Estamos todas bien, de Ana Penyas.
  • Doña Concha, de Carla Berrocal.
  • 13, Rúe del Percebe integral, de Ibáñez.
  • El paraíso perdido, de Pablo Auladell.
  • El último recreo, de Trillo y Altuna.

 

MICHEL MATLY

La crítica póstuma suele estar mal vista y no sé muy bien por qué, es más fácil tener la última palabra. Pude haberle conocido en una de sus exposiciones, en Quito en los años noventa, pero por algún motivo del que no me acuerdo no sucedió, por lo que no pude expresarle en persona los reproches que se merecía. Que todavía se merece —la muerte no borra la culpa, mi hija menor dice que tenemos un perro tonto; aunque esté muerto desde hace muchos años, lo cierto es que sigue siendo nuestro perro tonto—. Mis reproches se refieren a Joaquín Salvador Lavado Tejón, escondiéndose bajo el apodo de Quino, por el daño que ha causado en la educación de mis dos hijas con su serie Mafalda. Por culpa de Mafalda, pasaron durante su infancia horas interminables en el retrete aunque ningún médico les diagnosticó estreñimiento crónico. Por culpa de Mafalda recitaron siendo niñas de memoria páginas enteras del tebeo, mirando a sus padres de reojo como si fuéramos dinosaurios incultos. Por culpa de Mafalda hemos tenido que comprar varias veces la serie, ya que se caía a pedazos por haber sido demasiadas veces hojeada, poniendo así en peligro nuestra economía familiar.

Culpo a Quino y a su Mafalda por haberse infiltrado a traición en sus libros de texto de francés y de español aportando pruebas de una conspiración mafaldesca mundial, que extiende sus tentáculos hasta las más pequeñas escuelas rurales. Creo que la resiliencia de los genes paternos y maternos de sus linajes ancestrales es la única razón por la que mis hijas se han convertido en magníficas adultas a pesar de la paliza comiquera a la que fueron sometidas de niñas, sin entender mucho en las primeras lecturas de lo que Mafalda y sus amigos decían y entendiendo cada vez más según iban creciendo y conectando con el mundo exterior a la familia. Por fin he abierto algunos de los folletos de Mafalda. Se habla de democracia, de política y de geopolítica, temas que deberían mantenerse alejados de los más jóvenes. Así que no esperen que me sume a las evocaciones buenistas de mis colegas en favor del medio: el cómic es fundamentalmente malo, anima a nuestros hijos a pensar sobre el mundo que les rodea.

Mi lista de diez:

  • 4 botas, de Keko.
  • Dinero, de Miguel Brieva.
  • El ala rota, de Antonio Altarriba y Kim.
  • Todo Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim.
  • Una mujer, un voto, de Alicia Palmer y Montse Mazorriaga.
  • Como si nunca hubieran sido, de Javier Gallego y Juan Gallego.
  • La casa, de Paco Roca.
  • Un médico novato, de Sento.
  • La balada del norte, de Alfonso Zapico.

P.D.: Mi lista refleja mi monotematiquismo, lo siento. Al menos he incluido algunas minorías oprimidas, dos autoras y un zaragozano.

 

PIERRE-ALAIN DE BOIS

Si bien, a diferencia de Obélix con la marmita de poción mágica, no caí de pequeño en el mundo del cómic, puedo afirmar que tampoco me era totalmente desconocido ni ajeno. En casa estábamos rodeados de bandes dessinées (por mi hermano mayor, un aficionado a las series franco-belgas de toda la vida, y hoy destacado coleccionista).

Hubo que esperar varios años antes de que volviera a interesarme en el tema del cómic. Recién superada la oposición a catedrático de Español, todavía con bastante estímulo para seguir hincando los codos, decidí entregarme a un proyecto de tesis doctoral. Aún recuerdo muy bien aquel día en que la que sería mi futura directora me preguntó, al hilo de la conversación que mantuvimos en una reunión del departamento de Filología Hispánica: “Por cierto, ¿le interesan los cómics? ¿Conoce ested a Carlos Giménez?”. ¡Cómo no iba a sonarme el nombre del dibujante español, si me había tocado analizar una página de Paracuellos para los orales de las oposiciones! No dudé ni un minuto y acepté el reto.

A partir de entonces, me sumí literalmente en las viñetas en blanco y negro del maestro, pasándoles revista a todos —o casi todos— sus álbumes, desde los más emblemáticos a otros menos conocidos. Y bueno, acabé dedicándole casi diez años al estudio de su obra. Gracias a esta imborrable experiencia, me adentré en el mundillo del cómic español. Puedo decir que fue el principio de la aventura; años marcados por diferentes encuentros e intercambios con autores, artistas, editores, investigadores, divulgadores, gente toda apasionada y apasionante. Acabado el proyecto, empecé a decantarme por otras cosas, pero si bien ya no estoy tan involucrado en la investigación como antes, el cómic sigue ahí. Forma parte de mi vida. Estoy alerta de las últimas novedades —sobre todo el cómic reportaje / periodístico, con los que más disfruto leyendo—, me complace merodear por las casillas, dejar que la magia de los dibujos y los globos surta efectos. En fin, consciente siempre del enorme potencial de este arte híbrido.

¡Que este Día del Cómic sea todo un éxito, y larga vida a Tebeosfera!

Portada del primer álbum de Paracuellos (1977), de Carlos Giménez.

 

 

BLANCA MAYOR SERRANO

Como estudiosa y lectora asidua de material destinado a los pacientes, folletos y guías de salud, manuales, páginas web y hasta cuentos formaron parte de mi universo textual durante muchos años hasta que a finales de 2011 me topé por casualidad —buscando “carne fresca” en la red— con un buen número de cómics de corte médico-sanitario editados por entidades públicas y privadas. Pienso, por ejemplo, en la colección de cómics infantiles sobre la talasemia, la drepanocitosis y la transfusión editada por la Asociación Española de Lucha contra las Hemoglobinopatías y Talasemias, o en Un día como hoy (el cáncer de mama entró en casa), editado por la Sociedad Española de Senología y Patología Mamaria. Un fascinante universo en viñetas desconocido por mí hasta entonces, que me empujaba no solo a seguir investigando, sino también a darlo a conocer en mi blog —cancelado años ha— Comunicación y educación en salud, alojado en la página web de Diario Médico. La segunda entrada del blog, publicada el 7 de diciembre de 2011, llevaba por título “Las historietas no son tan recientes”, una entrada de poco más de trescientas palabras en la que me hacía eco de esos cómics y de otros tantos, publicados algunos de ellos en EE UU a partir de los años cuarenta.

Viñetas que por su potencial educativo, divulgativo y didáctico a la par que por su capacidad para fomentar la empatía —especialmente las memorias gráficas— me cautivaron hasta tal punto que desde ese preciso instante me sumergí de lleno en el estudio de lo que desde 2007 se conoce como “medicina gráfica”; es decir, un campo interdisciplinar que se ocupa de la creación, del uso y del estudio de cómics de interés médico-sanitario en el ámbito de la educación médica, la divulgación y la educación para la salud.

Mucho ha llovido desde ese 7 de diciembre de 2011. Incontables cómics de todo tipo en diversos soportes y formatos me han acompañado a lo largo de estos años. Lecturas innúmeras de obras de corte académico sobre medicina gráfica, amén de otras tantas sobre ciencia gráfica, también aún en pañales. Infinidad de horas —deliciosas horas— dedicadas a la publicación de trabajos de investigación sobre el campo, ya en solitario, ya en calidad de coordinadora. ¿Recuerdan el monográfico Medicina y cómic editado por Tebeosfera en 2018? Y sobre todo, lo más gratificante sin duda, un buen número de amigos, parte de esa comunidad de amantes y estudiosos del noveno arte cuya fascinación por el medio es contagiosa.

Tebeos:

  • Arrugas, de Paco Roca.
  • La casa, de Paco Roca.
  • Una posibilidad entre mil, de Cristina Durán y Miguel A. Giner.
  • El día 3, de Cristina Durán, Laura Ballester y Miguel A. Giner.
  • Esta farmacia es una cruz, de Armando Bastida y Raquel Gu.
  • Arquímedes, el mejor matemático de la humanidad, de Santi Selvi y Zarzo.
  • Emmy Noether, pasión por las matemáticas, de Santi Selvi y Zarzo.
  • Manicomio, de Montse Batalla y Xevidom.
  • Diagnósticos, de Lucas Varela y Diego Agrimbau.
  • ¿Qué tiene el abuelo?, del estudio Comicup.

 

ESTHER CLAUDIO

“¿Por qué los cómics?” me preguntan a menudo en la academia. “¿Por qué no?”, les respondo yo. “¿Y cuándo los empezaste a leer?”. “¿Cuándo dejaste tú de hacerlo?”, les contesto. La gran mayoría de los que me preguntan crecieron leyendo cómics pero, en algún punto, “maduraron” y empezaron a leer libros “de verdad”. Yo crecí leyendo Cumbres borrascosas y Bola de Dragón, 1984 y Sandman. Jamás entendí, ya en la carrera de Filología Inglesa, que discutiéramos la sofisticación de George Steiner pero no la de Spiegelman. En el doctorado encontré gran entusiasmo por una tesis sobre literatura posmoderna, pero todas las puertas cerradas a la posmodernidad del cómic. Sin embargo, la vida, el entusiasmo, la pasión y la solidaridad que vi en los congresos sobre cómics no estuvierom en ninguno de los mejores sobre literatura. Me hice amiga de Roberto Bartual, Greice Schneider y Ernesto Priego, colegas que todavía llevo en mi corazón, quienes me animaron a seguir mi pasión.

El momento decisivo fue haciendo interrail con mis amigas por Suecia. Habíamos alquilado unas bicis para salir a las afueras de Estocolmo, y apenas a cinco minutos de empezar me encontré frente a un museo/biblioteca de cómics. No me lo podía creer. Era como Disneylandia. Les dije adiós y me encerré allí ocho horas, hasta que cerraron. En mis manos cayó el Smithsonian Book of Comic Book Stories, un compendio de diferentes artistas contemporáneos. Me lo leí todo. De principio a fin (al igual que otros comics que pillé por ahí). Pero dos historias se quedaron conmigo. La primera era una sobre Pipo, de los hermanos Hernández, donde el texto cuenta una historia y los dibujos otra. Subvertir la concordancia entre dibujo y texto duplicando el potencial narrativo me pareció hermoso. La segunda fueron las tres páginas que desnudan/descuartizan física, intelectual y emocionalmente a la protagonista de Building Stories. Me hizo llorar. Mucho. Primero, por lo que cuenta, que no es muy feliz (como casi nada de lo que hace Ware). Segundo, porque desencajar y quebrar la secuencia de lectura como hacía Ware me resultó mágico. No era como si “los senderos de un jardín” se “bifurcaran”. Era como si tuvieras todo el jardín para correr a tus anchas. Aquellas páginas me persiguieron hasta que pude llegar a Madrid semanas después, comprarlo, y perderme por los laberintos de Lo que pasa cuando no pasa nada. Poder interactuar así con un texto, que dejara en mis manos el camino a seguir (parcialmente), ver el laberinto desde arriba como Ícaro y sucumbir torpemente en cada uno de los giros como cualquier alma perdida me fascinó.

George Steiner dice que las obras de arte no piden comprensión sino que exigen una respuesta. Mi trayectoria ha sido un intento desde entonces. Inicié mi propio laberinto al otro lado del Atlántico, y desde la lejanía comprendí mejor mi propio contexto, el valor de la memoria, de ser testigo de lo que no se dice y que los cómics obligan a ver. Estados Unidos me permitió traer a Paco Roca y disfrutar del mejor roadtrip que podía pedir a la San Diego Comic Con. Todo esto lo escribo en un avión después de cuatro días maravillosos con Joe Sacco gracias a Ana Merino, que creyó en mí para colaborar en el seminario Mellon Sawyer sobre cómic como investigadora postdoctoral. Todo esto lo escribo acordándome todos los días de la gente que quiero al otro lado del Atlántico y de la que me tuve que alejar porque, cuando empecé, apenas había sitio en la academia española para algo tan inabarcable, mágico e inclasificable como los cómics.

Diez cómics españoles:

  • Pulse enter para continuar, de Ana Galvañ.
  • Estamos todas bien, de Ana Penyas.
  • Todo bajo el sol, de Ana Penyas.
  • Manuel no está solo, de Rodrigo.
  • El invierno del dibujante, de Paco Roca.
  • Doña Concha, de Carla Berrocal.
  • 13, Rúe del Percebe, de Ibáñez.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • El buen padre, de Nadia Hafid.
  • El artefacto perverso, de Felipe Hernández Cava y Federico del Barrio.

 

KIKO SÁEZ DE ADANA

El recuerdo del momento en que me enganché a los cómics se remonta a una gripe que me tuvo unos días en cama a la edad de once años. Mi abuelo, con el ánimo de entretenerme, me compró, en el kiosco de enfrente de su casa, el número 15 de Spiderman y el número 6 de Los 4 Fantásticos, ambos del Volumen 1 de Cómics Forum. No eran los primeros cómics que leía, ya que antes había leído muchos ejemplares de las diferentes colecciones de Bruguera, tanto de humor como de superhéroes Marvel. Sin embargo, sí fueron los que hicieron que yo mismo, una vez recuperado de la gripe, fuera al kiosco a comprar los siguientes números y a intentar comprar ejemplares atrasados. A partir de ahí nunca dejé de comprar y coleccionar cómics, al principio muy mediatizado por los superhéroes, pero después fascinado por cualquier cosa que incluyera viñetas.

Otro punto de inflexión es el descubrimiento de la Historia de los cómics de Toutain. No solo me descubrió que había otras posibilidades fuera de los superhéroes y de Bruguera (entre ellos los clásicos de prensa norteamericanos), sino que me demostró que me interesaban tanto los cómics en sí mismos como los textos que hablaran sobre el medio, algo que quizá ya me había atraído en los Cómics Forum con sus secciones de correo y otros textos que se incluían en sus páginas. A partir de esa obra, mi obsesión por los tebeos se disparó, ya que no solo quería leer todas las obras que se mencionaban en esa historia de los cómics, sino que buscaba cualquier referencia (pocas en esa época) relacionada con la historieta. Y con el paso de los años, esa búsqueda incansable, esa obsesión, no se ha atenuado, sino todo lo contrario.

Portada del primer fascículo de Historia de los cómics (Toutain ,1982).

Diez obras (sin orden de preferencia):

  • El Capitán Trueno, “El mago Morgano”, de V. Mora y Ambrós.
  • Sir Tim O’Theo, “El secuestro del burgomaestre”, de A. Martín y Raf.
  • Trazo de tiza, de Miguelanxo Prado.
  • El hombre que ríe, de Fernando de Felipe.
  • Los profesionales, de Carlos Giménez.
  • La casa, de Paco Roca.
  • “El precio de Caronte”, de la serie Dieter Lumpen, de Zentner y Pellejero.
  • Las aventuras de Joselito, de José Pablo.
  • El sulfato atómico, de Ibáñez.
  • Turandot, de Nazario.

  

JULIO SANTAMARÍA

Nacido en una ciudad de provincias a finales de los setenta, mi primer contacto con los tebeos fue con los autores de la editorial Bruguera. Pero el flechazo llegó en el momento en el que descubrí El Capitán Trueno en casa de mis tíos. Aún existían en esa zona tiendas en las que se intercambiaban tebeos, así que pueden imaginarse la gozada que era encontrar un nuevo título cada semana.

Sin embargo, en la decisión de que las historietas fueran mis compañeras de por vida tuvo mucho que ver una tía de mi madre que venía de visita todos los veranos y siempre traía algunos detalles para los más pequeños. Pues bien, unas cuantas veces se le ocurrió traer ejemplares de Spirou Ardilla. Yo no daba crédito. Aquellos personajes, aquellas aventuras, aquellos gags me parecían insuperables.

Perdí la cuenta de las relecturas que hice. Y creo que aún hoy, al abrir un tebeo, sigo buscando encontrarme con un trocito del niño que fui.

Lista de los diez tebeos más importantes de mi vida:

  • Blacksad, “Arctic-Nation”, de Díaz Canales y Guarnido.
  • El arte de volar, de Altarriba y Kim.
  • Trazo de tiza, de Miguelanxo Prado.
  • Café Budapest, de Alfonso Zapico
  • Jamás tendré 20 años, de Jaime Martín.
  • En la tierra de los Sin Tierra, de Javier de Isusi.
  • Sombras, de El Cubri
  • Una mujer del siglo XX, de Ángel de la Calle.
  • María y yo, de Gallardo.
  • Arrugas, de Paco Roca.

 

EVA SANJUÁN

En mi casa siempre hubo tebeos. De pequeña, mi padre era quien me los compraba. Don Miki y Copito eran mis lecturas antes de irme a dormir. Y es que a mi padre le encantan los tebeos. Siempre cuenta cómo de pequeño los conseguía a cambio de hacerle los deberes a algún compañero, o cómo se sacaba algunas “perras” para poder comprarlos. Ya de adulto, siendo yo pequeña, se compró la colección entera de El Guerrero del Antifaz en un puesto callejero. Aquello, por supuesto, me impactó. Un adulto comprando tebeos para él… Cuando ya fui más mayorcita sucumbí, como la mayoría de las niñas de mi edad, a las historias de Esther y su mundo. Después de Esther vino otro personaje de Purita Campos, Jana, mi favorita. Sus historias detectivescas me encantaban. Las releía una y otra vez. Una mujer independiente que viaja por todo el mundo y resuelve misterios, ¡yo quería ser como ella! Y bueno, también me encantaba copiar sus dibujos…

Portada del nº 1 de la revista Jana (1983), ilustrada por Purita Campos.

Pero no todo eran historietas para chicas en mi vida. En vacaciones pasaba tiempo con mis primos, y era entonces cuando podía disfrutar de las historias de mi cimmerio favorito, Conan el bárbaro. Conan, Belit y Red Sonja me fascinaban. ¿Por qué ser una adolescente enamoradiza cuando puedes ser una reina pirata? Pero el amor verdadero llegó en las páginas de otro cómic, uno que mis primos no quisieron y me regalaron: el número 1 de Los Nuevos Titanes, de Wolfman y Pérez. Flechazo absoluto. Y es que fue a través de este cómic como descubrí al personaje más importante de mi vida: Wonder Woman. Las amazonas han sido, y siguen siendo, el eje de mis estudios, el tema de mis trabajos académicos y mi “sana obsesión”. Dicen que todas las niñas sueñan con ser princesas… solo tienes que elegir de qué tipo, y yo lo tenía claro, una princesa amazona, una princesa guerrera o una princesa alienígena procedente de Tamaran…

Por supuesto, con George Pérez me pasó lo mismo que con Purita Campos, ¡quería dibujar igual! Me pasaba horas leyendo y releyendo los cómics de los Titanes y de Wonder Woman. Horas copiando sus dibujos, haciéndolo lo mejor que podía para intentar ser tan buena como ellos. Ilusa… Aunque he de reconocer que aquel empeño me ha llevado a compaginar hoy en día mis dos pasiones, escribir e ilustrar, esto último de manera aficionada obviamente. Así que no puedo más que estar agradecida a esos tebeos de mi infancia por mi vida adulta.

Mis diez tebeos favoritos:

  • Jana, de A. Brandt y Purita Campos.
  • Esther y su mundo, de P. Douglas y Purita Campos.
  • Las Dubidus, de Patty Klein y Ángeles Felices, en Jana.
  • Pensión Guau-Miau, de José Casanovas, en Jana.
  • Un caballo misterioso, por Pat Mills y Julio Vives, en Jana.
  • Joyas literarias juveniles, Serie Julio Verne nº 123 (1975) “Aquellas mujercitas”, por Vidal Sales y Tomás Porto.
  • Hotel Continental (Madelon), de Patty Klein y Ángeles Felices, en Jana.
  • Joyas literarias juveniles, Serie azul nº 6 (1978), “Candy, modelo en apuros”.
  • Colección Súper Humor.
  • Joyas literarias juveniles, Serie Julio Verne nº143 (1975) “El rayo verde”, por Armonía Rodríguez y Paco Ortega.

 

ALFONS MOLINÉ

Nacido en 1961, y por tanto perteneciente a la primera generación de españoles que crecieron con la televisión, pero entre los que todavía los tebeos jugaban un papel importante en nuestra oferta de entretenimiento, no puedo recordar el primer tebeo que tuve entre mis manos, por la sencilla razón de que tuve tebeos entre mis manos desde incluso antes de aprender a leer. Mi padre era aficionado a los cómics (cuando todavía no se les llamaban "cómics" en este país) incluso todavía como adulto; en especial le gustaban los personajes clásicos de EE UU, como Flash GordonThe PhantomMandrake, etc., que coleccionaba en aquellas “novelas gráficas” de bolsillo de Ed. Dólar. A menudo lo acompañaba a las visitas que hacía a la librería Grau de mi ciudad natal, Terrassa, un verdadero panteón del papel impreso, lleno de pilas y pilas de libros, revistas y tebeos de todas las épocas (y, como tantas librerías emblemáticas, hoy desaparecida). En casa leíamos de todo un poco: Disney (con el descubrimiento del gran Carl Barks —aunque aún no supiera que él era realmente el “buen dibujante de patos”— en la entrañable colección Dumbo), Bruguera, TBO, Novaro, Tintín y otros franco-belgas… En especial, gracias a que estábamos suscritos a Cavall Fort, ello me hizo familiarizarme plenamente con Franquin, Peyo, Tillieux y otros grandes maestros de la “École de Marcinelle”. Además, como veraneábamos en un pueblo del Pirineo catalán cercano a la frontera francesa, aprovechaba las excursiones familiares a Francia y Andorra para hacer acopio de “bandes dessinées”. Toda esta pasión por los autores francófonos —a los que pude seguir descubriendo en emblemáticas cabeceras como Gaceta Junior y Strong— hizo que muy pronto los típicos y tópicos tebeos de Bruguera se me antojaran desfasados y monótonos… Un momento impactante fue cuando mi padre se suscribió a la revista italiana Linus, porque había descubierto que allí aparecía Li’l Abner, personaje que le entusiasmaba y que había leído en sus años mozos en la revista argentina Pandilla, exportada en su día a nuestro país. En Linus pude descubrir además a PeanutsKrazy KatPogo, Feiffer, B.C., Wizard of Id... cuando casi todos ellos eran desconocidos por la mayoría de lectores de tebeos españoles. Allá por 1973, cuando Buru Lan lanzó la revista El globo, que justamente imitaba la maqueta y buena parte del contenido de Linus, para mí tenía un regusto a “déjà vu”, aunque reconozco el importantísimo papel que esta y otras publicaciones de la editorial donostiarra jugaron en la difusión del cómic como medio adulto en España… Y luego vendría el descubrimiento de los fanzines y publicaciones de estudio de la historieta (mi primer número de BANG!, el nº 7/8, lo tuve en mis manos a los 10 años), los libros teóricos (recuerdo cuando pedí Los cómics en España de Luis Gasca como regalo de Reyes), los clubes y asociaciones relacionados con la historieta (fui socio “júnior” del Club DHIN), los primeros salones y jornadas… todo ello, y más, fue cementando a lo largo de los años mi sincera pasión por los cómics, y en ello seguimos.

En mi caso, una página de cómics que particularmente me impactó fue la página 14 de "Cuando el monstruo ataca", episodio de Dani Futuro de Carlos Giménez con guion de Luis Vigil. A lo largo de nada menos que treinta y seis viñetas en esa misma página, Giménez plasma magistralmente la captura por Dani del monstruo titular (un cyborg), con solo los bocadillos de diálogo estrictamente necesarios, demostrando una indiscutible influencia del medio cinematográfico, a través de una diversidad de planos y encuadres para describir gráficamente la acción, unida a un impresionante dominio de la emotividad en los rostros de Dani y sus compañeros.

Esa página la descubrí en la primavera de 1970, en el nº 81 del mítico semanario Gaceta Junior (que, irónicamente, desapareció tras ese mismo número); yo tenía entonces apenas ocho años, pero esa página me hizo darme cuenta plenamente de las posibilidades narrativas y estéticas de la historieta, de que podía y debía ser un medio maduro, no solo para niños, capaz de contar historias que llegasen al corazón del lector; algo que tan solo un año después pude apreciar nuevamente en otra historieta de Giménez aparecida en el nº 8 de Trinca, “El Miserere”, que igualmente ofrecía en sus páginas una puesta en escena revolucionaria para la época.

Página 14 de la revista Gaceta Junior nº 81 (1970), con historieta de Dani Futuro, de Mora y Giménez.

Tebeos que me hicieron feliz:

  • Don Talarico, de Jan.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • Anacleto, “El malvado Vázquez”, de Manuel Vázquez.
  • Aventuras de Campeonio, de Raf.
  • Absurdus delirium, de Tha.
  • Perro Nick, de Gallardo.
  • Maremágnum, de Ventura y Nieto.
  • Alfons Figueras, de Alfons Figueras.
  • Cuto: Tragedia en Oriente, de Jesús Blasco.
  • El invierno del dibujante, de Paco Roca.

(además, cabría mencionar a otros de mis autores favoritos como Benejam, Coll, Escobar, José Sanchís, Ángel Puigmiquel, Víctor de la Fuente, Chiqui de la Fuente, Alfons López, Alfonso Font, Miguel Calatayud, Antonio Hernández-Palacios, Gabi Arnao, Ivà, Manel Fontdevila, Madorell, Picanyol, Daniel Torres, Mique Beltrán, Miguelanxo Prado, Purita Campos, Pasqual Ferry, Max, Rubén Pellejero, Jordi Sempere, Jordi Bernet y un larguísimo etcétera... la lista de excelentes autores de cómics españoles de todas las épocas es, felizmente, prácticamente interminable)

 

EDUARDO DE SALAZAR

Nací en 1964, y he seleccionado estos tebeos no porque los considere los mejores, sino porque fueron los que me introdujeron y asentaron en el medio, y me lanzaron a seguir a esos personajes periódicamente, a visitar el kiosco todas las semanas, o sea, a coleccionar.

  • Trueno Color nº 31, “Un plan siniestro” (1969).
  • Jabato Color nº 9, “Perseguidos” (1970).
  • Mortadelo y Filemón, “Safari callejero”, Ases del humor nº 3 (1970).
  • Zipi y Zape, “El tonel del tiempo”, Alegres Historietas nº 8 (1970).
  • Anacleto, “El malvado Vázquez”, Alegres Historietas nº 9 (1971).
  • El Corsario de Hierro nº 1, “La Mano Azul”, Grandes Aventuras Juveniles (1971).
  • El Guerrero del Antifaz nº 65, “La derrota de Hassan” (1974).
  • Purk, el hombre de piedra nº 27, “La victoria de Pensior” (1975).
  • Colección Bravo. El Cachorro nº 2, “Fuga accidentada” (1976).
  • Roberto Alcázar y Pedrín nº 1, “El Hombre Diabólico” (1976).

La lista está limitada evidentemente a nuestro panorama nacional, dejando aparte a los clásicos europeos Astérix, Tintín, Los Pitufos, Spirou…; los clásicos americanos Flash Gordon, Príncipe Valiente y Phantom; las adaptaciones de Disney y Hanna & Barbera, y los superhéroes americanos de Marvel y DC publicados entonces por Vértice y Novaro, todos ellos contemporáneos a estas publicaciones. 

 

ROBERTO HERNÁNDEZ

Una historieta, un recuerdo

El semanario Pionero, en su contraportada, regalaba a los niños cubanos de la década de los años setenta una historieta titulada Naoh. Se trataba de una adaptación de la obra literaria Los conquistadores del fuego, de J. H. Rosny, por Roberto Alfonso Cruz, "Robe". Yo tenía entonces unos seis o siete años. La página, donde el personaje principal enfrentaba a un oso gris y en la última viñeta rezaba: “continuará” fue suficiente para despertar en mí un nuevo sentimiento.

Historieta de la serie Naoh, de Rberto Alfonso Cruz "Robe", publicada en la revista cubana Pionero.

Desde aquel lejano día el medio me atrapó para siempre. Luego defendería la Isla del Coco, con el Capitán Plin; cargaría al machete con Elpidio Valdés, mientras Pepe tocaba a degüello; viajaría a otros planetas con Cucho, o me sumaba otra vez a Naoh, buscando la fruta roja en el país de los monos gigantes o defendiendo a la tribu de los Ulharm contra el león de las cavernas. Hoy dedico mi escaso tiempo libre a investigar sobre la historieta cubana, para conocer más de ese mundo de tinta y papel que me encerró entre sus globos y cuadritos.

 

ANDREA HORMAECHEA

En 2015 arrancó el máster de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Madrid, ilusionada por todo lo que estaba segura de que iba a aprender, pero sin tener muy clara mi línea de investigación ante la cantidad de temas que me apasionan. Fue entonces cuando uno de los profesores me aproximó a la lectura de una obra sobre guerra fría y propaganda cultural. Cuál fue mi sorpresa cuando me topo entre sus líneas con una mención al cómic de El Capitán América como ejemplo de personificación identitaria.

No entendí nada, no conocía absolutamente nada sobre cómics y apenas había visto alguna película de superhéroes. Sin embargo, esa frase me captó y me dirigió hacia un trabajo de investigación que tuvo su inicio en el TFM, su continuación en la tesis doctoral y que, espero, que tenía una larga vida.

Introducirme en el mundo de los cómics, verme inmersa entre sus viñetas, ha sido lo más gratificante de estos años de trabajo. He pasado de ver este medio desde la indiferencia a convertirme en una de sus grandes defensoras, frente a aquellos que cuestionan su validez como objeto de estudio; y así seguirá siendo.

No soy una gran experta y consumidora de tebeos españoles, pero algunos de los que más me han gustado de los que he leído han sido:

  • El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim.
  • Los surcos del azar, de Paco Roca.
  • Lamia, de Rayco Pulido.
  • El ala rota, de Antonio Altarriba y Kim.
  • Estamos todas bien, de Ana Penyas.
  • Carta blanca, de Jordi Lafebre.
  • Doña Concha, de Carla Berrocal.
  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • La balada del norte, de Alfonso Zapico.
  • Herstory, ilustrado por Cristina Daura.

 

TOMÁS ORTEGA

Historietas para una leyenda propia

En todas las edades de la historieta descubres momentos imborrables. Los recuerdos de mi niñez se asocian desordenados con un Pulgarcito heredado y el tacto rugoso de sus hojas usadas, con los préstamos en la biblioteca pública de tintines y Astérix, y los tomos de Súper Humor que alegres nos pasábamos entre los amigos. De aquellos librotes de la factoría Bruguera, me vienen a la cabeza las peripecias de Zipi y Zape copiando en los exámenes de Don Minervo, donde las chuletas estaban clavadas en la paredes de clase, en el perfil de un perro se escondía Grecia; de Mortadelo y Filemón, el autogol de Mortadelo en la final del Mundial tras rebotar en el poste del contrario—quién diría que lo ganaríamos sin el agente de la T.I.A.—; los desternillantes chistes en viñetas únicas de los vecinos de 13, Rúe del Percebe, del ladrón impenitente, el gato y el ratón del tejado y demás compañía; y las aventuras de Superlópez que hacían las delicias de aquel chaval que reía a carcajadas con súpermalvados como Luz Luminosa, que se enfrentaba con nuestro héroe reflejando una linterna y su flamante súpercalva. También recuerdo las lecturas en reediciones baratas de las Hazañas Bélicas de Boixcar en la Guerra de Corea al sur del Paralelo 38 y a la bella Sigrid refugiada en la Isla de Thule. Después pasaría de niño a adolescente leyendo Paracuellos, porque quizás sus historias menudas despertaron nuevas inquietudes.

Portada de Súper Humor nº 2 (1975), con algunos de los personajes más populares de Bruguera.

Luego confieso que estuve unos años alejado de los cómics, hasta que volví a leer por casualidad a Alan Moore, Joe Sacco & Cía. para interrumpir ese lapso como Un largo silencio de los Gallardo, y retomar lo más granado del parnaso comiquero. Descubrí entonces el mecanismo de El artefacto perverso y tuve una revelación con El arte de volar de Kim y los Altarriba, al comprobar que la historia privada de los españoles se podía leer en esas viñetas. Luego me resguardé bajo la higuera familiar de La Casa de Paco Roca y en tantas otras historias del espacio exterior que aquí ya no tienen cabida. Ahora, quizás más caricatura, más leve, y si acaso algo espinoso, he encontrado joyitas como Le combat ordinaire y otras baladas norteñas, pero eso ya es otra historia. De momento, con la edad, la textura y el tacto van cambiando, se pierde oído, y lo que se gana por un lado, se disipa por otro. De mayor aspiro a ser pequeño, casi como el caminante japonés, guardar momentos comiqueros para la vejez y revivir de nuevo la infancia, donde dicen algunos lectores que hallamos el paraíso.

 

JUAN ANTONIO SÁNCHEZ

Mis primeras lecturas de tebeos

Me crié en Málaga. Tierra de Picasso, conocido por trabajos que incorporan bosquejos, dibujos y caricaturas de forma habitual (y hasta, podría decirse, descarada). Supongo que esto contribuye a la convivencia con el medio desde niño desde un punto de vista artístico. En papel, los tebeos eran algo que te acompañaba en la infancia de una manera natural. Personajes como el botones Sacarino, la familia Ulises, Pumby, las hermanas Gilda, Zipi y Zape, etc., o los relatos anónimos de Coll o Blanco Ibarz, del TBO, formaban parte del imaginario y la realidad de aquel joven muchacho que aprendía a hacer ecuaciones o a asignar categorías gramaticales a las palabras en las clases de EGB.

Mis primos compraban muchos tebeos de Bruguera y, después, de superhéroes de Marvel y DC. Y a veces yo me quedaba leyendo esas aventuras en la tienda de mi abuela. Cuando me llamaban mis padres para volver a casa por la noche, en ocasiones yo fingía un poco estar enfrascado en aquellas historias para que me dejaran llevarme los tebeos a la vuelta. De los personajes de Francisco Ibáñez, uno de mis favoritos era Rompetechos. Me hacía mucha gracia ese señor que le explicaba al final de la historieta a un buzón amarillo (que él imaginaba un policía) los dramáticos percances por los que había pasado. A mi hermana, lo que más le interesaba era la 13, Rúe del Percebe (ella nunca entendía por qué únicamente había una sola página de esta serie al final de la revista cuando era lo mejor de la publicación) y, claro, los relatos de Esther y su interminable complicada relación con su amor platónico, Juanito. Entre los superhéroes, yo me identificaba más con Thor y con Ángel, de la Patrulla X (que más tarde me enteré que se llamaban X-Men). Aunque de los cuadernillos de Marvel y DC también me gustaban mucho, incluso más que los héroes, los relatos cortos que de vez en cuando aparecían, protagonizados por ciudadanos comunes.

Un poco más tarde me introduje en el cómic franco-belga (sin yo saber que aquello era cómic franco-belga). El bibliobús que venía semanalmente a las afueras de Málaga donde yo vivía tenía un estante codiciado por todos los niños con libros de Tintín, Astérix y Obélix o Lucky Luke. Todos queríamos entrar los primeros para quedarnos con aquellos estupendos ejemplares que desaparecían pronto. Luego, en mis maravillosos veranos en el pueblo de Gor, Granada, localidad natal de mi madre, conocería, por medio de amigos, publicaciones como Trinca y me vería expuesto a trabajos más sofisticados de Hernández Palacios o Esteban Maroto (sin yo saber quiénes eran y lo que significarían estos autores después en la historia del cómic español). A partir de mis últimos cursos de BUP y luego en la universidad sustituiría la lectura de tebeos por la literatura para reencontrarme definitivamente con el medio años más tarde.

Algunos tebeos españoles importantes en mi vida:

  • Humor gráfico español del siglo XX, Editorial Salvat.
  • Mortadelo y Filemón, “El sulfato atómico” (y otras historias).
  • Zipi y Zape, “La vuelta al mundo” (y otras historias).
  • Los surcos del azar, de Paco Roca.
  • El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim.
  • El héroe 1 y 2, de David Rubín.
  • El mar recordará nuestros nombres, de Javier de Isusi (y otros de este autor).
  • Umami & Henshin, de Ken Niimura.
  • La cólera, de Javier Olivares y Santiago García.
  • Colaboraciones en la revista MAD de Sergio Aragonés (y otros trabajos de este autor).

 

ENRIQUE BORDES

Pensando en mi historia más íntima con tebeos, llegan viñetas. || Primera viñeta, mi cuarto de niño a la noche: el cuento antes de dormir son los Tintín de mi padre, que interpreta las voces mientras lee; en los momentos más expresivos, y por su barba, tengo la sensación de que él es el verdadero capitán Haddock*. || Segunda viñeta, Gran Canaria, tarde de verano: tirado en el suelo junto a mis primos, varios tebeos del Spiderman de Bruguera esparcidos alrededor, los leemos en compañía, cada uno viviendo y compartiendo las historias en total desorden; muere Gwen, reaparece el Duende Verde, acecha el Merodeador. || Tercera viñeta, amanece en el cuarto de la primera viñeta, han pasado años: mi madre y mi padre han salido a cenar la noche anterior con sus amistades, entre ellos un tal Rodrigo; al despertar, a los pies de mi cama está el Manuel de la Cúpula, me paso las primeras horas del día perdido en su Madrid. || Cuarta viñeta, Madrid, de madrugada: agobiado durante los primeros años de carrera me aireo paseando, acabo en un VIPS; en la zona de saldos encuentro el Jimmy Corrigan editado por Pantheon; no doy crédito a lo que estoy viendo, todo parece un sueño.

Diez tebeos españoles importantes en mi vida:

  • Las aventuras de Superlópez, de Jan.
  • Manuel, de Rodrigo.
  • Contra Raúl, de Raúl.
  • Viñetas desbordadas, de Sergio García, Max y Ana Merino.
  • Rituales/El título no corresponde/Fellini en Roma/Trastevere Paradiso/Doña Concha**.
  • 36-39 Malos tiempos, de Carlos Giménez***.

* Aparte de Haddock ser mi padre, el general Alcázar bien podría ser el otro abuelo de mi hija.
** Obras nacidas en la Academia de Roma, de compañeros becarios.
*** Nuestro Madrid bombardeado nació aquí.

 

ELENA PÉREZ

El tebeo, para mí, es fuente de recuerdos pasados, mi trabajo presente y espero que de mucho ocio futuro. Pasado porque, siendo niña de los noventa, crecí yendo con mi madre, al menos una vez al mes, a por mi cómic de las WITCH. Ilusa yo, que intentaba dosificarlo, pero esa misma tarde ya lo estaba releyendo, terminando los pasatiempos y tratando de dibujar a Hay Lin, mi personaje favorito. Tampoco faltaba la mítica revista ¡Dibus!

Portada del primer número de la revista ¡Dibus! (2000).

Recuerdos en los que leo con mi padre las tiras de prensa del periódico de Calvin y Hobbes y Zits y cogiendo de la estantería esos maravillosos volúmenes de Astérix y Obélix. También fue él quien me descubrió 13, Rúe del Percebe: hoy veo a muchos de mis vecinos y vecinas reflejados en esos personajes, ¿o... es a la inversa?

Con la adolescencia me introduje en el mundo de los mangas y los salones de cómic, y fue un poco más tarde cuando leí por primera vez Maus o Persépolis. Fue la obra de Satrapi la que, de golpe y porrazo, me hizo "click" y me motivó para adentrarme en el mundo de la investigación. Los estudios de cómic: un territorio poco explorado entonces que ahora, tras mucho esfuerzo, dedicación, tesis, cátedras y encuentros de compañeros y compañeras estudiosos de la historieta, está floreciendo y del que se van recogiendo, cada vez más, sus frutos.

Por este día del cómic en el que celebremos el noveno arte que tanto amamos, disfrutamos y, si la academia y la industria siguen en la buena dirección, nos seguirá dando de comer.

  • Paracuellos, de Carlos Giménez.
  • 13, Rúe del Percebe, de Ibáñez.
  • La casa, de Paco Roca.
  • El arte de volar, de Antonio Altarriba y Kim.
  • Archivos cósmicos, de Flavita Banana.
  • Los años de internet, de Damian Bradfield, David Sánchez.
  • Semillas, de Ann Nocenti, David Aja.
  • Solid State, de Albert Monteys, Matt Fraction y Jonathan Coulton.
  • Blacksad, de Juan Díaz Canales y Juanjo Guarnido.
  • Fanhunter, de Cels Piñol.

 

Creación de la ficha (2023): Silvia Sevilla
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
Redacción de Tebeosfera (2023): "Por amor a los tebeos. Quienes los estudian", en Tebeosfera, tercera época, 22 (13-III-2023). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 21/XI/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/por_amor_a_los_tebeos._quienes_los_estudian.html