[...]
Sí, al principio, y ese principio fue bastante largo,
yo me sentía completamente incapaz de afrontar la vida. Como en
otras oportunidades, tuve mucha suerte. Se cruzó en mi camino gente
que me ayudó.
Uno de ellos fue el francés Guy Prim, entonces Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados en España.
Guy había vivido en Argentina y en Brasil. Conocía perfectamente la
situación que se vivía allí. En Brasil consiguió salvar a mucha
gente, incluyendo a algún compañero mío de la facultad. Llegué a él
a través de la Cruz Roja, y de gente como el poeta Vicente Zito
Lema, que trabajaba en tareas de solidaridad en Barcelona, o Eduardo
Duhalde. Guy Prim me ayudó muchísimo; gracias a él, que me gestionó
el estatus de refugiado político, acabé teniendo papeles en regla.
Muchos años después, cuando publiqué mi primer libro Informes
para Mertov, quise enviarle un ejemplar. Supongo que como prueba
de que su ayuda había servido para algo... En las Naciones Unidas me
informaron que estaba destinado en Japón. Le envié el libro. Un día,
como a las seis de la mañana, suena el teléfono. Yo estaba viviendo
en Francia, y es muy raro que en Francia alguien no respete los
horarios... Era Guy Prim, desde Tokyo: había recibido mi libro. Nos
emocionamos mucho... Luego, en la primera oportunidad que él tuvo de
venir a Europa, nos encontramos en Toulouse.
Por otra parte, en Sitges conocí al ilustrador
Horacio Elena y a su mujer, Chuchi, gente maravillosa que me ayudó
también en todos los sentidos. Ellos tenían amigos que trabajaban en
la editorial Bruguera. Me contactaron. Así hice un libro sobre
Pintar y empapelar paredes y otro sobre Vinos, licores y
cócteles. El sistema era el tradicional en estos casos: te daban
el tema, el número de páginas, y tú te las apañabas para
documentarte y escribir. También escribí un libro sobre Higiene y
Seguridad en el Trabajo, para la UGT. No sé si llegó a
publicarse, nunca lo he visto. Es lo que te decía antes: yo era
escritor y, llegado el caso, la escritura podía aplicarse a muchas
cosas... Una vez, en Argentina, me tocó escribirle el texto de
despedida de un Ministro dimisionario, destinado a los funcionarios
de su ministerio...
JG-
¿En serio?
JZ-
Sí, sí... Piensa que yo siempre me he considerado
sobre todo “un escriba”. Alguien emparentado con esos escribas de
plaza, o de Corte, que redactan cartas y documentos para los que
quieren decir algo en el papel pero no tienen el manejo de “la
forma”. A mí siempre me ha parecido que la escritura era “lo que me
había sido dado”, y que en consecuencia eso era lo que “tenía para
dar”. Desde el principio, me ha parecido natural “ponerme al
servicio” y “escribir para otros” o escribir por encargo. En el
último año del colegio secundario tuve las mejores notas de mi vida
en Matemáticas: le escribía a una amiga trabajos sobre el Quijote, a
cambio de los ejercicios algebraicos...
Esa, de hecho, fue también mi actitud en los setenta, en medio de la
“tormenta política”. Puse mi escritura al servicio. A mí, que no me
pidieran acciones heroicas o que perdiera tiempo en asambleas y
manifestaciones de masa. Yo lo que podía hacer era colaborar...
escribiendo.
De
hecho, una “anécdota” relacionada con esto determinó profundamente
mi futuro. Como trabajaba en la radio de la Universidad, pertenecía
a la nómina del personal “no docente”. Una tarde, estaba leyendo el
periódico en la sede del sindicato de empleados de la universidad
cuando... entró la policía. Bueno, en realidad... “después” supimos
que era la policía. Al principio creímos que eran las Tres A.
Destrozaron todo. Acabamos presos y, al día siguiente, nos
“allanaron” los domicilios. Es decir: te llevaban esposado y te
daban vuelta la casa en busca de “material comprometedor”. Yo vivía
en un pequeño apartamento. Entramos allí y uno de los policías
empezó a revolver el armario de la ropa. El que dirigía el operativo
dijo: «No te molestes: éste, los fierros [las armas] las tiene sobre
la mesa». Lo único que había sobre la mesa era mi máquina de
escribir. El tipo, como diríamos en Argentina, no era ningún boludo...
Cuando regresábamos a la comisaría, en el siniestro Ford Falcon
azul, me enteré de que la Policía Federal tenía grabados y
archivados todos mis programas de radio. Naturalmente, y para que te
des cuenta de cómo eran las cosas en aquella época (gobierno de
Isabel Perón), salí “transformado” de aquel trance, con un
procesamiento penal por «tenencia de armamento de guerra».
De
manera que, con esa misma actitud de “escriba”, empecé en España
escribiendo libros por encargo, y luego con esa actitud he entrado
al mundo del cómic. Siempre he intentado plasmar en los guiones unas
historias que expresen cosas que los dibujantes puedan sentir como
propias. Siempre intento “ponerme al servicio”.
Recién hemos mencionado la única novela que he escrito: Informes
para Mertov. Mertov, en ese texto, no aparece. Sólo aparecen las
tres personas que escriben informes para Mertov. Tres escribas.
Uno
de mis escritores preferidos, Isaac Babel, tiene un cuento magnífico
en su libro Caballería Roja. Es la carta que un
campesino le escribe, desde el frente de la guerra civil rusa, a su
madre. En realidad no la “escribe”, sino que la dicta, porque es
analfabeto. Y se la dicta a quien podemos identificar con “Babel”,
un joven intelectual que viaja en el tren del Ejército Rojo
recientemente creado por Trotsky. Babel es redactor del periódico
Estrella Roja, mediante el cual se adoctrina a los
cosacos...
Volviendo a la época de mi llegada a España y a la escritura de
cosas más satisfactorias... Sólo puedo mencionar cartas. Sólo
cartas. En una papelería de Ronda Universidad y Balmes, en
Barcelona, había descubierto un papel cebolla muy bonito y barato,
para escribir a máquina y enviar por vía aérea. Gasté varias resmas.
Y, como cualquiera sabe, una resma tiene 500 hojas. Mi “obra” de la
época está en esas cartas, algunas dirigidas a gente que ni siquiera
conocía personalmente. Un poco como Herzog, el personaje de Below...
Y es que yo, en Sitges, estaba con una depresión muy grande. “Para
colmo”, había descubierto a Proust. Estuve mucho tiempo encerrado en
la biblioteca de Sitges o en mi casa, leyendo. Me leí dos veces los
siete tomos de la Recherche... además de tantas otras
cosas...
JG- Resulta paradójico que releyeras, precisamente,
al autor de la nostalgia por excelencia, tú que en aquel momento
estabas intentando deshacerte de ella. En cualquier caso, la prosa
de Proust es tan sugerente...
JZ-
Sí, yo estaba
abocado al “olvido voluntario”, y para ello me bañaba en la obra
maestra de la “memoria involuntaria”... Esa era mi manera de “vivir”
la realidad española de la Transición, o cualquier otra realidad...
Todo me importaba un comino. Cuando en las conversaciones con amigos
me refiero a esa época... la llamo “el freezer”. Estaba como
congelado. ¿Cómo muerto? En alguna medida, encarnaba un cierto
“espíritu de la época”. En Italia nació justamente la revista
Frigidaire... La droga del momento era la heroína... El frío era
visto como un “valor” para muchos escritores y artistas.
JG-
Más adelante entraste en contacto con Carlos Sampayo y te
“tropezaste”, por así decir, con los tebeos. ¿Cuáles fueron tus
primeras impresiones de un medio que habías dejado de frecuentar
desde los tiempos de El Tony? ¿Qué impresión te causaron los
trabajos de Carlos?
JZ-
Al
poco tiempo de estar en Sitges conocí a Carlos, en casa de los
Elena. Pero al principio él sólo estaba de visita, y nos limitamos a
charlar, sobre todo de libros. Luego, meses más tarde, Carlos se
instaló en Sitges y trajo su discoteca y su biblioteca. Ahí es donde
leo por primera vez las historias y los guiones de Alack Sinner.
La impresión que me causaron sus trabajos estuvo muy mediatizada por
el conocimiento personal que yo ya tenía del autor. Yo primero había
conocido al autor, al hombre de letras, al escritor, a un tipo que
tenía una cultura literaria, musical, plástica... extraordinaria. O
sea que, antes de leerlas, las historias de Alack Sinner ya
eran para mí el producto de alguien que yo no sólo quería mucho como
amigo, sino que también tenía en gran respeto desde lo intelectual.
Además, ni por su presentación en álbum, ni por el aspecto de los
dibujos, aquello tenía nada en común con lo que yo había leído de
niño en El Tony. Digamos que, para mí, se trataba de algo
nuevo, llamado “cómic de autor”, hecho por un intelectual y
destinado a los lectores adultos. Esa es la idea que me hice del
género en ese momento, y supongo que es también la idea que, en
realidad, sigue vigente en mí hasta hoy.
Lo
único que ha cambiado desde aquella época es que, durante mucho
tiempo, estuve muy cerca de Carlos y de su obra, sin imaginar
siquiera que yo un día escribiría también
guiones de cómics. Era algo que vivía como ajeno, exótico, sin
ninguna relación conmigo.
Mi universo personal era el de la literatura no dibujada.
JG-
De este contacto con Carlos Sampayo, más allá de una amistad que aún
perdura, surgieron tus primeros trabajos en el medio: las
historietas de El agente de la Nacional que habían comenzado
Jorge Schiaffino y el propio Sampayo. Como no he podido
consultarlas, me gustaría que hablases de ellas de forma
pormenorizada (el título recuerda, por cierto, al “agente de la
Continental” de Hammett). ¿Cómo encaraste el trabajo? ¿Pudiste poner
algo de ti en ella o todo se redujo a un encargo “alimenticio”?
¿Cómo eran, en cuanto a técnica, aquellos primeros guiones? ¿Cómo
era la colaboración con Jorge Schiaffino?
JZ-
Carlos Sampayo inventó El agente de la Nacional como un guiño
al de la Continental, claro. Sólo habían hecho, con Jorge Schiaffino
(antiguo ayudante de Solano López en su estudio; amigo de juventud
de José Muñoz; y por sobre todas las cosas una bellísima persona)
una historia corta. Cuando llegó el momento de hacer la segunda...
Carlos me propuso «entrar en el negocio».
Siempre digo que se juntaron varias cosas: Carlos sabía que yo
estaba desocupado y buscaba una salida laboral; además, él solía
pasar por períodos de ánimo que no lo incitaban precisamente a la
producción... Lo cierto es que me propuso participar en ese segundo
guión: él hizo la planificación y los diálogos; yo hice las
descripciones de cada viñeta. En la tercera historia me dejó hacerlo
todo y luego corrigió alguna cosa. Las restantes, dos o tres, no
recuerdo, las hice solo.
Lo
más importante, a mi juicio, desde el punto de vista profesional, es
que allí Carlos me “transmitió” una técnica para la escritura de
guiones. Básicamente, es la misma que sigo usando en la actualidad.
La relación con Schiaffino era muy fácil, perfectamente profesional:
él trabajaba en publicidad y quería introducirse en el mercado del
cómic. De manera que nos compraba los guiones por un precio y los
dibujaba. Luego salía a buscar editor. Tanto como cuando trabajé con
Carlos como cuando hice las historias solo... siempre se trató de
escribir lo que uno deseaba. En cuanto al personaje... ya venía
marcado por la primera historia: un detective gordo, gran gourmet,
que debía resolver un caso. Un tipo irónico... muy en la tradición.
Hay un álbum en francés con la recopilación. Mi nombre no aparece en
la portada, pero contiene todas las historias.
JG-
Más allá de estos primeros tanteos, hay una primera etapa
estrechamente vinculada a la adaptación de la serie televisiva
Ulises 31. Por lo que has contado, era un trabajo digno de
Chaplin en Tiempos Modernos y, sin embargo, creo que te
permitió aprender mucho en cuanto a dominio del oficio. Imagino que,
en aquellos tebeos, había poco de ti mismo, ¿cómo lo encarabas?
¿Cuál era exactamente tu función? ¿Escribías los diálogos? ¿Cuál era
tu relación con el resto de colaboradores, si es que existía
relación alguna?
JZ-
La
adaptación a cómics de la serie Ulises 31 fue para mí
un trabajo importantísimo. Porque aprendí mucho haciéndolo. Porque
me demostré a mí mismo que era capaz de volver a trabajar para
ganarme la vida. Porque gané buen dinero. Me dieron las veintiséis
películas de la serie, en copias mudas de 16 milímetros, y una
moviola muy rudimentaria; aparte, los diálogos de todas las
películas ya traducidos al castellano. Yo tenía que hacer, con eso,
veintiséis revistas, utilizando las mismas imágenes. O sea que, de
entrada, se descartó la opción de volver a dibujar, como habían
hecho en una edición francesa. De manera que inventé una voz
narradora, volví a escribir los diálogos, y realicé el guión página
a página, como me había enseñado Carlos Sampayo. En vez de describir
las viñetas a un dibujante, se trataba de indicar los fotogramas que
correspondían a cada viñeta. Luego un equipo de gráficos leía mi
guión, cortaba la película y “montaba” las páginas. Creo que el
resultado fue muy digno. El año pasado me crucé por casualidad, en
la editorial Delcourt, en París, con la persona que había dirigido
esa serie. Él ni siquiera sabía que la adaptación española
existía...
JG-
Después realizas una serie de libros infantiles ilustrados por
varios dibujantes. ¿Podrías hablarnos acerca de esos trabajos?
¿Fueron tu primera incursión en la literatura infantil?
JZ-
Mi primer libro
para niños lo hice a partir de la amistad con Horacio Elena, en
Sitges. Era la historia de dos caracoles en una playa... Un relato
ecologista avant la lettre, que resultó finalista en la
primera edición del premio Apeles Mestres, y que luego fue editado
en España y en Francia. Ya sabes... yo buscaba trabajo... era
escritor... pensé que los libros para niños podían ser una fuente de
ingresos interesante...
Se
me ocurrió hacer una colección de cuentos clásicos, de leyendas
tradicionales de diversos países, con el “valor añadido” (como se
dice ahora) de una receta de cocina proveniente de esos países. La
colección se llamó Leyendas del cocinero. Gracias a esos
libritos conocí a Joma, que ilustró uno... y a otros dibujantes como
José María Lavarello... gente toda muy interesante. También me
permitieron tomar contacto con algunas editoriales y editores de
literatura infantil. El panorama que alcancé a percibir me indicó
que... aquello no era para mí. Digamos que encontré... demasiados
“especialistas”. Demasiados “funcionarios”, carentes por completo de
sensibilidad literaria y que, tal vez por eso, se atribuían
profundos conocimientos acerca de “lo que les gusta a los niños”.
Una editorial, ya se sabe, es al fin y al cabo un lugar como
cualquier otro... en el cual llevar a la práctica un ejercicio de
poder. Yo era un humilde escritor principiante, demasiado debilitado
en todos los sentidos como para escribir y, además, participar de
esa lucha. ¡Ah... si los editores (sólo por hablar de editores, pero
lo podríamos ampliar a muchos otros ámbitos) tomaran conciencia de
todo el daño que pueden llegar a provocar con sus “está reunido”,
sus “la semana que viene”, o sus tradicionales silencios...!
Esa
experiencia de los libros infantiles coincidía en el tiempo con mis
primeros coqueteos con el mundo del cómic. Allí, tal vez porque tuve
la suerte de dar con un Joan Navarro joven y entusiasta, tuve la
impresión de que todo era más fácil. Y, además me pareció que, por
la existencia de revistas... había más dinero.
JG-
A comienzos de los años ochenta (al margen de un tanteo con Max que,
por lo insólito, me interesaría que comentases), te contactan con el
gran Rubén Pellejero y comenzáis a colaborar juntos en obras más
personales, primero de forma tímida y luego mucho más decidida.
¿Cómo fueron los inicios de tu colaboración con Pellejero? ¿Cambió
tu percepción de la historieta en aquel momento y dejaste de verla
como un trabajo “alimenticio” divorciado de tu condición de
escritor? Aquellos primeros trabajos con Pellejero, compilados bajo
el lema Las memorias de Monsieur
Griffaton, guardaban una
estrecha relación con la literatura. ¿Era tu manera de acercarte a
un medio que te resultaba extraño?
JZ-
El contacto con Rubén se produjo a través de Joan
Navarro, quien en ese momento estaba
a cargo de la redacción en Norma Editorial. Joan me dijo que había
un dibujante que necesitaba guionista, nos presentó, charlamos sobre
lo que podríamos hacer, y así realicé mi primer trabajo. El
encuentro con Rubén marcó mi manera de hacer cómics, desde el primer
día. Por ejemplo: me dijo que le gustaría hacer un personaje
viajero, que le permitiera ir cambiando los ambientes y la
documentación. Para mí, desde entonces, se volvió algo “normal”
adaptarme a las características y preferencias del dibujante. Tal
vez porque esos límites me acotan el terreno y me facilitan el
trabajo de encontrar una historia. No soy un guionista que tenga
“ideas”, o un cajón lleno de historias en busca de dibujante. Nunca
trabajo a partir de ideas.
Así
que me puse a pensar a partir de ese condicionamiento, el cambio de
lugar constante, y busqué un personaje que permitiera ese tipo de
cambio. Tenía que ser, necesariamente, alguien que viajara. Nacieron
Las memorias de Monsieur Griffaton, un individuo que, después
de la primera guerra mundial, se convierte en inspector de grandes
hoteles. Viaja, visita hoteles de incógnito, y después hace un
informe sobre el funcionamiento del hotel que ha visitado. Nosotros
tomamos a ese individuo cuando está ya retirado, anciano, y escribe
sus memorias. Eran historias cortas, en blanco y negro, que se
publicaban mensualmente.
Como yo, insisto, no soy alguien con “ideas”, se me ocurrió que las
muchas lecturas realizadas hasta entonces podrían venir en mi ayuda.
Pensé que realidad y ficción literaria podrían mezclarse, de manera
que mi trabajo de guionista encontrara su fuente en mi vida de
lector. Griffaton es testigo o “casi protagonista” de aventuras que
siempre están relacionadas con libros que a mí, en algún momento, me
han interesado por una u otra razón: Hotel Savoy, de Joseph
Roth; Muerte en Venecia, de Tomas Mann; Nuestro
hombre en La Habana, de Graham Greene; Las voces de Maraquech,
de Elías Canetti; La noche en Lisboa, de E.M. Remarque.
Siempre tomaba elementos de esos libros y los entretejía con
experiencias vividas por Griffaton.
En
cuanto a cómo yo percibía la historieta: para mí era la forma que
había encontrado de ganarme el sustento. Me obligaba a vivir de
manera sumamente austera, pero podía dejarme tiempo para escribir
literatura. Interiormente, lo sentía como algo muy divorciado de mi
condición de escritor de literatura.
La
breve colaboración con Max se produjo porque, así como yo había
tocado el timbre en Norma, lo hice también en El Víbora.
Posiblemente fue Josemi quien nos contactó. Charlamos un rato...
surgió el interés común por las mitologías... Yo había quedado muy
impresionado (tal vez porque sus ecos resonaban en mi propia
experiencia) con un texto de Canetti sobre la “metamorfosis de fuga”
en los relatos mitológicos. Es decir, con la larga tradición de
historias en las que alguien, para poder huir de una situación
peligrosa, modifica su aspecto y, podríamos decir, su identidad. A
partir de ahí, escribí para Max un guioncito de seis páginas. No
hubo continuidad. En realidad, Max es un dibujante que tiene su
propio universo narrativo y casi siempre trabaja en solitario.
JG- Más adelante, Pellejero y tú comenzáis a trabajar
en Historias en FM en la revista Cimoc, un conjunto de
piezas que surge de un requerimiento del dibujante: cambiar el
pincel por la pluma.
Estas historietas, con su entorno urbano y esos personajes un tanto
lumpen que retratas, resultan algo “exóticas” en tu producción, como
adscritas a la gran tradición narrativa norteamericana del siglo XX,
los Salinger, Capote y demás. ¿Cómo fueron surgiendo? ¿Cuáles eran
tus referentes en aquel momento? ¿ Como se articuló, entonces, la
colaboración con Pellejero?
JZ-
Con Rubén siempre
tuvimos claro que nuestro objetivo era vivir del cómic. De manera
que las idas y vueltas del mercado nos han ido dictando algunos de
nuestros cambios de rumbo y de proyectos. Memorias de Monsieur
Griffaton estaba bien, pero no tenía pinta de convertirse en un
éxito internacional. Además, Rubén pensó que el estilo gráfico
empleado en esos relatos ya no respondía a su manera de sentir. Como
he dicho, quiso cambiar a la pluma; pero, en ese cambio, en realidad
se disfrazaba también su deseo de dibujar cosas más próximas a su
experiencia, a su época. Cosas, incluso, de su entorno físico si
fuera posible. Como a mí la radio era algo que siempre me había
apasionado, y que conocía desde todos los ángulos, le propuse hacer
esas Historias en FM. Dejábamos, pues, el personaje, y
tomábamos a la radio como hilo conductor. Dejábamos las referencias
literarias, y ese universo de los años 1920, para contar cosas más
próximas y fáciles de identificar. Seguían siendo historias breves,
lo cual para mí era perfecto, ya que incluso como escritor de
literatura siempre me había considerado un autor de “cuentos
cortos”. Ya he dicho que vengo de esa tradición. Algunos argumentos
podrían dar para novelas, pero su uso en una forma breve los torna
mucho más interesantes. Hay historias de ese libro que recuerdo con
mucho cariño: la del chico que escucha la radio en una lata de
sardinas, por ejemplo. Además, hay una historia en la que un líder
político árabe usa “dobles” para evitar atentados: ¡como Sadam!
JG- En paralelo, comienzas a desarrollar, también
para Cimoc, la serie Historias Frías, en colaboración
con otro de los grandes dibujantes españoles, el excepcional Tha.
Has comentado que proceden, grosso modo, de la tradición de
la “literatura del absurdo” y de un cierto sentido del humor que
habías heredado de tu padre, y te permitieron jugar, de nuevo, con
los géneros narrativos. ¿Cómo surge ese trabajo? ¿En qué modificabas
tu labor a la hora de ponerte “al servicio de” Tha?
JZ-
El trabajo surge,
otra vez, por sugerencia de Joan Navarro. Y la mecánica se repite:
charlamos, buscamos tema y género... Tha me pide “retos”,
“desafíos”, cosas que nunca haya dibujado antes: combate de aviones,
tigres, camellos...
Por mi parte, intento llevar su pedido a “mi
territorio”. Mi territorio de reflexión, en aquellos años, era “el
fenómeno narrativo”, la metaliteratura, el entrecruzamiento de
géneros, y el gran misterio que fue, es y será el hilo conductor a
lo largo de mi vida: el ser humano como bicho que necesita contar y
que le cuenten historias.
En las Historias Frías, entonces, nutridas
como bien dices de humor absurdo, hay por debajo un trabajo sobre
“la narración”. Las historietas; el videoclip como “no
narración” (recuerdo que hablamos del año 1984...); el relato de
serie negra, las películas, los sueños, la televisión...; El
Quijote, naturalmente; el Teatro...
Siempre, en todas las historias, hay un “tema
aparente”, y un tema oculto relacionado con “lo narrable”. Hay,
incluso, un capítulo que es un cuento ilustrado (que un personaje
está leyendo en una revista...) Para los nostálgicos y los jóvenes
que no han tenido la oportunidad de conocer esas historias, informo
que muy pronto la editorial Astiberri las publicará recopiladas en
álbum. Hasta ahora el álbum sólo existía en Francés y en una lengua
escandinava.
JG- Por otro lado, algo has esbozado de tus
relaciones con Joan Navarro (para quien siempre has tenido palabras
de gratitud), pero, en un sentido más general, ¿cómo eran tus
relaciones con Norma Editorial? ¿Cuáles eran las condiciones de
contratación? ¿En qué medida os ayudó, a Pellejero y a ti, a
introduciros en el mercado francés?
JZ-
Sí, me he referido
con bastante detalle a esto en alguna entrevista. Sobre todo para
dejar patente mi agradecimiento. La relación de trabajo con la
Editorial Norma me brindó una gran oportunidad para empezar a
abrirme camino como autor de cómics. La libertad de creación era
total. Yo jamás mostré una sinopsis antes de escribir un guión. Y,
de hecho, jamás mostré un guión: Rubén, y después Tha, entregaban
las páginas ya dibujadas y rotuladas. La confianza era plena, y se
cobraba puntualmente (lo que no es un detalle secundario). Eso os da
una pauta de hasta qué punto la relación profesional era ejemplar.
Por su parte, la Agencia Norma vendió nuestro trabajo allí donde
pudo, y nos dio a conocer por todo el mundo.
Como sabéis, con el correr de los años el panorama
español e internacional cambió mucho. Se cerraron muchísimas
revistas, incluso las españolas. Dejó de existir el anterior
mercado, rentable pero disperso en todo el mundo. Comprendimos que
la salida estaba en trabajar casi exclusivamente para editores
franceses. Eso marcó, también, el fin de nuestra colaboración con la
agencia. Las agencias, tal como Carlos Giménez las retrató en Los
profesionales, habían nacido muy influenciadas por el modelo de
“sindicación” norteamericano. Es un modelo anterior a la aparición
del llamado “cómic de autor”. La diferencia entre ambos modelos no
es una cuestión de calidad, naturalmente; todos sabemos que muchas
obras maestras del cómic han sido hechas en ese sistema de
producción masiva para periódicos y revistas, y que el cómic de
autor es rico en productos intrascendentes...
Lo que cambia es, sobre todo, la relación del autor
con su obra y las “necesidades” de ese autor. El autor deja de
sentirse un simple engranaje del aparato de producción de páginas,
un número más o menos anónimo, más o menos sustituible. Cambia,
podríamos decir, un aspecto “imaginario” del proceso productivo. En
la cinematografía ocurrió lo mismo. Es un fenómeno comprensible.
Entonces, yo diría que con la llegada del cómic de autor también a
España, no siempre las agencias supieron adaptar su funcionamiento a
ese nuevo modelo de relación entre el autor y su obra. Eso provocó
no pocos desencuentros, desconfianzas, malos ratos... Y estoy
convencido que no había motivos “reales” para tanto problema. Era,
simplemente, una falta de adaptación.
En cambio, y dado que en el campo de la literatura no
había precedentes de agencias en España, observamos que cuando
empezaron a surgir las agencias literarias... ya lo hicieron con un
modelo que funciona muy convenientemente. Tanto para las agencias
como para los autores.
JG- Volviendo a tu obra, en 1985, con Pellejero
creáis al personaje Dieter Lumpen. Como has contado, os valéis del
género “aventurero” para intentar abrir una brecha en el mercado
internacional. Ya desde los primeros episodios volvías a jugar con
las “convenciones” de una tradición narrativa muy rica (ideal para
un “guionista sin ideas”). ¿Cómo fueron aquellos primeros tanteos
con el personaje? ¿Cómo te sentías moviéndote con los “corsés
formales” del género? Da la sensación, por cierto, de que en Dieter
fuisteis reventando esas “convenciones” a medida que reflexionabais
sobre ellas. ¿Estoy equivocado?
JZ-
¿Cómo me
sentía...? Me sentía... en un gran aprieto. Porque yo soy tan capaz
de detectar las características de un género como incapaz de
trabajar “dentro” de un género. No es un principio: es una forma de
ignorancia. Las convenciones se fueron “reventando”, como dices, por
mi incapacidad para cumplir las reglas. No lo sé hacer. Mi mente se
niega a trabajar de esa manera. Y no es algo que yo me propusiera:
desde el primer momento ha sido así. Después, al reflexionar sobre
mi propio trabajo, he comprendido más o menos por qué no puedo
desarrollar una historia de manera ortodoxa dentro de un género. Es
una incapacidad profunda que seguramente me ha impedido contactar
con un público más amplio. Durante muchos años eso me preocupó, ya
que se trataba nada menos que de mi fuente de ingreso económico.
Después... me he tranquilizado. Me digo que ni siquiera como lector
he podido frecuentar los géneros.
Una posible explicación: supongo que mi aproximación
a la literatura (dibujada o no) está relacionada con la búsqueda de
una “forma”. En el género, en cambio, las pautas formales están ya
prefijadas, de manera que la creación consiste en “llenar” una forma
existente. En mis relatos, dibujados o no, por lo general la parte
más importante del argumento es “cómo está narrado”: el punto de
vista, el tono, el ritmo, la articulación de las secuencias... En
una historia “de género” eso ya está pautado, y el argumento se
reduce a “lo que pasa”, a “la anécdota”. Por eso, entonces, en mis
historias “policiales”, como Tabú, lo menos importante es
descubrir al asesino. Y en las historias de Dieter Lumpen, que en
teoría son del género de aventura, resulta que nunca ocurre nada al
modo que marcan los cánones del género.
JG- En paralelo, recuerdo que Pellejero y tú
realizasteis una historieta, “Hallado en una botella”, que también
se inscribía en el género de aventuras (en la variante de relatos de
náufragos) donde había, incluso, algún guiño gráfico a Gauguin).
También colaboraste, sin solución de continuidad, con Jordi Gual,
que luego fue compilada junto a otras historietas en el álbum
Surfin’ USA de Editorial Complot ¿Qué recuerdo conservas de
aquellos trabajos dispersos?
JZ-
“Hallado en una
botella” lo hicimos para un número especial de Cimoc, si no recuerdo
mal; jugábamos con el paralelismo entre el náufrago de los relatos
clásicos de los mares del sur, y el tipo que naufraga en la gran
ciudad contemporánea. Con Jordi Gual hice alguna historia; con Jordi
Saladrigas también hice dos o tres muy breves... Eran colaboraciones
“tentativas”, como pruebas para ver si la mayonesa cuajaba y de allí
salía alguna asociación durable.
JG- En un momento dado, con la espléndida y
sentimental Enemigos Comunes, comenzáis a elaborar
historietas más extensas. ¿En qué modificó esto la estructura de tus
historias? ¿Te permitía ser más ambicioso?
JZ-
Ya sabes cómo son
estas cosas: un día el editor te dice que es mejor hacer historias
largas, y a color, porque el mercado francés... etc. etc. Y, de la
noche a la mañana, te encuentras con que tienes que escribir una
historia de cuarenta y seis páginas en vez de una de diez. Todo es
muy simple, muy pragmático. Yo en ningún caso me he planteado eso de
ser “más ambicioso”. Entre otras razones porque, no olvides, yo
vengo del cuento corto, seguramente el formato más ambicioso y
exigente de la narrativa. Que una historia tenga más páginas no
significa que sea más importante o más profunda o mejor que otra
breve. Entonces, simplemente, en vez de pensar en términos de
“cuento”, tuve que ponerme a pensar en términos de “novela”. En
muchos sentidos, era un nuevo desafío. Había que buscar más
documentación, desarrollar mejor los personajes secundarios, pensar
en la introducción de “subtramas”...
JG- Con lo de “ambicioso” quise referirme a que una
mayor extensión te permitía desarrollar los contenidos y los “temas”
con más holgura que las “distancias cortas”, donde suele primar la
intensidad. Volviendo a Enemigos Comunes, allí está muy
presente el tema de la amistad (el “funeral” de Giuliani es uno de
los momentos más emotivos de toda la serie, como un moderno Jasón en
la Argo) ¿Es Lumpen el reflejo de una cierta manera de sentir, de
una manera de ser?
JZ-
Claro... el
commendatore Giuliani tiene como divisa la misma de los
argonautas: «navegar es preciso, vivir no es preciso». Si observamos
con atención, en varias historias de Dieter Lumpen se aborda el tema
de “la amistad”. Es bastante lógico, porque al tratarse de un
personaje de moral bastante equívoca, sin grandes principios
ético-políticos, lo que queda es... la relación con el otro: el
amor... la amistad... Dieter es un personaje que, ante cada
situación, tiene que preguntarse cómo es mejor actuar ya que carece
de un soporte moral o ideológico que lo guíe. A veces, si se
presenta la ocasión... roba unas piedras preciosas y se convierte en
“el malo de la película”. Hay amistad con Giuliani, y hay amistad en
“La voz del maestro”. Hay amistad con el Chino en “Caribe”. Digamos
que, para Lumpen, la amistad es el único valor seguro en un universo
de valores en crisis. Y esto es así porque Lumpen es alguien que
estuvo en la guerra, en la segunda guerra mundial, en el ejército
alemán. No se cuenta nunca esta parte, pero los autores lo supimos
desde el primer día.
JG- Por cierto, ¿cómo os influyó, a nivel narrativo,
la posibilidad de emplear color?
JZ-
Desde la
perspectiva del guión... no cambió nada. El paso al color fue algo
que le abrió puertas nuevas al trabajo de Rubén.
JG- Por otro lado, en Dieter Lumpen la dimensión
metanarrativa, siempre presente, fue cobrando cada vez mayor
relevancia. ¿En qué medida reflexionas en esta serie sobre aquello
que hablábamos más arriba de la “integración de lo real y lo
imaginario”?
JZ-
La clave, me
parece, está en que desde el primer día con Rubén tuvimos claro que
deseábamos hacer “un héroe de papel”. Es decir: algo así como un
“superhéroe”, en el buen sentido de la palabra. O sea: el lector
debía tener perfectamente claro que aquello no era “la historia de
un individuo”, sino un producto de la narrativa dibujada. Algo que
no tomaba como referencia la realidad y trataba de fingir que la
reproducía. Para conseguir ese efecto, los guiones emplean varios
recursos del orden del “artificio”. Por ejemplo: hay una primera
persona narradora, pero en las historias ocurren cosas que el
protagonista ignora; hay un contexto histórico “real”, pero plagado
de elementos mágicos o fantásticos o míticos (dientes de Boca
Dorada, Gardel, un fantasma...)
De manera que, en la medida en que nos movía la
voluntad manifiesta de hacer algo más popular y masivo, podríamos
decir que sí, que es el producto de una reflexión sobre la
integración de imaginario y real. De hecho, Dieter Lumpen sigue
siendo el personaje más popular de todos los que hemos realizado:
es, podríamos afirmar, el “mejor integrado”.
No cumple los requisitos del género, porque eso a mí
me resulta imposible, pero tiene cierto aire de libertad, de
ligereza, que contacta con mucha gente.
JG- Incluso fueron recogidos, en España, en una
colección de comic books.
JZ-
Además, es
interesante observar que algo equivalente ocurre desde el punto de
vista gráfico. En las historias de Dieter Lumpen es donde Rubén, a
mi entender, alcanza su mayor “equilibrio”, su mayor “integración”.
Hay otros libros suyos que tal vez son pictóricamente más
llamativos, o gráficamente más trabajados, o... Pero en Dieter
Lumpen hay, por un lado, una gran facilidad de lectura
(característica en todos sus trabajos); y por otro carece de toda
sofisticación estética (que a veces asusta al lector de narrativa
popular). La lectura fluye, el trazo es elegante, los colores son
funcionales al relato... El equilibrio perfecto. En Dieter Lumpen no
se percibe que haya Literatura (con L mayúscula) ni Pintura (con P
mayúscula). Son las historias (algunas más interesantes que otras)
de un personaje de papel.
JG- Son Historietas (con H mayúscula) Y, desde la
óptica del lenguaje, muy interesantes ya desde sus primeras entregas
(abiertas siempre por dos viñetas horizontales con el título en
medio), con sus comienzos in media res, ritmo, golpes de
efecto, montaje paralelo, elipsis (motivada, supongo, por el poco
espacio con que contabais), composición de página (hay casos
antológicos, como el sueño de Enemigos Comunes), distintos
estilos de dibujo... Sorprende, a pesar de la profusión
de recursos, que se lea con la mayor sencillez; es, casi, una labor
de artesanía.
JZ-
Sin el “casi”: es
una labor de artesanía.
JG- Por otra parte, en Caribe, en esa
atmósfera tan especial donde se dan cita García Márquez y Hemingway,
hablas de los sueños, el éxito, su precio... ¿Qué recuerdas de aquel
estupendo álbum?
JZ-
Recuerdo haberme
divertido mucho. En realidad, siempre me pasa lo mismo: sufro hasta
que encuentro el argumento, y me divierto luego, cuando me enfrento
a la forma y escribo los diálogos. Sabes... cuando en un relato los
personajes secundarios empiezan a brotar y a funcionar y a
diferenciarse unos de otros... para el autor es un placer inmenso.
En ese libro recuerdo al maestro español exilado en Colombia, el
Chino, el dueño del bar, el guionista, el productor cinematográfico,
la secretaria del productor, el director de la película, el viejo
que cría gallos de riña, Gardel, el sirviente de Gardel, los niños
del puerto, la novia de Dieter... Me estoy dejando muchos,
seguramente, sin nombrar. Cuando en una historia todo ese universo
se pone a actuar, es una gran felicidad. Y creo que, después, el
lector lo agradece. En realidad, cuando tienes tantos elementos
dando vueltas, ni siquiera es importante que el conflicto central
sea muy importante. Hay tanta materia humana allí... que con eso
casi basta.
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