Jorge García- Comencemos, si te parece, por el
principio. Tu infancia y adolescencia se desarrollan en una
“atmósfera enrarecida” por la sucesión de golpes de Estado y la
proscripción del peronismo.
Jorge Zentner-
Puesto que intentaremos referirnos al “principio” (lo cual no deja
de ser, como en toda narración, una convención) me parece que lo más
importante sería no aplicarle, al pasado, visiones y opiniones que
puedan ser del que habla hoy. Procuraré, dentro de lo posible,
evitar la "teleología". Seguramente no siempre lo conseguiré. Al fin
y al cabo... estoy hablando desde el que soy ahora... El ejercicio
no deja de ser una lectura “a toro pasado”.
Soy
nacido en 1953, y mi "conciencia política", si alguna he tenido, no
se despertó hasta los 18-19 años. En consecuencia, sería injusto que
yo le aplicara a mi vida de aquellos tiempos de infancia una lectura
"desde lo político". No sería fiel a la verdad si dijera que me he
criado en una atmósfera enrarecida por los golpes militares o la
proscripción del peronismo. No es que no existiera: yo no lo
percibía. Mis preocupaciones de esa primera época no eran de tal
orden. Tengo perfecta memoria de algunos "golpes militares" o
intentonas de golpe, ocurridos durante mi infancia, pero se reducen
a la presencia insólita de soldados en nuestro pueblo. Una de mis
hermanas y yo robábamos galletas en casa y se las llevábamos a los
soldados que estaban de plantón en las instalaciones del
ferrocarril, en la acera de enfrente. Si algún efecto tuvo aquello
sobre mí, fue la tempranísima decisión de no vestir jamás un
uniforme militar: a mis ojos de niño, eso de pasar horas a la
intemperie con un fusil, lejos del hogar, con hambre, y sin saber
muy bien para qué... era el colmo del absurdo.
He
nacido y vivido hasta los 17 años en Basavilbaso, un pueblo de la
provincia de Entre Ríos, de aproximadamente siete mil habitantes.
Durante la adolescencia, lo que me interesaba mucho eran el
baloncesto (como jugador) y las carreras de coches (como
espectador)... Luego me acapararon, casi al mismo tiempo, los que
podríamos llamar... “dos grandes misterios”: el libro y la mujer.
Mi
padre, gran lector, había vivido en su juventud en la provincia de
Formosa, sobre el río Bermejo, en el Chaco Argentino que hace
frontera con el Paraguay. Mi infancia estuvo impregnada por sus
relatos de las aventuras que él había protagonizado o presenciado en
aquellas tierras de indios y colonos. Esas narraciones estaban
pobladas por personajes extraordinarios, inolvidables. El más
extraordinario e inolvidable, naturalmente, era mi padre, “el
narrador”. Cuando, muchos años después, leí Viaje al fin de la
noche, de Céline, toda la parte africana del libro tenía cierto
aire de familia para mí...
Comencé a leer muy temprano. Lo primero que leí “completo” fue un
cómic de Patoruzito, en formato apaisado. Recuerdo que
terminé muy fatigado, pero orgulloso porque no me había saltado
ninguna página. En varias experiencias anteriores había hecho trampa
de manera descarada: o me saltaba páginas, o miraba sólo los
dibujos... Leí aquel Patoruzito tirado en la cama, junto a mi
padre, mientras él leía no sé qué. Como os explicaré luego,
considero que esa circunstancia no es un dato banal.
Luego algunos amigos me prestaron revistas de cómics como El Tony
y D’Artagnan. No usábamos la palabra “cómic”: las llamábamos
“historietas”. En casa de unos vecinos encontraba a veces ejemplares
de Intervalo, una revista argentina de historietas románticas
“para mujeres”. Cuando mi padre vio que yo traía tebeos a casa me
dijo: “Ya que leés... leé libros”. Como quien, resignado ante una
situación irreversible, procura... “el mal menor”.
Mi
padre sufría de insomnio. Pasaba gran parte de la noche leyendo y
fumando en la cama, con la radio encendida... Era lo que podríamos
llamar un “lector indiscriminado”. Lo mismo podía estar leyendo
Tolstoi que novelitas del oeste, o la revista Typerari (un
pulp de relatos policiales copiado del modelo norteamericano).
Es bastante común que se lea así, sin mucho criterio, cuando la
lectura se transforma en adicción, en compulsión... El adicto, ya lo
sabemos, acaba “metiéndose”, tragando cualquier cosa. Como todas las
adicciones, la lectura en esos casos tiene su origen en un malestar,
y su objetivo último es “bloquear el sentir”. Es decir: obstaculizar
el contacto con los demás y con uno mismo, con lo que uno está
sintiendo... No creo que mi padre “supiera” o intuyera todo esto,
claro. Pero, en cambio, estoy seguro de que era perfectamente
consciente de su malestar.
La
lectura adictiva de libros tiene mejor prensa que el alcohol, el
tabaco, el porro o el juego: el adicto a la lectura de libros,
incluso, aparece ante la mirada de los otros como... “un hombre
culto”, o “una persona interesante”. Quiero decir que hasta goza de
cierto prestigio social. Muestra todo lo que ha aprendido en los
libros, pero no lo que siente, no lo que sufre. La imagen que
proyecta hacia afuera está, digamos, fundada en su cerebro, en su
“inteligencia”, ocultando de este modo todo lo relativo al corazón.
Hay
un hermoso personaje de Jean-Paul Sartre llamado “el Autodidacto”,
un tipo muy solitario, claro, un “raro” que se leía todos los libros
de una biblioteca de barrio por orden alfabético de autores...
Pensemos en El Quijote, en Bouvard y Pécuchet, en Madame Bovary...
La literatura es riquísima en personajes lectores que acaban
psíquicamente afectados por la lectura. Y es que muchos escritores
conocen el drama “desde dentro”, porque son, ante todo, lectores.
Producto del desarrollo tecnológico, esta adicción a la lectura ha
sido sustituida por la adicción a la pantalla: del televisor... del
cine... del ordenador... del videojuego... del teléfono móvil...
Sigue siendo, en última instancia, un género de lectura... En el
caso de la televisión, por ejemplo, nos resulta mucho más evidente
su carácter de práctica compulsiva, de “actividad neurótica y
alienante”, mediante la que uno traga, consume, “se mete” lo que le
echen... Me pregunto si, desde esta perspectiva, no se podría
incluso explicar por qué la inmensa mayoría de best-seller
son lo que, desde un punto de vista literario, podríamos calificar
de “libros malos”. Y lo mismo podría aplicarse a las películas más
taquilleras. Es decir: obras que no remiten al lector a su propio
sentir, sino que le garantizan “la evasión”. En otras palabras: el
“ruido” necesario para obstaculizar el contacto con el propio sentir
que muchas veces coincide con “malestar”. Además, insisto, mientras
uno lee un libro, se garantiza la soledad, el aislamiento, que no es
exactamente lo mismo que estar a solas consigo. ¿Habéis visto que
tiene muy buena prensa la proliferación de lectores en el metro...?
¿No os parece “sospechoso”? Se considera muy positiva la
multiplicación de individuos que, en un lugar público por
excelencia, entierran la cabeza en “historias de otros”, no
intercambian miradas, no se saludan, no se hablan... Auriculares con
música a tope y ojos en el libro o periódico... Ruido y mirada
huidiza... Sé que todo esto puede sonar a boutade,
especialmente en boca de un escritor. Pero tengo la intuición de que
si se hiciera un estudio serio y libre de prejuicios, quedaría
demostrado que aquellos países en los cuales los ciudadanos consumen
mayor número de libros per cápita... coincidiría con los países
cuyos ciudadanos tienen más dificultad para contactar y manifestar
su sentir. Lo que se conoce como “gente fría”, distante...
El
otro día, hablando con una amiga médico que practica la homeopatía,
me decía: «Es mucho más fácil diagnosticar en México que en Europa.
El paciente mexicano sabe y dice de inmediato, sin cortapisas, lo
que siente. El europeo, en general, tiene mucha más dificultad para
contactar con lo que siente, y para manifestarlo. El europeo dice
todo el tiempo lo que piensa y, así, oculta las pistas que
necesitamos para determinar lo que realmente le pasa.»
Mucho me temo que me he ido por las ramas... En mi descargo, debo
decir que si he hecho este comentario es porque la lectura
compulsiva, la lectura como adicción... es algo que he heredado de
mi padre y que, en consecuencia, también conozco “desde dentro”. Lo
he practicado durante muchísimos años. A veces pienso que si me he
convertido en escritor, ha sido porque muy pronto tuve la intuición
de que esta profesión me permitía entregarme sin complejos a “ese
vicio impune, la lectura”. Hay un libro muy bonito, de Valery
Larbaud, titulado precisamente así.
Y,
por volver a mis primeras lecturas de cómics: no recuerdo dónde ni
cuándo leí las historias del corresponsal de guerra Ernie Pike, pero
fueron sin duda las que, en aquella época juvenil, más me impactaron
de todas las que leí. Ahí, al fin, había encontrado algo diferente.
JG- Recuerdo que lo contaste en el homenaje a
Oesterheld que le tributaron los amigos de la Semana Negra de Gijón.
JZ-
Ah... es verdad... Entonces, volviendo a las
lecturas... a los 10 u 11 años empecé a leer libros. Nunca he leído
la llamada “literatura infantil”; tampoco “literatura juvenil”. Mis
hermanas mayores tenían algunos libros de Salgari, pero no me
atraparon. Empecé con Horacio Quiroga: Cuentos de la selva,
Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte... La lectura
de Quiroga fue uno de los hechos más significativos de mi vida.
Quiroga, de origen uruguayo, había vivido en el Chaco Argentino, y
también en la provincia de Misiones. Había desarrollado allí varios
proyectos empresariales, siempre con resultados desastrosos. Muchos
de sus relatos estaban ambientados en esas zonas. Nada más abrir sus
libros me invadió el estupor: allí aparecían muchos personajes que
yo ya conocía. Los conocía... de los relatos de mi padre, en los que
él supuestamente me contaba su vida en el Chaco. Nunca me he
recobrado, ni me recobraré, de la perplejidad que me produjo el
descubrimiento: mi padre, tal como yo lo conocía a través de sus
propios testimonios, era en realidad el fruto de un entrecruzamiento
de narraciones más o menos veraces, más o menos apócrifas, un ser
francamente metaliterario. ¿Qué era verdad en él...? ¿Qué era
ficción en la vida real...? ¿Qué era real en su biografía (y, por
consecuencia, en la mía)? ¿Qué era “sólo literatura”...? El golpe de
gracia lo recibí poco después, cuando descubrí que Tarzán, el mejor
amigo de mi padre en sus aventuras del Chaco, alguien a quien yo
conocía muy bien, era también personaje de novelas, cómics y hasta
series de televisión. A los diez años, entonces, mi vocación ya
estaba clara: sería escritor. ¿Una manera de buscar “la verdad” del
padre...? ¿Una manera de buscar, a través de los libros, un lugar de
encuentro con... un poco de “atención” de... ese padre ensimismado
en la lectura...? Dejemos la tarea a los psicoanalistas... Lo que sí
creo que podemos afirmar con cierta seguridad es que esa experiencia
vivida a través de los relatos de mi padre me ha marcado en cuanto
al “tipo” de escritor que soy. Desde edad muy temprana, el arte de
narrar apareció ante mis ojos como una práctica mediante la cual era
posible “integrar” dos elementos aparentemente poco compatibles:
realidad e ilusión (o fantasía, o Maya... según lo denominan en
Oriente). La Literatura se me ofrecía como vía de esa “integración”.
Si observas... creo que todos mis trabajos vienen, en última
instancia, a “formalizar”, a materializar eso. Siempre acabo
por encontrar, en mis historias, la “forma” de que realidad y Maya
se integren más o menos armónicamente. Como si dijéramos que siempre
acabo volviendo a la forma de los relatos de mi padre. Ese sería el
“modelo” de todos mis trabajos. Lo que llamamos “fantástico”,
“ficción”, “mítico”, “mágico”... no dejan de ser variantes histórico
culturales de Maya. Mi “tradición literaria”, entonces, es la
recibida a través de los relatos paternos. De manera que cuando yo
llegué a la literatura, cuando empecé a leer y tuve acceso a los
libros, ya tenía previamente en mí todo lo que mi padre me había
transmitido (y que se nutría, naturalmente, en una larga tradición).
A mí me gusta decir que, según me obstino en recordar, yo ya “era
escritor” antes de saber leer. Porque ahora no estoy hablando sólo
de lo anecdótico quiroguiano, sino y sobre todo de lo
conceptual: del relato percibido no como lugar de “representación de
la realidad”, sino como lugar de “integración” entre lo real y lo
imaginario. Así que, en rigor de verdad, creo que soy un narrador de
“historias infantiles para adultos”. ¿O un narrador de historias
adultas para niños...? El lector de mis historias está “heredando”
mi propia perplejidad de niño que escucha las historias fantásticas
de su padre. Yo tiendo a colocar a mi lector en la misma situación
en que mi padre me colocaba a mí: por un lado... uno cree todo lo
que le están contando y lo visualiza sin problemas; por otro, uno es
invadido por una suerte de estupor ante la mezcla “natural” de
elementos reales y fantásticos. Esos elementos nunca dejan de ser
“reales” los unos, y “fantásticos” los otros; pero han encontrado la
forma de “integrarse”, generando lo que podríamos llamar “una nueva
dimensión”. Esa nueva dimensión a la que, humildemente, podemos
denominar... literatura.
En
uno de sus libros, Horacio Quiroga brindaba a los lectores un
"Decálogo del buen escritor de cuentos cortos". Y, en el mismo
texto, remitía a quienes consideraba sus maestros: Poe y Maupassant.
De inmediato, mis pasos se dirigieron hacia Poe y Maupassant. Dado
que la lectura de Poe en castellano era accesible gracias a las
traducciones de Julio Cortázar, entré en Todos los fuegos el
fuego y Bestiario. No tardé en convencerme de que mi
destino era llegar a ser “escritor en París”. Antes de acabar la
escuela primaria escribí un “ensayo” sobre el cuento “La autopista
del Sur”: me maravillaba que Cortázar refiriera el carácter de los
personajes a través de los modelos de coche que ocupaban; y me
maravillaba mucho más... haber sido yo capaz de “darme cuenta” de su
procedimiento. Naturalmente, estaba convencido de ser “el único” que
se había dado cuenta.
En
eso me encontraba cuando una mañana, al levantarme para ir a la
escuela, enciendo la radio y sólo consigo sintonizar marchas
militares. Era 1966. El general Onganía había destituido, con un
golpe militar, al presidente electo Arturo Illia. Yo, a los 13 años,
era lector habitual del diario Clarín. Así que no me
sorprendí: se hablaba mucho de un posible golpe y, como siempre ha
ocurrido en Argentina, buena parte de la clase política
supuestamente democrática alentaba a los militares para que tomaran
el poder. Desperté a mi padre, sin saber todavía si era portador de
una buena o de una mala noticia. Mi padre, medio dormido, dijo:
“¡Qué cagada!” Él sabía.
Pero, como he comentado antes, en mi adolescencia no
sentí en absoluto la “atmósfera enrarecida” por la dictadura. Para
mí "la política" era algo que ocurría muy lejos, en la capital, y
que no tenía nada que ver conmigo. Yo estaba completa, absolutamente
volcado en el baloncesto, el futbolín, el billar y la lectura. Había
llegado a la conclusión de que, si quería ser escritor, tenía que
conocer la literatura argentina y latinoamericana. Empezaban los
años del Boom. Mi amigo Néstor tenía un hermano mayor que era
abogado en Buenos Aires (es uno de los innumerables desaparecidos en
el Proceso). El padre de Néstor era un gran lector, y constantemente
recibía libros que su hijo el abogado le enviaba desde la capital.
Para mí la biblioteca de esa casa era una mina de riqueza
inagotable. Me convertí en lector voraz y pésimo estudiante de
bachillerato. Sábato, Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Roberto
Arlt, Leopoldo Marechal, Marco Denevi, Alejo Carpentier, David
Viñas... Y, en medio de todo eso, a los quince años... “la gran
experiencia”: Kafka. En cierto modo, había empatado el partido con
mi padre: él tenía un amigo llamado Tarzán; yo acababa de descubrir
que tenía un hermano que había vivido en Praga.
Poco después, mi otro gran amigo, Luli, me trajo un libro de
editorial Losada. El padre de Luli era taxista: un viajero se había
olvidado ese libro en el coche. Puesto que para nadie era un secreto
que yo ya “era escritor”, y era “el que leía”, Luli consideró que
debía ser el destinatario natural de un libro encontrado por
casualidad. Así descubrí a Sartre: La náusea. Mi intuición
vocacional no parecía ir por mal camino: en París había, además de
Cortázar, otro tipo que escribía sobre algo que yo “entendía”.
Gracias a Sartre me enteré de que yo era “existencialista”.
JG-
Cuando yo me refería a esa “atmósfera enrarecida” pensaba, más que
en los golpes de estado que se sucedieron, en la proscripción del
peronismo, que en la práctica se tradujo en la exclusión de amplios
sectores de población, por lo que, en el mejor de los casos, cabe
hablar de aquella Argentina como de una “democracia tutelada”.
Ahora, al hilo de Sartre, hablemos del despertar de tu conciencia
política: ¿cómo fue?
JZ-
Si hablamos con propiedad, debemos decir que, desde
el punto de vista político / ideológico, la atmósfera de la
Argentina siempre ha estado “enrarecida”. Y cuando digo “siempre” me
refiero a mucho antes, y mucho después, de la proscripción del
peronismo en 1955. Decir “atmósfera enrarecida” se parece bastante a
decir “irrespirable”, “tóxica”, “envenenada”. Todos sabemos que una
respiración defectuosa, insuficiente... acaba produciendo siempre
enfermedades graves. En el caso de un organismo vivo, como es una
sociedad... está claro que si no respira la cantidad de aire limpio
que necesita... no crece saludable, no se desarrolla con salud.
A
mi entender, esa atmósfera enrarecida de la que hablamos es la
consecuencia de una eterna inmadurez mostrada por los débiles
procesos democráticos que han brotado en tierras argentinas.
Recordemos que estamos refiriéndonos a un país joven, un territorio
extensísimo, que en 1900 sólo tenía tres millones de habitantes. Sus
orígenes están muy próximos en el tiempo, y no tienen ninguna
tradición de tolerancia o de respeto por los derechos humanos.
JG-
Por esa regla de tres, Jorge, países como los Estados Unidos habrían
tenido los mismos problemas, o aún peores, y en cambio naciones que
habrían tenido un cierto pasado común, cual es el caso de España,
contarían con una vasta tradición democrática que, como bien sabes,
no se corresponde con la realidad.
JZ-
No soy un especialista, pero me temo que en los
procesos sociales la regla de tres no siempre es aplicable... Los
Estados de Unidos de América fueron colonia de un imperio muy
diferente al imperio español. El tipo de colonización efectuada por
la corona británica en los territorios que ahora son de EE UU no se
pareció en nada a la colonización española en el Río de La Plata.
Luego, el proceso de independencia también se diferenció en mucho.
Es imposible concebir a los EE UU de hoy sin la presencia de los
protestantes, o la presencia masiva de esclavos africanos (y de sus
propietarios y traficantes). Es imposible concebirlos sin la guerra
civil y, sobre todo, sin los resultados que tuvo esa guerra.
En
Argentina todo fue diferente...
Cuando hablo de la carencia de una “tradición de tolerancia” en
Argentina estoy hablando, grosso modo, de una historia que
podríamos dividir en tres “momentos”.
Un
primer y largo período colonial (desde el Descubrimiento hasta
1810), época en la que España extermina a la mayor parte de la
población autóctona y extrae todas las riquezas que encuentra.
Luego el período 1810-1880, marcado por: guerras civiles entre
caudillos regionales (auténticos señores feudales, antecedentes
directos de los actuales gobernadores de provincia, sean Radicales,
Conservadores, Peronistas o Autonomistas); establecimiento del
Estado; exterminio de los indios que todavía vivían en la pampa,
tarea a cargo ahora del Ejército Argentino; reparto de las tierras
entre unas pocas familias.
Y
finalmente el siglo XX: arribo de grandes contingentes de
inmigrantes, tímido ingreso en la modernidad de las tres únicas
grandes ciudades (Buenos Aires, Córdoba, Rosario); inicio de un
limitado proceso de industrialización.
En
cuanto a lo ideológico, el siglo XX en Argentina no se ha
diferenciado del resto del mundo: en la práctica, las dos ideologías
totalitarias, comunismo / estalinismo y nazi / fascismo, polarizaron
el espectro.
JG-
Hay muchos politólogos que discutirían eso; a mí entender, esa
pulsión entre dos ideologías totalitarias tiene un eco muy débil en
la Argentina, de hecho, muchos exilados políticos de la dictadura se
encontraron con el inconveniente de que las organizaciones políticas
en que habían militado no tenían equivalente en Europa, al contrario
de lo que había ocurrido con los chilenos, muchos de los cuales
contaron con el apoyo del Partido Comunista.
JZ-
Seguro que cualquier politólogo podría desbaratar mis
“argumentos”. Mis opiniones, me parece importante insistir, no son
las de un especialista o un estudioso del tema. De ningún tema. Y
nada más lejos en mí que la pretensión de “tener razón” o fijar una
“verdad”. Para eso, justamente, ya están los politólogos y
académicos. Yo simplemente estoy intentando “explicarme” en voz alta
una realidad, y lo hago desde mi perspectiva (más dolorida que
objetiva) de sobreviviente de una masacre. Dicho esto, cualquiera
sabe que si algo nos caracteriza a los argentinos... es nuestro afán
por parecer “diferentes” (en este caso “diferente” es sinónimo de
“superiores”). Y la verdad es que, en eso, somos realmente muy
buenos... Así que también en lo político / ideológico nos hemos
aplicado siempre mucho en marcar esa “singularidad”. ¡Hasta el punto
que nosotros mismos hemos llegado a creerlo!
JG- En cierto modo, volviendo a lo que decías de tu
padre, esto no es sino otra manera de “obstaculizar el contacto con
los demás y con uno mismo, con lo que uno está sintiendo”.
JZ-
Es verdad... no lo había pensado... Sabes... tanto
insistir sobre la diferencia no deja de ser, en última instancia,
una manera de decir: «no te esfuerces... no podrás entender... lo
mío es muy complejo... no se parece a nada... soy único...» Pero a
mí me parece que, en última instancia, una vez “limpiado el campo”,
una vez quitados los elementos anecdóticos... la realidad es
bastante más simple. Por eso “resumía” antes, diciendo que a mi
modesto entender, la pulsión entre las dos ideologías totalitarias
que han prevalecido en el siglo XX en el mundo ha tenido un eco muy
fuerte en Argentina; hasta el punto de “resolverse” de manera
traumática en la década de los setenta, con consecuencias muy
dolorosas para las generaciones futuras. Y ese eco ha resonado,
sobre todo, en el seno mismo del Movimiento Peronista, ese “fenómeno
argentino singular e irrepetible”. Como sabes, la “filosofía
política” del General Perón estaba basada precisamente en la
hipótesis de una “tercera posición”, teóricamente superadora de esa
famosa pulsión ideológica. En la práctica, la “tercera posición” se
reveló como una suerte de sopa ideológica de efectos explosivos.
JG-
Siempre creí que, en la práctica, la “Tercera Posición” había
surgido, o al menos se había potenciado, cuando los EE UU niegan a
Perón la posibilidad de beneficiarse de los créditos europeos del
Plan Marshall y, por tanto, de seguir lucrándose con el hambre de
Europa; era una situación “en busca de ideología”, por así decir.
JZ-
No tengo la
documentación necesaria, pero juraría que el discurso teórico de
Perón es anterior a todo eso. Tú estás hablando de la posguerra...
No recuerdo de qué año es su libro La comunidad organizada,
tendríamos que verificarlo. Yo creo que las “teorías” de Perón
provienen de dos sentimientos muy fuertes: el antiamericanismo y el
anticomunismo. Pero, sobre todo, de su estancia en Italia y su
entusiasmo por el “fascio” musoliniano. Y eso es de los años
treinta.
JG- También conocía, por cierto, la experiencia de
nuestro dictador Miguel Primo de Rivera.
JZ-
El sentimiento
nacionalista es insoslayable, en cualquiera de las ramas o
“tendencias” del movimiento peronista a lo largo de su historia. Te
recuerdo que una de las consignas más gritadas en la Universidad, en
los 70, era: «Ni yanquis ni marxistas: peronistas». Deberíamos
reconocer que una consigna tan débil desde el punto de vista
poético... no es posible que encierre grandes dosis de sabiduría
política...
JG- En efecto... Pero creo que estás confundiendo al
peronismo, digamos, “histórico” (con su “Edad de Oro” en los años
cuarenta) con la revisión del fenómeno en los años sesenta, con
nuevos actores (mucho más jóvenes y desconocedores de aquella
primera etapa) y la lectura en clave revolucionaria de las ideas del
general que hizo Cooke.
JZ-
No estoy muy
seguro... Más vale diría que la confusión se genera cuando uno
empieza a dividir, separar en porciones, analizar e interpretar al
peronismo en el “laboratorio”. Mira: al peronismo todo el mundo
siempre le ha puesto adjetivos, con la sana intención de hacerlo
“comprensible” o la velada intención de hacerlo entrar en su propio
saco ideológico. Me parece que es un buen camino para no llegar a
ver la realidad. Podemos hablar de Peronismo Histórico, podemos
hablar de Peronismo Sin Perón, Peronismo Auténtico, Peronismo
Revolucionario... El etcétera permitiría llenar una enciclopedia.
Mi impresión, ahora, en 2003, es que en la Argentina
la palabra “Peronismo” ha perdido desde hace muchísimos años
cualquier connotación política o ideológica precisa y estable
(suponiendo que alguna vez la tuviera, cosa que dudo).
“Peronismo” es, digamos... otra cosa. ¿Qué?
A mí me gusta pensar que ha pasado a ser un vocablo
“mítico / mágico”. En realidad no “significa” nada, en el sentido
literal del término. (Por eso las discusiones al respecto son
interminables y la bibliografía tan profusa). Peronismo es más bien
una suerte de “invocación”, como la que pueden hacer los chamanes,
los brujos, etc., de la que se esperan “efectos” en el orden de lo
colectivo. Resumiendo: una palabra mágica. Y, cualquiera lo sabe,
una palabra se vuelve mágica cuando quienes la usan le atribuyen
efectos mágicos.
Gran número de gente que está en la lucha por el
poder en Argentina, desde hace sesenta años, invoca esa palabra, con
el objetivo de que su resonancia en el imaginario de los ciudadanos
les brinde apoyo o votos. La palabra “Peronismo”, desde los años
cuarenta, viene siendo usada como “clave de identificación” por
personas de todo el espectro ideológico, político y social: obreros,
sindicalistas, profesionales liberales, miembros de la clase media,
miembros de la oligarquía, tecnócratas, liberales, marxistas,
fascistas, intelectuales de izquierda, centro y derecha... y
podríamos seguir.
La prueba más inmediata de lo que digo está en la
profusión de candidatos “Peronistas” que se enfrentaron en las
últimas elecciones.
A mi entender, ese “recurso al mito” es lo que ha
permitido actuar, auto proclamándose “peronista”, a mucha gente que
ambiciona el poder, sin tomarse la molestia de elaborar programas y
propuestas relacionadas con la realidad del país. Lo único
importante, yo diría, ha sido “apropiarse de la palabra”, de la
fórmula mágica. Y eso, naturalmente, ha causado graves daños a la
ciudadanía.
Sé que a muchos mi teoría puede parecer algo
“esotérica”. Pero... ¿por qué no abordar ese asunto desde el
esoterismo si, en vida de Perón todavía, el poder peronista acabó
estando en las manos de un brujo como López Rega...? ¿Alguien puede
explicar, sin tomar en cuenta el esoterismo, cómo la señora Isabel
Perón llegó a la presidencia de la Nación...?
Como ves, querido Jorge, me cuesta mucho referirme a
estos asuntos desde el punto de vista académico. Yo estoy convencido
de que los politólogos y los historiadores hacen un gran trabajo,
pero por lo general olvidan los elementos “irracionales”. Los
olvidan, como cualquier científico, porque son elementos que
invalidan su propia herramienta hermenéutica. Necesariamente, un
discurso desarrollado “desde la razón” tiene que desestimar todo
aquello que desnuda a la razón en su condición de herramienta
insuficiente.
Estoy convencido de que, en fenómenos colectivos como
el peronismo, actúan con intensidad lo que Lugones llamó “las
fuerzas extrañas”. Que, si quieres expresarlo en términos más
científicos, es lo que Freud llamó “transferencia”.
De
modo que, para volver a tu pregunta, cuando hablamos de “atmósfera
política enrarecida” en la Argentina, yo creo que no podemos
referirnos exclusivamente a la proscripción del peronismo a partir
de 1955. Ya en la época de Rosas la atmósfera era “irrespirable”
para mucha gente. Ejemplo literario: Matadero, de Esteban
Echeverría. Y no hablemos de lo “irrespirable” que fue para los
indios la atmósfera vivida durante la llamada Campaña del Desierto
(que, evidentemente, no estaba tan desierto como su nombre
pretende). Y, si nos atenemos al fundacional Martín Fierro,
la atmósfera era irrespirable para el “gaucho bueno”. Y podríamos
mencionar la Semana Trágica... La década del treinta... Es decir...
siempre...
Más
próximos en la historia, no olvidemos que, para un gran sector de la
población argentina, el “período peronista” (1945-1955) representó
también una época “irrespirable”: hubo exilio, hubo miedo, hubo
represalias, hubo corrupción y se incubó mucho odio. Si, porque no
nos gusta una realidad tan “matizada”, la ignoramos y planteamos ese
(o cualquier otro) período de la historia como una época idílica...
corremos el riesgo de no entender incluso mucho de lo que ocurre
ahora, más de medio siglo más tarde. Me permito hablar en estos
términos porque yo, pese a tener una buena información al
respecto... luego, en mi juventud, he sido “a mi manera” peronista.
De modo que conozco perfectamente el tipo de pirueta psíquica que
conduce a ese tipo de “negación”, de discriminación. Y conozco,
desde la experiencia, claro, los efectos.
Los
ejemplos de lo que estoy diciendo son numerosos, sin necesidad de
llegar al paradigmático y caricatural caso de un Borges relegado a
inspector de mercado de aves y huevos, o al Julio Cortázar que
escribe el cuento “Casa tomada”, y se marcha a Europa en 1951,
huyendo de la “atmósfera irrespirable” de la Universidad Nacional de
Cuyo, donde trabajaba. Muchos ciudadanos anónimos, muchas personas
de talante tolerante, con convicciones democráticas y francamente
progresistas vivieron, en ese “período peronista”, dominados por un
miedo más que justificado. Te lo aseguro: no sólo los “gorilas”
tuvieron miedo. Y no todos los que temían el retorno de Perón,
después, eran necesariamente “gorilas”.
JG-
En efecto, cabe recordar, por ejemplo, que anarquistas y socialistas
salieron muy mal parados con el peronismo, pero, por lo que yo sé,
en cuanto a “Casa tomada”, el propio Cortázar desmintió siempre esa
lectura de un cuento que, según decía, le había venido en sueños.
JZ-
Sí, yo también conozco esa “explicación onírica” de
Cortázar, que además me parece tanto o más genial incluso que el
propio cuento al que nos referimos. Podríamos admitir que Cortázar
haya soñado “Casa tomada”. ¿Soñó, también, su novela El examen...?
De todos modos, no haremos ninguna revelación diciendo que Cortázar
fue profundamente antiperonista... y no añadiremos nada nuevo a su
biografía si decimos que las posiciones políticas de Cortázar...
variaron mucho a lo largo de los años, aunque nunca tanto... como
para llegar a simpatizar con el peronismo. ¡Y mira que a los jóvenes
cortazarianos peronistas, que éramos legión en los setenta,
eso nos hubiera hecho muy felices!
Creo que lo justo, al respecto, sería que entrevistador y
entrevistado visitaran juntos la tumba de Cortázar en París.
Dejaríamos sobre su tumba un papelito con la pregunta acerca de
“Casa tomada”... (mucha gente deja mensajes sobre la tumba de
Cortázar, y no por admiración a sus ideas políticas, desde luego)...
y esperaríamos, con todo el tiempo por delante, lo que Cortázar nos
diera por respuesta desde el eterno presente en el que se encuentra
ahora.
JG-
¿Dónde hay que inscribirse para hacer ese viaje? ¿Los formularios
están en glíglico?
JZ-
Tratándose de Cortázar, tú lo sabes muy bien, lo
difícil es “evitar” el viaje. Con él, siempre hay viaje. Así que...
lo haremos. Tarde o temprano... lo haremos.
Sea
como sea, y mucho más allá de los borrosos orígenes del cuento “Casa
tomada”, lo que en el fondo me interesa decir es
que estaría bien
hacer un esfuerzo por no transformar la historia de Argentina (y
ninguna otra historia) en un relato de buenos y malos, con papeles
nítidos y fijos. Funciona en los malos tebeos, pero la realidad es
siempre compleja y matizada. Se ha venido aplicando demasiado, y con
resultados nefastos, ese tipo de lectura que podríamos denominar
“maniqueísta / infantiloide”. Es una manera de ver las cosas que,
desde una perspectiva exclusivamente literaria, sólo “resuelve” los
conflictos con la eliminación del “malo”. O sea: me pongo en el
papel del bueno y elimino al otro. Lo estamos viendo cada día, en la
práctica, gracias a los guionistas de la Casa Blanca y del Pentágono
(fuente de inspiración de los guionistas de La Moncloa). La luz no
se da sin la sombra, y viceversa. Plantear que en Argentina (o en
cualquier otro agrupamiento humano) hubo un período en el que sólo
brilló la luz... es diseñar un pasado de fantasía. No creo que pueda
servir para relacionarse sanamente con la realidad presente.
Confieso que me siento un poco incómodo hablando,
argumentando, intentando entender algo desde “lo político”.
Compruebo que, con el paso de los años, he perdido completamente la
práctica. Poco a poco, he dejado de creer en el discurso político
como herramienta de comprensión de la realidad.
Me ha dejado de interesar lo que subyace siempre en la política: la
lucha por el poder. Esa lucha, realmente, no es para nada la mía. Me
parece que forma parte del “ruido ambiente”, y que muchas veces
sirve de excusa o de coartada para que se manifieste la pereza del
individuo ante la necesidad de transformarse y desarrollarse como
tal. Cual si fuera más fácil culpar de todo al ordenamiento social
que cuestionarse acerca de las propias responsabilidades...
Enrique Bonet-
Puesto que estamos hablando del “principio”, y de tu infancia y
adolescencia, me gustaría saber qué influencia tuvieron en tu vida
los orígenes judíos de tu familia, que tanto pesan en El silencio
de Malka.
JZ-
Bueno... eso implica remontarnos a... “antes del
principio”, dado que, como tú bien acabas de decir, he nacido en una
familia judía. O sea que yo ya era judío... antes de nacer. El
judaísmo no llegó a mí a una cierta edad, sino que yo llegué al
judaísmo. Por lo tanto, creo que no podemos hablar realmente de
“influencia”. La influencia, me parece, se ejerce siempre sobre algo
que tiene determinadas características y que, por efecto de esa
influencia, se modifica. Pero yo, como digo, nunca fui nada antes de
ser judío.
En
cambio, de lo que sí podemos hablar, si piensas que puede ser de
algún interés para los lectores, es de ciertas características mías
que considero derivadas no ya de mi “condición de judío” (esa
“condición” a mi juicio no significa nada si se la aplica a más de
un individuo por vez), sino de la forma que el judaísmo ha adoptado
en mi familia y en mí.
El
lector interesado puede encontrar más información en la ejemplar
monografía de Daniel James Resistencia e Integración. El
peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976 o, de
forma mucho más amena, en el libro de Tomás Eloy Martínez La
novela de Perón.
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