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ENTREVISTA A JORGE ZENTNER.

Entrevista realizada por correo electrónico desde el 17 de julio al 17 de septiembre de 2003 por Jorge García (con una intervención de Enrique Bonet).

Se desea agradecer muy especialmente la buena disposición del entrevistado a revisar este documento varias veces con el fin de mejorar la redacción final.

 

[ Jorge Zentner, en el final de la década de los ochenta en una fotografía de Casterman (a la derecha), y hoy (en color, en la imagen superior) ]


Jorge Zentner nació en la pequeña localidad argentina de Basavilbaso en 1953. Se formó como periodista y como psicólogo y comenzó su carrera como guionista en prensa y en radios locales. Por causa de la dictadura argentina, se exilió en España en 1977 y comenzó a trabajar redactando guías de uso para trabajadores, manuales de bricolaje y otros encargos similares hasta que Carlos Sampayo encauzó su vocación hacia el guión de historietas. Desde su primera colaboración con Rubén Pellejero en Cimoc (en 1981) fue forjando una carrera ascendente y plena de calidad con las sagas de Monsieur Grifatton, Dieter Lumpen o Malka (con esta obra logró el premio Alph-Art del Festival d'Angoulême al mejor libro extranjero de cómics publicado en Francia en 1996, y varios en el Salón Internacional del Cómic de Gijón). Luego, con Tabú consiguió el premio al mejor guión de 1991 otorgado en Barcelona en el Saló del Còmic de 2000. Ha escrito guiones para los dibujantes Tha, Mattoti, Nine, Sala, Chiesa, Olivié o Marcello Gaù (7 Balles pour Oxford, editada por Lombard en 2003). También es escritor, es autor de las novelas: Informes para Mertov (Anaya y Mario Muchnik, Madrid, 1991), el libro de relatos Mertov (Anaya y Mario Muchnik, Madrid, 1993) y diez libros infantiles, entre los que destaca Comemiedos (Destino, Barcelona, 2001) que obtuvo el premio Apel·les Mestres.

Constituye la presente entrevista a este guionista un sincero canto a la pulsión de escribir. Y un verdadero manual para aprender a hacer guiones, desde la pasión, el esfuerzo de documentación y el método. Zentner nos descubre en sus declaraciones algo más íntimo que su metodología, nos describe el significado de escribir, el poema que para él supone la narración, un acto de vida (para aferrar la realidad, para afincar el yo), que revalida su / nuestra confianza en las posibilidades de la historieta como medio de comunicación.


[ Entrevista dividida en cuatro partes. Leer parte:     1      |     2      |     3      |     4    ]

Jorge García- Comencemos, si te parece, por el principio. Tu infancia y adolescencia se desarrollan en una “atmósfera enrarecida” por la sucesión de golpes de Estado y la proscripción del peronismo.

Jorge Zentner- Puesto que intentaremos referirnos al “principio” (lo cual no deja de ser, como en toda narración, una convención) me parece que lo más importante sería no aplicarle, al pasado, visiones y opiniones que puedan ser del que habla hoy. Procuraré, dentro de lo posible, evitar la "teleología". Seguramente no siempre lo conseguiré. Al fin y al cabo... estoy hablando desde el que soy ahora... El ejercicio no deja de ser una lectura “a toro pasado”.

Soy nacido en 1953, y mi "conciencia política", si alguna he tenido, no se despertó hasta los 18-19 años. En consecuencia, sería injusto que yo le aplicara a mi vida de aquellos tiempos de infancia una lectura "desde lo político". No sería fiel a la verdad si dijera que me he criado en una atmósfera enrarecida por los golpes militares o la proscripción del peronismo. No es que no existiera: yo no lo percibía. Mis preocupaciones de esa primera época no eran de tal orden. Tengo perfecta memoria de algunos "golpes militares" o intentonas de golpe, ocurridos durante mi infancia, pero se reducen a la presencia insólita de soldados en nuestro pueblo. Una de mis hermanas y yo robábamos galletas en casa y se las llevábamos a los soldados que estaban de plantón en las instalaciones del ferrocarril, en la acera de enfrente. Si algún efecto tuvo aquello sobre mí, fue la tempranísima decisión de no vestir jamás un uniforme militar: a mis ojos de niño, eso de pasar horas a la intemperie con un fusil, lejos del hogar, con hambre, y sin saber muy bien para qué... era el colmo del absurdo.

He nacido y vivido hasta los 17 años en Basavilbaso, un pueblo de la provincia de Entre Ríos, de aproximadamente siete mil habitantes. Durante la adolescencia, lo que me interesaba mucho eran el baloncesto (como jugador) y las carreras de coches (como espectador)... Luego me acapararon, casi al mismo tiempo, los que podríamos llamar... “dos grandes misterios”: el libro y la mujer.

Mi padre, gran lector, había vivido en su juventud en la provincia de Formosa, sobre el río Bermejo, en el Chaco Argentino que hace frontera con el Paraguay. Mi infancia estuvo impregnada por sus relatos de las aventuras que él había protagonizado o presenciado en aquellas tierras de indios y colonos. Esas narraciones estaban pobladas por personajes extraordinarios, inolvidables. El más extraordinario e inolvidable, naturalmente, era mi padre, “el narrador”. Cuando, muchos años después, leí Viaje al fin de la noche, de Céline, toda la parte africana del libro tenía cierto aire de familia para mí...

Comencé a leer muy temprano. Lo primero que leí “completo” fue un cómic de Patoruzito, en formato apaisado. Recuerdo que terminé muy fatigado, pero orgulloso porque no me había saltado ninguna página. En varias experiencias anteriores había hecho trampa de manera descarada: o me saltaba páginas, o miraba sólo los dibujos... Leí aquel Patoruzito tirado en la cama, junto a mi padre, mientras él leía no sé qué. Como os explicaré luego, considero que esa circunstancia no es un dato banal.

Luego algunos amigos me prestaron revistas de cómics como El Tony y D’Artagnan. No usábamos la palabra “cómic”: las llamábamos “historietas”. En casa de unos vecinos encontraba a veces ejemplares de Intervalo, una revista argentina de historietas románticas “para mujeres”. Cuando mi padre vio que yo traía tebeos a casa me dijo: “Ya que leés... leé libros”. Como quien, resignado ante una situación irreversible, procura... “el mal menor”.

Mi padre sufría de insomnio. Pasaba gran parte de la noche leyendo y fumando en la cama, con la radio encendida... Era lo que podríamos llamar un “lector indiscriminado”. Lo mismo podía estar leyendo Tolstoi que novelitas del oeste, o la revista Typerari (un pulp de relatos policiales copiado del modelo norteamericano). Es bastante común que se lea así, sin mucho criterio, cuando la lectura se transforma en adicción, en compulsión... El adicto, ya lo sabemos, acaba “metiéndose”, tragando cualquier cosa. Como todas las adicciones, la lectura en esos casos tiene su origen en un malestar, y su objetivo último es “bloquear el sentir”. Es decir: obstaculizar el contacto con los demás y con uno mismo, con lo que uno está sintiendo... No creo que mi padre “supiera” o intuyera todo esto, claro. Pero, en cambio, estoy seguro de que era perfectamente consciente de su malestar.

La lectura adictiva de libros tiene mejor prensa que el alcohol, el tabaco, el porro o el juego: el adicto a la lectura de libros, incluso, aparece ante la mirada de los otros como... “un hombre culto”, o “una persona interesante”. Quiero decir que hasta goza de cierto prestigio social. Muestra todo lo que ha aprendido en los libros, pero no lo que siente, no lo que sufre. La imagen que proyecta hacia afuera está, digamos, fundada en su cerebro, en su “inteligencia”, ocultando de este modo todo lo relativo al corazón.

Hay un hermoso personaje de Jean-Paul Sartre llamado “el Autodidacto”, un tipo muy solitario, claro, un “raro” que se leía todos los libros de una biblioteca de barrio por orden alfabético de autores... Pensemos en El Quijote, en Bouvard y Pécuchet, en Madame Bovary... La literatura es riquísima en personajes lectores que acaban psíquicamente afectados por la lectura. Y es que muchos escritores conocen el drama “desde dentro”, porque son, ante todo, lectores. Producto del desarrollo tecnológico, esta adicción a la lectura ha sido sustituida por la adicción a la pantalla: del televisor... del cine... del ordenador... del videojuego... del teléfono móvil... Sigue siendo, en última instancia, un género de lectura... En el caso de la televisión, por ejemplo, nos resulta mucho más evidente su carácter de práctica compulsiva, de “actividad neurótica y alienante”, mediante la que uno traga, consume, “se mete” lo que le echen... Me pregunto si, desde esta perspectiva, no se podría incluso explicar por qué la inmensa mayoría de best-seller son lo que, desde un punto de vista literario, podríamos calificar de “libros malos”. Y lo mismo podría aplicarse a las películas más taquilleras. Es decir: obras que no remiten al lector a su propio sentir, sino que le garantizan “la evasión”. En otras palabras: el “ruido” necesario para obstaculizar el contacto con el propio sentir que muchas veces coincide con “malestar”. Además, insisto, mientras uno lee un libro, se garantiza la soledad, el aislamiento, que no es exactamente lo mismo que estar a solas consigo. ¿Habéis visto que tiene muy buena prensa la proliferación de lectores en el metro...? ¿No os parece “sospechoso”? Se considera muy positiva la multiplicación de individuos que, en un lugar público por excelencia, entierran la cabeza en “historias de otros”, no intercambian miradas, no se saludan, no se hablan... Auriculares con música a tope y ojos en el libro o periódico... Ruido y mirada huidiza... Sé que todo esto puede sonar a boutade, especialmente en boca de un escritor. Pero tengo la intuición de que si se hiciera un estudio serio y libre de prejuicios, quedaría demostrado que aquellos países en los cuales los ciudadanos consumen mayor número de libros per cápita... coincidiría con los países cuyos ciudadanos tienen más dificultad para contactar y manifestar su sentir. Lo que se conoce como “gente fría”, distante...

El otro día, hablando con una amiga médico que practica la homeopatía, me decía: «Es mucho más fácil diagnosticar en México que en Europa. El paciente mexicano sabe y dice de inmediato, sin cortapisas, lo que siente. El europeo, en general, tiene mucha más dificultad para contactar con lo que siente, y para manifestarlo. El europeo dice todo el tiempo lo que piensa y, así, oculta las pistas que necesitamos para determinar lo que realmente le pasa.»

Mucho me temo que me he ido por las ramas... En mi descargo, debo decir que si he hecho este comentario es porque la lectura compulsiva, la lectura como adicción... es algo que he heredado de mi padre y que, en consecuencia, también conozco “desde dentro”. Lo he practicado durante muchísimos años. A veces pienso que si me he convertido en escritor, ha sido porque muy pronto tuve la intuición de que esta profesión me permitía entregarme sin complejos a “ese vicio impune, la lectura”. Hay un libro muy bonito, de Valery Larbaud, titulado precisamente así.

Y, por volver a mis primeras lecturas de cómics: no recuerdo dónde ni cuándo leí las historias del corresponsal de guerra Ernie Pike, pero fueron sin duda las que, en aquella época juvenil, más me impactaron de todas las que leí. Ahí, al fin, había encontrado algo diferente.

JG- Recuerdo que lo contaste en el homenaje a Oesterheld que le tributaron los amigos de la Semana Negra de Gijón.

JZ- Ah... es verdad... Entonces, volviendo a las lecturas... a los 10 u 11 años empecé a leer libros. Nunca he leído la llamada “literatura infantil”; tampoco “literatura juvenil”. Mis hermanas mayores tenían algunos libros de Salgari, pero no me atraparon. Empecé con Horacio Quiroga: Cuentos de la selva, Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte... La lectura de Quiroga fue uno de los hechos más significativos de mi vida. Quiroga, de origen uruguayo, había vivido en el Chaco Argentino, y también en la provincia de Misiones. Había desarrollado allí varios proyectos empresariales, siempre con resultados desastrosos. Muchos de sus relatos estaban ambientados en esas zonas. Nada más abrir sus libros me invadió el estupor: allí aparecían muchos personajes que yo ya conocía. Los conocía... de los relatos de mi padre, en los que él supuestamente me contaba su vida en el Chaco. Nunca me he recobrado, ni me recobraré, de la perplejidad que me produjo el descubrimiento: mi padre, tal como yo lo conocía a través de sus propios testimonios, era en realidad el fruto de un entrecruzamiento de narraciones más o menos veraces, más o menos apócrifas, un ser francamente metaliterario. ¿Qué era verdad en él...? ¿Qué era ficción en la vida real...? ¿Qué era real en su biografía (y, por consecuencia, en la mía)? ¿Qué era “sólo literatura”...? El golpe de gracia lo recibí poco después, cuando descubrí que Tarzán, el mejor amigo de mi padre en sus aventuras del Chaco, alguien a quien yo conocía muy bien, era también personaje de novelas, cómics y hasta series de televisión. A los diez años, entonces, mi vocación ya estaba clara: sería escritor. ¿Una manera de buscar “la verdad” del padre...? ¿Una manera de buscar, a través de los libros, un lugar de encuentro con... un poco de “atención” de... ese padre ensimismado en la lectura...? Dejemos la tarea a los psicoanalistas... Lo que sí creo que podemos afirmar con cierta seguridad es que esa experiencia vivida a través de los relatos de mi padre me ha marcado en cuanto al “tipo” de escritor que soy. Desde edad muy temprana, el arte de narrar apareció ante mis ojos como una práctica mediante la cual era posible “integrar” dos elementos aparentemente poco compatibles: realidad e ilusión (o fantasía, o Maya... según lo denominan en Oriente). La Literatura se me ofrecía como vía de esa “integración”. Si observas... creo que todos mis trabajos vienen, en última instancia, a “formalizar”, a materializar eso. Siempre acabo por encontrar, en mis historias, la “forma” de que realidad y Maya se integren más o menos armónicamente. Como si dijéramos que siempre acabo volviendo a la forma de los relatos de mi padre. Ese sería el “modelo” de todos mis trabajos. Lo que llamamos “fantástico”, “ficción”, “mítico”, “mágico”... no dejan de ser variantes histórico culturales de Maya. Mi “tradición literaria”, entonces, es la recibida a través de los relatos paternos. De manera que cuando yo llegué a la literatura, cuando empecé a leer y tuve acceso a los libros, ya tenía previamente en mí todo lo que mi padre me había transmitido (y que se nutría, naturalmente, en una larga tradición). A mí me gusta decir que, según me obstino en recordar, yo ya “era escritor” antes de saber leer. Porque ahora no estoy hablando sólo de lo anecdótico quiroguiano, sino y sobre todo de lo conceptual: del relato percibido no como lugar de “representación de la realidad”, sino como lugar de “integración” entre lo real y lo imaginario. Así que, en rigor de verdad, creo que soy un narrador de “historias infantiles para adultos”. ¿O un narrador de historias adultas para niños...? El lector de mis historias está “heredando” mi propia perplejidad de niño que escucha las historias fantásticas de su padre. Yo tiendo a colocar a mi lector en la misma situación en que mi padre me colocaba a mí: por un lado... uno cree todo lo que le están contando y lo visualiza sin problemas; por otro, uno es invadido por una suerte de estupor ante la mezcla “natural” de elementos reales y fantásticos. Esos elementos nunca dejan de ser “reales” los unos, y “fantásticos” los otros; pero han encontrado la forma de “integrarse”, generando lo que podríamos llamar “una nueva dimensión”. Esa nueva dimensión a la que, humildemente, podemos denominar... literatura.

En uno de sus libros, Horacio Quiroga brindaba a los lectores un "Decálogo del buen escritor de cuentos cortos". Y, en el mismo texto, remitía a quienes consideraba sus maestros: Poe y Maupassant. De inmediato, mis pasos se dirigieron hacia Poe y Maupassant. Dado que la lectura de Poe en castellano era accesible gracias a las traducciones de Julio Cortázar, entré en Todos los fuegos el fuego y Bestiario. No tardé en convencerme de que mi destino era llegar a ser “escritor en París”. Antes de acabar la escuela primaria escribí un “ensayo” sobre el cuento “La autopista del Sur”: me maravillaba que Cortázar refiriera el carácter de los personajes a través de los modelos de coche que ocupaban; y me maravillaba mucho más... haber sido yo capaz de “darme cuenta” de su procedimiento. Naturalmente, estaba convencido de ser “el único” que se había dado cuenta.

En eso me encontraba cuando una mañana, al levantarme para ir a la escuela, enciendo la radio y sólo consigo sintonizar marchas militares. Era 1966. El general Onganía había destituido, con un golpe militar, al presidente electo Arturo Illia. Yo, a los 13 años, era lector habitual del diario Clarín. Así que no me sorprendí: se hablaba mucho de un posible golpe y, como siempre ha ocurrido en Argentina, buena parte de la clase política supuestamente democrática alentaba a los militares para que tomaran el poder. Desperté a mi padre, sin saber todavía si era portador de una buena o de una mala noticia. Mi padre, medio dormido, dijo: “¡Qué cagada!” Él sabía.

Pero, como he comentado antes, en mi adolescencia no sentí en absoluto la “atmósfera enrarecida” por la dictadura. Para mí "la política" era algo que ocurría muy lejos, en la capital, y que no tenía nada que ver conmigo. Yo estaba completa, absolutamente volcado en el baloncesto, el futbolín, el billar y la lectura. Había llegado a la conclusión de que, si quería ser escritor, tenía que conocer la literatura argentina y latinoamericana. Empezaban los años del Boom. Mi amigo Néstor tenía un hermano mayor que era abogado en Buenos Aires (es uno de los innumerables desaparecidos en el Proceso). El padre de Néstor era un gran lector, y constantemente recibía libros que su hijo el abogado le enviaba desde la capital. Para mí la biblioteca de esa casa era una mina de riqueza inagotable. Me convertí en lector voraz y pésimo estudiante de bachillerato. Sábato, Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Marco Denevi, Alejo Carpentier, David Viñas... Y, en medio de todo eso, a los quince años... “la gran experiencia”: Kafka. En cierto modo, había empatado el partido con mi padre: él tenía un amigo llamado Tarzán; yo acababa de descubrir que tenía un hermano que había vivido en Praga.

Poco después, mi otro gran amigo, Luli, me trajo un libro de editorial Losada. El padre de Luli era taxista: un viajero se había olvidado ese libro en el coche. Puesto que para nadie era un secreto que yo ya “era escritor”, y era “el que leía”, Luli consideró que debía ser el destinatario natural de un libro encontrado por casualidad. Así descubrí a Sartre: La náusea. Mi intuición vocacional no parecía ir por mal camino: en París había, además de Cortázar, otro tipo que escribía sobre algo que yo “entendía”. Gracias a Sartre me enteré de que yo era “existencialista”.

JG- Cuando yo me refería a esa “atmósfera enrarecida” pensaba, más que en los golpes de estado que se sucedieron, en la proscripción del peronismo, que en la práctica se tradujo en la exclusión de amplios sectores de población, por lo que, en el mejor de los casos, cabe hablar de aquella Argentina como de una “democracia tutelada”. Ahora, al hilo de Sartre, hablemos del despertar de tu conciencia política: ¿cómo fue?

JZ- Si hablamos con propiedad, debemos decir que, desde el punto de vista político / ideológico, la atmósfera de la Argentina siempre ha estado “enrarecida”. Y cuando digo “siempre” me refiero a mucho antes, y mucho después, de la proscripción del peronismo en 1955. Decir “atmósfera enrarecida” se parece bastante a decir “irrespirable”, “tóxica”, “envenenada”. Todos sabemos que una respiración defectuosa, insuficiente... acaba produciendo siempre enfermedades graves. En el caso de un organismo vivo, como es una sociedad... está claro que si no respira la cantidad de aire limpio que necesita... no crece saludable, no se desarrolla con salud.

A mi entender, esa atmósfera enrarecida de la que hablamos es la consecuencia de una eterna inmadurez mostrada por los débiles procesos democráticos que han brotado en tierras argentinas. Recordemos que estamos refiriéndonos a un país joven, un territorio extensísimo, que en 1900 sólo tenía tres millones de habitantes. Sus orígenes están muy próximos en el tiempo, y no tienen ninguna tradición de tolerancia o de respeto por los derechos humanos.

JG- Por esa regla de tres, Jorge, países como los Estados Unidos habrían tenido los mismos problemas, o aún peores, y en cambio naciones que habrían tenido un cierto pasado común, cual es el caso de España, contarían con una vasta tradición democrática que, como bien sabes, no se corresponde con la realidad.

JZ- No soy un especialista, pero me temo que en los procesos sociales la regla de tres no siempre es aplicable... Los Estados de Unidos de América fueron colonia de un imperio muy diferente al imperio español. El tipo de colonización efectuada por la corona británica en los territorios que ahora son de EE UU no se pareció en nada a la colonización española en el Río de La Plata. Luego, el proceso de independencia también se diferenció en mucho. Es imposible concebir a los EE UU de hoy sin la presencia de los protestantes, o la presencia masiva de esclavos africanos (y de sus propietarios y traficantes). Es imposible concebirlos sin la guerra civil y, sobre todo, sin los resultados que tuvo esa guerra.

En Argentina todo fue diferente...

Cuando hablo de la carencia de una “tradición de tolerancia” en Argentina estoy hablando, grosso modo, de una historia que podríamos dividir en tres “momentos”.

Un primer y largo período colonial (desde el Descubrimiento hasta 1810), época en la que España extermina a la mayor parte de la población autóctona y extrae todas las riquezas que encuentra.

Luego el período 1810-1880, marcado por: guerras civiles entre caudillos regionales (auténticos señores feudales, antecedentes directos de los actuales gobernadores de provincia, sean Radicales, Conservadores, Peronistas o Autonomistas); establecimiento del Estado; exterminio de los indios que todavía vivían en la pampa, tarea a cargo ahora del Ejército Argentino; reparto de las tierras entre unas pocas familias.

Y finalmente el siglo XX: arribo de grandes contingentes de inmigrantes, tímido ingreso en la modernidad de las tres únicas grandes ciudades (Buenos Aires, Córdoba, Rosario); inicio de un limitado proceso de industrialización.

En cuanto a lo ideológico, el siglo XX en Argentina no se ha diferenciado del resto del mundo: en la práctica, las dos ideologías totalitarias, comunismo / estalinismo y nazi / fascismo, polarizaron el espectro.

JG- Hay muchos politólogos que discutirían eso; a mí entender, esa pulsión entre dos ideologías totalitarias tiene un eco muy débil en la Argentina, de hecho, muchos exilados políticos de la dictadura se encontraron con el inconveniente de que las organizaciones políticas en que habían militado no tenían equivalente en Europa, al contrario de lo que había ocurrido con los chilenos, muchos de los cuales contaron con el apoyo del Partido Comunista.

JZ- Seguro que cualquier politólogo podría desbaratar mis “argumentos”. Mis opiniones, me parece importante insistir, no son las de un especialista o un estudioso del tema. De ningún tema. Y nada más lejos en mí que la pretensión de “tener razón” o fijar una “verdad”. Para eso, justamente, ya están los politólogos y académicos. Yo simplemente estoy intentando “explicarme” en voz alta una realidad, y lo hago desde mi perspectiva (más dolorida que objetiva) de sobreviviente de una masacre. Dicho esto, cualquiera sabe que si algo nos caracteriza a los argentinos... es nuestro afán por parecer “diferentes” (en este caso “diferente” es sinónimo de “superiores”). Y la verdad es que, en eso, somos realmente muy buenos... Así que también en lo político / ideológico nos hemos aplicado siempre mucho en marcar esa “singularidad”. ¡Hasta el punto que nosotros mismos hemos llegado a creerlo!

JG- En cierto modo, volviendo a lo que decías de tu padre, esto no es sino otra manera de “obstaculizar el contacto con los demás y con uno mismo, con lo que uno está sintiendo”.

JZ- Es verdad... no lo había pensado... Sabes... tanto insistir sobre la diferencia no deja de ser, en última instancia, una manera de decir: «no te esfuerces... no podrás entender... lo mío es muy complejo... no se parece a nada... soy único...» Pero a mí me parece que, en última instancia, una vez “limpiado el campo”, una vez quitados los elementos anecdóticos... la realidad es bastante más simple. Por eso “resumía” antes, diciendo que a mi modesto entender, la pulsión entre las dos ideologías totalitarias que han prevalecido en el siglo XX en el mundo ha tenido un eco muy fuerte en Argentina; hasta el punto de “resolverse” de manera traumática en la década de los setenta, con consecuencias muy dolorosas para las generaciones futuras. Y ese eco ha resonado, sobre todo, en el seno mismo del Movimiento Peronista, ese “fenómeno argentino singular e irrepetible”. Como sabes, la “filosofía política” del General Perón estaba basada precisamente en la hipótesis de una “tercera posición”, teóricamente superadora de esa famosa pulsión ideológica. En la práctica, la “tercera posición” se reveló como una suerte de sopa ideológica de efectos explosivos.

JG- Siempre creí que, en la práctica, la “Tercera Posición” había surgido, o al menos se había potenciado, cuando los EE UU niegan a Perón la posibilidad de beneficiarse de los créditos europeos del Plan Marshall y, por tanto, de seguir lucrándose con el hambre de Europa; era una situación “en busca de ideología”, por así decir.

JZ- No tengo la documentación necesaria, pero juraría que el discurso teórico de Perón es anterior a todo eso. Tú estás hablando de la posguerra... No recuerdo de qué año es su libro La comunidad organizada, tendríamos que verificarlo. Yo creo que las “teorías” de Perón provienen de dos sentimientos muy fuertes: el antiamericanismo y el anticomunismo. Pero, sobre todo, de su estancia en Italia y su entusiasmo por el “fascio” musoliniano. Y eso es de los años treinta.

JG- También conocía, por cierto, la experiencia de nuestro dictador Miguel Primo de Rivera.

JZ- El sentimiento nacionalista es insoslayable, en cualquiera de las ramas o “tendencias” del movimiento peronista a lo largo de su historia. Te recuerdo que una de las consignas más gritadas en la Universidad, en los 70, era: «Ni yanquis ni marxistas: peronistas». Deberíamos reconocer que una consigna tan débil desde el punto de vista poético... no es posible que encierre grandes dosis de sabiduría política...

JG- En efecto... Pero creo que estás confundiendo al peronismo, digamos, “histórico” (con su “Edad de Oro” en los años cuarenta) con la revisión del fenómeno en los años sesenta, con nuevos actores (mucho más jóvenes y desconocedores de aquella primera etapa) y la lectura en clave revolucionaria de las ideas del general que hizo Cooke.1

JZ- No estoy muy seguro... Más vale diría que la confusión se genera cuando uno empieza a dividir, separar en porciones, analizar e interpretar al peronismo en el “laboratorio”. Mira: al peronismo todo el mundo siempre le ha puesto adjetivos, con la sana intención de hacerlo “comprensible” o la velada intención de hacerlo entrar en su propio saco ideológico. Me parece que es un buen camino para no llegar a ver la realidad. Podemos hablar de Peronismo Histórico, podemos hablar de Peronismo Sin Perón, Peronismo Auténtico, Peronismo Revolucionario... El etcétera permitiría llenar una enciclopedia.

Mi impresión, ahora, en 2003, es que en la Argentina la palabra “Peronismo” ha perdido desde hace muchísimos años cualquier connotación política o ideológica precisa y estable (suponiendo que alguna vez la tuviera, cosa que dudo).

“Peronismo” es, digamos... otra cosa. ¿Qué?

A mí me gusta pensar que ha pasado a ser un vocablo “mítico / mágico”. En realidad no “significa” nada, en el sentido literal del término. (Por eso las discusiones al respecto son interminables y la bibliografía tan profusa). Peronismo es más bien una suerte de “invocación”, como la que pueden hacer los chamanes, los brujos, etc., de la que se esperan “efectos” en el orden de lo colectivo. Resumiendo: una palabra mágica. Y, cualquiera lo sabe, una palabra se vuelve mágica cuando quienes la usan le atribuyen efectos mágicos.

Gran número de gente que está en la lucha por el poder en Argentina, desde hace sesenta años, invoca esa palabra, con el objetivo de que su resonancia en el imaginario de los ciudadanos les brinde apoyo o votos. La palabra “Peronismo”, desde los años cuarenta, viene siendo usada como “clave de identificación” por personas de todo el espectro ideológico, político y social: obreros, sindicalistas, profesionales liberales, miembros de la clase media, miembros de la oligarquía, tecnócratas, liberales, marxistas, fascistas, intelectuales de izquierda, centro y derecha... y podríamos seguir.

La prueba más inmediata de lo que digo está en la profusión de candidatos “Peronistas” que se enfrentaron en las últimas elecciones.

A mi entender, ese “recurso al mito” es lo que ha permitido actuar, auto proclamándose “peronista”, a mucha gente que ambiciona el poder, sin tomarse la molestia de elaborar programas y propuestas relacionadas con la realidad del país. Lo único importante, yo diría, ha sido “apropiarse de la palabra”, de la fórmula mágica. Y eso, naturalmente, ha causado graves daños a la ciudadanía.

Sé que a muchos mi teoría puede parecer algo “esotérica”. Pero... ¿por qué no abordar ese asunto desde el esoterismo si, en vida de Perón todavía, el poder peronista acabó estando en las manos de un brujo como López Rega...? ¿Alguien puede explicar, sin tomar en cuenta el esoterismo, cómo la señora Isabel Perón llegó a la presidencia de la Nación...?

Como ves, querido Jorge, me cuesta mucho referirme a estos asuntos desde el punto de vista académico. Yo estoy convencido de que los politólogos y los historiadores hacen un gran trabajo, pero por lo general olvidan los elementos “irracionales”. Los olvidan, como cualquier científico, porque son elementos que invalidan su propia herramienta hermenéutica. Necesariamente, un discurso desarrollado “desde la razón” tiene que desestimar todo aquello que desnuda a la razón en su condición de herramienta insuficiente.

Estoy convencido de que, en fenómenos colectivos como el peronismo, actúan con intensidad lo que Lugones llamó “las fuerzas extrañas”. Que, si quieres expresarlo en términos más científicos, es lo que Freud llamó “transferencia”.

De modo que, para volver a tu pregunta, cuando hablamos de “atmósfera política enrarecida” en la Argentina, yo creo que no podemos referirnos exclusivamente a la proscripción del peronismo a partir de 1955. Ya en la época de Rosas la atmósfera era “irrespirable” para mucha gente. Ejemplo literario: Matadero, de Esteban Echeverría. Y no hablemos de lo “irrespirable” que fue para los indios la atmósfera vivida durante la llamada Campaña del Desierto (que, evidentemente, no estaba tan desierto como su nombre pretende). Y, si nos atenemos al fundacional Martín Fierro, la atmósfera era irrespirable para el “gaucho bueno”. Y podríamos mencionar la Semana Trágica... La década del treinta... Es decir... siempre...

Más próximos en la historia, no olvidemos que, para un gran sector de la población argentina, el “período peronista” (1945-1955) representó también una época “irrespirable”: hubo exilio, hubo miedo, hubo represalias, hubo corrupción y se incubó mucho odio. Si, porque no nos gusta una realidad tan “matizada”, la ignoramos y planteamos ese (o cualquier otro) período de la historia como una época idílica... corremos el riesgo de no entender incluso mucho de lo que ocurre ahora, más de medio siglo más tarde. Me permito hablar en estos términos porque yo, pese a tener una buena información al respecto... luego, en mi juventud, he sido “a mi manera” peronista. De modo que conozco perfectamente el tipo de pirueta psíquica que conduce a ese tipo de “negación”, de discriminación. Y conozco, desde la experiencia, claro, los efectos.

Los ejemplos de lo que estoy diciendo son numerosos, sin necesidad de llegar al paradigmático y caricatural caso de un Borges relegado a inspector de mercado de aves y huevos, o al Julio Cortázar que escribe el cuento “Casa tomada”, y se marcha a Europa en 1951, huyendo de la “atmósfera irrespirable” de la Universidad Nacional de Cuyo, donde trabajaba. Muchos ciudadanos anónimos, muchas personas de talante tolerante, con convicciones democráticas y francamente progresistas vivieron, en ese “período peronista”, dominados por un miedo más que justificado. Te lo aseguro: no sólo los “gorilas” tuvieron miedo. Y no todos los que temían el retorno de Perón, después, eran necesariamente “gorilas”.

JG- En efecto, cabe recordar, por ejemplo, que anarquistas y socialistas salieron muy mal parados con el peronismo, pero, por lo que yo sé, en cuanto a “Casa tomada”, el propio Cortázar desmintió siempre esa lectura de un cuento que, según decía, le había venido en sueños.

JZ- Sí, yo también conozco esa “explicación onírica” de Cortázar, que además me parece tanto o más genial incluso que el propio cuento al que nos referimos. Podríamos admitir que Cortázar haya soñado “Casa tomada”. ¿Soñó, también, su novela El examen...? De todos modos, no haremos ninguna revelación diciendo que Cortázar fue profundamente antiperonista... y no añadiremos nada nuevo a su biografía si decimos que las posiciones políticas de Cortázar... variaron mucho a lo largo de los años, aunque nunca tanto... como para llegar a simpatizar con el peronismo. ¡Y mira que a los jóvenes cortazarianos peronistas, que éramos legión en los setenta, eso nos hubiera hecho muy felices!

Creo que lo justo, al respecto, sería que entrevistador y entrevistado visitaran juntos la tumba de Cortázar en París. Dejaríamos sobre su tumba un papelito con la pregunta acerca de “Casa tomada”... (mucha gente deja mensajes sobre la tumba de Cortázar, y no por admiración a sus ideas políticas, desde luego)... y esperaríamos, con todo el tiempo por delante, lo que Cortázar nos diera por respuesta desde el eterno presente en el que se encuentra ahora.

JG- ¿Dónde hay que inscribirse para hacer ese viaje? ¿Los formularios están en glíglico?

JZ- Tratándose de Cortázar, tú lo sabes muy bien, lo difícil es “evitar” el viaje. Con él, siempre hay viaje. Así que... lo haremos. Tarde o temprano... lo haremos.

Sea como sea, y mucho más allá de los borrosos orígenes del cuento “Casa tomada”, lo que en el fondo me interesa decir es que estaría bien hacer un esfuerzo por no transformar la historia de Argentina (y ninguna otra historia) en un relato de buenos y malos, con papeles nítidos y fijos. Funciona en los malos tebeos, pero la realidad es siempre compleja y matizada. Se ha venido aplicando demasiado, y con resultados nefastos, ese tipo de lectura que podríamos denominar “maniqueísta / infantiloide”. Es una manera de ver las cosas que, desde una perspectiva exclusivamente literaria, sólo “resuelve” los conflictos con la eliminación del “malo”. O sea: me pongo en el papel del bueno y elimino al otro. Lo estamos viendo cada día, en la práctica, gracias a los guionistas de la Casa Blanca y del Pentágono (fuente de inspiración de los guionistas de La Moncloa). La luz no se da sin la sombra, y viceversa. Plantear que en Argentina (o en cualquier otro agrupamiento humano) hubo un período en el que sólo brilló la luz... es diseñar un pasado de fantasía. No creo que pueda servir para relacionarse sanamente con la realidad presente.

Confieso que me siento un poco incómodo hablando, argumentando, intentando entender algo desde “lo político”. Compruebo que, con el paso de los años, he perdido completamente la práctica. Poco a poco, he dejado de creer en el discurso político como herramienta de comprensión de la realidad. Me ha dejado de interesar lo que subyace siempre en la política: la lucha por el poder. Esa lucha, realmente, no es para nada la mía. Me parece que forma parte del “ruido ambiente”, y que muchas veces sirve de excusa o de coartada para que se manifieste la pereza del individuo ante la necesidad de transformarse y desarrollarse como tal. Cual si fuera más fácil culpar de todo al ordenamiento social que cuestionarse acerca de las propias responsabilidades...

Enrique Bonet- Puesto que estamos hablando del “principio”, y de tu infancia y adolescencia, me gustaría saber qué influencia tuvieron en tu vida los orígenes judíos de tu familia, que tanto pesan en El silencio de Malka.

JZ- Bueno... eso implica remontarnos a... “antes del principio”, dado que, como tú bien acabas de decir, he nacido en una familia judía. O sea que yo ya era judío... antes de nacer. El judaísmo no llegó a mí a una cierta edad, sino que yo llegué al judaísmo. Por lo tanto, creo que no podemos hablar realmente de “influencia”. La influencia, me parece, se ejerce siempre sobre algo que tiene determinadas características y que, por efecto de esa influencia, se modifica. Pero yo, como digo, nunca fui nada antes de ser judío.

En cambio, de lo que sí podemos hablar, si piensas que puede ser de algún interés para los lectores, es de ciertas características mías que considero derivadas no ya de mi “condición de judío” (esa “condición” a mi juicio no significa nada si se la aplica a más de un individuo por vez), sino de la forma que el judaísmo ha adoptado en mi familia y en mí.

1 El lector interesado puede encontrar más información en la ejemplar monografía de Daniel James Resistencia e Integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976 o, de forma mucho más amena, en el libro de Tomás Eloy Martínez La novela de Perón.


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[ © 2003 Jorge García, para Tebeosfera 031019 ]