EB- Sí. Y sobre todo, de cómo eso aparece reflejado
en tu trabajo de escritor.
JZ-
Por supuesto. Mi aclaración anterior viene al caso
porque hace ya varios años, aprovechando una reunión familiar, me
tomé el trabajo de realizar una pequeña encuesta. Uno a uno, le fui
preguntando a mis parientes qué era para ellos ser judío. No hubo
dos respuestas que coincidieran.
Esto, en cierto modo, ya empieza a responder a tu pregunta: el tema
de la “identidad” está en muchos de mis trabajos. Pero estaremos de
acuerdo en que ese tema no es una exclusividad de los autores
judíos...
Entonces, como decía, sin duda lo que ha incidido mucho en mí ha
sido el modo en que mi familia ha vivido su judaísmo. Lo más
“característico” de ese tipo de judaísmo es que... excluía por
completo cualquier instancia religiosa o espiritual. Y no es que en
mi casa “Dios no existiera”. Es que “el tema” no existía. Alguna
vez, según recuerdo, ante nuestras insistentes preguntas al
respecto, mi padre se declaró “socialista y ateo”; más para cerrar
la charla que para explicar nada. Mi madre dijo que nunca se había
hecho ese tipo de preguntas... “No sabe no contesta”. Mi abuelo
materno, el único que conocí, iba todas las tardes a la sinagoga: un
hábito, a mis ojos de niño, completamente críptico, incomprensible.
Las fiestas judías (Pascua, Día del Perdón, Año Nuevo Judío) eran
una buena cosa para nosotros, porque faltábamos a la escuela. Nos
endomingaban y nos enviaban a jugar al patio de la sinagoga, con la
excusa de “saludar a los abuelos”. El “guardián del templo” acababa
por echarnos a patadas porque hacíamos un ruido infernal.
Mi
padre, “socialista y ateo”, sólo iba a la sinagoga una vez al año,
media hora, en Iom Kipur, el Día del Perdón. Se ponía traje y
sombrero y presenciaba el “kadish”, la plegaria por los muertos. Era
la única “concesión” que hacía, en memoria de su padre muerto.
Creo que todos estos datos pueden transmitirte, Enrique, una idea
acerca de la “escala de valores” que en ese orden de cosas he
recibido... Algunos de mis amigos católicos iban a misa, no todos.
Algunos iban a catecismo... Nunca entendí de qué se trataba. Otros
eran “alemanes del Volga”, es decir rusos de muy antiguo origen
alemán. Eran familias, en su mayoría, protestantes. ¿Qué significaba
eso para el niño o adolescente que yo era...? Nada de nada. En aquel
contexto, todo lo que sabíamos era que judíos y cristianos... no
éramos “iguales”. La “diferencia”, además, se hacía evidente en la
escuela, cuando íbamos a mear. Por supuesto, la realidad cotidiana
estaba plagada de prejuicios, pero no de carácter religioso. Hoy se
diría... “prejuicios étnicos”. Culturales.
Muchos de nosotros, los judíos, tras cumplir con nuestras
obligaciones escolares, asistíamos además todos los días a clase en
la escuela idish. Algunos de mis amigos judíos no iban, o iban sólo
de vez en cuando. Pero mi padre, en eso, era inflexible: por allí,
por esa escuela idish y laica, pasaba realmente, para él, la
tradición judía. Insisto: era una tradición secular. Y es que su
padre, un hombre muy culto y politizado, militante activo del
radicalismo irigoyenista, había sido uno de los primeros
maestros argentinos en lograr la doble titulación docente: en
castellano y en idish. De modo que nosotros íbamos cada tarde tres o
cuatro horas a la escuela idish, sobre todo a jugar. Los viernes se
hacía un “cabalat shabat”, una pequeña fiesta para recibir el “shabat”.
Se encendían velas y se recitaba: «baruj atá adonai eloeinu...» Nos
teníamos que poner una “kipá” en la cabeza, nunca supimos la razón,
y repetíamos la plegaria sin entender una sola palabra... Año tras
año, los maestros nos iban relatando, en castellano (porque no
entendíamos nada cuando nos hablaban en idish)... el Antiguo
Testamento. ¡Pero la asignatura se llamaba “Historia del Pueblo
Judío”! Otra vez: de “religión”, ni una palabra. O sea que la
cosmogonía judía nos era transmitida como Historia, “desde la
Razón”, no desde la Fe. Ya te puedes imaginar el tipo de formación
que uno puede recibir con ese método, y la idea que un niño puede
llegar a hacerse de la realidad... cuando te cuentan que provienes
de un antiquísimo encadenamiento de guerras, milagros, éxodos,
mensajes del cielo... y que todo eso es “Historia”... y que todo eso
“está escrito en un libro”.
Podríamos decir, entonces, que provengo de una familia judía
argentina bastante “representativa”. Al abandonar el “shtetl”
(pequeña aldea) de Europa del Este y emigrar a la Argentina (en
1900), esa gente empieza a “entrar lentamente en la Modernidad” y a
secularizarse. Les ocurrió lo mismo que les había ocurrido a otros
judíos alemanes, rusos, rumanos, húngaros, checos, polacos...
algunos años antes. El ingreso en la Ilustración, en la “religión de
la Razón”, puso en crisis sus valores más profundos. Hubo
continuidad en muchas tradiciones (comidas, fiestas, etc.) pero fue
total la ruptura con la tradición religiosa.
Dado que el hombre tiene, debido a su conciencia de la condición de
mortal, lo que podríamos llamar una necesidad, una “pulsión de
trascendencia”, esos individuos que ya no profesaban fe en el Dios
de sus abuelos... tuvieron que buscar otras respuestas para las
preguntas fundamentales, y otras vías de trascendencia. Es lo que
explica, a mi entender, la presencia de tantos judíos en los
movimientos revolucionarios de corte marxista, en las ciencias, en
las bellas artes, etc. A mí me gusta pensar que es de ahí, de esa
crisis, de ese “vacío espiritual”, que vienen tantos pintores y
músicos y escritores de vanguardia, y Freud, y Einstein... Y también
el movimiento político moderno llamado sionismo, de corte
nacionalista, que tiene sus orígenes en la misma época y en personas
que no destacaban por su fervor religioso...
La
literatura de Isaac Bashevis Singer es, me parece, la que mejor
aborda y plasma esta problemática del judío de Europa del Este y su
entrada en la Ilustración y en la Modernidad. Su “dilema” ante lo
religioso y lo secular. También la escritura de Joseph Roth gira
muchas veces en torno a lo mismo. De otra manera, si se quiere más
“abstracta”, también la obra de Kafka trata de lo mismo o, tal vez
es mejor decir: surge de lo mismo.
En
cualquier caso, lo cierto es que, aunque yo no me “diera cuenta” en
ese momento, para mí la literatura fue desde el principio percibida
como el “lugar de trascendencia”. Fue lo que venía a ocupar el vacío
dejado por la religión ausente. Fue lo percibido como “dador de
sentido”. Ya lo he dicho antes con otras palabras, al hablar de lo
recibido en las narraciones paternas: un lugar de integración. Hay
una frase de Kafka, con la cual yo me he sentido muy identificado a
lo largo de muchos años: “Escribir como quien reza”. Es decir:
escribir como quien practica un acto ritual, mediante el cual
establecer contacto con una profunda instancia espiritual. El deseo
de escribir sería, en ese contexto, buscar la articulación de un
diálogo íntimo con lo universal. Y, puesto que esa instancia
espiritual es “escurridiza” y tiene por característica fundamental
el no dejarse atrapar por “la forma”, ese deseo de escribir llevaría
implícito el reconocimiento de la “imposibilidad escrituraria”.
“Escribir como quien reza” equivaldría a ir, todavía mediante la
palabra, al encuentro del silencio, de lo impronunciable... Toda la
obra de Samuel Beckett, pienso, podría ser leída desde esta
perspectiva. Y también la obra de Edmond Jabès, y de tantos otros...
Entonces, Enrique, para resumir la respuesta a tu pregunta: yo creo
que en todo lo que escribo aparece mi “condición de judío”. Es
decir: del judío que soy yo: un individuo que se ha criado en la
carencia de un camino espiritual nítido y bien señalizado; un
individuo al que no le ha sido dado caminar por la senda de la Fe de
sus antepasados, sino por una de las aceras sustitutas que le ha
ofrecido la Modernidad. Si observamos con atención, veremos que la
mayoría de mis historias son perfectamente legibles. La forma es
“transparente”. Y, sin embargo, al mismo tiempo “el sentido” jamás
es evidente ni unívoco. En mis libros Mertov e Informes
para Mertov todo esto está bastante claro.
JG-
En Mertov puede leerse: «Escribir es construir, con palabras,
un silencio inexpugnable. Escribir es ocultar, no decir. [...]
escribo para no decir nada. Por más que lean y relean mis palabras,
y cuántas más veces las lean, menos sabrán de mí. Todo consiste,
simplemente, en escribir un texto».
JZ-
Todo, en ese
libro, es un esfuerzo por, pese a todo, hacer literatura desde una
escritura que se sospecha “imposible”. En El silencio de Malka
nombrado por Enrique encontramos en “la anécdota” a mi familia judía
llegando a la Argentina, desde el imperio del Zar, a principios del
siglo XX. Esa anécdota sirve de vehículo, de soporte a la
preocupación por el choque de dos tradiciones espirituales (la
criolla y la judía) que deben convivir en un mismo territorio, en un
mismo espacio físico que es la Pampa. Y, dominándolo todo,
encontramos una profunda “nostalgia” por la Fe que se apaga, que se
pierde, de generación en generación.
Como seguramente recuerdas, en ese cómic un “personaje” de la
Biblia, el profeta Elías, se le presenta al tío de Malka,
identificándose con su nombre bíblico; cumple su función
tradicional: le transmite un mensaje de Dios (el que, en la
tradición judía, no se puede nombrar). Pero el mensaje, fabricar un
Golem, es perfectamente herético visto desde la ortodoxia judía.
Años después, cuando Malka se ha convertido en pintora y vive en
Buenos Aires (la gran ciudad moderna) el profeta Elías se le aparece
frente al Teatro Colón, templo de las artes. Pero ahora sólo se
identifica como “un viejo amigo de tu tío”. Al día siguiente el
profeta Elías vuelve a aparecer ante los ojos de Malka, en un bar,
ya completamente banal, bajo el aspecto de noble ruso exilado que
trabaja de lustrabotas...
¿Dónde estábamos...?
JG- En el principio.
JZ-
Entonces volvamos... Como he dicho, mi meta desde
siempre era ser “escritor en París”. Pero... ¿de qué comía, en
aquella época, un escritor? No de la literatura, claro. ¡Si hasta
Cortázar trabajaba como traductor en la UNESCO!
Yo
era un chico de 16 años, que cursaba el último año del bachillerato,
ignoraba cualquier lengua fuera del castellano, y ni siquiera sabía
dactilografía. Muchos escritores vivían del periodismo, y me pareció
una vía posible. Un pariente me dijo que tenía buenos contactos con
el entonces director del diario EL DIA, de La Plata, por
entonces el más importante de los periódicos del interior del país.
Me asaltó una convicción muy fuerte, de esas que sólo se amasan en
la pasta de la ingenuidad: sería periodista de ese diario.
De
modo que, al día siguiente de acabar el bachillerato, me marché a La
Plata. Tenía 17 años. El “enchufe” en el diario funcionó. Comencé a
trabajar y, al mismo tiempo, a cursar los estudios de periodismo.
Estamos hablando de 1971-72.
JG-
¿En qué consistía tu trabajo en el diario? ¿Te encargabas de alguna
sección en especial o hacías de todo un poco? ¿Y qué hay de tu labor
en la radio?
JZ-
Mi primer trabajo fue aprender. Para eso, Lagomarsino,
un redactor jefe, me tomó bajo su tutela: él recortaba noticias de
muchos diarios del interior de la provincia, y me las pasaba. Yo
tenía que volver a redactar las noticias, y titularlas, como si
fuera un corresponsal que enviaba la información desde ciudades como
Tres Arroyos, Arrecifes, Tandil... en las que jamás había puesto un
pie. Era, de hecho, puro trabajo de “la forma”. La realidad de las
noticias se mezclaba, ya, desde el primer día, con la ficción de mi
presencia en el lugar de los hechos...
Poco a poco me empezaron a enviar a la calle, cuando ocurría algo de
escasa importancia y no había un redactor disponible. Yo recogía
datos, escribía un informe y se lo entregaba al redactor jefe. Al
día siguiente, nada más llegar a la redacción, abría ansioso el
periódico y buscaba “mi noticia”. Comparaba lo que había salido con
lo que yo había escrito en el informe. Cuando encontraba una frase o
una palabra “mías”... sentía gran orgullo y felicidad. Muchas veces
“mi noticia” ni siquiera aparecía publicada, “por falta de espacio”.
Hasta que un día uno de los jefes consideró que mis “informes” ya se
parecían bastante a artículos publicables, y me convirtieron en
redactor. Ese mismo jefe fue quien una tarde me dijo: «Te voy a
prestar una novela, escrita por un amigo mío que vive en París. Es
el escritor argentino contemporáneo más importante». Pensé en
Cortázar, claro. Al día siguiente me trajo un ejemplar de
Cicatrices, de Juan José Saer. La obra de Saer fue un gran
impacto para mí. Sobre todo porque hablaba de la ciudad de Santa Fe,
de un lugar del río Paraná llamado Rincón Hondo, donde un tío mío
tenía una casita... Yo, de niño, había conocido bastante bien ese
paisaje. ¡Y el tipo vivía en París!
Volviendo al periódico... me convertí en redactor de “páginas
especiales”. Eran aproximadamente lo que ahora se llaman “publireportajes”.
Auténtica mierda, con la que se rellenaban espacios en torno a
anuncios de publicidad. Recuerdo haber escrito sobre calles o
barrios de la ciudad, tras haber entrevistado a ferreteros,
panaderos, amas de casa... o inventarme entrevistas con panaderos,
ferreteros... Ese período de mi formación fue muy importante para
mí, porque descubrí la escritura en cuanto oficio. Hacer frases,
allí en el diario, perdía toda connotación artística o egocéntrica.
Era algo así como una artesanía, con la cual se podía ganar un
salario. O sea que desde que terminé el colegio secundario, para mí
el escribir estuvo vinculado a lo nutricio, a lo profesional.
Supongo que esa misma actitud respecto de la escritura es la que,
con el tiempo, me ha permitido ser guionista de cómics.
Al
año de estar allí aprendiendo el oficio, quedó vacante la sección de
“Información Sindical”, y me tocó asumirla. Era a mediados del año
1972, fines de un gobierno militar, época de gran agitación social y
política. Yo todavía no había cumplido 20 años. Me vi metido en unas
“movidas” que... Recibí un gran impacto cuando tuve que cubrir, para
el periódico, todo lo relacionado con una huelga del sector de la
construcción, rica en movilizaciones y cargas policiales. Fueron
varias semanas de seguimiento. Al final, el periodista termina
siendo conocido por los abogados de ambas partes, por los
huelguistas, por los jefes sindicales “leales”, por los jefes
sindicales “traidores”, por los espías de la policía... Una tarde,
un dirigente de no sé qué sector viene a la redacción a traerme un
comunicado. Cuando abre la gran cartera negra... veo que allí dentro
sólo hay una hoja, con el comunicado, y un revolver reluciente... La
prosa del comunicado no brillaba, ni resultaba tan elocuente como el
38 largo...
También en el periódico era época de reivindicaciones laborales.
Intentamos organizar un sindicato y... a finales de 1973 me
despidieron, por “incompatibilidad ideológica”. Yo era tan ingenuo,
tenía tanto orgullo, y confiaba tanto en la “justicia final”, que ni
siquiera pasé a cobrar la indemnización por los tres años de
trabajo. Para mí la “justicia final” era cosa de pasado mañana,
cuando tomáramos el poder...
Pocos días después entré a trabajar en la redacción de informativos
de Radio Eva Perón, la radio de la Universidad Nacional de La Plata.
La Universidad estaba, en esos momentos, dirigida por el ala
izquierda de la izquierda peronista (es un eufemismo, claro, para
nombrar a la organización Montoneros). Yo me sentía incapaz de
militar orgánicamente en nada. Supongo que los “compañeros” me
consideraban como un “intelectual simpatizante”
JG-
Me permito sugerirte el término “compañero de viaje”.
JZ-
No, no, se rechaza la moción del compañero
entrevistador (así hablábamos en las asambleas): “compañero de
viaje” tiene una connotación “comunista” y nosotros éramos muy
cuidadosos en esto del lenguaje. No lo olvides: «ni yanquis ni
marxistas». Todo lo que sonara a “bolche” nos producía urticarias.
La palabra más adecuada sería... “colaborador”, que no tiene ningún
contacto con el collabo francés en la época de la ocupación
nazi de Francia. “Colaborador”, en el contexto argentino de la
época, era alguien que “participaba” pero sin integrarse en una
estructura orgánica.
A
la semana de estar en la radio me ofrecen realizar un programa de
tres horas, los domingos por la mañana. Por mi origen pueblerino
había escuchado mucho la radio desde la infancia; era, de niño y
adolescente, un gran fan de Hugo Guerrero Martinheiz y su Show
del minuto, emisión diaria que duraba seis horas. Pero nunca
había entrado en un estudio de radio...
Así, tan ignorante como caradura... hice mi primer programa, “El
domingo y los hechos”, donde abordaba los temas importantes de la
semana con entrevistas y música. Se ve que rápidamente le perdí el
miedo al micrófono, porque quince o veinte días después llegué a la
conclusión de que, por las tardes, nuestra emisora estaba
completamente “desaprovechada”. Se limitaban a pasar discos.
Hablé, no recuerdo ahora si con el director o con el “comisario
político” que daba órdenes al director... y le expliqué mi proyecto:
era necesario hacer una emisión tipo magazine, de 15 a 18
[horas]. El título, hay que reconocerlo, no era muy original, pero
fue aceptado: “Toda la tarde”.
La
única “condición” que puse fue que se me permitiera elegir y emitir
la música que a mí me gustaba. Puede parecer banal, pero no lo era
en ese momento: las autoridades peronistas de la Universidad habían
decidido que en esa radio sólo se podía emitir música “nacional y
popular”. Eso, hablando en criollo, significaba tango y folklore
argentino.
A
mí, naturalmente, aquello me parecía desde cualquier punto de
vista... una burrada, un atentado a la inteligencia. Para
manifestarlo públicamente, ponía mucho Sinatra, Ornella Vanoni,
Vinicius de Moraes... Como guinda, se me ocurrió crear un
microespacio: todas las tardes, en mi programa, después del boletín
horario de las 17 horas, en Radio Eva Perón se escuchaban dos temas
de los Beatles. Naturalmente, gané mucha audiencia. Algún
“compañero” me dijo que yo hacía una radio goebbelsiana.
La
emisión, en la que hacía lectura comparada de periódicos y
entrevistas de todo tipo, tuvo bastante éxito. Duró... algunos
meses, hasta que el gobierno peronista de Isabel Perón intervino la
Universidad, cerró la radio y nos puso a todos en la calle. Para
entonces, época de los escuadrones de la muerte que actuaban,
protegidos por el gobierno peronista, bajo la denominación Triple A
(Acción Anticomunista Argentina), la organización peronista
Montoneros ya había declarado públicamente la guerra al gobierno. Y
no era una metáfora.
Tú
me preguntas sobre el despertar de mi “conciencia política”. Creo
que, como ya he dicho, en mi caso no es del todo justo hablar en
tales términos. Diría más bien que yo era un “rebelde sin causa”, y
que los movimientos políticos de esos inicios de la década de los
setenta (protagonizados por gente joven e ilusionada; «imberbes
retardatarios» nos llamó Perón en la Plaza de Mayo) brindaron un
“formato”, una “causa” y un canal de expresión a mi “malestar en la
cultura”.
El
estrecho contacto con periodistas diez o quince años mayores que yo
(muy politizados, algunos muy... alcoholizados, pero todos grandes
lectores y en varios casos “escritores más o menos frustrados”) tuvo
gran influencia en mi vida.
La
verdad es que a mí la filosofía política, la política práctica, y
los libros que se refieren a ella, siempre me han aburrido
terriblemente. Si nunca he sido marxista, sin duda se ha debido a
razones estrictamente literarias: la prosa de los tratados sobre
materialismo histórico me parecía intragable. Además, por mi
carácter escasamente gregario y nada proclive a la “acción”, me
sentía incapaz de “militar” de manera orgánica en un partido. Estaba
más cerca de ser una especie de “francotirador intelectual”, con
gran simpatía por la izquierda peronista. Sin embargo, “lo político”
parecía colarse en la vida de uno por todos los poros de la
realidad... Yo tenía la impresión de que a todo el mundo le ocurría
lo mismo. Me llevó mucho tiempo comprobar que no era así, y que
mucha gente de mi generación, tal vez la mayoría, desarrollaba
existencias dominadas por “discursos” muy diferentes: el rock, los
estudios universitarios, el humilde trabajo diario para ganar un
salario, el deseo de fundar una familia...
En
la escuela de periodismo sólo duré tres meses. Veía que mis
compañeros de clase estaban dispuesto a pasar cinco años en las
aulas, con la ilusión de llegar, un día, a trabajar en lo que yo ya
estaba trabajando, en un diario, gracias al “enchufe”. Así que me
dediqué a ir al cine, aprovechando que en el diario me regalaban
entradas, y a leer lo que me iban pasando mis colegas mayores.
Uno
de ellos, Amílcar Moretti, había ganado, con un cuento, un concurso
de narrativa breve en la ciudad de Bahía Blanca; el premio había
sido un jugoso cheque destinado a la compra de libros. Su biblioteca
era extraordinaria. No sólo la abrió a mi curiosidad, sino que
además me fue guiando en la lectura. Fue así como conocí, por
ejemplo, mucho de literatura italiana: Vittorini, Pavese, Fenoglio...
y la literatura norteamericana: Fitzgerald, Saul Bellow, Truman
Capote, Philip Roth, Bernard Malamud, Faulkner, Hemingway, Carson
McCullers, o toda la “novela negra”: Chandler, David Goodis, Hammett...
También Jorge Money, poeta, escritor y gran periodista (que luego
pasó a La Opinión, donde lo asesinó la Triple A...)
JG-
Ah, sí, creo haber leído su nombre en el libro La Opinión
amordazada.
JZ-
...sí, claro, fue una de las primeras víctimas.
Estaba escribiendo una serie de artículos sobre contratos petroleros
cuando lo mataron... Jorge había conocido personalmente a Marechal y
a mucha otra gente importante para la literatura argentina. Me
prestó muchos libros... me “apadrinaba” en la redacción, me corregía
los textos, me invitaba a pescar en el río...
Fueron, los del diario y posteriores, varios años de ávida lectura,
y nunca un libro quedó sin comentar o ser objeto de debate. En esas
charlas, toda obra leída remitía a otra que convenía leer... De
manera que, poco a poco, la Literatura empezó a adoptar, ante mis
ojos, la estructura de un paisaje “comprensible”, en el cual era
factible establecer afinidades, itinerarios, tradiciones... Moretti
(gran especialista y crítico de cine, por cierto) y Money supieron
mostrarme que la lectura no sólo consistía en penetrar los sentidos
de un texto o viajar hacia otra realidad; era, también y sobre todo,
un instrumento extraordinario para observar, “leer” y articular los
efectos que ese texto producía en nosotros, lectores. En otras
palabras, la literatura como vía para la reflexión y el intercambio,
y no un simple modo de pasar el rato. Todo lo contrario a lo que
hemos descrito antes y llamado “adicción”. La lectura puede ser un
puente extraordinario de “encuentro con el otro”. Seguramente por
eso ahora, tantos años después, me duelen los ojos cuando veo que
los medios (¡y muchos editores!) promueven la lectura como una
actividad para los momentos de ocio.
Como bien has señalado, esta etapa de formación (como lector y como
escritor de prosa periodística) convivió con los debates, públicos o
íntimos, acerca del “compromiso” del intelectual. En mi caso, esa
disyuntiva teórica se resolvió a favor del “compromiso limitado”.
Digamos que, sin llegar a integrarme orgánicamente en un partido,
fui arrastrado por esa energía que, bien mirada, no era
estrictamente o sólo “política”. El fenómeno, visto con la
perspectiva del tiempo, tuvo mucho de “generacional”, de “juvenil”,
en el mejor y el peor sentido del término: fue algo confuso,
gregario, veloz, pasional, romántico, violento... Se mezclaban
muchas cosas: el deseo de “cambiar el mundo”, el deseo de compartir
ideales, “la náusea”, la ambición de poder...
Según recuerdo, escribía muy poco en aquella época. Algún cuento
corto. En todo caso, no he guardado nada. Tengo la sensación de que
el compromiso social, para mí, llevaba implícito el “sacrificio” de
la tarea literaria. Lo más probable es que, en mi caso, ese
compromiso sólo fuera una excusa que me había inventado para evitar
confrontarme a la dificultad de la escritura literaria...
Como sabemos, ese período de la historia argentina reciente degeneró
muy rápido en matanza. Una dictadura militar agonizó matando en el
1972-73, con los fusilamientos de presos en Trelew; el regreso de
Perón a la Argentina fue un baño de sangre en los alrededores del
aeropuerto de Ezeiza; la muerte de Perón abrió una radicalización
aún mayor, con la actuación de varias organizaciones guerrilleras y
de diferentes escuadrones de la muerte financiados desde el Estado;
el golpe militar de Videla se dedicó a aplicar la “solución final” a
través de los crímenes que todos conocemos.
En
ese fuego cruzado, a mí me tocó la “suerte” del exilio. Suerte, en
el sentido de buena estrella que me permitió sobrevivir. Y suerte,
también, en el sentido taurino del término, ya que el exilio es toro
bravo que deja no pocas heridas por desgarro.
JG-
Llegamos a la dictadura, y ahí me gustaría ser muy delicado; no
quiero herirte ni tocar punto sensible alguno. Si no quieres hablar
de ello, lo comprenderé perfectamente y pasaremos a tu llegada a
España, a propósito, supongo que cuando llegaste, como otros tantos
exilados, sólo te concedieron el permiso turista y tenías que salir
del país cada tres meses para renovarlo.
JZ-
Bueno, en alguna medida... ya estamos hablando de la
dictadura... ¿no? Porque, para mí, la dictadura empezó bastante
antes del golpe militar. Lamentablemente, no tuve la “clarividencia”
para detectar, en ese momento, lo que ahora parece obvio: la
necesidad de partir, de dejar el país cuanto antes.
En
el momento en que cerraron la radio (no recuerdo si fue en el año
1974 ó 1975, pero se puede confirmar) yo ya no tenía nada más que
hacer en Argentina. Y, sin embargo, permanecí hasta 1977, supongo
que paralizado por los efectos de la “derrota político /
existencial” y el horror que se desplegaba a mi alrededor.
JG-
A tu llegada a España, supongo, lo más imperioso debió ser
resolverte la vida; según el censo que elaboró Silvina Jensen, la
mayoría de los exilados de la primera ola
erais gente con una cierta formación, en muchos casos
universitaria, que tuvisteis que trabajar en lo que surgiera. En tu
caso, has comentado que comenzaste a escribir libros por encargo
¿Cómo entraste en contacto con la editorial Bruguera? ¿Cuáles fueron
las directrices de aquel trabajo? ¿Cómo vivías la realidad española
de la Transición? Al margen del trabajo de encargo, ¿escribías otras
cosas más satisfactorias para ti mismo?
JZ-
Sí, lo más imperioso era “resolver la vida”; era
necesario conseguir papeles de identidad, trabajo... Pero, al menos
en mi caso, “resolver la vida” no era tanto un problema de orden
económico o legal, aunque también. A los 23, 24 años... para mí lo
imperioso era volver a encontrar un “sentido” a la existencia.
Estaba, como dirían los franceses, “desbrujulado”. La carencia de
dinero, o de un documento de identidad en regla, representaba algo
casi... “anecdótico”. Lo realmente grave era no encontrar razones ni
fuerzas para vivir...
Como otras veces, ante la crisis existencial profunda... volvió a
brillar en mi interior una pequeña luz, una ilusión: el deseo, el
sueño de ser escritor. No sé si es posible explicar eso... Supongo
que mi cabeza se puso a buscar razones para vivir... apretó la tecla
de rewind y... viajó hacia los orígenes de la situación que
estaba viviendo. Parecía claro: todo había empezado con mi partida
de Basavilbaso a La Plata, para ser escritor. En La Plata, con el
periodismo y la política... lo de la escritura quedó medio olvidado.
Después del golpe militar de 1976, llegó el momento en que, en La
Plata, yo ya no podía vivir; pero, seguramente a causa del pánico y
la confusión, tampoco atinaba a huir. Ahí apareció, de la mano de mi
amiga Mariángeles Fernández, una antigua compañera de la escuela de
periodismo que es para mí como una hermana, un libro de Henry Miller:
El coloso de Marussi. No sé si es la mejor obra de Miller;
seguramente no. Pero, para mí, en esas circunstancias, ese libro fue
una sacudida. Fue como una inyección de vitalidad aplicada
directamente en la vena. Me mostró que había mucho por ver y por
hacer. Me dio el empujón que necesitaba para emprender la huida, que
como todo el mundo sabe... es un gran acto de vitalidad. Camino de
España repasé ese encadenamiento de hechos y... me dije que, tal
vez, si volviera a escribir algo... La literatura, aunque sólo fuera
como ilusión, volvió a erigirse en la única cosa a la que yo podía
ser realmente fiel.
JG-
En cierto modo, a ti, como a Sherezade, la literatura también te
salvó la vida.
JZ-
Se podría decir,
sí. Me instalé en Sitges, con el dinero que mi padre había obtenido
al vender mi coche, decidido a “escribir algo” y demostrarme a mí
mismo que todavía había razones para seguir adelante. Tenía para
varios meses de vida muy austera. Era invierno, así que o caminaba
por el paseo marítimo de Sitges o me encerraba en la biblioteca del
pueblo, un lugar con buena calefacción gratuita y muchos libros. En
ese tiempo escribí un cuento. Bueno... en realidad fueron dos.
Uno muy breve, dos folios, porque esa era la extensión máxima que
admitían las bases de un concurso de “cuentos cortos cortos” que
organizaba la revista Estafeta literaria. Envié ese cuento,
titulado “¿?”, en el que sólo se oía la voz de un torturador
argentino, interrogando a un preso político hasta matarlo.
JG- Ahora que lo mencionas, y para el caso de David
Viñas, él escribió un cuento en el que el ritmo lo marcan las hojas
de una agenda de la que van “desapareciendo” las direcciones y
números de teléfonos de sus amigos.
JZ-
No lo he leído,
pero es muy oportuno mencionarlo. Los sobrevivientes estábamos muy
obsesionados con esos temas... Se ha hablado mucho de “la culpa del
sobreviviente” (respecto a los muertos) y “la culpa del exilado”
(respecto a los presos). Te aseguro que es algo muy real, que se
llega a experimentar incluso físicamente. Hay una antigua pregunta
(ya la encontramos en la Biblia) que se hace carne cada día en quien
sobrevive a la masacre como consecuencia de lo que es vivido como un
milagro: ¿porqué yo...? La vida, para el que sobrevive, se vuelve
completamente “inexplicable”. ¿Cuáles han sido los oscuros
itinerarios del azar que me mantienen aún con vida...? Si en tiempos
normales la vida ya es difícil de entender... en esos trances del
destino... el despertar por la mañana, la propia respiración... se
vuelven testimonios de lo profundamente incomprensible.
En mi sentir de entonces, el lenguaje argentino había
sido “envenenado”, “podrido” por su uso en la tortura. Yo sentía
que, como escritor, escribir en mi lengua sobre algo que no fuera la
tortura... implicaba una blasfemia y una traición a las víctimas.
Así que escribí ese cuento, como si se tratara de realizar un
ritual. Una “amputación ritual”, debería decir, porque para mí se
trataba de, con ese cuento, enterrar para siempre la lengua
argentina. A partir de ese momento, si quería seguir escribiendo, lo
que me quedaba era inventarme un nuevo lenguaje y, con él, un nuevo
paisaje, un nuevo universo narrativo. Con la lengua, claro, también
estaba enterrando la memoria...
Dada mi condición de sin papeles, firmé ese cuento
con pseudónimo: J. Izeta, mis iniciales. No había más premio que la
publicación, pero me emocionó mucho, meses después, verlo publicado
en las páginas de la revista. Sobre todo por la compañía en que se
encontraba mi cuentito: un texto de Antonio Di Benedetto, y otro de
Onetti, que también habían participado del concurso. ¿Te imaginas lo
que eso podía significar para mí, para el jovencito que yo era...?
Al recordarlo... todavía me emociono.
JG- Claro que lo imagino ¡Qué envidia! Ahora, con
respecto a lo que dices de “enterrar la memoria”, he creído percibir
que, muchos años después, la fuiste reconstruyendo en su dimensión
colectiva desde el terreno de la historieta. Ahí quedan obras como
El Silencio de Malka o “El sueño de Buenos Aires”, que considero
uno de tus trabajos más memorables.
JZ- “El sueño de Buenos Aires”... son apenas ocho
páginas de cómic, pero... Los amigos de la Semana Negra,
Ángel de la Calle, Paco Ignacio Taibo II... habían pedido distintas
colaboraciones bajo el título genérico El lado oscuro. Fue en
1999. Pero los años transcurridos no modificaban nada: para mí, en
mi historia personal, ‘el lado oscuro’ seguía (y sigue y seguirá
siendo) la desaparición de personas en Argentina. Hablé con Rubén
Pellejero, mi socio desde siempre en la realización de cómics,
perfectamente convencido de que él haría suyo mi texto y sabría
darle la forma gráfica adecuada. Por cierto: tú acabas de mencionar
dos trabajos míos, en los que “reconstruyo mi memoria”, y resulta
que ambos están dibujados por Rubén, alguien nacido en Cataluña y
que nunca ha pisado la Argentina... Y, además, estamos hablando de
dos de los mejores trabajos de Rubén en su ya larga carrera de
dibujante... A mí esta “coincidencia” me resulta, ahora que la veo,
muy significativa.
JG- Supongo que la empatía y la compasión son
sentimientos universales. Partiendo de ahí, yo diría que un catalán
es tan apto para hacer ese trabajo como cualquier argentino. Además,
creo que es otra manera de escapar a esa idea de “singularidad” de
la que hemos hablado antes: el creer que sólo otro argentino podría
ser capaz de aprehender esa realidad.
JZ-
Sí, el corazón no
tiene pasaporte. Pero a lo que me estaba refiriendo, o mejor dicho
en lo que estaba pensando, es en la manera de trabajar de Rubén. En
cómo aborda los temas que le propone el guionista. Yo, si tuviera
que definirlo de algún modo, diría que se trata de un abordaje
“poético”. Cualquiera sea el argumento, siempre lo remite a su
propia sensibilidad, por un lado, para apropiarse de la narración; y
por otro lado lo remite a su constante diálogo con la forma, con la
solución plástica. Hay muy pocos narradores, en general, y
poquísimos narradores en el universo del cómic, en particular, que
trabajen así. Es todo lo contrario a un tratamiento “mecánico”, en
el que la forma, la manera de dibujar, el estilo, precede al
argumento.
Perdón por esta digresión, surgida en medio de una
frase... Vuelvo, pues, a lo de la memoria.
Por ese “entierro” que he mencionado, el trabajo de
“reconstrucción de la memoria” ha sido y es, para mí, muy difícil.
He hecho o estoy haciendo todavía esa reconstrucción de manera muy
limitada, muy tímida... En realidad, y aunque no se note porque está
muy “disfrazado”, creo que donde más he conseguido abordar ese
trabajo de la memoria es en Replay, la trilogía que hice con
el dibujante francés David Sala.
David me pidió una historia «en la que un personaje
viaja todo el tiempo por los EE UU y vive en hoteles». Yo nunca he
estado en los EE UU, así que aproveché su pedido para ocuparme de
algo que “necesitaba” abordar desde lo literario: mi amigo Luli.
Mi amigo Luli, el mismo que en la adolescencia me
había regalado La náusea de Sartre, murió a los 22 años, en
el asalto a un cuartel del ejército que realizó la organización
Montoneros en la provincia de Formosa. Luli era un hombre de acción,
y un jugador. En muchas cosas fue el modelo del personaje Don Walden,
de Replay.
En el año 1990 ó 1991, no recuerdo muy bien, pasé
cuatro meses en la Toscana en compañía de quien era entonces mi
compañera, Anne-Marie. Desde hacía mucho tiempo yo sentía la
necesidad de “hacer algo” sobre Luli, y decidí aprovechar esa
estancia en un pueblo tranquilo de Italia para escribir un libro.
Esa necesidad se me presentaba bajo la forma de un sueño recurrente:
en mis sueños, a lo largo de unos quince años, Luli siempre me
sorprendía, porque aparecía con vida. En mis sueños, Luli me daba
cada vez una explicación diferente acerca de cómo se había salvado
de la muerte. El sueño nunca era exactamente el mismo. Las
circunstancias cambiaban, pero siempre llegaba un momento en el que
Luli me explicaba: sólo lo habían herido... en realidad el muerto no
había sido él, lo habían confundido con otra persona... Digamos que
yo, dormido, en sueños, siempre encontraba la manera de salvarlo.
Una vez, incluso, soñé que me encontraba con Luli y
otros amigos de infancia en la puerta del bar que frecuentábamos
siempre en el pueblo, en Basavilbaso. Allí, con una copa en la mano,
nos dedicábamos a intercambiar sueños: cada uno contaba cómo soñaba
a los otros. Yo, de manera disimulada, hice un breve “aparte” con
Luli, para hablarle a solas. Le dije: «No puedo contar públicamente
cómo te sueño; no puedo decir que te sueño vivo. Si los milicos se
enteraran... iríamos presos. Vos... porque los milicos te mataron y
no van a permitir que revivas; yo... porque los milicos te mataron y
me he permitido revivirte.»
Así que, como te decía, en Italia me puse a escribir
sobre Luli. En realidad, lo que hice fue recuperar momentos que
habíamos vivido juntos. En la primera de esas escenas éramos muy
pequeños, todavía no habíamos empezado la escuela. La última escena
era un encuentro breve y fortuito en 1974, en un tren de cercanías,
al salir del estadio de River Plate después de un partido espantoso
bajo la lluvia, en el que River había perdido 4 a 1.
El libro nunca encontró su tono, ni su forma
literaria. Se quedó en una simple recopilación de anécdotas, unidas
por el “hilo conductor” de nuestro vínculo. Esa escritura me había
permitido verificar que en realidad, entre los 5 y los 21 años...
siempre habíamos protagonizado la misma escena. Éramos dos
personajes muy “coherentes” en nuestra complementariedad. Nuestro
contacto se producía siempre desde roles muy fijos y nítidos.
De modo que, tiempo después, cuando David Sala me
pidió una historia... yo vi allí la posibilidad de dar, a una parte
de esos recuerdos, un tono y una forma literarios. Yo no era gordo,
como el Chuby de Replay, pero sí coincidía con él en mi papel
de espectador, de “ideólogo cobardica” que soñaba y hablaba más que
actuaba. Hay una escena en Replay, donde Don dirige a un
grupo de estudiantes en el asalto al edificio del colegio para
copiar las preguntas de los exámenes. En la vida ocurrió tal cual lo
cuento allí. La “operación” fue ideada y dirigida por Luli,
desesperado por las malas notas que arrastraba. Como en el caso de
Don con Chuby, también a mí Luli me mantuvo completamente al margen
de la operación, por considerarme (justamente) inapropiado para ese
tipo de gestas; y también a mí me dio después, como a Chuby, las
preguntas de los exámenes. Así salvé un año de colegio que ya tenía
casi perdido culpa del billar y del futbolín. En Replay hay,
lógicamente, mucha “literatura”, pero el origen está en algo muy
autobiográfico: el tipo de vínculo que me unía a uno de mis dos
mejores amigos de infancia.
En cuanto a lo que hablábamos de encontrar, en el
nuevo país, una salida “práctica” o económica... ¿qué te puedo
decir...? Yo llegaba a España “quemado” del periodismo, y no quería
intentar nada en esa dirección. En realidad, no quería intentar nada
en dirección alguna, pero el dinero del coche no era ilimitado... Yo
había dejado, en casa de mis padres, restos de lo que había sido mi
apartamento de La Plata: nevera, lavarropas... Según mis cálculos,
en esa época mi padre debe haber vendido mi nevera unas... doce o
quince veces. Cada tanto, alguien que llegaba de Argentina me traía
dinero diciendo: «Lo envía tu padre... dice que ha vendido la
nevera...»
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