La ciudad y el artista
En noviembre
de 1982, el impulso del Instituto de Estudios Altoaragoneses y del
alcalde derechista José Antonio Llanas Almudébar propiciaba la
inauguración en Huesca de una gran exposición en torno a la obra del
artista. Este acontecimiento, a pesar de todo mal digerido por el tan
residual como recalcitrante franquismo provinciano de la época, tuvo
como escenario el desaparecido Museo del Altoaragón, ubicado
precisamente en el lugar donde había estado la cárcel en la que
encerraron a Ramón y Conchita en 1936. La muestra buscaba, de acuerdo
con las intenciones de Katia y Sol enunciadas en aquella ocasión, «la
recuperación de la obra de un artista oscense de una talla muy
considerable», además del «reconocimiento de actitudes y compromisos de
todos aquellos que, como Acín, fueron objeto de persecución y
ensañamiento por sus ideas y compromisos libertarios, antifascistas y
democráticos». «Yo creo –dice ahora Katia– que aquello fue un
aldabonazo. Se reconcilió la ciudad con su artista. Llanas, el alcalde,
cumplió un papel importante que yo agradecí, a él le interesaba la
figura de Acín hasta el punto de que llegó a comprar una obra, un cuadro
de Alquézar que encontró en una subasta en Madrid. En cuanto a la
recuperación, todavía no se ha logrado del todo. El renacimiento
que tiene que llegar confío que se alcance ahora, con esta exposición
que se inaugura por estos días y que prepara Concha Lomba».
«Durante
mucho tiempo –Katia, que por un momento ha quedado ensimismada, imprime
un giro a nuestra conversación– mi padre ha estado oculto, muy oculto.
No podía haber estado más... Cuando empezó la guerra yo era una niña,
pero una niña muy lista y debía ser muy guapa además, a mi padre le
preguntaban por ello si había algún judío en la familia... me di cuenta
de todo, de cuándo vinieron, de cómo los bajaron por la escalera y se
los llevaron, la policía saqueando la casa. Todo lo recuerdo. Asistí a
todo esto en la planta de abajo, en casa de mi tía Enriqueta, la hermana
de mi padre con quien se adoraban, y que había muerto un mes antes;
desde allí vi cómo se llevaban libros en coches, algunos de los cuales
escondían los policías debajo de los asientos para quedárselos. ¿Cómo
pude aguantar? No lo sé. Si te dicen lo que vas a pasar, dirías que es
imposible. Pero no me volví loca... Nadie me vio llorar tampoco. Mi
hermana hablaba mucho con
mis primas que eran bastante mayores, mientras que yo, cuando quería
llorar me encerraba en el sótano. Además tuve una especie de orgullo de
lo que había pasado. Me sentía orgullosa de las circunstancias,
orgullosa de la muerte de mis padres. No me consideré en ningún momento
agraviada, ni injuriada por ser hija de rojos, como decían. El concepto
que tenía de mis padres entonces es el que sigo teniendo ahora.»
«Los buenos vecinos de
Huesca»
«Huesca era Granada»,
sentenció certeramente el historiador Carlos Forcadell estableciendo un
paralelismo entre dos grandes personajes –y buenos amigos– abatidos por
la saña nacionalista, Lorca y Acín. Ambos, intelectuales comprometidos,
fueron sacados de sus improvisados refugios para morir ante un pelotón
de fusilamiento. En los dos casos, además, la cobarde delación jugó un
papel sustantivo.
En la
madrugada del 18 de julio de 1936 y tras una reunión en el Gobierno
Civil de Huesca en la que se decidió no entregar armas a la población
oscense y la llegada de muchos puntos de la provincia que pretendía
parar el golpe militar y defender la legalidad republicana, Ramón Acín
se escondió en su casa. En la amplia casona de la calle Las Cortes había
un habitáculo en un rincón, en el que Conchita se arreglaba, allí
colocaron una aparatosa consola que impedía apreciar el habitáculo y
Acín permanecía oculto. Falangistas y policías fueron en varias
ocasiones en busca del peligroso anarquista, pero no lograron hallarlo.
Sin embargo, un vecino policía –Katia prefiere no repetir su nombre
porque le hace daño el solo recuerdo– supo de algún modo que Ramón Acín
se encontraba en la casa y el 4 de agosto el policía Gómez, conocido
represor y enemigo de disolventes republicanos, se presentó en la
vivienda dispuesto a todo. Apaleó a Conchita Monrás hasta
que sus gritos de dolor sacaron a su compañero del escondite. Los dos
fueron detenidos y bajados por la escalera a empujones y coléricas
voces. Katia y Sol contemplaban horrorizadas la detención en el umbral
del piso de abajo.
Mientras
Ramón y Conchita eran introducidos en el coche policial, un grupo de
vecinos y curiosos aplaudían la acción represora. Un grupo en el que es
posible que hubiera alguno de los que el 14 de abril de 1931, tras
proclamarse la República fueron en manifestación a vitorear a Conchita y
sus hijas, quienes hubieron de salir al balcón a saludar a la
muchedumbre en ausencia de Ramón, todavía en el exilio parisino por su
participación en los sucesos de diciembre del año anterior en Jaca. Se
trataba, con seguridad, de «los terribles vecinos españoles» a los que
se refirió Max Aub en La gallina ciega, «aquellos que denunciaron
a troche y moche», los innominados aún hoy «buenos vecinos de Huesca».
El 6 de
agosto Ramón Acín caía fusilado en las tapias del cementerio de la
ciudad a la que tanto había querido. Él solo frente a un pelotón en el
que había conocidos falangistas voluntarios. El día 23 moría Conchita
junto a casi un centenar de republicanos por el grave delito de ser la
esposa, la compañera de Acín. «No pudimos ver a mi madre en la cárcel en
todo este tiempo. Sabemos que estuvo en condiciones penosas y que lo
pasó muy mal. Se despidió de nosotras a través de una reclusa que sólo
muchos años después nos lo pudo trasmitir. Recuerdo que cuando llevaban
a los detenidos camino del cementerio había gente aplaudiendo en los
balcones de las casas más importantes del entorno de la cárcel, no se me
olvidan sus caras... Era todo tan horroroso que con Sol apenas
hablábamos de ello, había una especie de pudor, una necesidad de
silencio para no aumentar el dolor de una ni de otra. Nos guardábamos la
amargura sin decir una palabra. Daba la impresión de que éramos muy
parecidas, pero en realidad no era así, éramos distintas: ella tenía más
relación y confianza con alguna amiga que conmigo, no queríamos
dañarnos». Katia y Sol quedaron al cuidado de su tío Santos Acín y a
principios del año 37 se trasladaron a Jaca donde cursaron estudios
reglados por primera vez en su vida: Ramón nunca las llevó a la escuela.
«Mi madre me tomaba la lección de geografía mientras peinaba mis largas
trenzas», refiere Katia, «mi padre, exigente y estricto con el dibujo me
hacía repetir una y otra vez los bocetos de unas manos que nunca
quedaban como a él le gustaba». A Sol la iniciaban sus padres en el
dominio del violín. Tanto Ramón como, sobre todo Conchita, tocaban el
piano en aquella casa donde la cultura, el arte, el amor por la belleza
en cualesquiera de sus manifestaciones constituía una gozosa militancia
y un placer compartido
a raudales.
«Nunca pensó que
ocurriría...»
La vivienda
de la calle Las Cortes fue en buena medida saqueada. Montones de papeles
con dibujos,
textos manuscritos de Acín
se quemaron en el mismo salón en el que habían reído, jugado
y aprendido Katia y Sol. Ardieron en una casa convertida ya en una
evocación de la tragedia, un desolado lugar
por el que en tiempos felices y esperanzados habían pasado personajes
como el capitán Fermín Galán, Rafael Sánchez Ventura, padrino de Sol y
gran amigo de la familia, el humorista Romá Bonet i Sintes, conocido
como «Bon», Ramón Gómez de la Serna, quien dejó dedicados dos libros de
cuentos ilustrados, El gorro de Andrés y El marquesito en el
circo... Allí había ejercido su magisterio «nada combativo
–puntualiza Katia– aunque sí muy ideologizado» el querido y respetado
profesor de dibujo Ramón Acín, el capitalista de Buñuel para su
documental sobre las Hurdes.
«Tenía muy buena
relación con Luis Duch, de Jaca. Recuerdo cuando se refería a la
sublevación y también cuando nombraban al general Lasheras a quien le
habían pegado un tiro en el culo. Fermín Galán era muy cariñoso con
nosotras, su hermano Paco también y su madre, que venía todos los años
para el aniversario de los fusilamientos y se iba con mi madre a la
Catedral donde encargaban misas... Con los Sender, que vivían muy cerca
de casa también tuvimos mucha cercanía y amistad, en especial con
Carmen, y Asunción que nos dio clase, con Amparito, casada con mi tío
Joaquín, y desde luego Manuel, alcalde de Huesca... Con Pepe [Ramón José
Sender] no se me olvida una agria y acaloradísima discusión política en
Saqués, donde veraneábamos, aunque no se llegaron a enemistar... Mi
padre era un gran conversador y conferenciante, un hombre muy bondadoso.
En cierta ocasión Sol me trasmitió una revelación que le hizo en Madrid
Rafael Sánchez Ventura, en torno a un atentado que habían planeado los
anarquistas para acabar con la vida de Franco siendo director de la
Academia en Zaragoza, y que se paralizó por la intervención de Ramón. Es
posible que mi padre intuyera algo en relación con la guerra, pero en
realidad nunca pensó que ocurriría... y desde luego no con la virulencia
que adquirió la represión. En casa estaba escondido también desde el
primer momento su amigo Juan Arnalda, quien escapó el día anterior a la
detención. Mi padre podría haber hecho lo mismo y sin embargo...».
Katia Acín, que nunca
ha militado en organización política alguna, se casó joven y por
paradójico que pueda parecer, con un militar de carrera. «Mi marido,
cuando la guerra, estaba preparando oposiciones a registros, era
abogado. Se tuvo que alistar y fue alférez de complemento, luego
teniente y, al finalizar la guerra, capitán. Tenía que vivir de algo, y
si hubiera tenido la oportunidad de seguir con los registros hubiera
abandonado el ejército. Nos conocimos en Huesca, nos enamoramos, aunque
a mí no me gustaba que fuera militar y por esto le hice sufrir mucho.
Tampoco a los militares les gustaba la idea de que se relacionara
conmigo, ni a su familia que era muy de derechas, pero él era un hombre
muy inteligente, extraordinario, comprensivo, culto... dio un giro total
a lo largo de nuestra vida. Finalmente hizo oposiciones a secretario de
Ayuntamiento y abandonó la carrera militar. Los años que viví con él
fueron los años que se mitigaron mis recuerdos. Murió en 1977.».
Licenciada en Historia
(Universidad de Zaragoza, 1944), no lo ha tenido fácil tampoco en su
carrera profesional una «hija de rojos» que quiso ejercer como profesora
de instituto. En sus avatares laborales en pleno franquismo hubo de
enfrentar a menudo el estigma determinado por la procedencia ideológica
familiar. Una vez jubilada, Katia se decidió a estudiar Bellas Artes,
cumpliendo los dictados de una vocación en cierta medida oculta a lo
largo de su vida. «Yo sé que tenía condiciones, cierta facilidad y mi
padre, que me enseñó a dibujar, estaba muy satisfecho de mí y me veía
con aptitudes. He heredado su gesto, no hay ningún mérito por mi
parte...». Se ha especializado en pintura y también en grabados
(Universidad de Barcelona, 1993), habiendo expuesto con éxito en
relevantes galerías; cuenta con obra en la Biblioteca Nacional, en el
Ayuntamiento de Zaragoza o en el Museo de Arte de Coburgo (Alemania).
Katia confiesa que le gustaría exponer en Huesca, quizá de nuevo, como
hace poco más de un año en la sala barbastrense de la UNED, en
familia, mostrando su obra junto a la de su padre. «Soy humilde, sé
que no puedo compararme con mi padre, son dos ámbitos diferentes. Lo que
yo hago, en cualquier caso es también un homenaje a mi padre». En las
salas de la UNED entre las pinturas de Ramón y los grabados de Katia se
colgó una enorme fotografía del artista oscense, una imagen que buscaba
con franqueza y bonhomía inequívocas los ojos del visitante que al punto
quedaba seducido. Katia le habló a aquel rostro de «mirada profunda,
intensa y comunicadora», señala en tono de honda y emocionada
admiración, para decirle que le hubiera gustado tener «más fuerza» para
haber sabido sacar adelante ella sola la obra de su padre: «ayudo todo
lo que puedo a los que lo intentan, pero yo, por mí misma, me considero
incapaz, es demasiado dura esta tarea». «Me comunicaba con mi padre a
través de esa imagen, de ese enorme retrato y lo sentía muy próximo. Le
decía que siempre he estado muy orgullosa de ellos, de los dos, que vi
nuestra casa, esa casa grande y misteriosa profanada, que tuve que
aprender a callar pero que ningún acontecimiento influyó en mí para
cambiarme. Le decía que no tuviera temor, que había sido coherente con
lo que ellos me habían enseñado». El magisterio supremo de la dignidad. |