Ramón Acín Aquilué,
pintor y humorista gráfico, fue fusilado por las tropas rebeldes de
Franco en Huesca al inicio de la guerra civil española. En su labor
como dibujante de humor, destacó en variadas publicaciones como
Don Pepito,
L’Esquella de la
Torratxa, El Heraldo de Aragón
o La Ira,
semanario de Barcelona del cual fue cofundador y autor desde 1913.
Han sido varios los
oscenses que han querido recuperar su recuerdo, que es la memoria de
los represaliados todos, y de esos esfuerzos surgieron exposiciones
como la de Ramón Acín, 1888-1936, en el Museo del Altoaragón,
en 1988, o estudios como el de Miguel Bandrés Nivela: La obra
artigráfica de Ramón Acín, 1911-1936 (Instituto de Estudios
Altoaragoneses: Estudios aragoneses, 15. Huesca, 1987) o el de Sonya
Torres i Planels, de 1998: Ramón Acín, 1888-1936. Una estética
anarquista y de vanguardia (Virus: Virus Memoria, 7. Barcelona).
Semiocultos en las
bibliotecas clandestinas habían sobrevivido trabajos como el de
Felipe Alaiz: Vida y muerte de Ramón Acín (Oficinas de
Propaganda C.N.T.-F.A.I., Comité Regional de CataluÑa, Barcelona,
s.f. –presumiblemente de 1937-), de apenas treinta páginas y que
llevó cubierta e ilustraciones interiores de Gallo. Y,
recientemente, en el ámbito local, su memoria estaba siendo
rescatada con conocimiento y cariño por los editores de la revista
de cultura oscense Trébede, que también ha sido “fusilada” en
2003. Cayó precisamente con un número monográfico sobre Acín.
Ahora, el editor de
esa publicación tristemente fenecida, Víctor Pardo Lancina,
incansable buceador de la cultura popular y del legado de los
artistas progresistas de Huesca, nos ha cedido un texto construido
sobre la base de la memoria arrasada por el disgusto de Katia Acín,
hija de Ramón. Consideramos este texto de gran valor documental
porque sirve para rememorar parte de los horrores de la represión
franquista, que alcanzaron incluso a grabadores, artistas y
dibujantes de humor. |
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«De tan humilde que
era –dice el poeta exiliado, salmantino y andaluz, ultraísta Pedro
Garfias– nos humillaba a todos».
Habla, naturalmente,
de Ramón Acín, artista vital, pedagogo, anarquista, escritor que fustigó
a los inicuos y arremetió contra la arrogante clericanalla; gran amigo
de sus amigos que dejaba de par en par abierta la puerta de su casa que
era ágora y museo... el humilde Ramón Acín, asesinado por sus vecinos de
Huesca –también Conchita, su compañera inseparable–, el hombre de manos
limpias y gran corazón que siempre estuvo presente en su ciudad aunque
nunca una calle llevó su nombre, ni una placa advierte la casa donde
nació. El parque de Huesca, al que acudía con sus alumnos para pintar la
primavera de abril o el aleteo de un pájaro, ha sido el reducto de su
memoria a través de un monumento sencillo y revelador, infantil al
tiempo que obra de extraordinaria madurez e inteligencia: Las
Pajaritas, o Pajaricas, como él gustaba decir.
Inexplicablemente no fue destruido durante el cerco de Huesca ni tampoco
en la posguerra prolongada sin piedad durante tantos años. Los
vencedores nunca consideraron el poderoso arraigo que este sencillo
juego papirofléxico iba a establecer entre un nombre, Ramón Acín, y el
hecho mismo de su asesinato en las tapias del cementerio. La callada
presencia del arte a través de esta feliz evocación de la infancia, ha
traspasado con tesón irreductible muchos inviernos en beneficio de la
memoria y también de una necesaria reparación histórica que quiebre el
silencio.
Pero ha
tenido que pasar tiempo, demasiado tiempo, para comenzar a recuperar en
su verdadera dimensión al artista y su legado. «Ramón Acín todavía está
renaciendo», me dice su hija Katia desparramando la mirada por las
paredes de su casa en la Calle del Parque, donde la presencia del
pintor, dibujante, escultor, coleccionista... se revela en plenitud
creadora. Katia, en realidad llamada Ana María, Teresa de Jesús, Katia y
Titania Acín Monrás –Titania era un nombre apreciado por Acín, por ser
el de la reina en la obra de Shakespeare Un sueño de la noche de San
Juan, más conocida por El sueño de una noche de verano–,
Katia, decimos, a punto de cumplir ochenta años, evoca la figura de sus
padres y de su desaparecida hermana Sol, con la que afrontó una
traumática orfandad cuando todavía no había cumplido trece años y la
pequeña de las dos hermanas apenas contaba con once. «Éste era uno de
sus objetos preferidos», señala, y descuelga un fraile capuchino de
desvaídos tonos tallado en madera, como los que acompañan el calendario
perpetuo o indican con engañosa precisión el tiempo venidero. Así era el
buen Ramón Acín, anticlerical, pero no desdeñoso con curas humildes y
frailongos, amigo de chamarileros, perseguidor de mil objetos que
coleccionaba aun a riesgo de desbaratar a menudo la economía familiar.
Katia ha
conocido el florecer social y político que trajo la República, el
desgarro y la aspereza del franquismo, la cada vez más cuestionada
transición, esta democracia hija de mil contradicciones... «Hemos pasado
épocas terribles –reflexiona con serenidad y aplomo–, la sociedad, es
cierto, ha mejorado, pero lo que mi padre pretendía, lo que en su
idealismo buscaba, los planteamientos de aquellos jóvenes
revolucionarios e idealistas no se han conseguido ni se pueden
conseguir. No soy pesimista, a pesar de todo, al contrario, me siento
irremediablemente optimista. Tampoco busco el agravio, he procurado
luchar contra los malos sentimientos, aunque tanto mi hermana como yo
podíamos haber sido rencorosas, vengativas, contra gente de Huesca que
se portó muy mal con nosotras. Hemos convivido con toda esta gente sin
resquemor... Con todo, hoy, la gran idea frustrada de todas las que
animaron el ideario de mi padre es la de la educación. El arte, por
ejemplo, no está al alcance de todos, ni su conocimiento ni su disfrute.
También vemos cómo se ahondan las desigualdades sociales contra las que
mi padre luchó tanto, ricos y pobres, cultos e incultos, las diferencias
parecen insalvables. Mi padre era tan generoso, tan idealista, tan
desprendido que es muy difícil seguirle hoy, tratar de alcanzarle».
Ramón Acín, cabe decir en este punto, nunca vendió su obra, la regalaba
graciosamente a sus muchos amigos.
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