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 MAUS, PALESTINA, LA GUERRA DE LAS TRINCHERAS


Artículo por Juan Antonio Alcudia Pérez

 

[ Página de Maus, obra comentada en este artículo, donde se ponen de manifiesto las características de la obra: crónica familiar del holocausto, narrada por el padre del personaje protagonista, que a su vez es un trasunto caricaturizado del autor, Spiegelman. Haga clic si desea ampliar. En las imágenes que aderezan el texto vemos a Spiegelman reflexionando sobre su tarea creativa y una página de Tardi de la obra que se comenta. ]


En torno a Maus

Pocas obras han hecho tanto daño al cómic como Maus. Si calculásemos el peso de este título en el medio, nos veríamos obligados a recurrir tanto a criterios que circunscriben el fenómeno artístico como a la candidez de sus bienintencionados delfines. Aquellos que se han acomodado en el goce estético sin trabas del cómic han aprendido a convivir con un arte denostado. Por encima de ellos, están los que en su diálogo no osan pedirle a una plancha aquello que nunca le exigirían a un verso o a una partitura. Para los últimos es una cuestión de ósmosis. La disputa es larga y desagradecida y nosotros no tenemos el ánimo ni la capacidad para solventarla de un plumazo. No nos interesa cuestionar la necesidad de un arte comprometido o de un realismo social, ni tampoco la viabilidad de un proyecto como ese más allá de las ideologías. Nosotros nos quedamos en este lado del abismo y legamos las cuestiones metafísicas a los cineastas de filmoteca. Como grandes metódicos que somos, que no metodistas, procederemos en fila y de la mano como en tiempos de la construcción de nuestra gloriosa muralla.

El premio Pulitzer es la carta de presentación de Maus que nos roba los corazones de antemano. Nosotros ofrecemos la réplica con Sandman, mal que nos pese y a riesgo de que las carcajadas desencajen más de una mandíbula, y el mejor Otomo de Pesadillas (Domu para los pusilánimes que puedan ofenderse). Parece que el cómic se revaloriza entre los propios lectores cuando consigue asomar la cabeza por el selecto mundo de la alta cultura, identificada aquí con la literatura. No sólo no hemos sido capaces de liberarnos de nuestro complejo de inferioridad (pensamos que en esto tuvo buena culpa la producción europea de los setenta, tan cara a nosotros), sino que parece que una oscura obsesión con aspiraciones intelectuales nos empuja a desplazar al cómic hacia un ámbito que no le corresponde. El cómic debe evitar cualquier recorrido paralelo al de la literatura por la simple razón de que no puede comparase con ella; porque una producción de treinta siglos la respalda; porque la palabra ha sido y es el refugio y la coraza de la sabiduría, y el libro el instrumento educador por excelencia desde la edad moderna; porque ha sido la gran oferta del ocio hasta el siglo pasado; porque el debate sobre alta cultura y cultura popular que la postmodernidad ha abierto la ha sumido en la esquizofrenia; y porque, en fin, tiene una bala alojada en el estómago. El cómic es un medio popular, bastardo y promiscuo como todo hijo digno de los tiempos que lo vieron nacer, y como tal hemos de aceptarlo y amarlo. Su insignificancia le permite evadirse con mayor facilidad de la maquinaria represiva y, en este sentido, sus límites los fija nuestra condición. Distinto, y lamentable a la vez, es que en su propio seno haya quien se obnubile por una equiparación que nosotros rechazamos, y que lo haga mediante la adopción de una filosofía y unos procedimientos que no sólo devalúan el cómic sino que ignoran su esencia. Esos son la otra trinchera.

El segundo escollo en el camino hacia una mirada sin prejuicios es la solemnidad. Definimos solemnidad como la elección de un tema, que no tratamiento, adulto; adúltero, según nuestra ladina opinión. Un acercamiento a la guerra a través de la viñeta es motivo de orgullo para todos aquellos que piden disculpas por la banalidad del cómic. La exaltación es más sentida si la obra es interpretada como un testimonio antibélico del mayor chantaje emocional de nuestra historia reciente: el holocausto judío.1 “Mirad, aquí tenéis un cómic que trata un tema adulto con seriedad y que no tiene nada que envidiarle a un buen libro. ¡Leedlo, por favor! ¡No soy un tío raro!” Como si la gente saliera a la calle con Proust debajo del brazo.

Un último velo nos separa de la desnudez. Empresa ardua sin duda es lidiar con el sentimentalismo porque sabemos que el nuestro es un combate perdido de antemano. Cuando alguien argumenta que Maus es la gran obra que se pretende porque se le hace un nudo en la garganta cada vez que ve a esos pobres ratoncitos hacinados en los campos de concentración, no nos queda otra opción que decir aquello de “apaga y vámonos” y hacer mutis por el foro. Las cuestiones de fe son inefables. Los sentimientos desarman el raciocinio; por eso no vamos a combatir el sentimentalismo. No nos queda más remedio que admitir que a nosotros también se nos hizo un nudo en la garganta cuando vimos Titanic en el Gran Teatro de Pekín.

Las cualidades enumeradas hasta ahora carecen de validez como criterios estéticos. No son más que valores añadidos que orbitan alrededor del núcleo de cuestiones esenciales para reconocer y entender el arte. «El centro de este núcleo es una palpitación que fluye dentro de un bucle infinito. Justo aquí, podemos reconocer este proceso simbiótico mediante el cual la potencia y el acto se alimentan mutuamente y aseguran de este modo la supervivencia del arte. Las leyes que rigen este microcosmos son la autofagia y la reversión, y sus consecuencias se expanden como un sol en el vacío. Este núcleo es el anhelo de nuestro conocimiento, y sólo cuando lo hayamos interiorizado estaremos en las condiciones adecuadas para establecer un diálogo lúcido con la obra, un diálogo que nos permita elevarnos desde el código intransferible de un lenguaje concreto hacia la abstracción última que lo inspira.»2

Pensamos que Maus es un buen cómic y eso ya es mucho; sin embargo, no reconocemos en él la obra maestra que todo el mundo aclama. Los que justifican su valor alegando su dimensión de ficción histórica tienen muy poco que ofrecer desde que Adolf cayó en nuestras manos, conscientes como somos de que la relación entre ambas es tangencial, y de que la comparación en este caso no sólo es odiosa, sino innecesaria y propia de oportunistas.

La gran virtud de Maus es también su talón de Aquiles. El autor reconstruye el holocausto a través de los recuerdos de su padre; eso es lo que parece en principio. Una relectura más serena nos induce a pensar que el tema central de Maus no es el holocausto sino la historia de los padres de Spiegelman. Dos líneas temporales bien diferenciadas encauzan la narración: la del pasado, que parece vertebrar el relato a través recuerdos del padre; y la del presente, que nos muestra el estado de la relación paterno filial. Si nos decantamos por la primera como eje de la obra, tendremos que afrontar el problema de incoherencia que plantea el juego a dos bandas propuesto por el texto: el horror de los campos de concentración reducido a una fábula de gatos y ratones con todas las deficiencias en términos dramáticos y de verosimilitud que esto supone. Si reducimos Maus a un testimonio, que se apoya por completo en el texto y que, por tanto, es perfectamente traducible a otros lenguajes sin que el contenido se resienta un ápice, no sólo pasamos por alto la especificidad semiótica del cómic, repetimos, intransferible, sino que la despojamos de la mayoría de sus valores artísticos. Si así fuera, la literatura sería la opción más correcta. Por el contrario, si entendemos que la ambigüedad, tan necesaria para el arte, reside en el espíritu de la fábula que proponen las máscaras, convendremos que este recurso visual pone el contrapunto perfecto a la dureza del relato.

El capítulo de la entrevista con motivo del Pulitzer apunta en esta dirección. Spiegelman da una reveladora vuelta de tuerca en el juego de cajas chinas que está proponiendo desde el principio. El recurso de la fábula evidencia una reflexión sobre los códigos y las posibilidades expresivas del medio que ha capacitado al autor para manipularlos de una forma absolutamente consciente y lúcida. La entrevista nos dice a gritos que el texto es una reflexión, no ya sólo sobre el lenguaje que le ha dado vida, sino también sobre los efectos de una recepción mediatizada; y es este último plano de ficción, que frisa con el de la realidad, junto con el que narra el proceso de elaboración de la obra, el que se interna en el territorio del metalenguaje.

Dejando de lado estas consideraciones, queremos reincidir en la cuestión temática. Insistimos: el eje argumental de Maus, siempre que esto no se tome por una afirmación categórica y excluyente, no es el holocausto, sino la historia de su familia y, concretamente, la relación entre Spiegelman y su padre. Spiegelman escribe sobre Spiegelman. Esta estructura, que apuesta por una relación inversamente proporcional, es la mayor virtud del texto pero también su peor enemigo, ya que, de entenderse así, los motivos que lo hacen merecedor del Pulitzer3 y, en consecuencia, de su recepción mediática, quedan pulverizados. Tres razones no excluyentes se nos ocurren para justificar la elección del holocausto como materia narrativa en este caso: porque la filantropía del autor así se lo pedía; porque era una forma de conocer el pasado de su familia y de entender el carácter de su padre a través de las circunstancias que lo forjaron (y por extensión, el de los supervivientes) y, tal vez, el suicidio de su madre; porque piensa que un mejor conocimiento de sus padres puede ayudarle conocerse a sí mismo; y porque, y de ésta no nos hacemos responsables, siendo crédulos, pensaremos que Maus es el exorcismo del artista que intenta reconciliarse con la realidad que lo asedia.

Nuestras objeciones pueden ser subjetivas pero no por ello son menos válidas que las que no reconocen serlo. La narración central acusa, sobre todo a partir de la segunda parte, la falta de ritmo que se produce inevitablemente cuando se prolonga en exceso la tensión dramática. A esto añadiremos la profusión de texto y la apremiante condensación de sucesos, manifiesta en una planificación sobria tal y como exigen la economía y la verosimilitud, que impiden definir a unos personajes que no trascienden el embrión de marioneta; en todo momento somos conscientes de los hilos. El verdadero interés reside en la inflexión que suponen los encuentros entre padre e hijo; ágiles, frescos. Los personajes no sólo están bien caracterizados mediante oportunas pinceladas, sino que además los agudos y enérgicos diálogos nos hacen pensar que, efectivamente, existe un sustrato real que los alimenta. En este sentido y como ya hemos señalado, entendemos que la reconstrucción del holocausto es un método para buscar en el pasado las causas que ayuden a comprender el presente y, como tal, una herramienta puesta al servicio de una difícil situación familiar, eje central de la obra, a la que actualiza y aporta nuevas perspectivas.

A tenor de lo expuesto, tenemos motivos para decir que Maus es una obra desigual a pesar de que el talento de Spiegelman late en sus mejores páginas. Recelar de un prestigio del que no es responsable no nos impide reconocer la calidad que atesora. Finalmente, creemos que las páginas de Prisionero del planeta infierno son las más valiosas de la obra. En ningún otro lugar a lo largo de Maus se manifiesta el talento de Spiegelman en semejante estado de plétora. Cuatro páginas de una expresividad devastadora ejecutadas con una precisión insólita. Una sinergia de excesos expresivos en forma de puñetazo. Un efecto premeditado y medido. Atroz. Con el tiempo, Maus ha devenido paradigma de la obra estigmatizada por la adjudicación de unos méritos que extralimitan los propósitos de su génesis y que lo han incardinado en un lugar que no le corresponde (a la retórica de Coma).

Palestina

Palestina es un caso similar al reseñado por mi insigne compañero aunque no merezca hermanarse con Maus. Las críticas de la contraportada y la introducción de Said equivalen al recelo.

Una exposición del conflicto nos parece adecuada. Los legos añoramos un mapa. También añoramos una introducción sobre la obra y no sobre su temática. La que viene de serie es prescindible y busca un prestigio que el cómic no necesita; el autor sí. Al margen, el hombre del sacco es un excelente dibujante. Meticuloso y preciso hasta el agotamiento; trabajo de chinos (¡odiosa expresión donde las haya!). El equilibrio de la composición no se resiente por la sobreabundancia de detalles. Algunas viñetas son cuadros costumbristas. Más: la narración es eficaz y amena. Evita la retórica. Apuesta por el rendimiento narrativo: más información en el menor espacio posible. Palestina es buen cómic. Objeciones: el problema de Maus crece exponencialmente. Remitimos: ¿qué impide suprimir la parte gráfica y condensar el texto en un documento escrito? ¿qué recursos no evidentes identifican Palestina con el cómic? El lastre de Palestina es la palabra. Un mar de textos la anegan. A veces, los cartuchos se adecuan a las exigencias de la situación. La mayoría, unos textos mastodónticos se apoderan de la página. Puede leerse atendiendo sólo al texto. Los dibujos son un endeble matiz; incentivo en el peor de los casos. Su uso es pobre; las viñetas ladeadas no engañan a nadie. Cede el protagonismo al texto. La concisión más generosa encuentra en la meticulosidad de la ilustración el realismo que demanda el tono documental de la obra.

Con todo, no sólo entendemos, sino que creemos necesaria la existencia de obras como Palestina en virtud de la diversidad de propuestas conceptuales sobre un fenómeno tan dinámico y proteico como es el cómic.

La guerra de las trincheras

El último título de nuestra selección, tan interesada como arbitraria,4 es La guerra de las trincheras.

La magnitud de los aciertos de esta obra relega sus debilidades a un segundo plano. La guerra de las trincheras triunfa allí donde Palestina y Maus han fracasado. Tardi ha sabido elaborar una obra verdaderamente adulta, cualidad que identificamos con un tratamiento maduro enraizado en la reflexión, y no con un catálogo de sucesos luctuosos al que alientan reflexiones seudo intelectuales tan evidentes como superfluas.

Renunciar a la pedagogía ha sido el gran acierto de Tardi. Situándose, que no posicionándose, en el bando francés, el autor nos muestra los matices de la guerra a través de las más diversas situaciones; desde aquellas que se hunden en el fango de las trincheras hasta las que sólo alcanza el rumor de la guerra. Tardi bosqueja una visión global del conflicto cuyos efectos se hacen patentes en el individuo, y demuestra así que la morada del sufrimiento no está en el mundo de la abstracción, sino en el de la carne. Más allá de la evidencia de que el sufrimiento es consustancial a la guerra, lo que late en cada página es una visión desmitificadora de la muerte. En la guerra, la muerte es tan habitual que pierde el carácter extraordinario y remoto que tiene para quien todavía no la espera, hasta el punto de abolir la distancia que impone el temor reverencial a lo sagrado, y de hacerse tan palpable como un fusil, tan probable como la lluvia.

La guerra de las trincheras es una obra reconocible por su antibelicismo; esto es lo que menos debe importarnos. Lo que de verdad nos interesa es la variedad de los medios de los que se vale para este fin y su grado de eficacia. Tardi ha sopesado la presencia de un texto tan amplio como el de La guerra de las trincheras. Lejos de concederle un protagonismo que lo independice del grafismo como en Palestina, o de reducirlo a una fábula ilustrada similar a Maus, ha optado por una conjunción equilibrada, coherente con el medio en el que está trabajando. Para empezar, prescinde de los cartuchos de texto para evitar el distanciamiento con respecto al dibujo que ya de por sí imponen. El segundo acierto es el texto en sí: por un lado, por su nivel literario nada desdeñable; por otro, por su utilidad, que estriba en un uso inteligente de datos concretos (nombres, fechas) que refuerzan el armazón de realidad sobre el que se erige la ficción. Al contrario que en los casos anteriores, la sintonía entre el dibujo y el texto descarta cualquier tipo de servilismo. El apartado gráfico y el literario son partícipes de un mismo discurso a pesar de que las posibilidades discursivas de cada lenguaje los conducen por derroteros diferentes en busca de las competencias más rentables para cada uno. Esta búsqueda no supone un alejamiento sino más bien un ensanchamiento de los márgenes semánticos. La viñeta es el espacio donde la ejecución compartida del discurso se hace evidente. Este nexo es el vórtice a partir del cual se proyectan las convergencias y las divergencias de los lenguajes. El texto condensa la información de la forma más breve y eficaz y permite una penetración sicológica que, de hacerse de otro modo, requeriría un espacio mayor que no garantiza los mismos resultados. Por su parte, las ilustraciones revisten la página de un velo de sugerencia. Más allá de su labor contextual y del marco físico que ofrecen, su valor sugestivo enriquece la univocidad referencial del texto y la dimensión representativa del dibujo.

Unas últimas consideraciones sobre la planificación. La secuencia ágil y breve está presente allí donde aparece la acción y, por norma, en cualquier anécdota fugaz que acelere el ritmo narrativo. Por el contrario, cuando el texto aparece, suele hacerlo en viñetas apaisadas que se aposentan en la página de tres en tres. Aquí, el tiempo duerme en un dulce remanso y se abre como una plácida flor de reflexión que nos invita a contemplar la página, a desmenuzar el espacio, a alcanzar el conocimiento íntimo de su lengua para, a voluntad, internarnos en la oscuridad de las trincheras, experimentar la soledad del centinela, imbuirnos de la desolación del campo de batalla.

Contemplar es reflexionar.

           NOTAS:

1 Hasta la hipotética solución del conflicto entre Israel y Palestina. Aplíquese el mismo razonamiento al binomio guerra civil / terrorismo.

2Edgar Morin, Cuadernos II, pag. 178. El subrayado es nuestro. Ajustamos la idea al caso concreto del cómic, tanto en lo que se refiere a los recursos exclusivos del medio (la planificación) como a los que comparte con otros lenguajes, que son la mayoría (encuadre, dibujo, entintado, color, texto, etc.), y más allá de su gramática, a todos los factores que de una forma u otra influyen en la recepción de la obra.

3 A todas luces externos al comic, creados a partir de intereses sociales absolutamente legítimos pero poco valiosos para nosotros, y de valores literarios, en el sentido más estricto de la palabra, en el mejor de los casos. Posicionarnos a favor nos remite al problema antes tratado, el de, ignorando la gramática del comic, reducir Maus a un texto perfectamente codificable en el lenguaje literario sin más requisitos que su mutilación. Un razonamiento consecuente con esta postura conduce a disociar el dibujo del texto y a relegar al primero al estatus de aditamento para la falta de imaginación del lector o de acicate para los que no se saben enfrentarse a la monotonía de la letra impresa.

4 Cada uno echará en falta sus favoritos: Paracuellos, Un largo silencio, El eternauta, Hiroshima...


VÍNCULOS:

Reseña de Maus, por Nino Ortea

Reseña de Maus, por Laura Vázquez

Humor y guerra, por N. Meléndez Malavé


[ © 2004 Juan A. Alcudia, para Tebeosfera 040306 ] [ Juan A. Alcudia es licenciado en Filología Inglesa y en Literatura Comparada y trabaja actualmente en el Reino Unido. El presente artículo supone un adelanto de lo que promete ser su propio sitio web de crítica y estudio del cómic ]