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Podría
asegurar que, cuando Robert Ervin Howard (Texas, EE UU,
1906-1936), abrumado por la muerte de su madre y porque su obra
no era reconocida, se quitó la vida, nadie –ni sus amigos
escritores ni aquellos conciudadanos suyos que le despreciaban
por escribir en revistas pulp– pensó que, pasado el
tiempo, los estudiosos de la literatura fantástica le
considerarían el creador de la fantasía heroica contemporánea.
Si los motivos
que configuran este género –entre otros, héroes y heroínas
esforzados; dioses y demonios; monstruos, magos, brujos y
nigromantes; príncipes y reyes; mujeres bellas y otras que,
además, son malvadas; amigos a toda prueba; conjuras y batallas;
encantamientos; venganza contra el opresor y defensa de los
oprimidos– proceden, en última instancia, de los libros de
caballerías medievales y renacentistas, el influjo de Jack
London, creador de personajes indómitos y poco amantes de los
excesos de la civilización, confiere a la producción de Robert
E. Howard un aura existencial: Kull, Bran Mak Morn, Solomon Kane,
Turlogh O’Brien, James Allison, Cormac Mac Art, Conan de Cimeria
y Esaú Cairn, aún pensando que su muerte es inminente y que la
vida apenas es más que una ilusión, defenderán su manera de
vivir con la misma energía con que lo harían un lobo o un león,
algo que, según su autor, nosotros, personas civilizadas, apenas
comprendemos, apegados a nuestras posesiones y perdidos nuestros
instintos primordiales tras largos siglos de sedentarismo y de
progreso.
También
recogió la tradición de la novela histórica (Walter Scott) y de
la “novela gótica” (Horace Walpole, Monk Lewis, Mary
Shelley), representadas por el talante melancólico y pesimista
de sus aventureros, también por la atmósfera de muerte y
destrucción en que se mueven y que desvela la caducidad de las
cosas terrenales. Dichas características, presentes en el
primero de sus relatos de fantasía heroica, precisamente el que
crea escuela, “The Shadow Kingdom” (1929), son constantes en el
género al que pertenecen. Escribió unas trescientas obras de
ficción (prácticamente relatos, buena parte de ellos
incompletos), bastantes ensayos cortos, gran número de cartas y
unos cuatrocientos poemas, todos ellos magníficos. Su ficción de
contenidos fantásticos no sólo pertenece al género de fantasía
heroica (publicado, en su mayor parte, en la mítica revista
Weird Tales), sino al de ciencia ficción y al de terror,
deudor, en ocasiones, de la estética creada por Howard Phillips
Lovecraft. El resto de su narrativa se reparte entre los géneros
histórico, del Oeste, de boxeo, policíaco, de “relatos
picantes”, de piratas e histórico, siendo los relatos de este
último similares, por la fuerza de sus descripciones y de sus
personajes, a los de fantasía heroica.
Su estilo, por
lo general, directo, conciso y amparado en términos sonoros, en
ocasiones sumamente poético, suele detenerse en la descripción
de las batallas y de las ruinas de las ciudades prehumanas que
pueblan sus relatos fantásticos, para que el lector pueda
entregarse, aunque brevemente, a las ensoñaciones que a él le
dominaban. Es muy posible que creara sus peculiares mundos de
fantasía para plasmar y exorcizar los vívidos sueños que le
poseían, en los que era uno más de los personajes de sus
relatos; también para disfrutar (aunque de un modo imaginativo,
colindante con la locura) de una vida más plena que la que le
había tocado en suerte, obligado, como estaba, a cuidar de su
madre enferma y a escribir incesantemente para conseguir un
dinero que siempre parecía faltar en su casa.
Aunque su
muerte prematura nos privó de leer lo que, sin duda, hubiera
llegado a ser una larguísima (y excelente) producción, siempre
podremos solazarnos con sus espléndidos relatos, que ahora, casi
cien años después de su nacimiento, causan la misma fascinación
que cuando fueron publicados por primera vez.
Javier Martín Lalanda
Universidad de Salamanca
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