EL CENTENARIO DE JOSEP COLL, DIBUJANTE DE TEBEOS
En el mundo de la cultura los centenarios de artistas, músicos o escritores son la coartada para el rescate efímero del limbo —si en él han caído— de los homenajeados, o la ocasión de congresos académicos o festejos y exposiciones si los difuntos sólo se han desplazado al purgatorio o desde la tumba aún mantienen su caché intacto. Las acciones en la bolsa literaria, por ceñirme a ese campo, suben o descienden de forma no siempre previsible; el reconocimiento póstumo de la obra de Cernuda dio lugar a que el poeta, ninguneado en vida salvo por unos pocos, fuera llevado en andas, beatificado y ensalzado en 2002 incluso por un presidente de gobierno cuyo gusto musical confeso estaba a la altura de Julio Iglesias y consideró elegante ajustarse una máscara de amante de la lírica; dentro del mismo grupo poético, las onomásticas de Pedro Salinas y Manuel Altolaguirre, por ejemplo, se sucedieron casi de puntillas, aunque algún recuerdo les brindaron los especialistas universitarios y alguna reedición los devolvió, bien que en semiclandestinidad, a las librerías. Sin embargo nadie conmemoró los cien años de personalidades que durante décadas hicieron felices o suavizaron las asperezas de la época a varias generaciones de niños españoles; quién mencionó los nacimientos de Muntañola, Conti, Peñarroya, Cifré, Palop y tantos otros dibujantes de tebeos que iluminaron las tardes grises de domingo, las resacas de la formación del espíritu nacional y los cánticos eucarísticos. Llevo muchos años de mi madurez intentando promover una revisión de gratitud a los humildes y olvidados historietistas que, junto a los cines de barrio, consiguieron que mi infancia no se restringiese al miedo, el olor a incienso, los himnos marciales y la tenebrosidad del confesionario. Pues bien, estas líneas quieren ser un tributo a quien ha saldado esa deuda con creces, me refiero a Luis Garbayo y su devoción por la obra de Josep Coll.
Los lectores de tebeos de los años cincuenta del pasado siglo diferenciábamos a primera vista el trazo de Escobar del estilo de Iranzo, o el de Karpa del de Serafín, pero las viñetas más inconfundibles —también por la singularidad de sus protagonistas, el frecuente mutismo y la inclinación al absurdo—eran las de Coll en TBO. Que el talento de Coll se ciñera fundamentalmente a esa revista fue su maldición y su fortuna. Maldición, porque al dirigirse a un público de poca edad —aunque también la leían los adultos (mi familia daría fe de ello) y las series de origen estadounidense El Reyecito y Mr Berger ofrecían un grado de sofisticación muy superior al resto del contenido—, el humor se infantilizaba con explicaciones innecesarias —esa tendencia a considerar que las entendederas de los niños son más limitadas de lo que en realidad son—, añadiendo globos de texto, aunque el gag poseyera plena eficacia sin palabras, y eliminaba de los guiones al género femenino por temor, según declaró el dibujante, a incurrir en las furias de la censura; y fortuna por otro lado, pues la publicación de Buigas no exigía la creación de personajes fijos, a los que Coll era reticente (al contrario que la empresa rival, Bruguera, que fidelizaba al lector por la complicidad con el carácter y pergeño de sus populares antihéroes), lo que otorgó una gran autonomía a nuestro autor dando rienda suelta a su afición por exploradores, caníbales y náufragos, automovilistas y el despistado peatón común, todos semejantes y todos distintos en variaciones infinitas de parecidas situaciones, con su destino sorprendente e inexplicable al que reaccionaban rascándose, estupefactos, la cabeza. Cabe preguntarse, por capricho melancólico, qué hallazgos nos habría proporcionado Coll de no haber tenido las cortapisas obligadas; su preferencia por la historieta muda –lo que en la tradición americana llaman pantomime comics—se habría manifestado en total libertad y no digamos sus maravillosos giros contra la lógica, de los que, con todo, nos regaló obras maestras como la célebre “Pulcritud”, la preferida de su autor, o una de mis favoritas, en la que una muchacha árabe camina por el desierto con un cántaro de agua en la cabeza, tropieza, y al derramarse el líquido sobre la arena provoca una inundación. Un surrealismo blanco que recuerda las pinturas de Magritte y su desafío a la causalidad y la percepción convencional de la realidad.
La singularidad de Coll, sin antecedentes obvios —aparte de las imitaciones primerizas de Benejam y el remoto parentesco con McManus y el menos lejano con su vecino de página Soglow—, y sin seguidores en su tiempo o tras su desaparición, lo ha ubicado entre los inclasificables y en un grupo conformado solo por él mismo. Constituyó, junto a la inefable familia Ulises, el mayor reclamo comercial de TBO, y su abandono de la revista coincide no por casualidad con el descenso de ventas de esta. Como es sabido, Coll regresó a su antiguo oficio de albañil pues ganaba más con el pico y la pala que con el lapicero. Colaboró intermitentemente en otras publicaciones, volvió al titubeante TBO y ya en 1984, Joan Navarro, que lo adoraba, lo invitó a colaborar en Cairo, integrándolo así en la escuela de la “línea clara” que promocionaba ese cómic, para desconcierto —¿se rascaría la cabeza?—del dibujante, ignorante de su afinidad con los colegas franco-belgas. Ese mismo año Albert Mestres edita De Coll a Coll, una antología de sus viñetas escogidas por Joan Navarro y Pasqual Giner con prólogo de Antonio Martín, y en julio, inesperadamente si tenemos en cuenta el momento dulce de su revalorización, Coll se suicida. Le sigue un largo olvido de tres décadas (aunque Ediciones B de vez en cuando recopilaba sin ningún criterio unas cuantas de sus historietas) que rompe en 2015 Joan Manuel Soldevilla, coordinador del volumen Josep Coll. El observador perplejo, diez análisis de su obra por especialistas y que tuvo escasa distribución y menos lectores, aparte de los profesionales del ramo.
El 8 de febrero de 2024 se cumplía el centenario del nacimiento de Josep Coll. Todo parecía indicar que estaba condenado a pasar desapercibido y no ha sido así. Que la prensa se haya hecho eco de la fecha, que su obra se contemple en el Festival de la Bande Dessinée de Angoulême de 2025 y que hayamos vuelto a entonar el lamento por el reconocimiento tardío de un artista, se lo debemos al efecto de la madeleine proustiana en el diseñador gráfico y periodista Luis Garbayo. Paseando por Barcelona descubrió Garbayo una galería con una serie de dibujos originales que lo devolvieron, como un relámpago visual, a los tebeos de la infancia y al autor, el gran Coll, que ya de niño le había parecido diferente a los demás. Al comprar uno de ellos no sabía aún que iniciaba una colección y se embarcaba en una tarea obsesiva: reivindicar y resucitar su obra para reencuentro (no solo nostálgico) de los antiguos admiradores y descubrimiento para aficionados actuales. Garbayo no estaba involucrado en ninguna asociación de estudios del cómic, lo único que le unía a la historieta era, de forma tangencial, su trabajo de profesor de diseño grafico y, sobre todo, la memoria intacta de sus risas infantiles. La adquisición de aquel primer original tuvo lugar en 2010; el deseo de que la búsqueda tenaz de las viñetas de Coll no se redujera a una empresa de placer solitario —el onanismo del coleccionista— se satisfizo en el Salón del Cómic de Pamplona de 2017 en el que una exposición recogía el para entonces rico repertorio de originales que Garbayo había reunido. Fue el comienzo de una campaña de divulgación que le llevó a exponer en el Centro Cultural Okendo de San Sebastián (2019-20), en la sala Red Itiner de la Comunidad de Madrid, en varios pueblos de la misma y, por fin, coincidiendo ya con el aniversario, en la Barcelona natal del ilustrador. Faltaba el papel y su apuesta por la permanencia en el tiempo. De nuevo la editorial Norma, que hacía cuarenta años le había ofrecido a Coll la que fue su última oportunidad, negoció con Garbayo la publicación de un ambicioso homenaje casi definitivo: Coll. Trayectoria de un historietista insólito.
Acostumbrados a la chapuza, la improvisación y la falta de rigor en algunas de las recuperaciones de los tebeos del pasado, lo primero que destaca en el cuidadoso volumen de Garbayo es la meticulosidad con que se ha estructurado, similar a la del filólogo en la edición de un escritor del Siglo de Oro, el conocimiento exhaustivo que lo sustenta y la metódica ficha de la datación, origen y propiedad de las reproducciones. El libro es un modelo de cómo rescatar a un clásico del tebeo. Tras un repaso a las posibles influencias nacionales en Coll —Urda, Opisso, Blanco, Benejam—, incluidas algunas más dudosas, pero bien argumentadas, procedentes de las strips americanas y hasta de Hergé, Garbayo nos introduce en la prehistoria de su autor y muestra viñetas fósiles de los orígenes de su trayectoria. Confieso que siendo yo conocedor de algunas de esas pretéritas revistas, habría apostado por el olvido de, pongamos, Mundo Infantil o Rin-Tin-Tin, pero me equivocaba. Aquí están las planchas de esas colecciones y, por orden cronológico, de Chispa, Garabatos, KKO, Pocholo, Nicolás y La Risa, con su firma distintiva, lo único invariable a lo largo de su evolución. A partir de ahí el entusiasmo meticuloso nos transporta a la primera época de Coll en TBO, seguimos su proceso de afianzamiento hasta la formación de un estilo propio e inimitable, la etapa de perfección (1955-1964) y sus eventuales intervenciones en publicaciones como L’Infantil, Balalaika y otras. A lo largo de esas páginas de asombro se analizan temas, técnicas narrativas y los tipos humanos que las pueblan, se registran, como el erudito las variantes léxicas de un poema del barroco, la repetición de historietas y sus cambios de punto de vista, el coloreado, los añadidos de globos. Por último, un apéndice, que viene a ser una estupenda propina, reproduce las 241 portadas de Coll en TBO. Conmueve saber que la tapa de su libro es ese primer original que compró Garbayo en una galería del Ensanche de Barcelona.
Cuando, a base de clases particulares, reuní las 375 pesetas que costaban las obras completas de Lorca en la editorial Aguilar —una cantidad considerable en 1965 y para un estudiante—, me sorprendió que la cronología del poeta y dramaturgo se cerraba el 19 de agosto de 1936 con un escueto “Muere”. El franquismo arrastraba una merecidísima culpabilidad internacional respecto al autor de Yerma y sin duda la autorización para que se publicasen sus opera omnia estaba condicionada a que se evitasen las alusiones políticas y por supuesto el vil asesinato a cargo de los falangistas granadinos. Yo no estaba al tanto de aquellas circunstancias, cómo iba a estarlo, pero que Lorca fue ejecutado por el bando nacional lo sabía y era obvio que alrededor del crimen se había construido un enorme muro de oscuridad. He recordado el detalle porque también Garbayo al final de su espléndido trabajo nos informa de que Coll fallece el 13 de junio de 1984 en su casa, sin aludir al suicidio, y me pregunto el motivo; en este caso no cabe pensar en la censura y quizá se trate de una delicadeza hacia la familia del dibujante. “El cuerpo de Coll —comunicó El País—apareció en el interior de la bañera con un cable eléctrico atado alrededor del cuello”. Un amigo suyo, Lluís Giralt, escribió una sentida necrológica en la que narraba un almuerzo risueño con el historietista dos meses antes del trágico desenlace y las posteriores conversaciones telefónicas plenas de proyectos y buen humor. ¿No es la depresión una enfermedad que se manifiesta de forma ostensible para los que rodean a quien la padece? O Coll era un gran simulador o Giralt un hombre poco sutil, ciego para percibir lo que se escondía tras la bonhomía de su amigo. Las flojas retribuciones durante su vida profesional en los cómics, el desprecio tácito de la sociedad hacia la gente del tebeo, la desgana de empezar de nuevo con más de sesenta años debieron de contribuir a una desesperanza que se alimentaría de otras frustraciones y otros cansancios íntimos que no podemos ni sospechar. Evidentemente Luis Garbayo ha dedicado su incansable búsqueda de originales y su magnífico volumen a revivir para todos el gozo de su lectura, no a investigar los secretos privados de Coll. Y es verdad que ha hecho justicia contra el olvido y el menosprecio, una justicia que, es de Perogrullo, disfrutamos solo los vivos, y la simple fantasía de la satisfacción del celebrado en el más allá responde a una pura irracionalidad a la que, en estos casos, somos proclives los seres humanos. Pero en fin, cedamos a la complaciente superstición de que los muertos continúan atentos a las actividades de los que aún respiramos en este hermoso y absurdo mundo sublunar, y así imaginamos que Coll se entera de que celebramos sus cien años con exposiciones y un gran libro, y el dibujante, perplejo, se rasca la cabeza.