«El Fin de “El Víbora”.
La
revista de cómic
El
Víbora anuncia su probable
cierre. 20 de Febrero de 2004.
Con las ventas actuales, la situación se ha hecho
insostenible. En consecuencia, después de 289 números,
después
de casi 25 años de historia
(...) la revista
El
Víbora está a punto de cerrar. Tres números más y se acabó
(...)»
(del Comunicado de Prensa difundido por Editorial La Cúpula el 20-II-04)
Oficialmente, la corriente estética y expresiva que
—por consenso y comodidad— hemos dado en agrupar bajo la
denominación de cómic underground español nace en Barcelona
en septiembre de 1973 con la publicación del tebeo
El Rrollo Enmascarado.
Como editor responsable de este tebeo aparecía Miguel
Farriol, cabeza visible de un grupo de dibujantes no profesionales
que se habían reunido para autoeditar sus historietas: Javier
Mariscal, Nazario Luque, Francesc Capdevila Max, Pamies, el otro
Farriol hermano del jefe, Guillermo, Pepichek. El resultado, si bien
era sólo discreto en términos estéticos y expresivos, supuso la más
eficaz tarjeta de presentación del underground español, más
aún cuando El Rrollo Enmascarado fue secuestrado casi
inmediatamente por el Ministerio de Información y Turismo bajo la
acusación de que suponía, según el ministerio fiscal,
«un
claro ataque a la moral sexual».
La publicación de este tebeo, su secuestro y el
posterior fallo absolutorio en junio de 1974, de Farriol y de El
Rrollo Enmascarado por parte de la Audiencia Provincial de
Barcelona, supusieron el pistoletazo de salida del cómic
underground español y su inmediato florecer...
Y ello antes de que apareciesen revistas más o menos
contraculturales y míticas como Ozono, Ajoblanco,
Disco Express o Star, antes de que Makoki comenzase a
menear sus cables por las noches barcelonesas, antes de las míticas
noches de Magic y, desde luego, mucho antes de que se iniciase y
alcanzase su esplendor la movida madrileña de los años ochenta.
El corto verano...
del cómic underground español
Por supuesto en la España de los años setenta y aún
hasta los primeros ochenta, aquellos dibujantes jóvenes eran
contraculturales o quizá sea mejor adjetivarlos como alternativos,
con la ambigüedad que estos términos tienen y mucho más referidos a
la España de Franco. En cualquier caso habría que preguntarse si Max,
Mariscal, los Farriol, Nazario, Ceesepe, Pamies, Roger, Isa, El
Hortelano, Montesol, Vives, Rubiales, Rosa, Santana, Martí, Vallés,
Damián Carulla y tantos otros autores que rápidamente aparecieron
eran contraculturales, alternativos o underground por ser
dibujantes y como dibujantes o bien lo eran por el simple hecho de
ser jóvenes.
Lo cierto es que el estilo, personal y gráfico, de
aquellos dibujantes, su actitud de libertad despreocupada, hasta su
atuendo y si se quiere su careto y sus comportamientos tenían un
peculiar tufillo antisistema... mezcla de hippie y pasotismo ácrata.
Lo cual, a mi juicio y con los datos objetivos a la vista, no
implicaba ningún planteamiento ideológico específico y sí la
afirmación de una juventud que rompía los esquemas establecidos.
Nada nuevo bajo el sol: simple sucesión generacional en la que se
repite una y otra vez la fórmula de los jóvenes intentando hacerse
un hueco, habitualmente desplazando a las generaciones anteriores
por las buenas o por las malas.
Los primeros tiempos del cómic underground
español fueron duros, la vida apretaba aunque los dibujantes se la
tomaban de forma despreocupada. Fueron los años en que las gentes
del rollo underground español vendían ellos mismos sus cómics
en la calle, en las Ramblas, en el Rastro, a pelo... y para ganarse
la vida dibujaban, imprimían y vendían pegatinas, parches, postales
o trapicheaban en chocolate, cuando con suerte les encargaban una
ilustración o un anuncio... y trabajaban en lo que les salía con tal
de poder seguir viviendo a su aire y contando sus cosas. Fueron
tiempos duros, de experimentación, de tanteos en busca de un estilo,
probando todas las suertes del dibujo mientras afianzaban su
lenguaje expresivo y hacían una historieta tras otra. Lo difícil era
publicar. Lo difícil era ganarse la vida publicando.
Pero el cómic underground español nacía tocado
de muerte, ya que la mayor parte de los autores que daban vida a
aquel cómic aspiraban a más, a ser otra cosa, querían
profesionalizarse. Y ello no quita al hecho de que la mayor parte de
aquellos dibujantes lo eran por vocación, habían crecido leyendo
tebeos y querían contar “sus cosas”, cosas que aún dentro de su real
inocuidad chirriaban respecto a la moral dominante. Es así como el
cómic underground español duró apenas un verano... o quizá
dos o tres.
Fue visto y no visto: en cuanto aparecieron editores
ingeniosos y emprendedores —-también se dio el caso de jóvenes
cachorros de la industria reciclados de oportunistas
contraculturales— y les ofrecieron trabajo pagado, los dibujantes se
dedicaron afanosamente a llenar las páginas de sus publicaciones y
posibilitaron la invención de otras nuevas. Todo lo que de
underground pudo haber tenido aquel cómic se perdió en cuanto
sus autores pudieron beber y fumar —y hasta comer— todos los días
gracias a sus dibujos, lo cual no tiene nada de negativo, al
contrario: es bueno y saludable. Recuerdo bien que cuando en 1974
entrevisté a Nazario y compañía por un artículo que escribía en
equipo con Ignacio Fontes para la revista Cambio 16, Nazario
respondió categóricamente a una de mis preguntas:
«Nosotros
no somos underground».
Y lo decía el que sin duda era el más transgresor de todos aquellos
dibujantes.
Entre la marginalidad y la normalidad profesional
Lo cierto es que muy pocos de los dibujantes primeros
siguieron siendo underground, quedando como mucho en
alternativos... Y los que sí se sentían y querían ser marginales al
sistema acabaron por pasar del mundo ideal del dibujo a la práctica
de la vida real y se instalaron en el campo o en comunas para hacer
una vida hippie, dedicándose entre canuto y canuto al cultivo
biológico o a fabricar artesanía de pacotilla de cuya venta
subsistir. Fue el caso del grupo que formaba la célula germinal de
los “tebeos del rollo”, del cual acabaron por desgajarse
personalidades tan poderosas como Mariscal o Nazario para intentar
profesionalizarse mientras que gentes como los Farriol se sumergían
en el piélago ibicenco dejando poco a poco atrás las historietas.
Así, probando una y otra vez, sin casi continuidad,
los dibujantes underground españoles pasaron el período
inicial publicando a salto de mata en Pauperrimus Comix,
Catalina, Diploma de Honor, De Quommic, A la
calle, Sidecar, Purita, Carajillo Vacilón,
Nasti de Plasti, y otros números únicos. Hasta que comenzaron
a editarse revistas como Star y Rock Comix, hasta que
los nuevos dibujantes se convirtieron en noticia y el cómic
underground se convirtió en manos de periodistas y enterados en
«comix»
y en moda. A partir de ese momento las cosas mejoraron, había donde
publicar, aunque no todos y no siempre, se cobraba por publicar,
aunque mal y no siempre, sin que en definitiva ello significase aún
que aquellos dibujantes pudieran profesionalizarse.
En estas circunstancias la aparición de la revista
Star, editada por Juanjo Fernández a contrapelo de la editorial
familiar, Producciones Editoriales, supuso un balón de oxígeno y no
sólo para los underground y los alternativos, también para
todos los dibujantes que comenzaban, incluso para los que aún
estaban verdes o eran realmente muy malos, pues sus páginas estaban
abiertas a todo el mundo que aceptase publicar bajo la condición de
cobrar poco y mal. Ya lo decía el editor en el Contra-Prólogo del
número 1: «(...)
pretendíamos publicar los mejores comics del momento (...) pero se
tuvo el problema de siempre, el dinero (...) Que el llamémosle
‘comics underground’ (muy entre comillas y perdón por el
nombrecito), no tiene ni un duro, que los editores que se atreven a
editarlos deben estar muy locos»
y etc.
Pero fue en aquel híbrido que siempre fue Star
donde los dibujantes alternativos españoles comenzaron a creer que
era posible alcanzar cierta normalidad profesional. Y hay que tener
en cuenta lo muy ecléctico, mejor extraño, que resultaba el primer
Star, si vemos, por ejemplo, que en las páginas de sus seís
primeros números convivían dibujos e historietas de gentes tan
dispares como Gin, Druillet, un naciente Romeu, Javier Ballester, un
prebutifarrero Alfons López, José Miguel Martí, Max, Carlos Vila,
Tisa, Pérez Sánchez, Robert Crumb, Foolbert Sturgeo, Dave Dozier,
Rosa, M. Farriol y textos de Luis Vigil, Topor, José María Martí
Pons, Claudi Montañá,
etc., a los que casi inmediatamente se unirían
Nazario, Gilbert Shelton, Rodríguez Spain, Ceesepe y otros nombres
pronto conocidos del nuevo tipo de lector que por entonces estaba
también apareciendo.
El conjunto formaba una intrépida —aunque
desorientada— publicación que en realidad parecía un auténtico cajón
de sastre, con contenidos más explosivos por su ruptura con lo
estéticamente correcto que por su auténtica profundidad crítica. Lo
cual no quita para que semejante revista chirriara agudamente en el
panorama español de los últimos meses de vida, poco más de un año,
del general Franco. Tanto, respecto a la estética de la ética de
aquel Régimen, que el número 7 de Star fue sancionado con una
multa por el Ministerio de Información y Turismo, mientras que el
número 13, agosto 1975, dedicado monográficamente a Frizt the Cat,
de Crumb, fue secuestrado por orden del mismo Ministerio. Otras
sanciones vendrían después..., incluso hasta tener que vender con
páginas arrancadas el tomo que contenía la reedición de El Rrollo
Enmascarado, Pauperrimus Comix y
Catalina.
Así estaban las cosas en los primeros tiempos del
cómic underground español. Los dibujantes seguían siendo
gente marginal, que contaba historias marginales y vivía a
contracorriente, gente que trabajaba a salto de mata, siempre al
día. No obstante, el peculiar equilibrio inestable que se manifestó
en todos los campos y actividades de la vida española durante los
primeros años de la transición política facilitaba que se produjesen
cambios sociales y un nuevo clima de tolerancia, en el que
periodistas, esnobs y comentaristas varios ensalzaron la “estética
underground” y convirtieron muchas veces a sus autores en
noticia, independientemente y más allá de su trabajo, como una
especie de “prensa rosa” de la marginalidad. Así estaban las cosas
cuando José María Berenguer comenzó a editar la revista El Víbora.
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