Se dice
pronto, pero han pasado ya casi treinta años desde la
publicación de este libro, los mismos años, por ejemplo, que
carga a sus espaldas el que esto escribe y que, evidentemente,
no le parecen pocos. Pero treinta años parecen significar, más
que para un ser humano, mucho para una obra de estudio y diálogo
directo con algunos de los mejores representantes del humorismo
gráfico en nuestro país. Este humorismo, este modelo de prensa
incisiva y diaria que ataca directamente, a fondo, la noticia, o
salta preciso a la yugular del animal criticado, es un arte
efímero, constantemente puesto a punto y al día. Si realmente el
arte es eterno, más allá de que su enfoque del momento capte una
menina, un tercio de Flandes o una pareja de ancianos jugando a
las cartas, el dibujo de humor cotidiano es igualmente eterno,
si bien en gran parte de estos casos la menina es sustituida por
el ministro aficionado a la pesca del salmón; el tercio por un
enjambre de funcionarios pelotas y los jugadores de naipes por
esa pareja de la España profunda con su orinal a pie de tálamo y
el sempiterno crucifijo vigilante.
Pero, como
dilucidamos tras la lectura de la obra, los años no pasan en
balde: cambian los nombres de los protagonistas, cambian los
titulares, cambian tantas cosas... para que todo se quede igual,
en el fondo. Imaginemos que esa es la inacabable lucha del arte:
eterno y efímero a un tiempo. De todos los ejemplos humorísticos
citados anteriormente encontramos amplia representación entre
las páginas de esta obra de Vilabella, producida y ofrecida
trabajosamente (aunque con evidente disfrute, como se demuestra
a lo largo de su recorrido) en las páginas de la revista
Asturias Semanal, despachada en cuarenta y nueve raciones de
ingenio periodístico y recopilada en este tomo de Ediciones
Amaika bajo el somero y delimitante encabezado de Los
humoristas. Título que, aunque acierta al apuntar las
pretensiones de la obra, deja todos los nutrientes de la misma
para su interior; habremos nosotros de digerirlos
convenientemente.
La fórmula
escogida por el periodista es sencilla y efectiva, y a la vez de
un interés indudable. Cada referencia a un autor se compone de
tres apartados diferenciados, a saber: un texto introductorio,
arañando las virtudes y características del humorista en curso;
una pequeña entrevista / cuestionario que el homenajeado –porque
de verdadero homenaje al trabajo del humorista gráfico debemos
hablar en este caso – responde a su gusto y convicción; y un
requerimiento a cada dibujante para que ilustre un mapa de
España tal como la ve o imagina, así como alguna autocaricatura
de propina. Todo ello adornado con algunos ejemplos de la obra
de cada protagonista. De esta forma, Vilabella consigue crear
una unidad en la estructura del trabajo, y dotar al libro de un
aspecto compacto en el que cada nombre propio representa un
capítulo sin numerar. A este respecto, un detalle llama la
atención: se insiste desde las solapas en que el número de
autores retratados supera la cincuentena, mientras podemos
comprobar fácilmente que en el libro de Amaika tan sólo aparecen
cuarenta y nueve... ¿descuido?, ¿o nos han escatimado algún
nombre en el camino entre la edición original y la recopilación?
Aparte de
esta consideración meramente práctica y curiosa, la verdadera
enjundia de Los humoristas debe analizarse desde otros
puntos de vista que resultan de mucho mayor interés. Y es que,
contemplando la obra en su conjunto, enseguida apreciamos que
ésta es tanto un trabajo de investigación periodística sobre un
ámbito concreto como una obra personal de su autor, donde
aprovecha para exponer sus visiones políticas, sociales y
morales, y ofrecer un discurso analítico potenciado por la época
y las circunstancias vividas en España; y la evidente carga que
el trabajo de los humoristas lleva consigo, si tenemos en cuenta
que la profesión de dibujante de humor no deja de ser una
especialización del periodismo de actualidad. Los humoristas
se nos aparece entonces como un trabajo muy politizado donde,
sobre otras muchas, persiste la vieja idea de las dos Españas
–idea que, por lo que se ve, no somos capaces de aparcar
definitivamente y se niega a desaparecer– y se cuestiona sin
pudor a los entrevistados acerca de las derechas, las
izquierdas, el Opus Dei y, lo que es revelador, insistiendo
siempre en el desapego y las diferencias de España, lo español y
los españoles, respecto al resto de Europa. Así, toda la obra
desprende un aroma muy característico y propio de los años
setenta, de ese periodo incuestionablemente esencial para el
país y tan lleno de los lógicos despistes, dudas y titubeos que
marcaron esa época. Un aroma quizás inevitable, pero que se deja
oler demasiadas veces a lo largo de la obra.
Es en los
textos mismos de Vilabella donde se alcanza la máxima expresión
de lo antedicho: si bien se presenta e incide en el propio
humorista, una gran parte de lo escrito consiste en un discurso
vilabelliano (incluso hasta el punto de pontificar)
apoyado en lo más representativo de cada autor para sacar a
relucir los temas de la todavía rota sociedad ibérica que
pretende analizar: desde lo religioso o lo sexual, hasta temas
como la pobreza, el feminismo o lo meramente político,
siempre tomando como figura la del españolito de a pie, esa
personalidad tan socorrida y comentada. No sería tan destacable
si no fuera porque Vilabella –aparte de repetirse en ocasiones–
parece olvidarse de analizar al personaje de turno y soltarse la
melena con sus diatribas. Los humoristas nos enseña,
incluso, una cara rancia: la de aquellas obras del
tardofranquismo aún cargadas de obsesiones públicas y privadas,
e ideas de libertad dentro de un orden. Pero, por otra parte,
atesora no sólo la visión de un momento determinado de nuestra
Historia –lo que ya de por sí es importantísimo– sino que nos va
dando bastantes y diversas claves para comprenderla. Y deja en
evidencia que la historia de un país va unida indefectiblemente
a la de sus humoristas (gráficos y de los otros), y éstos quizás
no podrían subsistir sin políticos, miserias, chorizos,
guerras ni peleas nacionales... seguramente siempre ha sido así.
Si los
compactos textos de Vilabella (detentador de un verbo bastante
emperifollado) pueden representar un filón para cualquier
estudioso con ganas, en los cuestionarios realizados a los
propios dibujantes también podemos encontrar algunas claves
interesantes. El paquete de preguntas es prácticamente idéntico
en todos los casos, variando sólo ocasionalmente cuando la
personalidad de un autor requiere detalles inquisitorios
puntuales. Entre las preguntas más inocuas y todo terreno están
las habituales: ¿Qué es el dibujo de humor y qué papel desempeña
el dibujante en el panorama de la actualidad?; ¿Cuáles son sus
dibujantes de humor preferidos?; ¿Cuánto suele cobrar por un
dibujo?, etc.
Otro tipo de
cuestiones, que son, realmente, las que dan carácter propio a la
obra, entran de lleno en los pantanos citados más arriba. De
entrada, se pregunta al autor si es necesario ser de derechas
para publicar y de izquierdas para tener éxito... Sólo esta
cuestión da la medida del carácter de la obra. Vilabella sigue
disparando con bala y, aparte de poner en un brete al
entrevistado con la preguntita: «Si le dejasen a usted decir
todo lo que está deseando decir, ¿qué diría?» –que ya es
disparar, para la época– no se recata en preguntar acerca de
sanciones y censuras, incluso llegando al límite de atacar a
alguno de los humoristas acusándole directamente de pertenecer
al Opus Dei... Pero si un tema destaca en este sentido como dato
sólo aparentemente secundario, es el de la censura previa
anterior a 1966... En este año, de la mano del omnipresente
Manuel Fraga, se suprime la severa censura impuesta a los medios
de comunicación desde 1938, que obligaba a los autores a estar
prácticamente maniatados y bajo el control del Régimen aún antes
de que sus trabajos salieran a la luz. De hecho, ese era el
objetivo de la censura previa, tenerlo todo atado y bien
atado, disponer qué era lo que habría de llegar a los ojos y
oídos de las masas. A partir de 1966 esta situación se suaviza y
puede considerarse, con los debidos reparos, que cierto aire de
libertad creadora sopla sobre el humorismo de prensa. Por su
condición de hito en la historia del medio, la cuestión es de
suma importancia, qué duda cabe.
Entre
preguntas inocentes y preguntas maliciosas, Vilabella consigue
que, realmente, sea este bloque de la obra el que nos muestra la
auténtica cara de cada humorista retratado, más que su ración de
texto en ocasiones autocomplaciente que, en algunos casos,
incluso se queda corto en lo que debieran ser sus objetivos
principales: repasar a fondo al autor. No me extiendo más en el
tema; a continuación se hace un pequeño repaso a todos y cada
uno de los nombres que, imaginemos con qué esfuerzo, Vilabella
ha conseguido reunir para apedrearlos con requerimientos.
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