Buenos días,
queridos compañeros. Me hallo encantado de estar aquí, junto a los
grandes maestros de mi infancia, Quino y Mordillo, admirados mucho más
que yo por mis hijos y mis hijas. A mí nunca me han pedido mis hijos
un dibujo, me han pedido siempre dibujos de Quino o de Mordillo...
Bueno, pues es un honor. Además, es una satisfacción estar con
vosotros y lo es estar en Alcalá, y es una satisfacción hablar del
futuro Museo del Humor.
Para hablar de
museos del humor primero hay que hablar de museos y luego del humor.
Como esto serían muchas conferencias, y haría falta un congreso largo
sobre museos, voy a hablar primero de museos para ver que museos
queremos. Y, lógicamente, cuando uno quiere hablar de museos tiene que
recordar la primera vez que alguien le habló de un museo.
EL MUSEO DEL SASTRE
Yo nací con
Stalingrado, me crié en la España franquista, del hambre, de la Guerra
Civil, del rosario en familia, que entonces comprendía los misterios
gloriosos, dolorosos y gozosos. Todavía no había estos misteriosos que
ha puesto el Papa, los misterios luminosos (que hay que echarle
narices para inventarse los misterios luminosos). Los misterios
dolorosos eran los martes y los viernes, que no se comía carne... o
que había que hacer como que no se comía carne porque ¡nadie comía
carne, porque no había carne! Nosotros comíamos carne de pollo en casa
cuando un camión mataba a alguna de las gallinas que se escapaban a la
carretera y, por entonces, los chavales solíamos empujar a las
gallinas a la cuneta diciéndole a mi madre que allí había muchas
espigas [ risas ] Bueno, esto es un inciso para que veáis cómo era
aquella España.
Yo no sé cómo
estarían los museos en España entonces porque yo me crié en un
pueblecito, en ese de las galletas del que habéis oído hablar [Aguilar
de Campoó, Palencia], en que una multinacional se lleva la fábrica de
galletas; es decir, se lleva la marca y deja la fábrica, lo cual es un
misterio, porque nosotros creíamos que lo importante era la fábrica...
Pues la primera vez que oí hablar de un museo fue en casa del sastre
de mi pueblo. El sastre, como sabéis por los chistes, tenía trabajo
pero no cobraba. Pero este sastre algo debía cobrar porque tenía una
buena casa, y tenía unos hijos bien nutridos, y tenía libros en casa.
Y tenía un libro que le llamábamos El Museo, que traía
desnudos.
Al pueblo, esto del
desnudo, no había llegado entonces. No sé si había llegado a las
ciudades, pero en el pueblo todo el mundo iba vestido y no sabíamos lo
que era el desnudo. Sobre todo el desnudo femenino. El desnudo
femenino, con 10 años [edad suya entonces], en la España del
cincuenta, con aquel hambre que se pasaba, era una cosa de sueño.
Entonces, íbamos a casa de mi amigo el sastre y decíamos: «Andresín,
enséñanos El Museo», y se iba a la biblioteca de su padre,
sacaba un libro grande y empezaba a sacar los desnudos de las “majas”.
¡Si ya las otras eran maravillosas, cómo serían las majas! Aquel libro
lo tenía prohibido, claro.
O sea, que la
primera idea que surge es que el museo era una cosa que solamente
tenía el sastre del pueblo, lo que para mí también era una paradoja:
al hijo del sastre le gustaban los desnudos en vez de los vestidos, lo
cual me parecía asombroso, así como que el sastre tuviera desnudos en
su casa. Hombre, ¡el sastre lo que tenía que tener era vestidos! [
risas ] Claro, lo primero que nos enseñó fue la maja vestida, que para
eso era hijo del sastre. Y cuando nos enseñó la maja desnuda, que
además venía a toda página, en papel cuché, en color (o como decíamos
nosotros: «está en technicolor»)...
Es decir, El
Museo, en casa del sastre, estaba prohibido, tenía desnudos y era
en technicolor.
Estaba prohibido...
Para mí un museo
era un objeto maravilloso, algo que se visitaba con miedo a enfermar,
porque todos los que “visitábamos” esos “museos” adquiríamos las
terribles enfermedades que predicaban los curas, que nos recomendaban
el rezo del rosario y no las “visitas” a los “museos”. El hijo del
sastre enfermaba menos, porque tomaba mucha leche y, claro, como él
estaba todo el día en El Museo, tenía que estar todo el día
reciclando, tomando muchos vasos de leche. [ risas ] La leche estaba
muy barata en el pueblo, había prados, había vacas, había fábrica de
galletas, era una España agraria. Ya ves, una España agraria con un
museo en casa del sastre. Y fijaos qué cosas, algo que es inconsciente
en un niño: el sastre iba y venía a Madrid de vez en cuando, e
imaginábamos que iría a “museos” por ahí, en pensiones y sitios así, a
“museos” de carne y hueso. [ risas ] Y al hombre le gustaba mucho la
caricatura. Tenía un libro de un caricaturista de ABC que se
llamaba Córdoba y tenía una caricatura en su casa, suya, donde estaba
el sastre, allí en la pared, con unos rasgos muy escasos y muy
parecido.
A mí, de la casa
del sastre me gustaba la leche que tomaba el hijo del sastre, El
Museo, evidentemente (que nunca me lo dejaban a solas, la verdad.
Yo decía: «déjamelo prestado», y me contestaba «se entera mi padre y
me mata»), y la caricatura que tenía el sastre ahí. Yo veía al sastre,
miraba a la caricatura y decía: «¡este tío se parece. Qué tiene esta
caricatura que son pocos rasgos y mira cómo se parece al tío este!» Y
me parecía mágico. Lo de El Museo, naturalmente, pero también
la caricatura. Y mira por donde allí cogí yo la vocación de
caricaturista: por la atracción primera de El Museo y luego ver
la caricatura del sastre y el libro que tenía de Córdoba... Le costó
50 duros en el año cincuenta la caricatura aquella. O sea, que el tal
Córdoba ganaba mucho más haciendo caricaturas a los sastres que venían
de provincias que lo que ganaba en ABC, casi seguro, que era
como se ganaban la vida la mayor parte de los artistas de la España de
aquel tiempo.
Esa es la primera
impresión que tengo de un museo y que permaneció para el resto de mi
vida. Para mí, un museo es un lugar reservado, recogido, para verlo en
la intimidad. Tiene que estar prohibido, porque si no está prohibido
va mucha gente, e imagina que en vez de ir a rezar el rosario todo el
pueblo, los misterios, gloriosos, los dolorosos... si estamos todos
con El Museo en la mano, no nos da para “verlo”. [ risas ]
Tienen que ir poco, no es una cosa de mucha gente.
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