«...
no sólo nadie se reiría viendo
quemar gatos como era normal en el siglo XVI por las fiestas de San
Juan, sino que ni siquiera los niños encuentran divertido martirizar
a los animales, como hacían en todas las civilizaciones anteriores.»
LIPOVETSKY
La era del vacío
Si
acudimos a un sociólogo para que nos cuente algo sobre el humor, nos
hablará, muy probablemente, de la burla y el ridículo como mencanismos
de control social. Poco (o nada) más. No se ha escrito gran cosa, y lo
que se ha hecho acaba a menudo limitándose a una nueva disección
(autopsia o vivisección, según el parecer de cada quien) de los
clásicos: Bergson, claro, y Freud, y a veces Baudelaire. Queda Peter
Berger y su Risa redentora como notabilísima excepción aunque el
libro, en lugar de un trabajo sociológico, sea otro de esos deliciosos
ensayos multidisciplinares de inspiración filosófica cristiana con los
que el pensador alemán salpimenta su producción habitualmente (véanse
también Pirámides de sacrificio o Un rumor de ángeles).
En cuanto a los autores postmodernos, diríase que la
mayoría ha preferido practicar el humor en lugar de analizarlo. Y un
humor, por cierto, a veces bordeando la broma pesada, como en el caso de
Baudrillard y aquella Guerra del Golfo inexistente. Aunque Baudrillard,
precisamente, sí trata con cierta atención el fenómeno humorístico y su
relación a las especiales circunstancias de la cultura postmoderna, al
referirse a las que él llama estrategias irónicas. La risa, como
ya sabemos, era una de las respuestas que proponía el Zaratustra
nietzscheano ante el nihilismo y el eterno retorno de lo idéntico.
Por nuestra parte, nos vamos a centrar en otro pensador,
Gilles Lipovetsky, y en particular en uno de los capítulos de su libro
La era del vacío, donde se permite un estudio algo más
pormenorizado del humor y su lugar en la sociedad contemporánea, sea
esta tardío-moderna, postmoderna o postpostmoderna.
¿Qué utilidad tiene ese estudio? ¿Qué interés, para el
lector casual o habitual de Tebeosfera? Cualquiera que haya leído
a uno o dos autores postmodernos estará ya más que advertido del
espíritu caprichoso y saltarín, orgullosamente antiacadémico, con el que
acometen la labor filosófica. Ya lo decía Foucault (puede que en las
primeras páginas de La arqueología del saber): que no nos pidan
una postura coherente, una continuidad de argumento que se mantenga de
libro en libro. Que nos dejen en paz a la hora de escribir. No acudimos
a los postmodernos buscando rigor académico sino ideas salvajes,
intuiciones brillantes, teorías imaginativas (lo cual no quiere decir
que tales ideas, intuiciones y teorías no sean compatibles con el rigor
académico). Así pues, lo que sigue es un comentario de la visión de
Lipovetsky sobre la sociedad humorística: una visión especulativa,
juguetona y contradictoria. Un manojo de hipótesis a menudo
extravagantes, basadas en una interpretación muy subjetiva de la
realidad sociocultural. Quizá haya algo de verdad en ellas. Y quizá haya
quien se atreva a investigarlo.
Antes de nada... ¿qué es la postmodernidad?
En
uno de sus múltiples trabajos de síntesis, Postmodern Social Theory,
George Ritzer afirma que
«hay muchas formas
de caracterizar la diferencia entre los mundos moderno y postmoderno,
pero, como ejemplo, una de las mejores es la diferencia en puntos de
vista sobre si es posible encontrar soluciones racionales (...) a los
problemas de la sociedad» (1997: 6). En otras palabras, la época
postmoderna, la postmodernidad, desespera de la razón, pierde la fe en
la razón.
¿Qué rasgos caracterizan la cultura postmoderna (la cultura de un mundo,
recordemos, que ha dejado de fiarse de la razón)? A juicio de Ritzer
(1997: 8 – 9):
1)
La crítica de
la sociedad moderna y su fracaso en cumplir las promesas que
teóricamente legitimaban el orden de las cosas. De nuevo, el fracaso
de la razón, en tanto la razón ha sido el gran instrumento (o se
supone que lo ha sido) con el que la sociedad moderna pretendía
cumplir esas promesas.
2)
Rechazo
de las grandes explicaciones unitarias y coherentes, llámense
cosmovisiones, metarrelatos, grandes relatos, totalizaciones... La
época moderna ha querido explicar el mundo con grandes teorías de
ambición universal que diesen cuenta, partiendo de unas pocas
premisas clave, de la inabarcable diversidad del mundo empírico.
Esas mismas teorías, de discutible validez explicativa, además de
ofuscar una visión más realista de las cosas, han llegado a
tiranizar a quienes las sostenían, en el momento en que, por
inevitables deficiencias, han cambiado la ambición explicativa por
la pretensión normativa. Ritzer apunta que semejante rechazo, por
parte de los postmodernos, hacia los grandes relatos, no ha obstado
para que ellos mismos propusieran grandes relatos de su cosecha; tal
vez la empresa de explicación del mundo gravita, por naturaleza,
hacia la construcción de grandes relatos que expliquen la mayor
cantidad de fenómenos con la menor cantidad de elementos de partida
(véase, a ese respecto, la interpretación de la historia de la
filosofía que plantea Matthew Stewart, 2002; humorista, autor de un
único libro y partícipe de muchos de los planteamientos postmodernos
aunque critique a más de un padre fundador postmoderno por defender
sus propios grandes relatos).
3)
Énfasis en
fenómenos premodernos: emoción, sentimientos, intuición,
especulación, metafísica, hábitos y costumbres, experiencia
personal, tradición, cosmología, magia, mito... En última instancia,
se trata de una labor de rescate de elementos de la experiencia
humana que la sociedad moderna había desestimado por cuanto entraban
en contradicción con las bases sobre las que se asentaba su
proyecto.
4)
Desafío
a los límites modernos. En otras palabras, crítica del
sistema de categorías que ordenaba la sociedad moderna. Se rechazan
definiciones, barreras entre disciplinas (académicas y no
académicas), se pone en tela de juicio la diferencia entre realidad
y ficción. No es simplemente un ataque al vocabulario moderno; es un
ataque a una forma de ordenar el mundo.
5)
Atención a la
periferia de la sociedad, no a su centro, considerando el centro
como aquellas instancias más eminentes y visibles que
hipotéticamente tienen mayor importancia en una sociedad. Es decir,
observar y estudiar, por ejemplo, las prácticas cotidianas de un
grupo marginal en lugar del gobierno de una nación.
Este
puede ser, pues, el universo cultural en el que se inscribiría el
peculiar género de humor que quiere caracterizar Lipovetsky.
La
sociedad humorística
Cómo la muerte de Dios se convierte en comedia negra
Desde el principio, Lipovetsky afirma, con ese
entusiasmo monocromo que embarga a todos los que alguna vez han creído
encontrar una clave esencial
para comprender el mundo, que la sociedad contemporánea puede ser
definida como fundamentalmente humorística, que el humor es un
componente de máxima importancia en dicha sociedad:
«... el fenómeno no puede circunscribirse ya a la producción expresa
de los signos humorísticos, aunque sea al nivel de una producción de
masa; el fenómeno designa simultáneamente el devenir ineluctable de
todos nuestros significados y valores, desde el sexo al
prójimo, desde la cultura hasta lo político, queramos o no. La
ausencia de fe posmoderna, el neo-nihilismo que se va configurando
no es atea (sic) ni mortífera, se ha vuelto humoristica»
(Lipovetsky, 1986: 136-137).
Por de pronto encontramos ecos de Nietzsche y su
Zaratustra; volvemos a escuchar el derrumbarse de la razón como último
gran objeto de fe, en tanto la fe religiosa está sencillamente fuera de
consideración (“la ausencia de fe postmoderna no es atea”). La
incredulidad de nuestros tiempos, ese estar de vuelta de todo que supone
desesperar de la capacidad humana para influir en la solución de los
problemas de la especie (ya sea rezando y obedeciendo los mandamientos
del Creador, ya sea valiéndose de las armas de la razón, analizando
situaciones, diagnosticando errores y planificando vías de acción), y
que lo impregna todo hasta el punto de ser característica sustantiva de
la cultura contemporánea, favorece antes una expresión humorística que
el despliegue de dramatismo desesperado.
El humor ha existido siempre, naturalmente, bajo una
forma u otra, pero es únicamente en la sociedad occidental contemporánea
que toma constante posición de primera fila. En el pasado, lo
humorístico hacía acto de presencia en momentos aislados, ocupaba su
nicho específico, mayor o menor según los particulares empíricos de cada
caso, en el espacio y el tiempo. Ahora, de la misma forma que el proceso
de des-diferenciación cuya importancia privilegia Lash (1990) supone la
omnipresencia de la cultura, el humor impregna muchos ámbitos de lo
social que antes le estaban vedados:
«... si cada cultura desarrolla de manera preponderante un esquema
cómico, únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada
humorística, pues sólo ella se ha instituido globalmente bajo la
égida de un proceso que tiende a disolver la oposición, hasta
entonces estricta, de lo serio y lo no serio; como las otras grandes
divisiones, la de lo cómico y lo ceremonial se difumina, en
beneficio de un clima ampliamente humorístico. Mientras que a partir
de las sociedades estatales, el cómico se opone a las normas serias,
al Estado, representando para ello otro mundo, un mundo carnavalesco
popular en la Edad Media, mundo de la libertad satírica del espíritu
objetivo desde la edad clásica, en la actualidad esa dualidad tiende
a difuminarse bajo el empuje invasor del fenómeno humorístico que
incorpora todas las esferas de la vida social, mal que nos pese»
(Lipovetsky, 1986: 137).
Como se ha señalado, esto no siempre ha sido así; es un
desarrollo característico de nuestro tiempo y por eso puede emplearse
para definirlo y distinguirlo de épocas pasadas, llamando a la nuestra
“sociedad humorística”. Lipovetsky identifica una serie de etapas en el
devenir que conduce al actual orden de cosas. Perpetuando la muy
extendida costumbre de articular la historia en trípticos, marca tres
fases:
1) Edad Media: aquí «la cultura cómica
popular está profundamente ligada a las fiestas, a las celebraciones
de tipo carnavalesco que, dicho sea de paso, llegaban a ocupar tres
meses al año. En ese contexto, lo cómico está unificado por la
categoría de ‘realismo grotesco’ basado en el principio del
rebajamiento de lo sublime, del poder, de lo sagrado, por medio
de imágenes hipertrofiadas de la vida material y corporal»
(Op. Cit: 138).
La comicidad medieval confirma la estructura social haciendo mofa
episódica de sus posiciones más altas. Es un humor en el que prima
la escatología, en su sentido más físico:
«Toda la comicidad medieval se vuelve imaginación grotesca que no
debe confundirse con la parodia moderna, de alguna manera
desocializada, formal o ‘estetizada’. La transformación cómica por
el rebajamiento es una simbología por la que la muerte es
condición de un nuevo nacimiento. Al invertir lo de arriba y lo de
abajo, al precipitar todo lo que es sublime y digno en los abismos
de la materialidad se prepara la resurrección, un nuevo comienzo
desde la muerte. Lo cómico medieval es ‘ambivalente’, siempre se
trata de dar muerte (rebajar, ridiculizar, injuriar, blasfemar) para
insuflar una nueva juventud, para iniciar la renovación» (Op. Cit.:
138-139).
Semejante festival escatológico se pone en marcha, en realidad, para
hacer material lo inmaterial. Las ideas platónicas se encarnan por
un día en la corrupción del mundo fluido de Heráclito, se marchitan
y mueren en un festival de carcajadas, para renacer tan poderosas
como siempre al día siguiente. La comicidad medieval es, en última
instancia, confirmación de la metafísica, confirmación de la fe.
Recordando al Juan de Mairena machadiano, sólo está viva la fe de un
pueblo que blasfema; los demás no se toman la molestia de rebajar
una divinidad en la que no creen realmente.
2) En la Edad Clásica el humor comienza a especializarse,
pues «el proceso de descomposición de la risa de la fiesta popular
está ya engranado mientras se forman los nuevos géneros de la
literatura cómica, satírica y divertida alejándose cada vez más de
la tradición grotesca. La risa, desprovista de sus elementos
alegres, de sus groserías y excesos bufos, de su base obscena y
escatológica, tiende a reducirse a la agudeza, a la ironía pura
ejerciéndose a costa de las costumbres e individualidades típicas.
Lo cómico ya no es simbólico, es crítico, ya sea en la
comedia clásica, la sátira, la fábula, la caricatura, la revista o
el vodevil» (Op. Cit.: 139).
El humor ya no es patrimonio popular, generalizado, impersonal como
lo era antes. Una invención de la modernidad entra en escena para
apropiarse del humor y ponerlo a su servicio: el individuo. A partir
de ahora, el humor servirá tanto para satisfacer las necesidades
nuevas de esta criatura inédita como para reafirmar su realidad:
«...lo cómico entra en su fase de desocialización, se privatiza y se
vuelve ‘civilizado’ y aleatorio. Con el proceso de empobrecimiento
del mundo carnavalesco, lo cómico pierde su carácter público y
colectivo, se metamorfosea en placer subjetivo ante tal o cual hecho
cómico aislado, y el individuo permanece fuera del objeto de
sarcasmo, en las antípodas de la fiesta popular que ignoraba
cualquier distinción entre actores y espectadores, que implicaba al
conjunto del pueblo mientras duraban los festejos» (Op. Cit.: 139).
El humor, en realidad, está al servicio de una nueva fe, la fe
ilustrada, la fe en la razón; el humor es herramienta para atacar
los residuos del pasado que amenazan con poner freno al reluciente
vehículo del progreso (lo cómico ya no es simbólico, es crítico).
La luz de la ilustración alcanza también el humor, lo limpia, lo
despoja de vulgaridades, le saca brillo, lo ordena y lo empaqueta en
su correspondiente clasificación etiquetada:
«Simultáneamente a esa privatización, la risa se disciplina:
debe comprenderse el desarrollo de esas formas modernas de la risa
que son el humor, la ironía, el sarcasmo, como un tipo de control
tenue e infinitesimal ejercido sobre las manifestaciones del cuerpo,
análogo al adiestramiento disciplinario que analizó Foucault (...).
En las sociedades disciplinarias, la risa, con sus excesos y
exuberancias, está ineluctablemente desvalorizada, precisamente la
risa, que no exige ningún aprendizaje: en el siglo XVIII, la risa
alegre se convierte en un acto despreciable y vil y hasta el siglo
XIX es considerada baja e indecorosa, tan peligrosa como tonta, es
acusada de superficialidad e incluso de obscenidad» (Op. Cit.:
139-140).
3) Y, naturalmente, una última etapa de postmodernidad, donde
desaparece la comicidad instrumental a favor de un humor hedonista e
irresponsable que tiene al placer por todo principio de utilidad.
«Nos encontramos ahora más allá de la era satírica y de su comicidad
irrespetuosa. A través de la publicidad, de la moda, de los gadgets,
de los programas de animación, de los comics, ¿quién no ve
que la tonalidad dominante e inédita de lo cómico no es sarcástica
sino lúdica? El humor actual evacúa lo negativo característico de la
fase satírica o caricaturesca. La denuncia burlona correlativa de
una sociedad basada en valores reconocidos es sustituida por un
humor positivo y desenvuelto, un cómico teen-ager a base de
absurdidad gratuita y sin pretensión» (Op. Cit.: 140).
El
paradigma de cómico profesional de la etapa postmoderna muy bien puede
ser Steve Martin (para muestra de su producción literaria, notablemente
postmoderna, véase Martin, 1997, 1998 y 2001): el humorista que
representa el absurdo de la era de la abundancia, que caricaturiza sin
saña (¿para qué?) al americano blanco y su obsesión con el sexo y el
dinero. Es digno de destacar que cuando Lash (1990), en las primeras
páginas de su estudio sobre sociología del postmodernismo, quiere
distanciarse de las proclamas más apocalípticas del pensamiento que está
analizando, se describe a sí mismo como un americano normal al que le
gusta reírse con Steve Martin. Curiosamente, para Lipovetsky es
característico de la sociedad postmoderna ese humor en absoluto
atormentado, que es puro gozo superficial:
«El
humor de masa no se fundamenta en la amargura o la melancolía: lejos de
enmascarar un pesimismo y ser la ‘cortesía de la desesperación’, el
humor contemporáneo se muestra insustancial y describe un universo
radiante» (Op. Cit.: 140).
Un
humor, para más detalles, extravagante, hiperbólico, que no finge
indiferencia y desapego. Y un humor omnipresente, que se convierte en
valor de cambio: «El humor, desde ahora, es lo que seduce y acerca a los
individuos: Woody Allen está clasificado en el hit parade de los
seductores de Play Boy» (Op. Cit.: 141). Probablemente Lipovetsky,
víctima satisfecha de esa enfermedad tan común que es la megalomanía
filosófica, exagera para mayor claridad expositiva: todo es humorístico
porque su teoría es esa. De cualquier forma, el proceso de
des-diferenciación hace del humor un recurso al alcance de cualquier
fortuna, un lenguaje universal, válido allí donde haya llegado la ola de
la postmodernidad:
«El
humor dominante ya no se acomoda a la inteligencia de las cosas y del
lenguaje, a esa superioridad intelectual, es necesario (sic) una
comicidad discount y pop desprovista de cualquier supereminencia
o distancia jerárquica» (Op. Cit.: 141).
El
humor postmoderno banaliza cuanto toca, lo desubstancializa, y en última
instancia, si acaso consigue algún dominio sobre el mundo (como era la
pretensión del humor en la época clásica), es ante todo para ponerlo al
servicio (lúdico) de las personas. En la ficción no se admira el pathos
del héroe, sino su ironía: «El ‘nuevo’ héroe no se toma en serio,
desdramatiza lo real y se caracteriza por una actitud maliciosamente
relajada frente a los acontecimientos» (Op. Cit.: 142).
Aparece además, a entender de Lipovetsky, una exigencia de variedad, de
creatividad, de novedad constante. Pasó el tiempo en el que la gente se
reía invariablemente de las mismas bromas, el humor en la época
postmoderna exige espontaneidad y naturalidad. Esto (como el grueso de
su teoría, para qué nos vamos a engañar) es refutable, o de lo
contrario, fenómenos como el de Chiquito de la Calzada y tantos otros
cómicos cuyo éxito popular radica en la repetición mecánica de consignas
recurrentes tendrían que catalogarse, desde el punto de vista de
Lipovetsky, como supervivencias residuales del humor medieval.
Podríamos, de hecho, entender el “humor postmoderno” cual lo define
Lipovetsky como un tipo ideal weberiano, pero tampoco parece necesario
entrar en precisiones academicistas que ni el mismo autor, en su frenesí
teórico, se toma la molestia de apuntar.
El proceso de des-diferenciación postmoderno que
desintegra la diferenciación moderna no supone una vuelta atrás al humor
premoderno, a una comicidad semejante a la medieval, sino la aparición
de una nueva forma carácterística de la sociedad postmoderna:
«La actitud posmoderna está menos ávida de emancipación seria que de
animación desenvuelta y personalización fantasista. Ese es el
secreto de este retorno relajado a lo carnavalesco: no es una
recuperación de la tradición, sino un efecto típicamente narcisista,
hiper-individualizado, espectacular, que da lugar a una sobrepuja de
máscaras, de oropeles, de disfraces y atavíos heteróclitos. La
‘fiesta’ posmoderna: medio lúdico de una sobrediferenciación
individualista y que con todo no deja de ser ansiosamente serio
por la búsqueda aplicada y sofisticada que comporta» (Op. Cit.:
143).
El humor moderno, el azote de mediocres, pierde poder
corrosivo por carecer toda crítica de una alternativa sólida que
ofrecer; ya no puede emplearse religión o razón para arremeter contra
los vicios ajenos, y en semejante clima de relativismo, todo lo que cabe
es una comicidad festiva, tan comunitaria como puede serlo partiendo de
un principio personal hedonista.
Y al tiempo que se abandona al Otro como blanco de los
dardos humorísticos, aparece el Uno Mismo como materia prima para la
comedia, el humor autorreflexivo; cuando ya no hay certezas absolutas,
ni líneas de comportamiento correcto refrendadas por un criterio último
cual la supuestamente difunta razón, todo lo que puede hacerse con el
propio periplo vital es un comentario irónico.
«Correlativamente, el Yo se convierte en blanco privilegiado del
humor, objeto de burla y de autodepreciación, como explicitan las
películas de Woody Allen. El personaje cómico ya no recurre a lo
burlesco (...), su comicidad no proviene ni de la inadaptación ni de
la subversión de las lógicas, proviene de la propia reflexión, de la
hiperconciencia narcisista, libidinal y corporal» (Op. Cit.:
144-145).
Esta
nueva comicidad autorreflexiva es incesantemente consciente; en lugar
del traspiés y la cáscara de plátano, el humor postmoderno apuesta por
presentar en su protagonista una exposición de elementos risibles que,
si bien no son del todo voluntarios, sí son voluntarios en su
exposición.
«El personaje burlesco es inconsciente de la imagen que ofrece al
otro, hace reír a pesar suyo, sin observarse, sin verse actuar, lo
cómico son las situaciones absurdas que engendra, los gags que
desencadena según un mecanismo irremediable. Por el contrario, con
el humor narcisista, Woody Allen hace reír, sin cesar en ningún
momento de analizarse, disecando su propio ridículo, presentando a
sí mismo y al espectador el espejo de su Yo devaluado. El Ego, la
conciencia de uno mismo, es lo que se ha convertido en objeto de
humor y ya no los vicios ajenos o las acciones descabelladas» (Op.
Cit.: 145).
El
humor postmoderno, en resumen, es omnipresente, festivo, hedonista,
inofensivo, individualista, autorreflexivo y autoconsciente. La
omnipresencia de lo cómico, sin embargo, no hace de la sociedad una
orgía continua de carcajadas. Muy al contrario, la proliferación del
humor, nos dice Lipovetsky, conduce progresivamente a la liquidación de
la risa, disminuye la propensión a reír:
«Concentrado en sí mismo, el hombre posmoderno siente
progresivamente la dificultad de ‘echarse’ a reír, de salir de sí
mismo, de sentir entusiasmo, de abandonarse al buen humor. La
facultad de reír mengua, ‘una cierta sonrisa’ sustituye a la risa
incontenible: la ‘belle époque’ acaba de empezar, la civilización
prosigue su obra instalando una humanidad narcisista sin
exuberancia, sin risa, pero sobresaturada de signos humorísticos» (Op.
Cit.: 146-147).
Tal
es la tensión entre lo festivo / hedonista y lo autorreflexivo y
autoconsciente; Lipovetsky subraya la dificultad para el entusiasmo,
para el abandono. El humor postmoderno, provocado por la constatación de
la inefectividad de los arreos del pasado para dominar el mundo
(religión y razón), es, en realidad, una última herramienta, si no de
dominio, de control. Una forma de mantener a raya el abismo nihilista.
Sigue en parte 2 > |