De cómo el
tren del progreso avanza a golpe de carcajada
¿Es
el humor un instrumento de coerción social? Ya dijimos que cuando se
trata del humor o la risa en una obra sociológica, el fenómeno al que se
suele atender (casi exclusivamente) es al control social por medio del
ridículo. Se restringe, pues, el estudio al humor aristotélico, a la
risa de superioridad, a la carcajada que señala una situación de
desigualdad. Hay, sin embargo, otras formas de humor que pueden limar
los bordes más afilados de las estructuras sociales y hacerlas
tolerables a quienes tienen que vivir dentro de ellas:
«Por
el relajamiento o distensión de los mensajes que engendra, el código
humorístico forma parte del amplio dispositivo polimorfo que, en
todas las esferas, tiende a personalizar las estructuras rígidas y
las obligaciones. En vez de las conminaciones coercitivas, de la
distancia jerárquica y de la austeridad ideológica, se dan la
proximidad y desenfado humorísticos, lenguaje de una sociedad
flexible y abierta»
(Op. Cit.: 156).
Algo
más arriba, veíamos que Lipovetsky percibe el humor de las sociedades
postmodernas ausente de pathos. ¿Quiere eso decir que en tales
sociedades ya no hay lugar para la angustia? En absoluto:
«Hay tantas más representaciones alegres cuanto más monótono y pobre
es lo real; la hipertrofia lúdica compensa y disimula la angustia
real cotidiana. En realidad el código humorístico aspira al
relajamiento de los signos y a despojarlos de cualquier gravedad;
dicho código resulta el verdadero vector de democratización de los
discursos mediante una desubstancialización y neutralización
lúdicas» (Op. Cit.: 158).
A
fin de cuentas, no parece plausible el nihilismo sin un mínimo de
desesperación; la sociedad postmoderna padece males característicos y le
aplica remedios característicos, pues «el sense of humor consiste
en subrayar el aspecto cómico de las cosas sobre todo en los momentos
difíciles de la vida» (Op. Cit.: 158). Tal vez por eso, en una sociedad
particularmente caída en desgracia de los dioses y sus certezas, «el
humor se convierte en una cualidad exigida al otro» (Op. Cit.: 160), y
esa omnipresencia de lo festivo no indique felicidad, sino una
implacable ocultación de su antítesis.
La
pérdida de la fe salpica, como hemos señalado antes, también a las
ideologías. La política de una sociedad humorística tiene, por
obligación, que adoptar formas nuevas, desconocidas hasta la fecha:
«Después de la fase de afirmación gloriosa y heroica de las
democracias en que los signos ideológicos han rivalizado en énfasis
(la nación, la igualdad, el socialismo, el arte por el arte) con los
discursos jerárquicos destronados, entramos en la era democrática
posmoderna que se identifica con la desubstancialización humorística
de los principales criterios sociales» (Op. Cit.: 162).
La
política se convierte casi explícitamente en circo de entretenimiento.
Lipovetsky cita el caso del cómico francés Coluche, que llegó a ser
candidato presidencial en su país después de una flamante carrera
artística construida las más de las veces a base de patochadas y sal
gruesa. Lipovetsky, cuyo texto es contemporáneo del suceso, afirma que
«todo el mundo está contento de que un payaso profesional ocupe la
escena política, puesto que ésta se ha convertido ya en un espectáculo
burlesco» (Op. Cit.: 163).
Una
vez alcanzada la mayoría de grandes reivindicaciones sociales del
pasado, las banderas comunes que podían convocar tras de sí
considerables movimientos colectivos, las aspiraciones políticas del
presente se acercan gradualmente a lo esperpéntico, al particularismo
exacerbado propio de una sociedad hedonista donde todos exigen carta de
naturaleza para sus rasgos personales y construyen comunidades
minúsculas partiendo de criterios que bordean el capricho:
«Más directamente aún, con el desmembramiento de los particularismos
y la sobrepuja minoritaria de las redes y asociaciones (padres
solteros, lesbianas toxicómanas, asociaciones de agorafobos o de
claustrofobos, de obesos, calvos, feos y feas, lo que Roszak llama
la ‘red situacional’), el propio espacio de la reivindicación social
toma una coloración humorística. Comicidad debida a la
desmultiplicación, a la miniaturización interminable del derecho a
las diferencias; a la manera de la broma de las cajitas que esconden
otras cajitas cada vez más pequeñas, el derecho a la diferencia no
cesa de desengastar los grupos, de afirmar microsolidaridades, de
emancipar nuevas singularidades en la frontera de lo infinitesimal.
La representación humorística viene con el exceso pletórico de las
ramificaciones y subdivisiones capilares de lo social» (Op. Cit.:
164).
Naturalmente, esa primacía de lo particular impregna
también nuestra forma de percibir a los demás y, por tanto, la
interacción social en su escala más básica. La muerte de la razón como
instancia legitimadora de las acciones individuales da paso al
hedonismo, al principio de placer, a la primacía de las preferencias
personales. Por necesidad, esa sucesión de funciones tiene que hacerse
patente en todo el cuerpo social:
«Así como la dispersión polimorfa de los grupos humoriza la
diferenciación social, también el hiperindividualismo de nuestro
tiempo tiende a suscitar una aprehensión del prójimo con tonalidades
cómicas. A fuerza de personalización, cada uno se convierte para sus
semejantes en un animal curioso vagamente extraño y no obstante
desprovisto de misterio inquietante: el otro como teatro absurdo» (Op.
Cit.: 165).
Y a
partir de los niveles más simples de interacción podemos ascender a
estadios más complejos, en los que se define la concepción misma de la
ciudadanía y la comunidad sociopolítica, pues: «...el modo de
aprehensión del otro no es ni la igualdad ni la desigualdad, es la
curiosidad divertida, de manera que cada uno de nosotros se ve condenado
a parecer a corto o largo plazo extraño, excéntrico ante los otros» (Op.
Cit.: 166).
De
esta forma, la convivencia acaba por fundamentarse en la disimilitud y
en la extravagancia del prójimo. Una extravagancia que es en sus
manifestaciones diferente a la nuestra, pero en su principio, idéntica,
pues se basa en la presunción a priori de respetabilidad para todo
comportamiento
que produzca placer y bienestar a su agente. Insiste Lipovetsky:
«... la sociedad que estaba abocada gracias a la igualdad a armonizarse
sin heterogeneidad ni desemejanza, está en vías de transformar al
otro en extranjero, en un verdadero y estrambótico mutante; la
sociedad basada en el principio del valor absoluto de cada persona
es la misma en que los seres tienden a volverse zombis
inconsistentes o cómicos» (Op. Cit.: 167).
¿Es
esa la sombra
del
ciudadano postmoderno? Perdidos los lenguajes comunes del pasado (mitos,
religión, razón), ¿está condenado el individuo a no poder comunicar el
contenido de sus actos, a ser eternamente incomprendido salvo por
aquellas otras escasas almas perdidas que comparten su placer? ¿Está
condenado a no comprender a sus semejantes? La respuesta de Lipovetsky
no puede estar más alejada de la de, pongamos, un McIntyre: la base
común es ese vago ideario hedonista-democrático, para el cual toda
ocupación placentera es legítima en tanto no interfiera en la libre
elección ajena; a partir de ahí, los lenguajes se dispersan y se hacen
tanto más incompatibles cuanto más lejos se lleva el principio de
partida.
¿Qué
lenguaje común reconcilia todas esas diferencias? ¿Qué lenguaje común
evita la dispersión absoluta, la desintegración de lo social en un
hervidero de “nacionalidades” extravagantes? Principalmente, el
comentario humorístico autorreflexivo que, por su propia naturaleza
lúdica, recuerda el principio personal hedonista común a toda la
variedad:
«A mayor reconocimiento igualitario, mayor diferenciación
minoritaria y más el encuentro interhumano se hace extrañamente
chusco. Estamos destinados a afirmar cada vez más una igualdad
‘ideológica’ y simultáneamente a sentir unos (sic) heterogeneidades
psicológicas crecientes. Después de la fase heroica y universalista
de la igualdad, aunque estuviera evidentemente limitada por grandes
diferencias de clase, llega la fase humorística y particularista de
las democracias en las que la igualdad se burla de la igualdad» (Op.
Cit.: 167).
¿Hay un
humor postmoderno?
La teoría de Lipovetsky sería significativa y más que digna de
atención para todo estudioso del humor aunque sólo fuera por la
seguridad con la que postula dos afirmaciones:
1)
Que
la sociedad postmoderna es específicamente humorística. Esto es, hay una
serie de rasgos variados que caracterizan lo que se conoce como sociedad
postmoderna, y uno de ellos, y no uno de los menos importantes, es su
carácter humorístico.
2)
Que hay un humor
específico de la sociedad postmoderna. Esto es, que el humor propio de
la sociedad postmoderna y que, tal como se afirma en el punto anterior,
define en cierta medida dicha sociedad, es esencialmente diferente a las
formas de humor que pueden encontrarse en otras sociedades, en otros
espacios, en otros tiempos.
He
aquí, resumidos y ordenados, los rasgos característicos del humor
postmoderno, tal como él lo define:
1)
Omnipresencia.
El humor postmoderno lo impregna todo, se adentra en terrenos hasta
ahora vedados para el discurso de su género. En épocas anteriores,
el humor era una explosión episódica (tal que la fiesta medieval) o
una herramienta identificada y claramente ubicada en el almacén de
recursos de la razón (tal que el humor ilustrado). Si nos atenemos
al ámbito de los productos de consumo cultural, observamos como la
ironía penetra en géneros que dejan de tomarse del todo en serio a
sí mismos y que sólo son aceptados por el público cuando hacen un
guiño a su inteligencia por medio de comentarios autorreflexivos
(como ejemplos, Jackson, 1995, Sclavi, 1991, 1994, 1997, 2002,
Shaffer, 1972, 1983, Stewart, 2002, y Wilson, 1998; o en el cine,
la serie Scream).
2)
Hedonismo.
El humor, aunque, como ya hemos visto, sirva a propósitos diversos,
sólo se justifica explícitamente por sí mismo. Se tiene por un fin
en sí mismo. No se considera un humor instrumental, no es algo que
necesite excusas; toda la razón de ser que necesita es el placer, la
diversión, el gozo que proporciona.
3)
Ausencia superficial de angustia.
El humor postmoderno, por razón del principio hedonista expuesto en
el punto anterior, renuncia de partida a mostrar en primer plano los
aspectos oscuros o desagradables de la realidad. Le interesa lo
lúdico, lo brillante, lo festivo, lo espectacular, lo estrafalario,
lo llamativo.
4)
Habilidad social.
El humor, en la sociedad postmoderna, se convierte en lenguaje
universal y, por tanto, en una habilidad social más que hay que
dominar para desenvolverse exitosamente en el entorno. El humor se
hace componente necesario en la comunicación interpersonal y deviene
arma de seducción, quizá no suficiente por sí sola para conseguir un
objetivo dado, pero sí necesaria.
5)
Igualitarismo.
Aristóteles afirmó que,
mientras la tragedia es el espectáculo de las desgracias que
acontecen a personajes superiores al espectador (y que, por ello,
tiene un efecto conmovedor), la comedia es el espectáculo de las
desgracias que acontecen a personajes inferiores al espectador (y,
por ello, tiene un efecto hilarante). Si en todo humor existiese un
componente de desigualdad, en el humor postmoderno, opina Lipovetsky,
dicho componente está reducido al mínimo: el humor nace del
espectáculo de la diversidad, y aunque la propia diversidad sea
objeto de comedia (pues, como dice Lipovetsky, la igualdad se ríe de
la igualdad), en última instancia hay, por necesidad, un respeto
esencial a dicha diversidad. Cabe suponer, no obstante, que el humor
postmoderno no es tan suave cuando toma por objeto comportamientos
ajenos a la sociedad postmoderna y que, por tanto, sí son
susceptibles de observación desde una perspectiva superior.
6)
Presencia soterrada de angustia.
El humor postmoderno es, después de todo, el humor de una época que
ha perdido las certezas. Si bien, como hemos dicho, en su superficie
todo es color, fiesta y alegría irresponsable, persiste un fondo de
nihilismo angustiado. La fiesta postmoderna no puede presumir del
abandono dionisíaco de la fiesta medieval; lo lúdico postmoderno es
necesariamente tenso, pues oculta un abismo existencial y, por su
propia proliferación (por esa omnipresencia que hemos señalado en el
primer punto), el efecto cómico se diluye, se dispersa.
7)
Variedad y novedad.
La superficie colorida y dicharachera del humor postmoderno implica,
además, la necesidad de una sensación constante de diversidad, de
cambio, de novedad interminable. No vale la repetición monótona de
un mismo recurso humorístico. Para funcionar, el humor
postmoderno tiene que ser, cuando menos en apariencia, proteico.
8)
Individualismo.
El hedonismo postmoderno es un hedonismo individual, basado en el
placer individual, que deriva de la obtención de los objetos de
deseo personales. El humor postmoderno es comunitario en tanto sirve
de lenguaje común para comunicar todas esas individualidades
diferentes, inmersa cada una en su propia empresa de placer, pero el
punto de partida para el diálogo es el reconocimiento respetuoso de
la realidad de esas diferencias.
9)
Autorreferencia.
El humor postmoderno tiene por objeto privilegiado al propio
humorista, sea profesional o no. Incluso cuando comenta el
comportamiento de un individuo distinto del comentarista,
el fondo de la cuestión es la relación con la propia opción personal
de quien habla. Uno de los grandes problemas con que se encuentra
una sociedad que ha desechado los grandes relatos, repetimos, es el
vacío que genera en la legitimación de acciones, en las herramientas
de valoración y los criterios para la toma de decisiones sobre la
propia existencia. Comentando el absurdo de las decisiones ajenas
(que son absurdas en cuanto carecen de una razón última que las
justifique), comentamos el absurdo de las nuestras.
10)
Utilidad.
Ya hemos señalado que el humor es, en la sociedad postmoderna, una
habilidad social y una herramienta de seducción. Esto quiere decir
que, en última instancia, es un instrumento que puede ser utilizado
para obtener fines diversos (partiendo de que, aunque se produzca un
vacío en el sistema de ideas a la hora de justificar los fines,
dichos fines siguen existiendo). Lipovetsky propone el ejemplo
bastante obvio de la publicidad: el humor sirve para vender
productos, haciendo mofa de la propia noción de la promoción y venta
de productos. Sabemos que dicha actividad no tiene un sentido
último, como tampoco lo tiene la existencia (o que no somos capaces
de ponernos de acuerdo respecto a un sentido último; a efectos
sociológicos, eso es lo que cuenta); la publicidad persiste en esa
actividad carente de sentido último, pero indica que es consciente
de que carece de sentido último.
11)
¿Función?
El punto anterior señala una posibilidad de alcance un tanto
superior. En la medida en que el humor es útil, o, cuando
menos, utilizable... ¿es posible que cumpla una función social (o
varias) reconocible(s)? Nuestra hipótesis: sí, aunque no
exclusivamente. El humor oficia de sistema ideológico de
legitimación subsidiario (¿y transitorio?) y ayuda a mantener la
cohesión social en una época en la que el vínculo comunitario, en su
sentido espiritual,
se presenta especialmente débil. En otras palabras, el humor viene a
suavizar y a hacer aceptable el vacío que han dejado los grandes
relatos al desmoronarse (recordemos a Lyotard). No es,
evidentemente, el único elemento que cumple dicha función; para
empezar, cabe la duda de que los grandes relatos hayan desaparecido
por completo. Pese a todo, hay esa percepción de vacío, de
debilidad, de nihilismo y el humor contribuye a hacerla tolerable.
Las construcciones ideológicas que sustentaban la práctica cotidiana
de las sociedades occidentales se han demostrado insuficientes; el
humor colabora para que, pese a todo, tal práctica cotidiana se
mantenga, comentando su absurdo esencial y convirtiéndolo en placer
cómico.
Estas son, pues, las intuiciones nada metódicas de Lipovetsky, expuestas
hace cerca de veinte años. ¿Se atreverá algún científico riguroso a
poner a prueba estas hipótesis o quedarán olvidadas como tantos otros
caprichos intelectuales del ensayismo postmoderno?
Por
arbitrarias que sean sus clasificaciones,
por desmesurada que sea la ambición explicativa de sus páginas, en ellas
encontramos herramientas de cierta utilidad analítica. En su propuesta
de desarrollo histórico del humor en tres estadios (medieval, ilustrado
y postmoderno) nos ofrece tres tipos ideales válidos para el estudio de
la realidad contemporánea. Véase, a tal efecto,
lo escrito por Chumy Chúmez (1998) como epitafio para La Codorniz
(y, de camino, para su propia Hermano Lobo) en un reciente
volumen recopilatorio: el viejo semanario humorístico murió comido por
las polillas cuando los lectores empezaron a encontrar insuficiente la
crítica tibia de La Cárcel de Papel de Acevedo y otros
atrevimientos menores de Álvaro de Laiglesia. La partida la ganó
Hermano Lobo, pero sólo para reinar durante un tiempo y morir más
adelante, establecida la democracia y, por así decirlo, logrado el
objetivo ansiado por la mayoría. Bastantes años atrás, Miguel Mihura
(fundador de La Codorniz, genio con todas las de la ley y
partidario de un humor que se podría catalogar perfectamente como
postmoderno ateniéndonos a los criterios de Lipovetsky) discutía
agriamente con el nuevo director de su revista, De Laiglesia, porque
encontraba desagradable e innecesaria la timidísima atención a la
realidad social que empezaba a prestar la revista. El humor “moderno” o
“ilustrado” necesita un blanco contra el que cargar, y sólo es comercial
cuando hay una proporción suficiente del público que está de acuerdo con
la pertinencia de dicho blanco. Cuanto mayor es el desencanto político,
cuanta menos fe tenemos en nuestra capacidad de cambiar las cosas (para
mejor, claro) haciendo uso de la razón... más se parece nuestro humor a
lo que describe Lipovetsky.
Ahora, habría que mirar el quiosco, la televisión, el
cine... y preguntarnos qué humor es el que más vende. Y por qué...
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