De profesión, guionista.
No es infrecuente, cuando de profesionales de
diversos campos y ocupaciones se trata, que se produzca un algo
burdo ejercicio de simplificación por el cual el personal de cada
rama de actividad queda encuadrado en dos grupos diferentes: el de
los “artistas”, formado por aquellos individuos dotados de un
toque genial, que les hace brillar sin (aparentemente) demasiado
esfuerzo, y el de los “artesanos”, engrosado por laboriosos y
dedicados cultivadores de su disciplina, poseedores de una
regularidad y eficacia exenta de los aspavientos que a veces
adornan a los miembros del primer grupo.
En el caso del guionista neoyorquino Gerard Conway
(1952), protagonista de uno de los momentos más intensos de las
viñetas de los setenta, su trabajo quedaría afecto, más bien, a
ese último grupo.
Esa década, que asistió a la ascensión de una
generación de creadores irrepetible en la historieta
estadounidense, contempló también la madurez del trabajo de un
elenco de guionistas que tomaron el relevo de Stan Lee. Liderados
por Roy Thomas (Conan), veteranos como Archie
Goodwin (Manhunter), profesionales comprometidos como
Denny O’Neil (Green Lantern) o jóvenes emergentes
como Len Wein (Swamp Thing), a los que se sumaba el
imberbe Gerry Conway (Spider-Man), nos iban a
brindar un ramillete de historias míticas que impulsaban al comic
book hacia nuevos hitos de excelencia.
Apadrinado por Thomas, nuestro hombre no iba a
tardar en corresponder a la confianza depositada en un
prácticamente adolescente (con 19 años se hizo cargo de la serie
estrella de La Casa de las Ideas, The Amazing Spider-Man,
sucediendo nada menos que al jefe, Stan Lee). Nadie podía imaginar
en ese momento el nivel de intensidad dramática que el equipo
creativo de la serie, los veteranos John Romita, Gil Kane, y su
nuevo argumentista, iba a conferir a las andanzas del más popular
personaje de la casa.
De cómo Conway y compañía llevaron a Spider-Man
a su cumbre.
Aunque era difícil sospecharlo tras la marcha del
último creador del personaje, con el número 111 de The Amazing
Spider-Man
comenzaba
la etapa más recordada del hombre-araña, fértil período que
comprende casi una cuarentena de números y concluye en el 149. El
joven guionista no ingresó en la serie con todos los atributos.
Compartió la realización del argumento con otro miembro (alguna
vez con dos) del equipo. Tras un par de números de tanteo, se
metió enseguida en harina con la vuelta del Doctor Octopus y su
guerra de bandas con Hammerhead, Cabeza de Martillo.
Nos encontramos entonces ante un John Romita en
plena forma a los lápices y Conway ya muestra sus mejores
virtudes: historias sólidas, capacidad de dirigir al lector a
través de la narración, administración de sorpresas al final del
número, pulsación de sentimientos y motivaciones de los
personajes, equilibrio entre lo externo (la acción, la
espectacularidad) y lo interno (relaciones interpersonales,
introspección), entre lo épico y lo íntimo... pautas que, en buena
medida, ya venían definiendo la serie.
Dicha dualidad es, muy posiblemente, la responsable
del especial atractivo de la colección, pero no se presenta en
forma de compartimentos estancos. Los vaivenes afectivos y vitales
de Peter Parker no sólo repercuten en su faceta de desfacedor de
entuertos sino que, incluso, influyen directamente en la
constitución de algunos de los supervillanos a los que se
enfrenta, como veremos más adelante. Todo este fresco urbano se
completa con el toque melodramático elevado a la enésima potencia
en la tragedia en dos actos que narra la muerte de Gwen Stacy
(míticos números 121 y 122).
Los hechos conducentes a tal desenlace quedan un
tanto soterrados en las entregas inmediatamente anteriores. Tras
los enfrentamientos referidos, incluido el choque con un fornido
adversario, Smasher, el cambio de aires que supone el viaje a
Montreal (donde topa con otro titán, Hulk), a pesar de no relajar
del todo las tensiones habituales en su vida, no permite sospechar
a Peter Parker lo que va a encontrar en su regreso a la Gran
Manzana: su amigo Harry Osborn ha empeorado en su proceso de
drogodependencia. Los acontecimientos se precipitan. Norman Osborn,
conocedor de la doble personalidad de Parker
y exacerbado por el estado de su hijo, ataca, encarnado en su
alter ego, Green Goblin, al héroe donde más le duele:
secuestra a la dulce Gwen y la deposita sobre uno de los famosos
puentes de la ciudad de los rascacielos. El resto es historia...
El epílogo de ese número 122, la tira muda final en
la que Mary Jane
decide quedarse con Peter a pesar de la invitación
de éste a que se marche para rumiar su dolor a solas, no necesita
palabras.
Ni que decir tiene que el impacto de esta pequeña
obra de arte en cómic suscitó un montón de comentarios sobre
diversos aspectos, como la estratagema de situar el título (“The
night Gwen Stacy died”) en la última página, tras haberse remitido
a ello desde la primera, pero lo que más nos interesa son aspectos
estilísticos que vamos a empezar a desgranar.
Los guiños al lector, a través de los cartuchos de
texto, marca de la casa, son una de las principales armas del
recién llegado guionista. Se fortalece una relación de
familiaridad con el joven consumidor de la serie que supone una
implicación emocional desde luego superior a la media de los comic
books. La habilidad para manejar tal recurso, sin caer en la
zafiedad, no es pequeña empresa. Ejemplificaremos este aspecto un
poco más adelante
Si la técnica anterior cobra especial vigencia en
la plancha inicial de cada episodio, hay otro recurso que reafirma
la continuidad de la serie y que se emplea en las páginas
postreras: el avance de una nueva amenaza que será desvelada en el
siguiente o siguientes números, cuando no ha acabado de consumarse
el final del villano en curso.
Para completar el efecto, la intensidad de esta
narración debía contar con intérpretes gráficos a su altura, y
aunque la “titularidad” de la serie corría a cargo del
unánimemente aclamado como dibujante definitivo de Spiderman,
John Romita, la realización de estos históricos números recayó
en el curtido Gil Kane que, a una labor eficaz unió
momentos afortunados como la muerte del Duende Verde, en una
cinematográfica secuencia, que clausura el telón de este dramático
díptico. Un hecho de tal envergadura dejará huella tanto en el
protagonista como en el tono de una serie que, a partir del número
123 refleja la lucha interior de Peter Parker por superar el
impacto emocional de la desaparición de su novia, un intento de
asimilación del fatal hecho presidido por la lógica desorientación
y variable estado de ánimo.
Pero, como se suele decir, la vida sigue, y hete
aquí que nuestro héroe no va a ser el único que experimente un
drama personal. Su, en el fondo, enemigo más implacable, feroz
oponente que, a diferencia de los grandilocuentes villanos con los
que se enfrenta físicamente, nunca es derrotado, se va a encontrar
en un trance semejante. Jonah Jameson, editor del periódico para
el que fotografía Parker, orquestador de una contumaz campaña anti
Spiderman, tiene a la bestia en casa. Su hijo astronauta, John
Jameson, se convierte en el segundo hombre-lobo de Marvel y, como
siempre, las buenas intenciones del hombre-araña (incluso ante su
aborrecido jefe) harán que el odio de éste se ensañe todavía más
en aquél. La intensidad argumental de este doble episodio no es
desdeñable, pero como ejemplo de la técnica narrativa utilizada
vamos a referirnos al recurso que usa Conway (ya más al timón de
la serie), y al que se refiere como “paradojas temporales Marvel”,
para ilustrar su forma de narrar en The Amazing Spider-Man.
Para referir un mismo hecho desde dos puntos de vista, nos lo
cuenta dos veces, linealmente (y no simultáneamente, como en
realidad ha ocurrido). Así, vemos cómo el licántropo vástago del
editor del Daily Bugle se introduce en el despacho de éste
conducido por su locura. Cambio de secuencia en que el referido
texto nos anuncia la repetición de la acción pero desde la
perspectiva de nuestro héroe. En ese momento las dos secuencias
(en realidad la misma acción) se unen para continuar el relato de
una forma más convencional.
El control narrativo se reafirma y el joven
escritor se permite el lujo de marcar, en cierto modo, el futuro
tono de la compañía con la creación de un personaje que dejará
muchas muescas en la culata de su fusil a partir de entonces: El
Castigador (The Punisher).
Sin embargo, la sombra de Gwen Stacy seguía
planeando por las cuatricromáticas planchas de papel pulpa y los
problemas inherentes al “asesinato” de uno de los personajes
relevantes de una editorial como Marvel en una apuesta poco
frecuente hasta entonces conjuran fantasmas harto difíciles de
exorcizar.
La saga del clon
clausura la emocionante etapa de Gerry Conway al frente de la
serie matriz del hombre-araña. La “aparición” de la novia de Peter
Parker en la puerta de su apartamento deja sumido en una sombría
perplejidad a nuestro sufrido protagonista. El esclarecimiento de
tal misterio constituirá el eje del devenir de la serie en sus
números 145 a 149, último del guionista al frente de la colección,
con un aparente homenaje a Hitchcock incluido (“Gwen Stacy...¡¿de
entre los muertos?!”).
El tono general de la saga no es incompatible con
el humor característico de la serie que incluso adquiere un tono
de comedia en el nuevo enfrentamiento con el otro representante
arácnido, el Escorpión, en una de las aventuras más relajadas de
la colección. Como muestra de ello, transcribimos los siguientes
diálogos de su enésimo ¿duelo? con el supervillano del aguijón:
Escorpión:
«Estúpido mocoso. Se debe de creer un héroe o algo así».
Spiderman: «Me
parece que no te enteras, Escorpi. Tú lo que tienes que hacer es “CHAF”...¡no
jugar a Tarzan con el Art Decò!».
Rápidamente regresa la solemnidad, sin embargo, y
finalmente averiguaremos que el responsable de la aparición del
clon es otro conocido de nuestro juvenil protagonista, uno de sus
profesores, prendado de la angelical Gwen e inducido a un estado
de locura tal por su muerte que le llevará a la creación de una
estrambótica personalidad como el Chacal, previa clonación, no
sólo de la novia de nuestro héroe, sino del propio hombre-araña.
La utilización hasta la saciedad del tópico del personaje conocido
del protagonista que de repente se convierte en su
superantagonista le resta credibilidad al argumento, lo que
conjugado con un menor pulso narrativo da como resultado una
despedida de la serie no tan brillante como hubiera sido deseable.
Se deshacía, además, una de las parejas creativas más aclamadas
del hombre-araña, puesto que el veterano y resolutivo Ross
Andru se encargaba del lápiz desde el número 125.
Unas últimas pinceladas son precisas para rematar
el perfil del guionista neoyorquino, perfil condicionado, en buena
medida por el “estilo Marvel”. Se admite como representativa (al
menos en la época clásica) de la forma de trabajar de la casa, una
secuencia en la que el writer entregaba el argumento al
artist (lápiz), éste no sólo dibujaba, sino que planificaba
con bastante libertad, y las planchas volvían al guionista para
que escribiese los diálogos. Conclusión: el guión, en realidad,
era tarea compartida, y el pretendido guionista era, más bien, un
dialoguista. En el caso de Conway, uno muy brillante.
Y por si esto fuera poco, un segundo argumento
debe ser tenido en cuenta: el hecho de la necesaria adaptación a
la serie en cuestión. No es, ni de lejos, el mismo tono narrativo
que se debe imprimir a un Spider-Man, a un Thor o a
un Batman, como veremos.
“Su” Thor : entre el de Lee y el de Simonson.
En las antípodas del arácnido adolescente, otro
relevo tiene lugar: esta vez en Asgard, hogar de los poderosos
dioses nórdicos. Stan Lee confía a nuestro hombre una de las más
rutilantes estrellas de la casa, aunque, por supuesto, se marchará
a lo grande, con un especial número 200 en el que se visualiza el
crepúsculo de los dioses, el Ragnarok. Desde el 193 al 238,
Conway llevará las riendas durante más de 40 entregas que, aunque
no dejará excesiva huella, cumplirá su función de
entretenimiento tan característica de este autor.
Nuestro hombre deposita sus historias en manos de
un John Buscema (cuya edad más que doblaba) ya establecido
como segundo gran dibujante (tras Kirby) de la serie. Ni corto ni
perezoso, se embarca en un argumento a tres o cuatro bandas en el
que, por designio de Odin, Thor y sus pretorianos son enviados al
Pozo del Ocaso, su amada Sif y la walkiria Hildegarde recalan en
el Mundo Oscuro y el propio dios supremo permanece en Asgard para
afrontar un inescrutable destino. Esta primera aventura discurre
por las pautas de grandilocuencia que Lee y Kirby habían conferido
a The Mighty Thor y ¡cómo no! nos cuenta la enésima versión
del Ragnarok (esta vez con el título de “La muerte de Odín”)
un óbito que, por supuesto, no será tal, pero que culminará un
relato narrado con pulso. Y si destacábamos como una de las
habilidades de Conway su destreza en los diálogos, en esta
colección se pone las botas: los bocadillos atiborran las páginas,
pero esta vez con el tono teatral de unos personajes de corte
operístico y por lo tanto, ajenos por completo al “colegueo” de un
Peter Parker. La fluidez de los diálogos (a pesar de su recargado
estilo) es una de las bazas de una serie (“made in Marvel”)
repleta de acción, por otra parte. El causante de ese aparente
ocaso, Mangog, inaugura la galería de revisitación de villanos y
viejos conocidos que va a caracterizar el resto de la etapa, y que
continúa con una de las más sugestivas creaciones de Lee y Kirby:
Ego, el planeta viviente, de quien más adelante se nos desvelará
su origen, aunque, tras la “resurrección” de Odin, es una escisión
de Ego el peligro que amenaza a la Tierra: Ego Prime, versión
enloquecida del original.
El final de esta segunda aventura de la etapa
Conway predispone a Thor contra su regio padre puesto que, como en
tantas otras ocasiones, Odin se encontraba detrás de toda una
trama en la que la que Midgard (la Tierra) ha sufrido una
importante devastación y el Dios del Trueno acusa a su progenitor
de los medios que utiliza para conseguir su elevado fin, sin
importarle la manipulación que realiza con los habitantes del
planeta del que es guardián el dios del trueno. La irritada
reacción de Odin conduce a Thor y sus amigos a un destierro
terráqueo que da lugar a una serie de nuevas aventuras, en general
más convencionales y repetitivas en el uso de motivos como la
inclusión de representantes de otras mitologías como la griega
(Hércules coprotagonizará varios de los siguientes números con su
vengador compañero) y de la que merece la pena rescatar un
episodio autoconclusivo que, aunque se nutre de un nuevo recurso a
la mitología (esta vez la céltica), obtiene un refrescante efecto
debido a la forma en que entronca la misma con la ciencia ficción
y a la idea de la superación del combate por la reflexión. Conway
recurre al embrujo de Stonehenge para una aventura en la que Thor
se encuentra en Inglaterra investigando el paradero de su amada y
topa con un poderoso personaje llamado druida por los antiguos
pobladores de esas tierras. Resulta ser el miembro abandonado de
una tripulación extraterrestre que arribó miles de años atrás y
que construyó un espaciopuerto que la superstición de los nativos
tomó por templo: el famoso monumento megalítico. Finalmente, logra
abandonar la Tierra tras miles de años de reclusión en la misma.
No cesa el desfile de creaciones: Mefisto, Ulik
(dos veces), el Destructor, el ya referido Ego, por no hablar de
las diversas apariciones del eterno enemigo, el animoso Loki, y se
repiten las situaciones, como la vuelta de los esforzados nórdicos
(tras alguna aventura sideral) a un Asgard devastado, cambiado o
simplemente vacío, o el abuso de ragnaroks (habitual en la
serie), situaciones en las que parece que se va a acabar el mundo,
de tal manera que se inmuniza al lector frente al horror que se
avecina, hasta que da la impresión de que Conway ha referido todo
lo que podía y se va casi sin hacer ruido dejando que sus
sucesores cierren un argumento en el que hacen su primera
aparición las divinidades del otro gran conjunto de creencias de
ultratumba que quedaban por explorar / explotar: la mitología
egipcia.
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