UNA AUTÉNTICA CIUDAD DE ANIMALES: EL DF SEGÚN SEBASTIÁN CARRILLO
En el 2001, luego de laborar en el sector publicitario y por cuenta propia, el dibujante mexicano Sebastián Carrillo, mejor conocido como Bachan, lanza su propia revista –El Bulbo– de muy efímera duración. Tras este revés, asume una postura más pragmática, dividiendo su tiempo entre la animación, la ilustración y los cómics. Su posterior serie de «Vinny, el perro de la Balbuena», en la que Bachan plasma una visión idiosincrásica de los bajos mundos de la capital mexicana y la cual habrá de publicar de manera ininterrumpida en una popular revista de historietas, ilustra sus esfuerzos en este sentido. En ella Bachan narra la historia de un sinvergüenza y desfachatado personaje de la colonia Jardín Balbuena, ubicada en las inmediaciones de la defeña delegación Venustiano Carranza. Partiendo de esta ubicación, el historietista ofrece una exégesis fidedigna de la gran urbe mexicana, plena de crimen, corrupción y violencia. Logra, entre otras cosas, desarrollar un lenguaje efectivo para una crítica certera del mal momento por el que atraviesa la sociedad capitalina, víctima de la sevicia de un narcotráfico tentacular y el cinismo de su acomodada clase política.
No obstante, el mérito de esta producción cultural reside en su conjugación de dos elementos distintivos del medio historietístico. Por un lado, Bachan actualiza la tradición anglosajona, tan criticada por investigadores de renombre como Ariel Dorfman y Armand Mattelart. La obra de ambos teóricos puede haber servido de algo en el contexto de la guerra fría, mas, en una capital latinoamericana asediada por la pobreza, el hacinamiento y la desigualdad económica, dista de sostener gran efectividad; de ahí el antojo de tomar sus formulaciones y darles vuelta de cabeza. En otras palabras Bachan diagrama, de manera literal, un factible mundo de animales. Entre otros, su versión de la realidad defeña está habitada por perros archiviolentos –como el protagonista–, empecinados en procurar la utilidad personal a cualquier precio; gatas meretrices, haciendo las veces de manicuristas inofensivas; cocodrilos desalmados, administradores de cárteles de asesinos a sueldo; leones metrosexuales, desesperados por ocultar homosexualidades latentes; búhos forenses, ocupados en revelar las escasas migajas de verdad patentes en los cadáveres; halcones locutores, pertinaces en su depredador ejercicio periodístico; cerdos inspectores y sabuesos meditabundos, dedicados a frustrar la creciente espiral de violencia; y hasta cachorros castradores, ávidos émulos de sus progenitores. Esta, valga la pena reiterarlo, no es la fauna de Disney, con sus fábulas fantasiosas y moralejas cursis. Estos son animales hijos de vivencias mexicanas, según las cuales aproximaciones fehacientes a las circunstancias brindan mayor ventaja que cualquier desmán de una imaginación incauta.
Por otro lado, además de reformular pautas anglosajonas, Bachan también evoca otras, a su vez amparadas en lecturas particulares del medio estadounidense. Teniendo ciertas diferencias en mente, Vinny se asemeja a matones de autoría diversa, como en el caso de «Boogie, el aceitoso», del otrora inimitable Roberto Fontanarrosa, o ciertos personajes de la saga noir de Frank Miller. Aparte de ser antihéroe, dadas sus irrefutables falencias, Vinny honra una longeva tradición de hombres duros, fruto de la tradición detectivesca, tan acostumbrada a lidiar con momentos álgidos del desarrollo urbano de una nación. En este sentido la figura animalizada de un hombre de acción sirve como herramienta formidable para impugnar las flaquezas del modelo citadino mexicano. En una ciudad en la que prima la ley del más fuerte, evidenciada en la literal deformación de su naturaleza, solo resta acogerse a las normas del entorno y, extremando sus delineamientos, ofrecer una visión jocosa y resuelta de cuanto suele acontecer en culturas conformistas, carentes de reacción crítica.
Según Bachan el personaje de Vinny nace de su voluntad de honrar al actor inglés Vincent Peter Jones, mejor conocido como Vinnie. Este actor, antes de profesión futbolista, ha logrado cierta popularidad gracias a sus papeles de hombre duro en varios filmes del director británico Guy Ritchie, como «Snatch» (2000) y «Lock, Stock and Two Smoking Barrels» (1998). En la versión mexicana, aclara Bachan, el nombre de pila del personaje sería un mexicanísimo Vinicio, y no Vincent, como en el contexto anglosajón. La idea era plasmar un personaje atroz, terrible en su naturaleza, pero con un cierto atisbo de ternura o dulzura, con el objeto de «contestar al excesivo melodrama de las películas mexicanas... como “Amores perros” o “El callejón de los milagros”»[1]. En otras palabras, la motivación prioritaria era la de despojarse de un cierto grado de sensibilidad, y generar una aproximación más escueta e impasible para la realidad nacional. Parte significativa de la propuesta identitaria radicaría en tomar actitudes rutinarias de ciertos animales y llevarlas al contexto humano, otorgándoles visos patológicos. Según Bachan un ejemplo claro es Torcuato, el hijo de Vinny, quien se frota contra las piernas de su maestra de Biología y orina encima de todos los árboles del patio de su escuela, marcando su territorio, a la manera de lo que es, un cachorro de pítbul terrier norteamericano. Como buen retoño, Torcuato corretea, abusa y hasta termina matando a un compañero de clase, el pollito Casimiro, para luego despachar a quienes hicieron de testigos y enterrar su presa en algún sitio ignoto del patio escolar. En el contexto antropomorfizado de la historieta, sin embargo, su conducta adquiere visos enfermizos, pues desdeña por completo un mínimo respeto hacia ciertas formas.
Según Dorfman y Mattelart una de las estrategias básicas del universo de Disney es el encubrimiento de facetas problemáticas para la imaginación de los lectores: léase la sexualidad y la violencia, tan inquietantes para las inocentes mentes infantiles[2]. En Disney –aseguran los estudiosos– los padres brillan por su ausencia, con el fin de desplazar la responsabilidad paterna o maternal, y remitir al olvido un posible cuestionamiento de nuestro origen en el mundo. En el caso de Bachan, cuyos lectores distan de ser niños, el enfoque es diametralmente opuesto. Vinny no solo es padre, sino que es padre disoluto, y la sexualidad, evidenciada en su desmedido afán de cópula con la teibolera Nueve, una gata de figura agraciada y encantos traicioneros, salta a un primer plano. Cuando, en medio de la jornada laboral, la Nueve le sugiere a Vinny que pase por una farmacia a recoger diez cajas de preservativos, el protagonista se despacha raudo, eliminando a su paso a cinco hienas que le persiguen, pues se oponen al uso indiscriminado del condón. En este caso las hienas patentizan la inflexibilidad de ciertos sectores de la sociedad mexicana, fuertemente opuestos, gracias a ideologías reaccionarias, a cualquier medida de planificación familiar. El pobre Vinny, sin embargo, cegado por su lujuria por la gatita, jamás se pregunta el porqué de las diez cajas –esperanzado, piensa que serán para él– e ignora lo que es evidente a primera vista: que la Nueve, en compañía de otras gatitas, está empleando su residencia para fines delictuosos, haciéndose pasar por incautas manicuristas y llenándole su morada de clientela de toda calaña. Desde mapaches hasta cerdos y conejos, la presencia de la muchedumbre es asunto de fornicio. Lo que al lector le es evidente, al pobre Vinny ni siquiera se le alcanza a ocurrir, turbado por los coqueteos de la felina. En otra ocasión, cuando la gata de repente expresa su disposición amatoria, interrumpe un llamado del jefe: hay que lidiar con un secuestro, dilema del diario vivir de las poblaciones capitalinas, sin distingos de clase. Vinny parte expedito, enfrentándose en cuestión de cuarenta minutos –las imágenes vienen acompañadas de un contador en el ángulo– con secuestradores en la ciudad, o de camino a Cuernavaca o Puebla, atravesando de manera literal la megalópolis en un par de minutos –una auténtica imposibilidad física– y despachando de paso a una tríada de plagiadores a una mejor vida. Para cuando regresa, a la Nueve se le han pasado las ganas. Vinny se queda las suyas. En el fondo del cuadro, junto a la cocina, aparece Torcuato, el risueño hijo precoz, en bata de vestir y con un cigarrillo en la boca, como latente explicación de las faltas de ganas de la gata. Como quien dice, en materia de disposición carnal, no existen salvedades de edad ni de especie.
En «Vinny», hasta el osito Bimbo –ese arquetipo magno de la mexicanidad, concebido para el deleite de la niñez azteca de la década del cuarenta de manera análoga al Tigre Tony de los cereales estadounidenses– revela un oscuro pasado[3]. En el primer episodio de la serie el delineamiento principal de la trama es el factible enfrentamiento entre un oso cantinero, de rasgos muy semejantes al de Bimbo, y el perro que entra a un antro para disfrutar de una velada. En otro tiempo, confiesa el asustado animal, al percatarse de la presencia de Vinny en el antro en donde labora, asesinó (que no mató) abejas con el fin de obtener su miel, dejó huérfanas a truchas en un riachuelo, regó basura por doquier y, para rematar, vendió discos piratas, en flagrante violación de coyunturas posmilenarias mexicanas: el vegetarianismo, la ecología y el comercio mediático. No obstante, todo es producto de un malentendido pues, al entrar al establecimiento y encontrarse con la Nueve por vez primera, Vinny le ha propuesto «matar al oso sin piedad y a puñaladas», expresión que, en el contexto de la actual juventud capitalina, equivale a una propuesta de coito. El oso, evidentemente desconocedor de las inflexiones del caló chilango, pasadas varias generaciones desde su irrupción en la escena nacional, toma la expresión de Vinny por una amenaza, y aterrorizado, desencadena una serie de eventos que culminan con su muerte. Esta, la primera tira cómica del volumen compilatorio de Bachan, da pie a un desarrollo fehaciente: al fallecer el oso, encarnación prima de un recuerdo idealizado de la infancia priísta, queda claro que lo que habrá de seguir se remitirá al contexto disímil, no solo de una generación más contemporánea, sino de una realidad brutal y honesta, inmersa en violencia acompañante del diario existir en el DF.
En su clásico ensayo «Why Look at Animals?» el crítico británico John Berger nos recuerda cómo la raza humana se ha distanciado de los animales[4]. Para Berger la presencia de los animales es el recordatorio de una forma de vida extinta. De hecho, según él, una de las facetas primordiales del mundo animal es la de remontarnos a una mayor vigencia de la clase obrera, en cuyo contexto se daba un diario convivir –una comunión vivencial– con animales. En este sentido, los animales evocan a la clase obrera. Para Berger, esto queda claro: es tan solo en los últimos dos siglos que buena parte de la humanidad se ha desprendido del contacto rutinario con animales, a raíz de una urbanización extrema. En la urbe, incluso la latinoamericana, el reino animal pierde vigencia. Por ende, la falta de contemplación de su presencia remite al afán de opacar la preponderancia de intereses de una mayoría obrera en nuestra sociedad. A partir de este proceso de alejamiento, en que Berger recuenta con detalle la producción cultural anglosajona de los últimos siglos, se da un proceso de marginalización. A excepción de algunas cuantas culturas –el caso de India se destaca– en cuestión de dos a tres siglos, los animales desaparecen del diario quehacer de la raza humana, transformándose en parias. De ahí nuestro esfuerzo por rodear a los niños con figuras de animales, con ositos de peluche o cereales zoológicos, con perritos falderos, mininos de adorno, bailarinas autistas y hasta periquitos enjaulados, con la finalidad de compensar una deficiencia resultante de nuestro aventajado estilo de vida, tan ajeno al cotidiano contacto con animales de trabajo. En síntesis, contemplar animales es contemplar aquello que ha sido apartado de nuestras vidas, remitido a una órbita tangencial a nuestra actividad diaria. El espacio de lo animal viene luego –por definición– a encarnar una dimensión alterna del ámbito de productividad. Ocultar animales, hacerlos desaparecer de nuestras vidas, equivale a ocultar el trabajo y la consecuente acumulación de capital que nos ha costado conquistar ciertas comodidades.
Por otro lado, Berger sugiere que el rechazo de una dualidad entre la especie humana y el reino animal –con su correspondiente desplazamiento de la valoración de un esfuerzo obrero– equivale a favorecer el seguimiento y propagación de un modelo de vida totalitario. Una vez relegados los contornos de la clase obrera, y la acompañante problematización de una relación de explotación, ante la ilusión de una potencial generalización de la prosperidad, se impone una mentalidad arribista, según la cual, al estar todos obstinados en la consecución de una respectiva tajada, se ignora el carácter quimérico de semejante desacierto. Es así como se esfuma la conciencia de clase y se vive en flagrante negación de la condición social de la mayoría. Al eliminarse un aspecto recordatorio de una importante relación de producción, se le abre paso a un modelo de desarrollo económico según el cual el proceso de producción adquiere matices asépticos o, aún peor, sucede en otra parte, y por ende no necesitamos preocuparnos al respecto. El abandono de una mirada de reconocimiento entre el ser humano y la fauna conlleva la desmemoria, el repudio, pues dejamos de complejizar un aspecto clave del desarrollo de nuestra sociedad: nuestra relación de trabajo, tan mercantil y económica en su naturaleza, con los animales. Dejar de pensar en o mirar animales –o aún peor, pensarlos tan solo como objetos de regocijo doméstico, como motivación de un hábito de consumo, desatendiendo una factible motivación laboral– equivale a encubrir relaciones de producción alusivas a una explotación comercial y a un desigual arreglo de índole social.
Es por ello que deseo aventurar lo siguiente: cuando Bachan crea un DF habitado por animales, lo que salta a la luz es la condición marginal de todos sus personajes. En «Vinny» la marginalidad conquista visos de protagonismo. No es que todos sus animales encarnen a miembros de la clase obrera, sino que su protagonismo nos invita a recordar el carácter engañoso de un etnocentrismo de clase media. La idea, en pocas palabras, es evocar lo premoderno con el fin de problematizar el carácter incierto de la modernidad. La conducta displicente, que a juicio de la burguesía u oligarquía –de los dueños de los medios comunicativos, responsables de la circulación de la mayoría de las versiones identitarias aztecas–, corresponde solo a la falta de pulimento o roce de los sectores desfavorecidos, se revela como un rasgo extensible a casi toda la población, por encima de su extracción de clase. A ojos del historietista, la capital mexicana es una urbe enteramente poblada de marginales –desde el arribista que se rehúsa a abandonar Santa Fe, hasta el adolescente que se enclaustra en Tepito–, a quienes el hacinamiento, la corrupción e intolerancia conducen a extremos nefastos: a la entronización de la ley del más fuerte, con exigua apreciación de las libertades civiles y cualquier asomo de solidaridad cívica. Desde el policía corrupto metido a justiciero implacable –el caso de Vinny mismo–, con escasa contemplación de los derechos ajenos y la repercusión de sus actos, hasta el vulgar delincuente –el tiburón asesino–, empecinado en el beneficio inmediato y el acaparamiento de disyuntivas de rebote; desde el ricachón aprovechado –un equino secuestrado–, acostumbrado al adelantamiento de sus intereses a punta de sobornos, hasta los periodistas oportunistas –los zorros corresponsales–, obsesionados con la primicia y la figuración personal; desde la docente conformista –la directora gallina–, demasiado acongojada como para ocuparse del bien ajeno, hasta la presentadora de informativos de farándula –una conejita despampanante–, obsesionada con el culto a la imagen, buena parte de la población en «Vinny» se revela desconocedora del carácter marginal de sus vivencias. Nadie parece esbozar una conciencia colectiva, motivada por el provecho común, o campeona de una estabilizadora vocación de equilibrio.
En «Vinny» aflora aquello que la sociedad mexicana se ocupa de rechazar o despreciar, que viene a ser, tristemente, buena parte de lo enmascarado por los medios comunicativos, a punta de desinformación y negligencia. A diferencia de los medios tradicionales, en los que la marginalidad –en función de objeto– ocupa el rol de víctima o victimaria, aquí hace las veces de sujeto enunciador. Por consiguiente, a la manera del Boogie de Fontanarrosa o de los bruscos personajes de Miller, en los que la violencia se convierte en un rasgo de redención, en esta ocasión, la violencia también esgrime una furia redentora. En añadidura cabe recordar el viejo adagio: la risa es la manera amable de mostrar los dientes. Es por ello que Bachan combina humor y violencia. Por un lado, para criticar la violencia rampante, fruto de la creciente inseguridad, hay que explicitarla y poner en evidencia su naturaleza mortífera, sin estetizarla y a punta de excesos, a la manera de directores como Peckinpah o Kubrick. «Por otro, ¿qué mejor manera de mofarse de los anhelos de normalidad del estamento político nacional? Si a Bachan le interesa narrar un DF moderno (pero no la hipotética modernidad del Estado, sino una modernidad a su alcance, a punta de trazos de americana), que no le haga el juego a los desmanes gobiernistas, su mejor arma, aparte del gran amparo emanante de la cultura popular estadounidense, ha de ser, sin lugar a duda, una dosis recurrente de humor, según la cual sus personajes, antes de acabar con un semejante, se ocupen de trivialidades, de ligerezas, haciendo pasar las ocurrencias más grotescas por nimiedades circunstanciales, a la manera de quienes realmente experimentan una vida desprovista de preocupaciones de mayor trascendencia.
Ahora bien, quizás lo irónico radique en que, más allá del exitoso grado de transculturación con el que el historietismo mexicano haya logrado producir para ofrecernos una apreciación crítica de la realidad nacional, de hecho complejizando circunstancias desatendidas por otros medios, su práctica continúa ceñida al marco más amplio de un mercado internacional. A nivel micro triunfa; a nivel macro apenas sobrevive. En otras palabras, el ejercicio historietístico mexicano sigue regido por industrias culturales extranjeras, llámense estadounidenses o japonesas, responsables del desarrollo y mantenimiento de un espacio cultural de envergadura superior, según el cual las economías de países ricos continúan logrando el consenso de poblaciones menores, no solo mediante la imposición de lo que supuestamente conviene, sino hasta de lo que entretiene. De ahí que la historieta, un medio de origen norteamericano, pero tan mexicanizado en la práctica, adquiera mayor relevancia y validez en versiones aztecas de publicaciones estadounidenses dedicadas a la sátira, a la documentación crítica de nuestras materialidades, culminando un ciclo transnacional de hegemonía.
Con la excepción de una sola historieta, el mundo de Vinny es un mundo en colores. En ella Bachan nos narra, mediante el seguimiento de un reportaje televisivo, el atrincheramiento de una banda de chiletraficantes, mejor conocidos como el cártel (en buen mexicano) del cuento. Ante la arremetida de Vinny, quien lidera el ataque, las fuerzas policiales logran capturar a los secuaces, entre quienes se encuentran, para sorpresa de todos, versiones animalizadas de Memín Pinguín, Bart Simpson, Mafalda y Daniel el travieso. No hace falta gran ingenio para entender por qué, en la única historieta en que Bachan se mofa de manera franca de «Primero noticias», el espacio noticioso de Televisa liderado por el periodista Carlos Loret de Mola –mimetizado como halcón santurrón–, el mundo aparece en un blanco y negro bipolar.
NOTAS
[1] Deun intercambio escritocon Bachan, realizado el 23 de enero de 2009.
[2] Dorfman, Ariel y Armand Mattelart: «Para leer al Pato Donald.»,Siglo XXI Editores, México, 1981.
[3] Según la narrativa oficialen el servidor institucional de la empresa,la Panificadora Bimboabre sus puertasel 2 de diciembre de 1945, con una planta ubicaba en la colonia Santa María Insurgentes, en pleno Distrito Federal. De esta maneraBimbo aparece hermanada a un momento económico y comercial el auge gubernamental mexicano y la creciente industrialización del país a mediados del siglo veinte, con el acompañante crecimiento de la clase media. El oso era, por decirlo de manera alguna,una forma de venderle la modernidad a la niñez. Si en Estados Unidos era cuestión de cereales, en México, deforma más prosaica, se trataba de un asunto de pan.
[4] Berger, John: «AboutLooking», Pantheon Books, Nueva York, 1980:1-26.