| SILHOUETTE CONTRA EL TERROR NAZI. EL HORROR DE FONDO |
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Boceto inicial de Silhouette. Bajo estas líneas, otro boceto de la portada. | |
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LOS HÉROES.
Dolmen Editorial, a través de su línea la Colección Siurell, nos viene dando sorpresas desde su fundación en 2005 con aquella publicación, Qu4ttrocento, porque bajo esta etiqueta va lanzando obras de autores españoles que se han abierto camino en este último lustro (Carla Berrocal, David Lafuente, Ken Niimura, Esteban Hernández, etc.), que se han estrenado aquí con buena acogida (Nacho, José Domingo, Guillem Dols), obras de autores con cierta veteranía a los que consagra (Enrique Vegas, Josep Busquet, Víctor Santos) u otros que hacen gala de una calidad increíble para tratarse de recién llegados, como Pere Mejan o Jesús Alonso Iglesias. En este contexto editorial se enmarca Silhouette, libro editado con verdadero mimo, encuadernado en cartoné, con la historieta y los textos impresos sobre papel ahuesado, de un gramaje que convierte las 48 páginas de este libro en algo aparentemente denso, lo justo para “novela gráfica” .
No es tal. Es un tebeo sencillo en el que se cuenta una simple historia de héroes de la resistencia en el París ocupado por la Alemania nazi en 1942, con la sutil maniobra de enmascarar al resistente y de hacerle partícipe en una trama que está relacionada con la brujería y la invocación de los muertos, todo con fines bélicos. El guión de Víctor Santos, por lo tanto, no sorprende, evoca historias contadas muchas veces (tantas ya) en los comic books, la novelística de quiosco y el cine de consumo (y nos podemos remontar al primer Indiana), donde los estereotipos no despuntan, al contrario, se acomodan a lo previsible. El “malo” nazi tiene aspecto protervo, el “malo” afincado en Francia parece virulento, el cantinero es el típico individuo mediocre, y las chicas son curvilíneas y golosas (y libidinosas), con la salvedad de la científica que acompaña a los nazis, cuyo desarrollo en la historia tampoco luce lo suficiente.
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| Bocetos del personaje en acción y una ilustración en color de su pugna contra los malditos nazis. |
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El guión, en su conjunto, resulta interesante, porque si Santos ha demostrado algo con el tiempo ha sido su capacidad para imprimir dinamismo a una historia contada en viñetas. Aquí juega con la atención del lector narrando la historia a saltos, incorporando analepsis sin advertencia previa, con una sola viñeta nexo, como la que nos lleva a ver a Jean-Pierre en el campo de batalla, y también alguna prolepsis repentina y bastante efectiva: la que conecta la conversación de Silhouette con la secuestrada doctora Hansen y la entrada consiguiente del enmascarado en la iglesia plagada de nazis. Luego, al culminar la obra gráfica, Santos nos regala un apartado escrito para dar a entender que estamos ante una promesa de nuevas aventuras en este mismo escenario u otro similar, es decir, propone un universo diegético ucrónico, con superhéroes a la europea, en pugna contra los malévolos germánicos de la esvástica. Los nazis, eternos representantes del terror, stricto sensu. Poco adecuado. Por poco original, francamente. Esto era lo que se contaba cuando la LJA arrojaba maná sobre Europa, precisamente por las fechas en las que discurre esta historia, 1942. Se requeriría algo más. Y ese algo más no sólo es lo sobrenatural. Porque, sí, aquí asoman los zombis (últimamente, asoman por todos lados, no tardarán en aparecer en Dora la Exploradora, pongamos por caso), y en epílogo escrito Santos enfrenta con un engendro al supergrupo al que pertenecería Silhouette. Pero el relato es pobre, la argucia no convence, y desde luego el tono no es el apropiado. Esto no es “pulp”, como se obstina el editor en etiquetar. Y menos si los adjetivos utilizados en el texto son “entrópico”, “cataclísmico”, “epatante”, etc., o las imágenes acompañantes son evidentes derivados de una iconografía milleriana (que de pulp sabía, en efecto, sobre todo a la hora de escribir, pero no en lo plástico).
Estamos ante una obra que se suma a la actual corriente descafeinada de restauración de tendencias o estilos, que no de géneros, y que gusta de asimilarse a una etiqueta. Obviamente esto no es un tebeo steampunk, ni tampoco una obra ligada a “lo pulp”, ni sería conveniente caer en la obviedad que plantea el prologuista, eso de que “ya todo es cine”. Se trata de una historieta dinámica, cierto es, pero no más que un tebeo francobelga de los años cincuenta. Está resuelta con un estilo que evoca más el expresionismo que otras corrientes o estilos, con detenciones puntuales en estilemas del cómic vecino, del francés, y del lejano, el japonés. En parte, esta narratividad acelerada y elíptica es debida a Santos, que ya hemos dicho que narra bien y con asepsia, pero en gran medida es producto de la sabiduría acumulada por Jesús Alonso Iglesias en el oficio de animador. El dibujante de este tebeo parece un debutante, o así se nos indica, pero nada tiene de opera prima este trabajo. Es verdad que se observan algunos defectos en la ejecución puntualmente, como en las secuencias de escapada de Silhouette, en las que el personaje aparece levemente rígido, o en la de entrada en la iglesia, con esos ideogramas de disparo que parecen hojas de parra y no resultan convincentes. Pero, por lo demás, es un dibujante de primera. Sólo hay que detenerse en las primeras páginas. Los personajes están perfectamente diseñados (y, sí, por su pose rígida y sus dedos, ahí flota el espíritu de Carlos Giménez). La ambientación, sin ser perfecta, es adecuada, encaja. El encuadre, el preciso. El entintado, ¡magnifico! El reparto de sombras y luces, bueno, demasiado lastrado por las antinaturales sombras de la animación o por echar mano de recursos ajenos (Mignola u Olivares, entre otros). Pero, en suma, esta es la obra de un autor dotado, muy convincente, realmente sobresaliente si se tratara en verdad de su primera obra.
En este sentido, Silhouette gana muchos enteros, porque esta resolución gráfica justifica de por sí la atención que requiere el tebeo, que contiene una decena de páginas, al menos de la 40 a la 50, que son verdaderamente antológicas.
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Portada del tebeo: el héroe infunde temor con su aspecto, para pisotear los símbolos que han extendido el terror por toda Europa. | |
¿Y LOS ZOMBIS?
Las diez páginas mencionadas son las que muestran la presencia sobrenatural en esta historia. Los nazis, viendo que la balanza de la guerra se va inclinando hacia los aliados, echan mano de artimañas nigromantes e invocan a un ejército de muertos. No queda claro si una vez invocados van a saber contenerlos sus invocadores y dirigir apropiadamente sus dentelladas (el guionista no le confiere importancia a este detalle, o eso parece), pero ahí están: los muertos vivientes, el horror salido el infierno.
La utilización de la figura del zombi es aquí casi accesoria. Es cierto que la trama de la historia tiene su eje en la aparición de estos cadáveres animados, pero se van tan pronto como vinieron y apenas si confieren al tebeo entidad de “cómic de horror”. Es más, se puede decir que no dan miedo. Lo cual que no es una circunstancia propia de esta obra solamente, así ocurre con variadas producciones recientes en las que el horror es invitado (y muchos zombis) sólo para procurar un atractivo más al relato, que termina por construirse por acumulación. Parece que vivimos una época de dispersión temática y de disgregación genérica, bien que no tenemos perspectiva suficiente para hacer esta afirmación con contundencia.
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| Bocetos de nazis vueltos de la muerte. |
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Esto nos sirve de excusa para lanzar una mirada a la evolución del género del horror y de la presencia de lo sobrenatural en los cómics, en función de su importancia, para hacer un repaso simplificado que nos permita entender a estos zombis de Silhouette. Lo sobrenatural en los relatos primeros se manifestaba como un vertido de los miedos animistas, donde lo desconocido era foco de terror y el monstruo apenas se visibilizaba, pero sí se intuía o imaginaba formidable. Esto alimentó miles de relatos del pasado, de las literaturas de siglos, hasta llegar al pulp, donde lo monstruoso rara vez era cataclísmico o antrópico, y sí níveo o nebuloso, o reptante u ofidio. La literatura gótica y su traslado hacia otros medios con imágenes invitó a los narradores a mostrar al monstruo; ahora era por fin visible, tenía forma, pero estaba lejano: o vivía en un castillo en los Cárpatos, o deambulaba por el polo con tornillos en la cabeza, o aullaba en la noches de ignotos bosques, o andaba por selvas o pantanos. Durante los años treinta y cuarenta, los “mitos” del horror se construyeron así: el monstruo era corpóreo pero distante, ajeno, idea que perpetuó la guerra, cuyas imágenes de propaganda asimiló al enemigo (al extranjero) con lo monstruoso también, de tal guisa que los “japos” fueron vampíricos y los nazis frankensteinianos. Los años cincuenta acercaron al monstruo, y esa fue la gran y “peligrosa” aportación de los comic books de horror de esta década, que invitaron al mal a la vecindad: la cara sanguinolenta del crimen en el barrio, la crueldad imparable del asesino en la mansión de al lado. Los sesenta banalizaron el miedo a través de imágenes del pop, cosificadoras o paródicas, pero continuaron con esta idea de acercar el miedo, dejándolo entrar en casa, hasta instalarse en el “nosotros”. El legado de la guerra fría y el conocimiento de la barbarie ocasionada por el hombre incrustaron al monstruo en el alma humana y este fue el tegumento de muchos de los relatos y cómics fantásticos que surgieron en los años siguientes, sobre todo en los setenta. A partir de aquí se inició un proceso de reflexión sobre la maldad humana que ocupó los ochenta y los noventa. El horror a lo desconocido había sido superado, pero quedaba el horror a lo incierto (a la incertidumbre científica), y la maldad del hombre era inesperada e imprevisible. El retrato de la violencia se constituyó en nuevo paradigma, y en esto estuvieron ocupados los guionistas de los años siguientes, que reconstruyeron panteones para bucear en los miedos infantiles o heredados, o que visitaron estancias infernales para convencernos de que vivir en pena no estaba tan mal si podías ir matando tú a otros (con la conveniente justificación, claro). En estos últimos años hemos sido testigos de un proceso obvio: el monstruo ya no sólo está en cada uno de nosotros para desestabilizar lo cotidiano, ahora se ha instalado en nuestra sociedad. En los finales noventa y primeros dos mil, como un eco de la pérdida de referentes del sujeto (o sea, la posmodernidad, que contempla también los movimientos de masas, de la turbación de la alteridad por causa de la globalización y de la alarma provocada por varias epidemias, pandemias para los alarmistas), los monstruos se han integrado en el tejido social: forman agrupaciones, clanes, pueblos y hasta “naciones” de monstruos en conflicto. Hombres lobo que viven en subterráneos, vampiros de casta que conviven con nosotros desde hace siglos, zombis que salen en manada para devorar cerebros. ¿Cuántas veces ha sido masacrada la humanidad en la ficción a fecha de hoy?
Los zombis que aparecen en Silhouette son de este tipo, mero rebaño que se saca a pasear cuando el guión lo exige. Esta historia es una historia de rebeldes heroicos y villanos arquetípicos, y en ella el horror es doméstico, accesorio, desprendido de la turbación que provocaba lo sobrenatural hace poco menos de un siglo.
En una sociedad en la que el miedo a la muerte cada vez se ve más lejano y todo tipo de representación icónica de lo monstruoso ya se ha probado / parodiado, tan sólo queda la explotación del crimen morboso y, por extensión, de la degeneración humana. Aunque debemos esperar unos años para poder sacar conclusiones sobre lo que pasa hoy.
Un último apunte: Qué suerte que los héroes nunca mueren y sí los monstruos (hasta los ya muertos). Todos estos tebeos, durante todos estos años, parecen haber buscado esta representación inútil, tan vana: vencer a La Muerte.
Por lo tanto, la triste paradoja continua: Es en el fin donde está la raíz del horror.