LA REPRESENTACIÓN DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE (1917) EN LA VIÑETA HUMORÍSTICA ESPAÑOLA
Representación y contexto del humor
El presente trabajo se ocupa de las viñetas que, tanto en la prensa generalista como en la prensa humorística, aparecieron a propósito de la revolución rusa de 1917: y aunque se centra en la revolución de Octubre (del 6 al 8 de noviembre de 1917 en el calendario gregoriano), indaga también sobre su inmediato antecedente, la revolución burguesa de febrero de ese mismo año.
Nuestro corpus es amplio. La indagación se ha centrado en la utilización de los buscadores convencionales de la prensa digitalizada en la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica (http://prensahistorica.mcu.es), Biblioteca Nacional-Hemeroteca Digital (http://www.bne.es), Arxiu de Revistes Catalanes Antigues (http://www.bnc.cat/digital/arca/index.html), ABC (http://hemeroteca.abc.es/) y La Vanguardia (http://www.lavanguardia.com/hemeroteca). La amplitud del corpus, sin embargo, no determina la cantidad y variedad del objeto concreto de estudio. La representación gráfica de la revolución rusa es escasa. Rusia era una “contradicción” sobre el tapiz de fondo de la Primera Guerra Mundial antes y después de la revolución de Octubre.
Las revoluciones rusas de 1917 deben ser necesariamente contextualizadas en la enorme polvareda mediática y pasional levantada por la Gran Guerra en la opinión pública española. Como expresó Díaz-Plaja (1973, 9), afirmar que España fue neutral durante ese conflicto es sólo una verdad a medias; lo fue el Estado, pero la sociedad civil y la prensa expresaron, habitualmente y con vehemencia, su decantamiento aliadófilo o germanófilo. En términos generales, liberales, demócratas y republicanos, solían escorarse hacia posiciones aliadófilas porque una victoria frente a Alemania y las potencias centrales suponía, en el imaginario político de la época, la derrota del autoritarismo, el triunfo del parlamentarismo liberal y democrático bien representado por Francia y Gran Bretaña. Rusia, aliada de estos dos últimos países, suponía, obviamente, la nota discordante. Imposible identificarla, antes de la revolución de febrero-marzo de 1917 con un régimen parlamentario. Era el país del ukase y la autocracia: el mayor vestigio absolutista de Europa. Sin embargo, los creadores de opinión aliadófilos “se apresuraron a elogiar sin reservas al aliado que acudía con su poderoso rodillo a aliviar la presión germana sobre el Marne” (Díaz-Plaja, 1973, 300). El zar, otrora compendio de la resistencia del Antiguo Régimen ante el avance de la modernidad, se convirtió en el padrecito del pueblo ruso que enviaba a sus hijos a luchar por la libertad. Desde el republicano Blasco Ibáñez a la conservadora Sofía Casanova, quisieron hacer ver a sus lectores que, si algún defecto tenía el oso ruso, éste provenía de la influencia que los alemanes habían desplegado sobre aquél país. Los zares nefastos habían sido los más influidos por el imperialismo germánico y el silencio cómplice de la aristocracia rusa se debía a que más de la mitad de ella tenía orígenes alemanes.
Afirma Díaz-Plaja (1973, 304-5) que la revolución rusa de febrero-marzo produjo un cierto alivio entre los creadores de opinión izquierdistas españoles. En el fondo les había resultado muy difícil contestar a la pregunta de por qué los liberales, los demócratas, los republicanos, los socialistas españoles, deseaban fervientemente el triunfo de la despótica Rusia. La revolución de Octubre fue otra cosa. Sus dirigentes bolcheviques necesitaban urgentemente la paz. La mirada de los aliadófilos siguió siendo la misma: antes el aliado, por serlo, que el país que se liberaba de sus cadenas puesto que, para hacerlo, abandonaba el frente común antigermánico y ponía en peligro la victoria frente a los imperios centrales. Para un aliadófilo como Gabriel Alomar Lenin se convirtió en un fanático derrotista.
La polarización ideológica sobre el eje aliadofilia versus germanofilia no fue la única razón para que el “caso” revolucionario ruso fuese poco recurrente en la prensa española. Existió otro factor, en el que ha insistido Romero (2002), a saber: la Gran Guerra puso en entredicho el sistema político español y la hegemonía de unas élites burguesas fundada en el clientelismo y el caciquismo. El espectacular desarrollo económico de España durante la Gran Guerra, al actuar como mercado abastecedor de todas las potencias contendientes, no diseminó sus bondades sobre la sociedad en su conjunto. Mientras diversos sectores económicos hacían su agosto, amplios sectores de las clases populares vivieron crisis de subsistencias. En marzo de 1917, en paralelo a la revolución liberal rusa, una huelga general de grandes proporciones, en la que confluían los grandes sindicatos de clase (el socialista UGT, el anarcosindicalista CNT), amenazaba la estabilidad política del turno restauracionista. El verano caliente de 1917 puso al país al borde de la revolución, pero el gobierno reaccionó y “la huelga fue un fiasco” (Romero, 2017). Los socialistas, frente a la revolución rusa, no estaban en su mejor momento para el mimetismo. Por eso, como los demócratas y los republicanos, se fijaron en primera instancia en el golpe que, para el progreso del parlamentarismo y la reforma social, podía suponer el abandono de Rusia de la coalición aliada.
En la España de 1917 la lectura de prensa, así como la asistencia a charlas y conferencias sobre el tema del día, la Gran Guerra, adquiría proporciones inéditas. El avance de la alfabetización colaboraba: entre los 21 y los 30 años, la tasa de alfabetización se situaba en 1910 en el 53%, y pasó al 62,41 en 1920 (De Gabriel, 1997). La imagen en prensa impulsaba desde hacía veinte años el auge de la misma: la prensa con dibujos humorísticos, con mapas bélicos, con fotografías estaba sustituyendo, desde finales del siglo XX, a aquella prensa ilustrada con bellos grabados, impracticable para la mayoría por su elevado precio. La caricatura y la viñeta eran un síntoma inequívoco de la prensa industrial que aspiraba a convertirse en prensa de masas.
El combate entre aliadófilos y germanófilos fue motivo frecuente para la viñeta de prensa de la época. De los 280 diarios que se publicaban en España por entonces, reinaban los periódicos de empresa, como La Correspondencia de España, el Heraldo de Madrid o El Liberal y entre las revistas satíricas El Motín, La Campana de Gràcia y La Traca eran las grandes referencias en Madrid, Barcelona y Valencia respectivamente. Sin embargo, el asalto al Palacio de Inverno se vislumbró como un acontecimiento lejano: la prensa lo contó con lenguaje telegráfico, sin corresponsales dando cuenta del acontecimiento y con sólo con algún comentarista bien informado de la realidad internacional, al estilo del enguerino Ciges Aparicio, realizando valoraciones y análisis de calidad (Díez, 12/19/2017).
De manera que el núcleo de nuestra hipótesis girará en torno a la escasa representación de la revolución de octubre en la viñeta humorística española, tanto en prensa generalista como en prensa humorística; hecho motivado no sólo por la ausencia de corresponsales que diesen cuenta del acontecimiento, sino también por la especial situación de la opinión pública en la España neutral en la Gran Guerra que la vivía como una “guerra civil de palabras”.
Nuestra hipótesis se funda en un planteamiento no sólo fáctico sino también teórico. Bremer y Roodenburg (1999, 3) insisten en la condición culturalmente determinada del humor. Si el destinatario del humor (para el caso que nos ocupa, de la publicación) no posee un conocimiento amplio del elemento informativo que contiene toda caricatura, viñeta o texto humorístico, le resultará difícil o directamente imposible entender la clave humorística con la que se confecciona la representación.
La representación del humor suele basarse en la violación de la norma o en la incongruencia. La comicidad surge cuando, de forma inesperada, la palabra o la imagen transgreden la regla y, como advirtió Eco (1999), no es en absoluto necesario reiterar el contenido de dicha regla, puesto que las más de las veces está interiorizada por el destinatario.
En este trabajo someteremos a prueba tal planteamiento teórico sobre el humor, a propósito de la Revolución Rusa. Para romper una norma, una convención o un tópico, debe ser previamente conocido. Esto es: debe ser reconocible explícita o implícitamente. ¿Era lo suficientemente reconocible la tesitura política y social de Rusia como para fraguar la sátira cuando el país entró en revolución? ¿En qué sentido el hecho de aquel país estuviese sumido en 1917 en medio de las alianzas bélicas distorsionaba dicho conocimiento y sus posibilidades como argumento humorístico?
La representación, decía Stuart Hall (1997), conecta el sentido al lenguaje y a la cultura. No consiste, sólo, en utilizar el lenguaje, los signos o las imágenes para hacer presente una idea, un hecho, un asunto. Va más allá. Requiere códigos comunes o compartidos entre el emisor y el receptor. A la postre, la producción de sentido depende de la interpretación del receptor y, por ende, de los códigos de los que éste disponga. La interpretación invita a la descodificación de la representación, en la que el código opera al modo de convención social y no es fijo ni inmutable y sí cambiante.
El productor del humor anticipa la descodificación del receptor. Dicho de otro modo, sabe (o cree saber) qué códigos compartidos existen y qué reglas o convenciones pueden ser violadas. Si tales códigos no existen (o se cree que no existen), difícilmente el productor humorístico realizará su obra. Ese es el verdadero límite del humor, sin entrar ahora en otras fronteras creadas por el cercenamiento de la libertad de expresión. Y esto es lo que pretendemos conocer en este trabajo: si los productores del humor gráfico en la prensa española de 1917 entendían o no que existía un código cultural compartido sobre Rusia. Al menos un código lo suficientemente sólido como para establecer un programa humorístico al respecto.
Los autores de las viñetas sobre las que trabajaremos siguieron las líneas editoriales de los periódicos en los que trabajaron, pero esto no le restó un ápice a su relevancia como cronistas de actualidad o, en ocasiones, como formadores de la opinión pública a través del dibujo valorativo, auténtico artículo dibujado de fondo. Precisamente el hecho de expresarse a través de la iconicidad convertía a la viñeta del diario generalista o del semanario humorístico en una “opinión transportable”: como cualquier género periodísitico escrito en prosa (o en verso, al estilo de Luis de Tapia), la viñeta puede servir para el debate posterior, pero además el humor gráfico se reconvierte fácilmente en chiste verbal, en retruécano (Vigara, 1994), con lo que cobra una segunda vida y se expande a una velocidad similar a la del rumor (puesto que comparte con él el requisito de la simplificación) (Kapferer1987).
Guerra y revolución
Es imposible analizar la representación de la Revolución Rusa de 1917 en la prensa española, o en concreto en las viñetas de humor que recalaron en ella, sin tener en cuenta dos premisas: que Rusia formaba parte de un grupo de países inmersos en la Gran Guerra y que España, país neutral en dicho conflicto, estaba siendo el escenario de una cruenta división en la opinión pública entre quienes daban apoyo al grupo en el que se encuadraba Rusia –la Triple Entente–, y que comandaban Gran Bretaña y Francia, y la de quienes se decantaban por las potencias reunidas en torno a Alemania. En las disputas entre aliadófilos y germanófilos, Rusia era una paradoja. Mayoritariamente, los aliadófilos eran progresistas y liberales, admiradores del régimen democrático. Pero tenían que aceptar a la mayor autocracia europea, Rusia, como aliada y “minimizar” su presencia. Por su parte, la mayoría de los germanófilos provenían del campo conservador y católico, y admiraban el estilo autoritario del imperio alemán, sin exponer que, en materia de autoritarismo, Rusia podía dar lecciones.
La prensa fue el campo de batalla entre aliadófilos y germanófilos y, dado que las potencias contendientes tenían sumo interés en ganar la opinión pública española (como país neutral, pero también cercano, España abastecía de víveres y otros efectos a todos los ejércitos contendientes), fueron muy generosos con editores, directores y periodistas. Los sobornos ayudaron a atraer voluntades y, desde luego, no sirvieron, en ningún campo, a mostrar que en Rusia la opinión de los socialdemócratas de todas las facciones y de otros grupos obreristas o de fuerte implantación entre el campesinado pobre, estaba contra la guerra (SEOANE & SÁIZ, 1996; MONTERO, 1983). Poco o nada se supo en España, a través de la prensa, de las manifestaciones que estallaron en Rusia a partir del verano de 1916 y que convirtieron las objeciones a la participación en la Gran Guerra en el principal desencadenante de las revoluciones (febrero y octubre) de 1917.
Sólo una periodista española estuvo destacada en San Petersburgo (Petrogrado en 1914) durante la Gran Guerra. Una periodista sobrevenida. Era Sofía Casanova y trabajaba para ABC (OCHOA, 2016; PAZOS, 2010; HOOPER, 2008; OSORIO, 1997). Devino, por lo mismo, la única corresponsal española en la Revolución. Casanova tenía un fondo antibelicista que sus artículos expresaron. Cuando habló de Rusia, explicó que sus triunfos y sus derrotas en el campo de batalla se conseguían a un precio altísimo y en contra de los intereses del pueblo ruso, que la política del zar no representaba[1]. Sin embargo, tal vez por su decantamiento aliadófilo, decía estar convencida de que Rusia no podía abandonar unilateralmente el conflicto. En este ámbito, los artículos de Casanova tienen un punto de contradictorios: existe una velada crítica al zar que pretende mantener a toda costa a su país en las trincheras y, a la vez, se reafirma en la convicción de que Rusia no debía ir a una paz por separado. Siguiendo esta línea argumental, Casanova verá con malos ojos los primeros soviets de soldados (CASANOVA, 2008).
La cuestión relevante para los fines de este trabajo es la de entender que la prensa española, en general, no se fijó tanto en las consecuencias internas de la gran revolución de octubre, cuanto en las externas. Lo relevante parecía ser el papel que iba a jugar la nueva Rusia en la coalición internacional o fuera de ella, y en cómo iba a influir su posición en el curso de la Gran Guerra. Como es bien sabido, la triunfante revolución había levantado la bandera del cese de hostilidades y de la salida de Rusia de la guerra al precio que fuese: sería menos oneroso, se decía entonces, que proseguir una lucha en la que ya habían caído más de millón y medio de soldados rusos y más de un millón de civiles.
Portada de un número de El Socialista, de finales de 1936, en la que toma como referente la revolución bolchevique de octubre, pero por entonces, cuando sucedió, apenas le dio eco. |
Cuando Rusia firmó con los imperios centrales el Tratado de Brest-Litovks, el 3 de marzo de 1918, aceptando la derrota y la pérdida de Ucrania, Finlandia, Polonia, Estonia, Letonia, Lituania, Curlandia y Besarabia, los aliadófilos que mejor podían comprender la transformación social y política que estaba viviendo Rusia, y hasta mirarla con simpatía, estaban contrariados puesto que, sin Rusia, la guerra se complicaba para los francobritánicos. Y, al contrario, quienes execraban del cambio social producido en Rusia parecían agradecidos por el rumbo que la revolución había impreso a las relaciones internacionales y que ponía a Alemania y a sus socios en clara ventaja ante sus enemigos. Un buen ejemplo de todo esto podría ser la línea editorial de El Socialista en relación al conflicto mundial. El periódico fundado por Pablo Iglesias explicaba que sólo a los reaccionarios rusos les complacía la idea de una paz por separado con los imperios centrales y hasta estarían dispuestos a apadrinar una coalición de rusos y germanos[2]. Para El Socialista, la razón acompañaba al gobierno surgido de la revolución de Febrero-Marzo, pero no a los bolcheviques que, al querer abandonar la guerra, fragmentaban a los defensores de la democracia.
A las premisas señaladas, el profesor Almuiña (1997) añade varias más que distorsionan cualquier pretensión de representación por parte de la prensa. Para empezar, en medio de la Gran Guerra, la obtención de información contrastada por parte de los periódicos se tornó muy difícil: cualquier fuente pasaba los filtros de la censura y de los intermediarios interesados, esto es, de las potencias contendientes. Y, por si fuera poco, el año 1917 fue muy complicado en España y, cuando sobrevino la huelga general, la suspensión de periódicos y la censura interna agravaron la información, máxime sobre hechos revolucionarios. A todo ello habría que añadir la crisis del papel, que la prensa vive con angustia, puesto que los suministros escasos invitaban a ser muy selectivos con la información.
Con todo, el propio Almuiña dedicó un estudio a conocer el impacto de las revoluciones rusas de 1917 en algunos periódicos de referencia. Con respecto a la revolución de febrero, afirma con contundencia que la prensa española no se hizo eco de ella en términos de noticia y sólo, con mucho retraso, habló de la abdicación del zar Nicolás II. Con relación a la de octubre, aunque apareció –también con retraso– en la información de algunas cabeceras, en otras fue un hecho incierto. Sucedió, y resulta sorprendente, en relación con El Socialista: en él, según afirma Almuiña, «la revolución de Octubre, la revolución bolchevique no tuvo lugar. No consta». Lejos del leninismo (maximalismo, lo llaman) y de la posición de abandono de la Entente por parte de Rusia, El Socialista apenas dio cobertura a la revolución de Octubre y, cuando lo hizo, fue para mostrar su distancia crítica.
Breves y crónicas
Era el 10 de noviembre de 1917. Habían pasado tres días desde la célebre jornada revolucionaria en Petrogrado (7 de noviembre), aunque en el calendario juliano, vigente entonces en Rusia, aquello había acontecido un 25 de octubre. Fue el día del asalto al Palacio de Invierno. Y así lo contó La Correspondencia de España:
«Los maximalistas han derribado al Gobierno de Kerensky y han obligado al Anteparlamento a suspender sus sesiones. Parece que no ha habido batalla y que la guarnición se puso de parte del Soviet, que, naturalmente, pudo incautarse de las comunicaciones y enviar despachos a todos los puntos de Rusia y del extranjero, en los que anunciaba su fácil triunfo. ¿Qué ha sido de Kerensty, de Tereschenko y de los demás miembros del Gobierno provisional? ¿Han podido dirigirse a Moscú? ¿Están presos? ¿Y qué actitud adoptarán las provincias, viendo que la capital se halla en manos de la extrema izquierda?» (LCE, 10/11/1917).
Información muy similar daban Heraldo de Madrid, El Imparcial o El Liberal. Recogían noticias de agencia y, desde luego, las británicas o las francesas, que daban cobertura, no tenían intención de –o sus respectivos gobiernos no les permitían– hacer un extenso prolegómeno a la posibilidad de abandono del conflicto mundial por parte de Rusia.
De modo que los breves fueron la manera de informar, y además sin continuidad, sobre lo acontecido en Rusia. Solo Sofía Casanova, por las razones contadas, representa la excepción. Y a ella habría que sumar la figura de otro gran periodista que, hasta 1917, precisamente, había sido destacado por El Imparcial como corresponsal en París y que se convirtió en uno de los mejores periodistas en la sección de internacional por su tratamiento de la revolución rusa y, luego, del nacimiento de la Sociedad de Naciones o del triunfo del fascismo en Italia. Era el notable escritor de Enguera, Manuel Ciges Aparicio. Por ser el más atento, fue también el primero. De modo que El Imparcial abría el 9 de noviembre con un interesante artículo suyo en portada, seguido de una serie de despachos, donde el encono entre el Gobierno Provisional de Kerensky y los soviets, del que Ciges ya venía informando, llegaba a su punto culminante y violento. La revolución estaba en marcha. Ciges, firmante de un manifiesto de la intelectualidad española de cercanía con la causa aliadófila, mostró sus temores ante el giro que podía experimentar la guerra si Rusia abandonaba.
Así pues, breves o crónicas, en este caso de corresponsales o de periodistas que, habiendo ejercido como tales, tenían un solvente conocimiento del contexto internacional y, a partir de las noticias de agencia o aparecidas en la prensa europea, tenían capacidad para hilvanar un relato de los acontecimientos confeccionado a través de preguntas pertinentes sobre la marcha de la guerra, la búsqueda de soluciones acordadas o los sobresaltos revolucionarios[3].
¿Y el humor?
La lectura del humor, escrito o visual, requiere de un elevado conocimiento del contexto por parte del lector. De otro modo, la descontextualización impide aproximarse a las claves que permiten construir la incongruencia. Para generarla son necesarias situaciones, conductas o ideas incompatibles entre sí. Pero para notar que lo son, es necesario que el receptor tenga un conocimiento lato de ambas. De lo contrario, no acertará a entender el relato humorístico.
Sin una buena base sobre la Rusia zarista, sobre las relaciones entre las clases dirigentes rusas y las clases populares de aquel gran país, era complicado lanzarse a hacer humor con la revolución: se corría el riesgo de la incomprensión y el desinterés. Sin embargo, lo que sí estaba recibiendo una cobertura amplia, lo que sí tenía una repercusión evidente en la opinión, lo que galvanizaba al lector de periódicos y lo empujaba a saber, a conocer, más, era la guerra. De ahí que nuestra hipótesis de trabajo deba referirse a esta paradoja: aunque la revolución de Octubre fue un “cambio de época” que –por decirlo con John Reed y su magnífica crónica de 1919 (2004)– estremeció al mundo, la existencia de viñetas humorísticas en la prensa española se relacionará, siguiendo la lógica de la construcción del humor a través de la incongruencia, con la Guerra Mundial y con la posibilidad de que Rusia se lance, tras el triunfo revolucionario, en pos de una paz en solitario, abandonando la coalición, la entente, de la que formaba parte desde 1914.
La Campana de Gracia, en su número de 24 de marzo de 1917, reprodujo dos viñetas alusivas a Rusia. La primera, de portada, tiene que ver con la guerra y representa al soldado alemán temeroso frente al gran oso ruso capaz de dar su zarpazo.
En ese mismo número, en página interior, aparece una viñeta en la que se evalúa una de las consecuencias de la revolución de febrero: la abdicación del zar. El monarca, vestido con levita y habiendo abandonado su corona, se despide de un mujik que desea que la abdicación tenga muchos imitadores en otros lugares.
El periódico barcelonés, republicano, intuye que la revolución de febrero tiene concomitancias con la posición política que no pocos republicanos españoles habían hecho suya. Recuérdese que en 1916, en medio del desabastecimiento de subsistencias que afectaba a las clases populares, las grandes centrales sindicales del país habían llegado a un acuerdo de acción común, posición secundada por la izquierda parlamentaria. Una amplia porción del republicanismo concibió una revolución democrática que destronase a Alfonso XIII, aunque otros pensaban que sólo la victoria de los aliados francobritánicos conseguiría tal cosa. Fuera como fuese, lo acontecido en Rusia era un modelo. De ahí la viñeta: era tan entendible (en su “españolización”) como los temas que afectaban a la Gran Guerra.
Portada de Iberia, 24-III-1917, con ilustración de Apa. Abajo, portada de Iberia del 26-V-1917 |
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La revista barcelonesa Iberia siguió con cierta atención los acontecimientos rusos. Pero de nuevo la clave no era tanto la revolución como la posición de aquel país en el conflicto armado. Iberia, sin duda subvencionada desde Francia (publicaba publicidad de origen francés) y aliadófila, estaba convencida de que, al acabar la guerra, con la victoria de los aliados, las nacionalidades europeas iban a tener su oportunidad. Iberia impulsaba a sus lectores jóvenes a convertirse en voluntarios en el conflicto y a luchar junto a franceses y británicos. Se mostró eufórica tras la revolución de Febrero de 1917, como mostró una portada del 24 de marzo de ese año, que mostraba el escudo ruso atrapando a soldados de los imperios centrales y del imperio turco.
Varias portadas y textos de Iberia se entusiasmaron con Kerenski:
Un hombre destaca en este renacimiento patriótico de la revolución rusa: Kerenski, ministro de la guerra. Es la nueva alma de la resistencia rusa (…). Los campesinos lo llevaron en triunfo como antes lo condujeron los soldados. Kerenski tiene treinta y cinco años. Es socialista, un alma ardiente y una inteligencia fuerte y constructora. Las revoluciones paren estos hombres fuerza que el pueblo llevaba en sus entrañas. Kerenski era antes un sencillo diputado; ahora es el hombre confortador de Rusia, el gran capitán civil de sus ejércitos[4]
Alexander Kerenski daba su apoyo, sin fisuras, a la participación de Rusia en la guerra. Lo hizo como diputado de la Duma, así como tras la revolución de Febrero. Cuando fue nombrado, en mayo de 1917, ministro de guerra y marina proyectó una gran ofensiva para frenar el avance del ejército alemán. Empero la “ofensiva Kerenski”, que tuvo lugar en junio de 1917, fracasó y sumió en el caos al ejército ruso. Con todo, el apoyo que le deparaba el soviet de soldados y trabajadores de Petrogrado, le permitió convertirse en primer ministro, sin conseguir frenar el deterioro de la situación política y social de su país.
Tras producirse la revolución de Octubre, Iberia recordaba que Trotsky se llamaba, en realidad, Bronstein, “nombre de judío alemán” y que Lenin había pasado por Alemania antes de desencadenar la ofensiva revolucionaria de los bolcheviques. En definitiva, ante la posición del nuevo gobierno soviético, que pretendía la paz por separado en el conflicto, un órgano aliadófilo y profrancés como Iberia reaccionó con veladas acusaciones e insinuaciones: las que ubicaban a los revolucionarios en la órbita de influencia de Alemania[5]. El periodista Fabián Vidal llegó a escribir que «Lenine, Trotsky, Kamenetz, Zinowieff y demás rusos alquilados por el militarismo de Prusia han triunfado porque antes de ellos, todos los ministerios revolucionarios y republicanos carecían de base, fuerza e influjo efectivo»[6].
Iberia siguió dedicando portadas al oso ruso, pero conducido por los bolcheviques y agachando el hocico ante el poder militar alemán.
Portada de Iberia, 23-II-1918. Trotsky y los bolcheviques son presentados como títeres del militarismo prusiano. |
Informes y viajes
Lenin dudó siempre de la viabilidad de una república soviética aislada en un entorno capitalista. De ahí el afán por extender una revolución que debía liberar al hombre de la explotación del hombre allá donde la explotación existiese. A la par, millones de personas de acá y allá vieron en la revolución rusa y en el régimen que instauraba una alternativa tangible al capitalismo. La conjunción de ambas ideas animó a los bolcheviques a fundar la Internacional Comunista en 1919. Su creación interpeló a la socialdemocracia mundial. España no fue la excepción, pero cualquier debate sobre lo que estaba aconteciendo en Rusia se tendría que hacer con información de segunda mano. La prensa española no tenía corresponsales en Moscú o Petrogrado y, tras las crónicas de Casanova para ABC, sólo Ricardo Baeza y Julio Álvarez del Vayo dieron testimonio periodístico de su visita a Ucrania en 1922.
Como dijo Zweig (2002), «Rusia se había convertido en el país más fascinante de la posguerra; allí se estaba gestando algo nuevo». Por otra parte, los propios gobernantes de la nueva URSS cuidaron su imagen exterior y construyeron una organización propagandística, dirigida por Willy Münzenberg, encargada de alinear a los intelectuales del mundo entero con la aventura soviética.
La curiosidad era mucha y los debates arreciaban. Y eso ayudó a forjar una literatura donde los viajes se confundían con los informes. Tras el relato de Sofía Casanova, La revolución bolchevista (1920), llegaron otros en muestra del interés que la revolución rusa suscitaba en diferentes sectores sociales e ideológicos. Fernando de los Ríos publica Mi viaje a la Rusia sovietista en 1921; Ángel Pestaña, Setenta días en Rusia. Lo que yo vi, en 1925; Diego Hidalgo, Un notario español en Rusia, en 1929; Manuel Chaves Nogales, Un pequeño burgués en la Rusia roja, también en 1929; Rodolfo Llopis, Cómo se forja un pueblo (la Rusia que yo he visto), en 1929; Luis Hoyos, El meridiano de Moscú o la Rusia que yo vi, en 1933; y Ramón J. Sender, Carta de Moscú sobre el amor (a una muchacha española) y Madrid-Moscú: notas de viaje (1933-1934), ambas de 1934 (SANZ, Pablo (1995): Viajeros españoles en Rusia. Madrid. Compañía Literaria (SÁNCHEZ, Javier, 2008; GARRIDO, 2017).
El relato de Fernando de los Ríos es crucial. La tensión en el Partido Socialista Obrero Español era grande desde la creación de la Tercera Internacional; existían partidarios de ingresar al partido en ella y otros de mantenerse en la Segunda Internacional. En la central anarcosindicalistas, la CNT, algunos grupos pedían también el ingreso en la Tercera Internacional. De modo que pronto se impuso la idea de una visita in situ a la revolución. Ángel Pestaña, por la CNT, y Fernando de los Ríos y Daniel Anguiano, por el PSOE, marcharon a la Rusia soviética. También lo hizo Ramón Merino, pero ya como representante del Partido Comunista de España, recién creado en abril de 1920, y para certificar su ingreso en la Tercera Internacional.
Viñeta de L’Assiette au Beurre de 1907, reproducida en la revista Nuevo Mundo, 24-I-1918, obra de Camara. |
A Ángel Pestaña no le gustó lo que vio, aunque no lo contó públicamente hasta 1925: «(...) pudo comprobar que allí se estaba construyendo una nueva sociedad, pero concluyó que la supuesta dictadura del proletariado era en realidad la dictadura arbitraria de un partido. Comprendió además que la CNE nada tenía que hacer en una organización política como la III Internacional (…)» (AVILÉS, 2000; PANIAGUA, 1980). El libro de De los Ríos se publicó pronto y tuvo una gran repercusión. Admirador de los soviets, en los que vio asambleas democráticas de trabajadores, no entendió por qué un partido podía conculcar las libertades civiles de los ciudadanos e, incluso, las funciones de los sindicatos de clase. Como afirmó Juan Goytisolo, «sin ocultar su admiración por la grandeza y heroicidad de la empresa llevada a cabo por Lenin y los suyos, no encubre en ningún momento lo que le parece erróneo o contrario a los valores democráticos de las sociedades modernas»[7]. El PSOE acabó escindiéndose y entre quienes se mantuvieron en la fidelidad a la Segunda Internacional, el libro de De los Ríos siguió siendo una guía para encarar la cuestión soviética.
En el ínterin aparecieron algunas viñetas sobre la revolución de octubre en la prensa española, pero casi siempre se trató de dibujos tomados de periódicos extranjeros. Por ejemplo, Nuevo Mundo, en enero de 1918, mientras especulaba sobre las posibilidades de paz en el conflicto mundial, reproducía una serie de caricaturas de L’Assiette au Beurre, entre las que podía verse una que, aparentemente, objetivaba el contenido anticapitalista de la revolución rusa, pero que, sin embargo, era una “explicación” de los orígenes de la guerra mundial.
La caricatura en cuestión era de 1907. A buen seguro, la publicación republicana francesa había querido hacer referencia, con ella, a la revolución rusa de 1905, aunque su contenido había experimentado un aggiornamento, tal y como lo contaba –con desgarro– el crítico José Francés:
He aquí por último la más expresiva de todas las caricaturas y, desde luego, la verdaderamente dotada de profecía y de consejo. Es de L’Assiette au Beurre, y representa un gigante enorme muerto en el suelo, mientras sobre él avanza la Paz agitando una bandera y seguida de muchos hombres, que levantan cánticos y ramas de olivo. Este monstruo, que se desangra de una gran herida, es el capitalismo. Su sangre es de oro acuñado. Su herida no es en el corazón, ni en el cerebro, porque carece de ellos, es en el vientre, y la leyenda completa da idea del dibujo con estas palabras: ‘Únicamente cuando se haya destruido el capitalismo, podrá surgir en el horizonte la verdadera paz social’. No olvidemos que esta caricatura se publicó en 1907. Antes de cumplirse siete años, el capitalismo empezó a ensangrentar a Europa. Porque, ya se ha repetido muchas veces, esta guerra actual no es sino una guerra económica. Se lucha por el predominio industrial y comercial. Detrás de las románticas palabras están los libros de caja. No los generales, sino los capitalistas mueven las masas de millones de hombres, lanzándolas a la muerte para aumentar el Haber de sus libros. Y el capitalismo lo componen no solamente aquellos individuos o colectividades que antes de la guerra se enriquecían a costa del pauperismo creciente de los pueblos, sino estos nuevos ejemplares de exportadores y de logreros mercantiles que ahora, a la sombra de la guerra, hacen rápidas y vergonzosas fortunas, importándoles bien poco que sus compatriotas se mueran de hambre… He aquí el verdadero enemigo de la Paz. Es el enemigo universal. Y en España tal vez ha llegado el momento de contender su avance, atentatorio a la vida nacional. Es un crimen de lesa humanidad que mientras los hombres se baten y se matan en las trincheras, haya quien comercie con su valor y con su sangre. Es un atentado a los principios humanos que mientras las tierras duermen infecundas y las industrias yacen paralizadas, haya inteligencias que discurran negocios inconfesables y brazos que los realizan a costa de los héroes defensores de patrias gloriosas. Decimos que, en España, tal vez, ha llegado el momento de contener el avance de los logreros ¿No habrá un nuevo Jesús que los arroje a latigazos del templo en que comercial? Si los Gobiernos cumplieran con su deber, tales negocios no serían posibles. Pero estamos en tiempos de voluntades desmayadas y caracteres hipócritas. Acaso no hay esperanza siquiera en el remedio. Mientras lo valientes luchan, los cobardes engordan.[8]
La escasa información que llegaba a España sobre lo que acontecía en Rusia impedía un despliegue humorístico de mayores vuelos. Una caricatura francesa sobre una revolución rusa se reinterpretaba, una década después, como una caricatura sobre los orígenes de la Gran Guerra y se establecía su “validez” endógena.
La cuestión es que, a partir de 1919, con la Gran Guerra ya concluida, con los debates sobre la Rusia soviética abiertos en canal, el humor pudo ya encarar, con solvencia, la revolución y sus inmediatos resultados. Los públicos podían captar ya las incongruencias que los humoristas de la viñeta ponían en pie para coger distancia respecto a un hecho tan trascendental. Avilés publica una viñeta de El Socialista, de 1929, en la que Trotsky, recién exiliado de Rusia, le dice a sus hijas: «Ha sido una gran suerte para nosotros, hijitas, que no lográramos bolchevizar a Europa hace diez años» (Avilés, 1999, 281). Más allá de lo concreto, este podía ser ya el tenor del humor gráfico sobre la Revolución Rusa y sus consecuencias.
Viñeta de El Socialista, 1929, que muestra a Trotsky, exiliado de la URSS y perseguido por Stalin, alegrándose por no haber “bolchevizado” a Europa. |
De lo dicho hasta aquí podemos extraer diversas conclusiones:
1. La escasez de noticias, así como el retraso en la llegada de las mismas, de las revoluciones rusas de Febrero y Octubre de 1917, limitó el conocimiento de su trascendencia por parte de los lectores españoles. A un bajo conocimiento contextual se corresponde una escasa presencia del tema de la revolución en las viñetas humorísticas de la época.
2. En la prensa española el asunto más relevante del momento era la marcha de la Gran Guerra. No sólo fue asumido como el primer acontecimiento de masas de la historia, sino también como un asunto doméstico, que dividía la opinión entre aliadófilos y germanófilos. En tanto en cuando Rusia formaba parte de uno de los bandos enfrentados (el Aliado), su presencia en las viñetas humorísticas tuvo que ver con dicha presencia.
3. La prensa aliadófila fue más proclive a informar sobre Rusia, pero siempre desde la perspectiva del aliado militar. La revolución de Febrero de 1917 reforzó dicha posición, por cuando los medios aliadófilos vieron en el gobierno revolucionario y en Kerenski un buen aliado y un firme partidario de mantener el esfuerzo bélico por parte de Rusia.
4. Con cierta frecuencia, Rusia apareció como un gran oso dando zarpazos o huyendo (según el caso) frente a militares de casco puntiagudo (alemanes). La frecuencia con la que las diferentes naciones europeas se representaban por animales que las simbolizaban y pretendían hacer reconocibles algunas de sus características, permitió a los humoristas utilizar este recurso. Una estrategia que, por otra parte, es típica de demostraciones bélicas. Carteles de esta naturaleza forman parte del acervo de la nation building; como afirma Andersen (1983), el lenguaje nacionalista es comparativo y se vincula a la alteridad. Es el lenguaje de lo propio frente a lo ajeno. Las características del “pueblo” ruso o de la nación rusa no pueden ser las mismas que las de la germana o la francesa. De ahí la distinción y el animal escogido para sustentar este lenguaje. La cartografía devine expresión caracteriológica. Desde que en 1539 el clérigo Olaus Magnus publicase un mapa en el que Rusia aparecía como un oso, la visión de Rusia como fiera, brutal y algo torpe se extendió por Europa y construyó un arquetipo que sirvió a diplomáticos y a comentaristas de todo tipo para juzgar el “alma” rusa. Durante la guerra, algunos carteles mostraban al león británico dispuesto a lanzar su zarpa contra el enemigo o al soldado francés estrujando el cuello de un águila prusiana. Lógicamente, las representaciones animalísticas francesas decayeron con la entrada de EE.UU. en el conflicto…, puesto que también el águila (calva, en este caso) era símbolo de este país aliado de franceses y británicos.
5. La revolución de Octubre fue mayoritariamente “leída” en clave de alineamientos en el conflicto bélico. Las promesas de paz (recuérdese el lema movilizador bolchevique: “Pan, paz y tierra”) sonaban, en los oídos de los aliadófilos como promesa de defección. Lenin, Trotsky y los nuevos hombres fuertes de Rusia fueron tratados como traidores a la causa aliada: la salida de Rusia de la guerra complicaba la victoria francobritánica.
6. Como muestra el caso de las viñetas extranjeras recogidas por José Francés para la revista, Nuevo Mundo, la revolución de Octubre no incentivó las críticas al capitalismo como sistema de explotación. Antes bien, las críticas al capitalismo llegaron por otro lado: su capacidad para enfrentar potencias en una guerra industrial (léase, imperialista). De ese modo, y aunque resulte paradójico, el humor igualó en términos reaccionarios al capitalismo y a la revolución que pretendió liquidarlo en Rusia.
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Notas
[1] “La ofensiva rusa”, ABC, 29-IX-1916.
[2] “El despertar de Rusia”, El Socialista, 27-VIII-1915.
[3] Manuel Ciges Aparicio: “Lo que enseñan los hechos”, El Imparcial, 27-III-1918.
[4] “El Carnot de Rusia”, Iberia, 26-V-1917.
[5] “La semana”, Iberia, 1-III-1917.
[6] Fabián Vidal: “Mirando a la guerra. Rusia”, Iberia, 1-XII-1917.
[7] Juan Goytisolo, “De los Ríos en el país de los soviets”, El País, 18-VII-2015.
[8] José Francés: “Rumores de paz”, Nuevo Mundo, 4-I-1918.