MIEDO EN LA ESPAÑA DE PLOMO
Miedo es un álbum de los guionistas David Muñoz y Antonio Trashorras y del dibujante Javier Rodríguez que nos cuenta una pequeña historia transcurrida en Madrid entre el 29 de enero de 1981 y una fecha indeterminada de finales de febrero o principios de marzo de ese mismo año. En este lapso temporal, con unos personajes que representan con fidelidad a la sociedad de clase media de aquella época, en el marco de una democracia española que contaba con apenas cuatro años, se desarrolla el episodio escolar que se narra en este libro y que sobrepasa, en duración e importancia para los protagonistas, los vaivenes políticos de este periodo y la intentona golpista de 1981.
A pesar de su aparente brevedad —son 45 páginas, en las que se narra este capítulo de la vida de Adrián, personaje principal̶—, el libro tiene la virtud de la persistencia en la memoria, y perdura el regusto por algo que no podría decirse que es por completo triste o que cuenta con un final feliz por completo, sino que es, como un buen libro de memorias, real. Recomiendo la lectura de Miedo porque el libro estimula a pensar sobre lo que hemos leído, a dar vueltas a la historia, a reconstruirla y entenderla. Entienda el lector de esta reseña que su visión puede aportar interpretaciones o matices diferentes a lo que yo describo, porque si, como yo, vivió esos días, tendrá un recuerdo intenso de ellos. A los lectores que no conozcan nada sobre aquellos años, Miedo les mostrará la atmósfera de la época, llena de contrastes entre la modernidad que se ansiaba y el anclaje a modos anticuados de hacer las cosas.
Al mirar hacia atrás en la marca de la memoria es fácil fabricar recuerdos, rememorar incluso acontecimientos que no se han vivido, pero de los que sabemos a través de otros o a través de imágenes del cine o de la televisión. Construimos recuerdos con el relato que nos cuentan y con las imágenes que nos muestran. Sin duda, hay acontecimientos que marcan nuestra memoria por su importancia; estoy seguro de que, como muchos, recuerdo con precisión la sucesión de hechos entre la tarde del 23 de febrero de 1981 y la del día siguiente. Esta historia me ha ayudado a removerlos, a bucear en el recuerdo de la atmósfera de mis días escolares, de las grises tardes de matemáticas, pizarra y religión; de aquellos días plomizos en los años de plomo del terrorismo y en los que, todavía, se cuestionaban, muy a menudo, las bondades de la democracia. Al escribir sobre Miedo escribo sobre él y sobre mis vivencias, intentando identificar en mí y en los míos a los alumnos, profesores y padres que lo protagonizan y buscar similitudes entre la historia de este álbum y la que yo viví.
Los personajes en los que se centra esta historia son Adrián y Raúl Ocaña, amigos y alumnos del colegio madrileño Federico García Lorca. Adrián es un niño inteligente al que le gusta el dibujo y que sufre el acoso de unos matones del cole. Guarda este acoso en secreto para su familia, es invisible para los responsables del colegio, y solo Raúl es conocedor de esta situación que le atormenta. Raúl Ocaña es un muchacho que parece más apocado que Adrián y que sufre, por una discapacidad, el ensañamiento del profesor de matemáticas, también director del centro. Raúl tampoco cuenta a su familia estos hechos.
La familia de Adrián se representa como cualquier familia media española de 1981. Por lo que se desprende de lo que se muestra, la madre de Adrián solo trabaja en casa, y su padre, poco refinado, instiga a su hijo a defenderse con violencia, aunque no sepa de quién debe defenderse ni le enseñe cómo y ni tan siquiera sospeche o vislumbre el sufrimiento de su hijo. En esta pareja la madre es el personaje razonable, y tierno, que adora a Adrián, contrapunto al personaje del padre, más rudo.
El padre de Raúl es, por lo que se dice de sus artículos, un reputado periodista del diario El País; su madre también tiene un empleo fuera del hogar. Este hecho diferencial en aquella época dota a Raúl de un estatus diferente al de Adrián. El hogar de Raúl es algo más moderno, más rico, lo que hace posible que Raúl, ante la dificultad que, al final, tiene en su colegio, pueda cambiar a un centro privado y se adivinen mayores lujos en su hogar que en el de Adrián.
Chema y Arsenio Pino encarnan a dos de los profesores del colegio Federico García Lorca. Chema, José María, permite que los alumnos le tuteen, enseña ciencias naturales y posee una mentalidad progresista mostrada en diversas escenas dentro del aula y en el despacho del director. Arsenio Pino es el profesor de matemáticas, gris, repulsivo y repelente; esconde en su interior el rechazo a la democracia, el desdén por los alumnos, la crueldad hacia las personas con dificultades y la cobardía, pues solo en circunstancias que ve favorables, como la mañana del 24 de febrero, destapa su carácter involucionista y reaccionario.
La forma en la que se representa el colegio público Federico García Lorca es uno de los mayores aciertos de este libro por cómo se refleja el carácter gris, funcional, incómodo y estandarizado de los centros en los que la Administración española impartía enseñanzas y valores democráticos. Este centro, antes llamado José Antonio Primo de Rivera, muestra de una manera muy fiel el espíritu colegial de los primeros ochenta, y recuerda a este lector sus años de la segunda etapa de la EGB.
En este libro se plasman, a buen seguro, muchos de los recuerdos de los autores, y contiene referencias inmediatas para los lectores que vivieron aquella época. Este tipo de detalles se muestran en algunos pasajes, como en el acto de pasar lista en clase, donde el trato es casi más de militares que de alumnos; entonces eran muchos los profesores que se dirigían a sus alumnos usando su primer apellido: Ocaña, Gutiérrez, Herrera… En este colegio es solo Chema el que llama a los alumnos por su nombre, un acercamiento que convierte a los escolares en personas. La ausencia de alumnas en el colegio debería sorprender a algún lector joven, no tanto a los que vivieron esa época, en la que la educación estaba aún segregada por sexos. El escenario de las clases de educación física —"gimnasia" llamábamos a la asignatura, que consistía en una casi interminable tabla de gimnasia sueca y artística en la que se usaban aparatos como el potro, las espalderas o las cuerdas, que se convertían en pequeños instrumentos de tortura— será identificado por algunos de los que la sufrieron. Se deben mencionar otras referencias de la época, como el hecho de que nadie pusiera freno a los matones que acosan a Adrián; ese tipo de actitudes se consideraban solo "cosas de niños"; tampoco nadie decía nada ni ponía límites a la actitud del director; y más de uno, en aquel contexto de frecuentes atentados terroristas, vivimos amenazas de bomba por las que se desalojaban los colegios y las horas de clase se convertían en horas de patio y recreo.
En el escenario que describimos, en el año que decimos, no era extraño que en un colegio se recibieran amenazas de bomba. El procedimiento habitual consistía en llamar desde una cabina al colegio y decir que se había puesto una bomba, no se indicaba el motivo, la voz infantil solía delatar a los autores y, por lo general, no se hacía demasiado caso de estos intentos solapados de saltarse las clases. Tampoco los anónimos hechos con letras de imprenta o recortes de periódico surtían un efecto mayor; salvo que, como le ocurre a Raúl, un hombre con barba le entregara en dos ocasiones anónimos amenazando con volar el colegio con explosivos si no retorna a su nombre original, José Antonio Primo de Rivera. Aunque desde la primera vez esta amenaza parece real y la policía investiga el caso y hace un seguimiento de Raúl, la noticia se mantiene en secreto hasta que, por error, se difunde a través de los matones del colegio.
Tras este pretendido misterio se oculta un secreto que descubre Adrián y que supone para él una gran decepción, aunque, de forma paradójica, es su salvación y el final de la etapa del miedo. Porque este libro acaba con varios de sus personajes abandonando el centro escolar: Raúl, a un "colegio de pago"; Chema, destinado a otro centro, y Adrián, expulsado por sus acciones.
Esta forma de acabar este episodio es muy significativa y refleja bien el sentimiento que da título al álbum, el miedo. Chema, el más progresista de los profesores, abandona el centro por miedo al director, por no tener la capacidad de cambiar la dinámica del colegio ni de hacer nada contra el poder establecido. Raúl vence el menor de sus miedos, la imposibilidad de contar a sus padres la forma en la que don Arsenio lo humilla y agrede. Ambos usan a otros para vencer sus miedos, uno a la anónima Administración, otro a su familia; a uno no le importa abandonar a sus alumnos, al otro no le importa abandonar a su amigo y que su padre emplee también la violencia para vengarse de Pino. Solo Adrián, al que creemos más débil, del que se espera poco, nos sorprende y saca fuerzas para, aunque sea en un único momento, librarse del matón y para, aunque sea apoyándose en una mentira, asumiendo una culpa que no es suya, conseguir por sí mismo salir de la ratonera y escapar.
En determinados pasajes, con menor crudeza sin duda, Arsenio Pino podría ser uno de los funestos sacerdotes de Paracuellos, y Ocaña, uno de los internos. Todo el álbum rezuma características que recuerdan a la carga de fondo de El Víbora y a su transgresión visual, a pesar de que el dibujo de Javier Rodríguez es limpio. Han pasado más de cuarenta años entre un episodio de Paracuellos en el que uno de los internos vomita la infecta comida que le sirven y el episodio de Miedo protagonizado por el vaso que Pino, alias el Lapo, usa en clase. Es posible imaginar el repugnante sonido, la viscosidad del líquido y el nauseabundo desenlace de este capítulo. Cuarenta años resumidos en inmundicias y tristeza.
El golpe de Estado de 1981 es tratado en Miedo como lo que fue en tiempo real, un suceso de apenas un día. Sus autores nos invitan a que obviemos antecedentes y consecuencias, y a que recordemos este suceso como Javier Cercas, a que pensemos en un instante. De una manera explícita, el libro no entra en lo que pudo haber supuesto el triunfo del golpe de Estado: un retroceso para aquella España con una democracia sin consolidación real. Se narra, sin embargo, de una manera que a mí, al menos, se me antoja alejada de lo que ocurrió realmente, cómo con el golpe de Estado algunos sectores desempolvaron viejos símbolos y los exhibieron al día siguiente. El caso del director Pino colgando en la misma mañana del 24 de febrero un retrato de Franco me parece poco creíble; aquella madrugada de transistores, el mensaje del rey, la forma en la que varios de los capitanes generales rechazaron unirse al golpe que habían alentado, habían desarmado las pocas iniciativas civiles a favor del golpe que afloraron en la noche. Aquella mañana del 24 de febrero la nostalgia del régimen dictatorial franquista se había vuelto a esconder.
En mi opinión, no es demasiado acertada la forma en la que Raúl y Adrián descubren que Tejero había entrado en el Congreso. El asalto de los guardias civiles comenzó a las 18.23 de aquel día; el miedo y la desinformación por lo que ocurría duraron un tiempo, quizá más de una hora. No me parece plausible que su padre los recogiera aproximadamente a la hora en la que acababan de secuestrar a los diputados y ya supiera las intenciones de Tejero. Sin embargo, la forma en la que se narra la larga noche de dibujos animados, películas de piratas, transistores y llamadas para compartir informaciones e impresiones muestra a la perfección lo que se vivió aquella noche.
Los mayores logros en relación con los hechos que se narran del 23 de febrero tienen que ver con lo que no se dice acerca de este suceso y en el paralelismo que se hace con la situación de Adrián, y en la forma en la que se narran los días posteriores al golpe. Aquellos hechos, cuyo núcleo central se desarrolla en apenas dos días, desencadenan reacciones diversas: el padre de Raúl escribe en el diario El País algún artículo en defensa de la democracia, y el padre de Adrián se siente un defensor de la democracia, y aunque se sospecha que no lo ha sido tanto antes, se muestra como un baluarte frente a los golpistas pero, a la vez, harto muy pronto de que destacara tanto el papel de Juan Carlos I frente a los golpistas. La reacción de la madre de Adrián tras la intentona golpista es la más sincera; cuando el padre le propone ir a una manifestación en defensa de la democracia, ella le sugiere que vaya él solo, que ella debe planchar mucha ropa; el padre, entonces, le pregunta si acaso la plancha es más importante que la democracia, cuestión que zanja la madre con un pragmático: «¡Dímelo mañana, cuando no tengas pantalones que ponerte!».
Con viñetas que muestran la caminata por el parque de vuelta a casa finaliza Miedo. Atrás ha quedado el colegio cuyos nombres simbolizan ideas tan contrarias; atrás ha quedado el retrato de Franco tirado en un contenedor con otros desechos; atrás han quedado los matones, Chema y Raúl; atrás queda Arsenio Pino, como otros que anhelaban el triunfo de los de Tejero, apaleado en su moral, herido, pero inamovible al frente del colegio; atrás ha quedado el miedo. Y, por eso, Adrián sonríe.
Determinadas teorías cuentan que no se supo todo acerca del golpe de 1981, ni de los antecedentes, ni de los implicados, ni de la instrucción de las causas, ni de los juicios. Sin valorar los fundamentos de dichas teorías, y siendo consciente de que detrás de aquel desastre ridículo que constituyó el asalto al Congreso hubo cosas que resulta imposible conocer, creo que los autores de Miedo nos dicen algo, y es que, apoyándose en las mentiras que se crean alrededor de este intento de golpe de Estado, la democracia española dio un salto y avanzó de una manera imparable hacia otra época y hacia otra mentalidad. Adrián sonríe, gracias a una mentira, a unas circunstancias casuales, avanza hacia otra época, hacia otra vida sin miedo.