MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS: POÉTICA VISUAL DE LOS CÓMICS SIN PALABRAS
En el corpus mundial de estudios de cómics, los cómics sin palabras ocupan una posición más bien minoritaria. Barbara Postema (2016) los clasifica como cómics alternativos debido a su escasa presencia en el mercado. Varios ejemplos históricos, recopilados y bien analizados por David Beronä (2008), incluyen los grabados en madera de Ward o Bochořáková-Dittrichová como el punto de partida de este arte narrativo sin el componente verbal. En la actualidad, como sostiene Postema, «muchos dibujantes parecen sentirse atraídos por los cómics sin palabras como una forma de experimentar con su oficio visual y formalmente» (Postema, 2016: 204). Mi corpus comprende novelas gráficas de los últimos 30 años, sin tener en cuenta obras humorísticas o infantiles ni tampoco las tiras cómicas. Los ejemplos mencionados tan solo figuran a modo de ilustración para esta primera incursión al tema de los cómics sin palabras. Pretendo trabajar con la totalidad del corpus en mi investigación futura. Por lo tanto, no es objetivo principal de este trabajo elucidar las normas que rigen los cómics sin palabras, sino más bien explorar los diferentes ejes de expresión visual y la experiencia que conmueve al lector de maneras diferentes. Creo que es muy interesante examinar el fenómeno por muchas razones. Para empezar, es evidente que, aunque desprovistos del componente verbal, los cómics sin palabras se apropian técnicas narrativas de otros medios y los combinan con los suyos propios. El punto experimental de estas narrativas visuales yace en un sistema de vocabulario visual y técnicas narrativas distintivas que deben ser reconocibles para el público lector. Encontramos muchas similitudes en la manera de narrar con el cine mudo, la pantomima o la pintura. Estas artes se basan en la ausencia del componente verbal; sin embargo, nunca están en silencio absoluto, en un sentido muy real. Aunque el código textual no está presente, no se puede decir que esté ausente, sino más bien no expresado: está poderosamente sugerido, por medios expresivos puramente visuales. La ausencia del código verbal/textual es intencionada y, por lo tanto, significativa (Beronä, 2002; Foret, 2010). De modo que el peso de la significación recae en la representación pictórica de los personajes, en sus emociones y en la trama (si la hay).
El medio propio del cómic se nutre de numerosas y eficaces convenciones y signos específicos cuyo conocimiento es un requisito previo para una lectura exitosa. Ese conocimiento lo consolidan los autores mediante sus permanentes experimentaciones, pero, por supuesto, el espectador lo adquiere de manera natural con la familiarización. Si el lector es conocedor de estas convenciones, puede interpretar cómics que no contienen ningún texto verbal, ni aun la más mínima indicación (Foret, 2015), a condición, claro está, de que el autor haya utilizado provechosamente las sugestiones o signos que solo dependen de la imagen. Según Neil Cohn (2012), estos signos podrían entenderse como un lenguaje particular, y por esta razón la lectura de tales narrativas desafía a su audiencia exigiendo más sofisticación (Eisner, 1985). Hay que advertir, no obstante, que esta sofisticación del lenguaje visual se produce gradualmente, y que asimismo es gradual el modo en que el espectador adquiere competencia para interpretarlo, y más aún, que esta competencia está muy directamente vinculada a la experiencia común y, dado que los autores y su público comparten una misma cultura, las significaciones nunca son ajenas a la misma, y no sería difícil comprobar que la capacidad de asimilarlas menguaría si se tratase de cómics con escenarios y experiencias propias de culturas muy distintas.
Por otro lado, Postema (2016) también señala que no todos los cómics sin palabras deben contener una línea narrativa, ya que hay casos en los que las imágenes adquieren un significado abstracto, y en cierto modo autónomo, en lugar de narrativo. Aun así, según Baetens (2015), tienden a ser interpretados narrativamente. Es en cierto modo inevitable que incluso una sucesión arbitraria de motivos estéticos o emocionales autónomos tienda a configurarse como una suerte de línea argumental, por abstracta que sea (un fenómeno que, por ejemplo, en el terreno de la música llevó a muchos al error de creer que también se trata de un arte descriptivo, antes de la categórica refutación de Hanslick). En el fondo, en el plano teórico estamos ante un nuevo Laocoonte, o al menos ante una nueva problematización del tema de los límites de los diversos medios artísticos, solo que aquí, a la inversa de lo que pasó en la evolución del cine mudo al sonoro, se trata de un arte inicialmente mixta que renuncia deliberadamente a uno de sus componentes, el verbal, pero no a la naturaleza narrativa que esencialmente se confiaba al mismo; se vuelven a desafiar así los límites formales y materiales de un medio, confiando exclusivamente a lo visual toda la carga narrativa. Entre los modernos “nuevos Laocoontes” descuellan el de Babbitt (1910), el de Arnheim (1938) y el de Greenberg (1940), y es de destacar que el segundo, y también un poco conocido texto de Panofsky (1947) sobre el estilo y el medio en el cine, se centren en la experiencia del cine mudo. En efecto, fue una feliz y temprana definición del cine la de “arte de la imagen en movimiento”, facilitada por el hecho de que en su primera articulación tecnológica no intervenían ni el sonido ni el medio verbal de un modo suficientemente acusado. Esto llevó a una absurda controversia con la aparición del sonoro: el cine era en su “esencia”, y lo seguiría siendo, en efecto, el arte de la imagen en movimiento, y lo verbal —y más en general lo sonoro— eran más bien sus “accidentes”, de un modo similar a como la rima, por ejemplo, no es esencial, sino accidental, en la definición de la poesía. Pero un cierto fanatismo purista hizo creer a algunos que la adición de esos recursos podía erosionar su calidad artística —sin advertir, por otro lado, que el cine no es “arte” sino en una componente estadísticamente minúscula, y mayoritariamente era pornografía, entretenimiento banal, etc. La comparación con este caso puede ser muy útil, porque los cómics sin palabras proceden de un desarrollo inverso: la deliberada amputación de uno de los componentes, el verbal, que empieza siendo esencialmente constitutivo del medio. Quizá podría argumentarse, atendiendo a esta comparación, que el cómic mudo recupera lo que de verdad era esencial: la imagen en toda su potencia para evocar sentimientos y para narrar —como lo había probado ya en la Antigüedad, por ejemplo, en los relieves narrativos continuos de las columnas romanas. Merecerían entonces discusión aparte las motivaciones —de orden sociológico— que llevan a renunciar deliberadamente a un recurso tan tradicionalmente ligado a este medio —comparable al hecho de que en la poesía se abandonase la rima, tras una relativamente efímera práctica (digamos, desde finales de la Edad Media), en favor del llamado “verso libre”.
Nos centraremos aquí en la experiencia del “lector” (propiamente, espectador) cuando interpreta cómics sin palabras. Las metáforas visuales involucran una participación emocional en la narrativa, que opera especialmente rellenando los espacios en blanco, y el papel del lector va entonces más allá del que se espera de un mero observador: se requiere un esfuerzo imaginativo, que puede ser más o menos precario, para convertir una secuencia de imágenes en una verdadera narración. Al suprimir por completo el código textual, necesariamente se intensifica el papel de otras facultades distintas a la lectura, propias de lo que llamamos comunicación no verbal. La comprensión de la narrativa sigue debiendo mucho a la experiencia literaria, pero requiere otro modo de inmersión, más intuitivo, que convierte al lector en un agente más ineludible de la interpretación, que da voz en su imaginación a lo que las imágenes no alcanzan a expresar.
Dado que los cómics pueden caracterizarse como un género literario, como un medio o como una determinada clase de expresión artística, conviene emplear una metodología (y una semántica) mixta para explorar su estética. Llamo “poética visual” —en un sentido muy próximo al que tiene la “poética” en Aristóteles— a la capacidad de cautivar al lector. El Estagirita tenía la imitación (“mimesis”) como fundamento no solo de la poesía, sino de todas las artes. Ahora bien, es un error interpretar el sentido de la mimesis en Aristóteles simplemente como representación, y menos aún como imitación de la apariencia —que es como Platón usaba esa palabra. La mimesis en Aristóteles tiene un sentido más amplio, muy cercano al moderno concepto de “expresión”. Además, me ha parecido que el tema de los límites expresivos de los distintos medios artísticos, tal como lo planteó y discutió Lessing en su Laocoonte, constituye aquí también el principal problema teórico. Hay un factor propio del cómic que afecta del mismo modo a ambos medios, el verbal y el visual, a saber, que se ven obligados a una concentración en los aspectos que poseen, por diversas causas, más potencia simbólica, de modo que su significación se haga fácilmente reconocible, sin ambigüedades desconcertantes, para el público general. Por otro lado, me parece oportuno aprovechar ciertas observaciones sobre el modo de representar propio o semi-autónomo de las imágenes que han ocupado a algunos historiadores del arte, especialmente a Gombrich y a algunos otros estudiosos de la iconografía (Panofsky, Wind). Es indudable que las viñetas de los cómics sin palabras, cuando proceden de una dilatada y experta meditación, poseen una capacidad de evocar emociones, similar a la de las pinturas, mientras que al mismo tiempo adquieren la facultad de narrar, debido a la disposición secuencial —de un modo parecido a como lo lograban las películas mudas. Otros aspectos a aprovechar en el análisis proceden de la semiótica visual de Roland Barthes y especialmente de algunos estudiosos del cómic, como Will Eisner (1985), Scott McCloud (2008) o Thierry Groensteen (2007). De este modo disponemos de un enfoque integral que nos proporciona un arsenal de categorías críticas más amplio de lo habitual —y posiblemente, por tanto, también más eficaz— en el análisis de los cómics. Entre tales categorías se cuentan el estilo del autor y el uso del color, la narratividad y composición de los cómics, la configuración del tiempo y la representación del movimiento, y los tipos de personajes, gestos y emociones. Nuestro análisis se centra en la selección y el despliegue de elementos visuales y la manipulación de la narrativa en unos pocos cómics elegidos como paradigmáticos. Se trata de apreciar de qué modo opera el “lenguaje visual” de los cómics en la práctica y la poética de la narrativa sin palabras.
Los cómics sin palabras son un medio privilegiado para suscitar respuestas emocionales en el lector, sin gran menoscabo de componente narrativo, que apela más a la comprensión racional. Scott McCloud, cuya definición de los cómics se cita muy a menudo, los caracteriza como «una secuencia deliberada y yuxtapuesta de caricaturas y otras imágenes destinadas a transmitir información o evocar una experiencia estética» (McCloud, 2008: 8-9). En general, se apela a los valores artísticos del cómic cuando se habla de su potencia no solo para hacer inteligible una historia, sino para evocar emociones íntimas más o menos intensas: se habla a este respecto de su calidad inmersiva (Lamothe, 2019). La inmersión en la narrativa es tanto mayor cuanto más acusado es el “pathos”, lo que reclama del “lector” una dosis adicional de sensibilidad para enriquecer su interpretación. Y esto depende esencialmente de los valores estéticos. Al desprenderse del componente verbal, se abre un camino hacia la explotación de lo que debía ser su verdadera esencia, puramente visual. Si, como sucede en la mayoría de los casos, no se renuncia de igual modo al propósito narrativo (es decir, si el cómic no consiste simplemente en secuencias de valor más o menos autónomo que sugieren estados de ánimo, pero no una fábula en sentido propio), esta experimentación conduce a una condensación del sistema de signos específicos, códigos y convenciones cuyo conocimiento o familiaridad, como decimos, es requisito ineludible para la comprensión de la narrativa. Si el lector conoce estas convenciones, puede interpretar cómics que no contienen absolutamente ningún texto (Foret, 2015).
Sin embargo, esta demanda va en la otra dirección también: el creador debe proporcionar un flujo narrativo claro a través de las viñetas, para que el lector pueda interpretar lo que se pretende. La inteligibilidad dependerá de una adecuada dosificación, de un balance razonable entre los componentes expresivos de contenido emocional, más o menos aislados, y las descripciones o indicaciones de una acción secuencial —y es innegable que ambos aspectos se hallan en una relación de tensión, casi de mutua exclusión. Si el creador del cómic no logra establecer una estructura narrativa clara, existe el riesgo de malentendidos o de abrir el camino a aún más interpretaciones (Beronä, 2007).
Desde luego que esto también puede observarse en ciertos estilos literarios que deliberadamente renuncian a la claridad en favor de la sugestibilidad, pero ni aun en estos casos desaparece por completo la limitación de los significados, que prohíben interpretaciones del todo arbitrarias. Beronä, como muchos otros, ha observado que las narrativas visuales constituyen una suerte de medio expresivo que ha acompañado a la humanidad desde las más remotas épocas, y hallamos pruebas de ello en los restos de la escritura cuneiforme sumeria, los jeroglíficos egipcios o los rollos chinos con epopeyas ilustradas. Según este autor, una historia visual puede establecer una relación única con el lector (Beronä, 2008: 7), lo que sugiere un alto grado de discrecionalidad subjetiva. En contraste, Amélie Junqua (2016) compara la lectura de cómics sin palabras con las decoraciones en bajorrelieve de las iglesias medievales, que utilizan ciertas representaciones gráficas para desencadenar un desciframiento primitivo e instintivo, con la premisa de compartir referencias culturales y visuales como cultura. Esto resulta mucho más acertado, no solo porque, en este ejemplo, el desciframiento de las imágenes dependía estrechamente de las explicaciones de las historias bíblicas en los sermones (y convertían la iglesia en un libro de piedra, como lo caracterizó San Gregorio Magno y como enfatizaba el arcediano Frollo en Notre Dame de Paris de Hugo), sino porque en general carece de sentido la idea de que un relato, por mínimas que sean sus indicaciones precisas, no esté destinado a una comprensión colectiva más o menos coherente.
Nelson Goodman afirmaba que «la capacidad para discernir el estilo es un aspecto integral para entender las obras de arte y los mundos que representan» (1978: 40). En su forma extrema, los cómics sin palabras no contienen ningún texto. El valor estético y la capacidad de narrar, en el sentido más amplio de la palabra, residen enteramente en las ilustraciones. Obviaremos ahora el problema de si los cómics sin palabras son completamente silenciosos. Es un hecho bien conocido que, aunque el código textual no esté presente, la historia en imágenes tiene el potencial de evocar sonidos o ruidos. Además, encontramos expresados de muchas maneras algo así como índices de textos ocultos en las narrativas visuales.
El estilo de un autor no es completamente separable de la técnica, aunque no puede confundirse con esta. Entre los factores propiamente técnicos se hallan principalmente el dibujo, y también la aplicación del color; entre los factores puramente estilísticos, tenemos la elección entre una representación más realista o más caricaturesca. El estilo obedece además a muchos otros factores, como los conocimientos, los valores o intereses, las emociones y el carácter del autor. Mientras que un estilo compartido o colectivo puede caracterizar a una escuela particular, que habrá formado ya a un público familiarizado con su código propio, un estilo individual único captura la atención de los lectores de otro modo, sumergiéndolos más activamente en el mundo diegético de la narrativa.
La elección de la técnica de dibujo, por otro lado, es uno de los factores más decisivos para sugerir un “tono” (en el sentido en que ya lo destacaba Poe en su Filosofía de la composición, 1846) y un estado de ánimo que permea toda la historia y le sirve como de base interpretativa. Damianos Grammatikopoulos en su artículo sobre la pantomima y los cómics sin palabras sugiere que, en la pantomima y el cine mudo, la música figura como componente expresivo, que “habla” y es capaz de transmitir una emoción, es decir un tono de la narrativa. Por lo tanto, creemos que la selección de factores cromáticos actúa en este caso como la música en el cine mudo y está más intrínsecamente vinculada a la emoción, la función y el simbolismo —pese a que, innegablemente, la sensibilidad a los valores cromáticos esté muy diversamente repartida. Los colores pueden expresar un estado de ánimo, agregar sutilezas emotivas o llamar la atención sobre detalles visuales específicos, de valor informativo. Como convención artística, juegan un papel especial a la hora de distinguir a los personajes individuales (como en la caracterización teatral), evocar emociones o poner de relieve aspectos significativos del escenario. Los factores cromáticos (tono, saturación o luminosidad) son muy variados, incluyendo su relación con el dibujo. Se requiere una especial delicadeza para potenciar al máximo esas características de modo que el impacto visual no solo produzca efectos propiamente estéticos (dependientes de los equilibrios de la composición del plano), sino que colabore en la inteligibilidad puramente dramática o narrativa.
Como ejemplo ilustrativo, exploremos El Río, de Alessandro Sanna. El uso de acuarela como técnica principal y las elecciones específicas de color en esta obra contribuyen al establecimiento de un marcado y distintivo tono poético. El motivo central, el río, y la presencia dominante y aglutinante del escenario natural, poseen una fuerza estética que coadyuva a lo que hemos llamado inmersión del espectador. La paleta de colores está muy claramente ligada a la representación distintiva de las cuatro estaciones, cada una codificada según sus más comunes rasgos meteorológicos. En la sección de invierno, el artista emplea tonos fríos de azul, complementados por siluetas parduzcas de ramas desnudas de árboles inertes y grises borrosos que transmiten la sensación de niebla. El “lector” no solo puede percibir la atmósfera fría (también representada mediante el vapor blanco que emana de las bocas de los personajes, hombres o animales), sino también apreciar el contraste con el cálido interior de la escuela retratada en lavados de rojo y marrón.
Por el contrario, la técnica de dibujo empleada por Thomas Ott refleja las formas características y la expresión general de la xilografía. Aquellos familiarizados con las novelas grabadas en madera creadas por artistas como Masereel, Helena Bochořáková-Dittrichová o Lynd Ward pueden discernir una línea de influencia entre estos y el autor suizo. Al mismo tiempo, es innegable la influencia que tuvo el cine mudo alemán de corte expresionista en dichos autores de principio del siglo xx. Pero no es en absoluto ningún requisito este conocimiento para comprender de un modo acabado las historias de Ott. El uso de blanco y negro, en una combinación estilística muy distintiva del autor, es quizá el factor que más intensidad procura al aspecto psicológico de sus narrativas de horror, permitiéndole expresar de un modo muy enérgico las emociones asociadas al miedo, la atmósfera de misterio y la sensación permanente de lo inquietante, casi como en un ejercicio de indagación del funcionamiento de ese lado de la psique humana. Es, pues, también en el estilo de dibujo donde hallamos el principal medio con que Ott contribuye significativamente a la expresión de un estado de ánimo y un tono general de la fábula.
Viñeta de Der Wald, de Thomas Ott. |
Un segmento especial de la producción lo constituye el caso de obras que deliberadamente imitan o rinden homenaje a otros artistas, agregando una capa adicional para la interpretación —similar al modo en que funciona la intertextualidad literaria. Si solo atendiésemos a esta clase de obras, la literatura se asemejaría a una red de alusiones a otros textos, y lo mismo sucedería con las artes visuales. En The Arrival, de Shaun Tan, los lectores familiarizados con obras como “Going South” (1886), de Tom Roberts, o “Over London by Rail” y “The Destruction of Leviathan” (1866), de Gustave Doré, identificarán estas referencias. Pero la falta del reconocimiento de tales deudas temáticas, insistamos, no obstaculiza en modo alguno la comprensión de la historia. Al contrario, podemos admitir que incluso permite un grado de perspicacia imaginativa que, libre de tales deudas, amplíe los matices de la interpretación y satisfaga de un modo completo tanto la comprensión de la fábula como la experiencia estética del “lector”.
La virtud narrativa de los cómics es especial: lograda mediante la secuenciación de imágenes, parece no deber mucho a la literatura. Las imágenes en sí son por supuesto estáticas —y a este respecto podemos reconocer las limitaciones fundamentales que Lessing analizó en su Laocoonte—, pero la secuencia recupera lo esencial del dinamismo propio de una historia en progreso, para lo cual se requiere una inteligencia de la composición que no coincide del todo con la propia de la literatura. Según David Carrier, la narratividad en los cómics surge de la capacidad del lector para navegar a través de las imágenes: «Para entender una imagen, debemos mover la escena representada. Necesitamos saber qué acaba de suceder o qué va a suceder a continuación» (Carrier, 1997: 327). Todavía esto coincide con la crítica de Lessing y el tópico clásico del “momento pregnante”. Carrier ve los cómics como una respuesta natural a las limitaciones de las pinturas narrativas tradicionales.
En el ámbito de la historia del arte, la narratividad siempre fue y siguió siendo —pese a la crítica de Lessing— un aspecto o intención prácticamente irrenunciable. Precisamente por eso se trataba de un asunto teóricamente primordial. El caso más frecuente en la historia de la pintura es el de representaciones basadas en temas literarios, de suyo narrativos. La historia referida debía conocerse previamente si se quería comprender la representación de un solo instante, y era también la base para el reconocimiento coherente de todos los detalles visuales añadidos (del simbolismo completo, en el plano iconográfico). En definitiva, la interpretación de las pinturas —hasta el advenimiento de las vanguardias— dependía en gran medida de las referencias literarias —y en general de la cultura visual compartida. Esto sigue siendo cierto en el caso de los cómics sin palabras.
Para ilustrarlo, adentrémonos en la fábula “Botón”, inserta en la colección de historias titulada Dědečkové [Abuelos], del autor checo Pavel Čech. En esta historia contemplamos a un hombre que regresa a casa y cuelga su abrigo en un perchero. La última viñeta insinúa el botón que falta en el abrigo, prefigurando lo que sigue. La doble página siguiente muestra al anciano cosiendo el botón faltante. Una fotografía en el fondo captura a una pareja joven en el día de su boda, probablemente el hombre y su difunta esposa. La presencia solitaria del hombre en el piso y su participación en una acción culturalmente asignada a las mujeres, como es la de coser, sugieren la ausencia de la esposa. En la última viñeta, antes de pasar la página, un pequeño detalle amarillo, inusual en las ilustraciones verdoso-marrones, sirve como una pista sutil. La última viñeta en la última página amplía la vista para retratar el piso del anciano. Está sentado en una silla al lado de la mesa, con un equipaje cerca, y junto al abrigo colgado hay una estrella de David. El “pretexto” encontrado en la historia es relativamente directo para nuestra cultura occidental: el hombre es judío (como indica la estrella de David amarilla) y está dejando su hogar (como sugiere el equipaje), posiblemente para ser enviado a un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Este ejemplo ilustra de una manera simple el modo en que solo un conocimiento común (de una experiencia histórica vivida o de unos hechos familiares por la transmisión literaria y otros medios) permite una interpretación correcta de la historia. Después, pueden añadirse circunstancias particulares (ideológicas o de instrucción) a la interpretación: cualquier relación personal o experiencia con los judíos, el judaísmo, los nazis alemanes o la Segunda Guerra Mundial puede evocar una especial respuesta emocional que interfiera de algún modo en la comprensión narrativa.
Viñeta de Pavel Čech, de la obra Dědečkové ("Abuelos"). |
En la composición de cómics, la doble página viene a convertirse en lienzo que refuerza significativamente la experiencia de la interpretación, como una suerte de “juego” compositivo que moldea el impacto relativo de un momento especial de la fábula. La última viñeta en una doble página se emplea con frecuencia como elemento de intensificación de la tensión narrativa, sirviendo como anticipación excitante o como incitación a la continuación de la “lectura” en un estado de inquietud que agudice la atención. Apenas podemos imaginar un modo compositivo más eficaz para este propósito (de revelación por el fondo emocional de un momento crucial de la trama) que el de colocar la imagen estratégicamente al final de las dobles páginas, como se ejemplifica en este caso en la historia “Botón”.
La interacción de imágenes, los espacios entre viñetas y las palabras mismas crean, en una compleja simbiosis, la impresión del tiempo en los cómics. Pero en los cómics sin palabras el autor renuncia al tercero de estos factores y se basa únicamente en los dos primeros. (No nos ocupamos aquí del problema de los motivos que justifican esta renuncia deliberada.) Cuando no hay globos de diálogo ni leyendas, los creadores emplean métodos alternativos para transmitir el paso del tiempo. Representaciones simples como relojes, despertadores, calendarios o el movimiento del sol en el cielo pueden servir para este propósito. Para representar períodos más largos, los autores pueden optar por representaciones más metafóricas, como se aprecia en The Arrival, de Shaun Tan. Aquí el motivo de las estaciones en el fondo, combinado con el crecimiento de una planta floreciente a lo largo del año, crea un efecto evocador y al mismo tiempo de una cierta intensidad emotiva. En El Río, Alessandro Sanna emplea el movimiento del sol y la división en cuatro estaciones como una suerte de sistema de coordenadas subyacente dentro de los capítulos para transmitir el paso del tiempo. Además, utiliza la repetición de viñetas de espejo para evocar experiencias temporales específicas. Por ejemplo, las viñetas de espejo recurrentes crean la sensación de lluvia interminable, sugiriendo el estado de ánimo melancólico persistente con el paso de los días. En otro caso, un momento fugaz se representa mediante una secuencia de cuatro ilustraciones de un bote, cada una colocada progresivamente más a la derecha, expresando muy vivamente su movimiento en el agua.
Four Seasons, de Shaun Tan. |
Por lo que respecta a la psicología de los personajes, las respuestas emocionales son uno de los aspectos más directos, sencillos y evidentes, transmitido a través de expresiones faciales y ademanes; es posiblemente uno de los aspectos en que —como ya pusiera de manifiesto Lessing en su Laocoonte— la imagen puede competir con ventaja con cualquier código textual. Gombrich esboza dos condiciones necesarias para que una imagen logre capturar el carácter. La primera es la experiencia de los artistas que saben cómo trabajar con efectos visuales. La segunda corresponde al espectador, que debe saber interpretar esa representación. Como cualquier otro pintor o ilustrador, el creador de cómics necesita dominar la representación de la fisonomía y la expresión, lecciones fundamentales de ese arte. Solo así se vuelve visualmente legible el carácter de un personaje (Gombrich, 1985, 379, 383). Hay que añadir a esto la observación de que los medios, relativamente convencionales, para intensificar el fondo psicológico en la representación de la fisonomía son, por un lado, producto de la instrucción técnica y, por otro, de una miríada de factores de la experiencia práctica que comparten todos los miembros de una misma cultura; a esto se van añadiendo los descubrimientos técnico-expresivos más o menos casuales, que derivan de la experimentación artística y que de nuevo están complejamente vinculados a la tradición cultural.
En los cómics sin palabras, donde a menudo faltan incluso los nombres de los personajes, los protagonistas deben ser claramente reconocibles, especialmente cuando hay varios personajes principales o de apoyo presentes. Es crucial que los lectores los identifiquen y sigan fácilmente a lo largo de la historia. Esto exige del ilustrador un trabajo mucho mayor que el que puede tomarse un novelista para el mismo propósito. A menudo los personajes están detalladamente elaborados, y su carácter enfáticamente destacado, mediante características visuales que ayudan a su reconocimiento, pero que al mismo tiempo pueden resultar anómalamente peculiares, como innecesarias desde un punto de vista realista. En esto hay siempre una tentación a la exageración, y no por otra razón es muchas veces la caricatura mucho más elocuente que el retrato realista, como, en definitiva, también ocurría en el cine mudo. Los actores, faltos del componente verbal, a menudo debían exagerar las emociones, como especialmente se puede observar en el cine expresionista de directores como F.W. Murnau, Fritz Lang, Georg Wilhelm Pabst, Robert Wiene o Paul Leni.
Para lograr un equilibrio entre la necesidad de una caracterización inequívoca y la de evitar un énfasis molesto, la impresión general de un personaje se beneficia del hecho de que este propósito no se ha de librar completamente a la representación de los rasgos fisonómicos, sino que se combina con la secuencia narrativa, con las acciones del personaje. Dado que el estereotipo es muy eficaz para el inmediato reconocimiento del personaje, existe siempre una cierta tendencia a aprovecharse más del énfasis en la caracterización puramente visual.
La combinación (o tensión) señalada entre la caracterización individual autónoma y la que se apoya en la acción dramática puede a veces revelarse como una sugestiva contradicción vertebradora del sentido general de la fábula. En Abuelos, por ejemplo, los protagonistas son hombres que se hallan en las etapas finales de la vida, y su senil fragilidad se acentúa con representaciones típicas: poco o ningún cabello, arrugas, anteojos y bastones. Sin embargo, sus acciones los elevan poéticamente al estatus de héroes, aun sin abandonar el territorio de la vida cotidiana. Nos encontramos con un hombre caminando por las calles, cautivado por la vista de unos pájaros en el cielo. Colapsa, cae al suelo y a continuación se encuentra en el hospital comprometido en una batalla literal por su vida con la Muerte. Más tarde escapa, y regresa a su apartamento para liberar a su pájaro enjaulado. Sentado en la mesa, espera pacientemente su inminente muerte, y saludando a la Parca expresa muy teatralmente su disposición a partir.
La representación de los ojos y la boca juega un papel crucial en el modo de capturar las emociones de un personaje. Estos rasgos transmiten una gran cantidad de información, y en los cómics el comportamiento no verbal a menudo es inevitablemente exagerado, por los motivos que hemos comentado y otros. En los cómics sin palabras, donde los gestos adquieren un relieve que compensa los defectos puramente narrativos, la representación de las emociones es primordial, porque las posturas que reflejan el estado mental del personaje son casi los únicos o al menos los principales apoyos de la secuencia de hechos que dan sentido a la historia. Junto con las expresiones faciales, las de las manos también son muy significativas: permiten a los artistas capturar una gran variedad de gestos, que también se ven sujetos a una tendencia a la hipérbole, como en la pantomima. Quizá se ha perdido mucho, en la experiencia estética de la mayor parte del público, en lo tocante a reconocer símbolos expresivos en los ademanes; en general, se ha renunciado a todo aquello que era demasiado convencional, buscando expresiones que resulten significativas de un modo más inmediato —siempre, insistimos, dentro de los límites de la experiencia común que permite interpretar las conductas más habituales en quienes pertenecen a una misma cultura. El énfasis en lo gestual es un factor del que depende mucho la eficacia de este medio, que lo obliga en cierto modo a preferir historias con una fuerte carga sentimental: la hábil representación de las emociones de los personajes requieren en el espectador un mayor grado de empatía con el protagonista, una inmersión imaginativa en la historia y una respuesta emocional más vívida de lo que se exige en una novela; el medio parece menos adecuado para representar historias en las que el espectador pueda —y deba— sentirse ajeno o distanciado de las tribulaciones íntimas de los personajes, o simplemente en que estas no constituyan lo esencial de la fábula.
Como nota conclusiva, quiero subrayar de nuevo la necesidad de una base cultural compartida para la comprensión precisa de narrativas puramente visuales. Los autores, trabajando dentro de un sistema de significados convencionales conocidos, dependen de este terreno común. La participación activa del lector es igualmente primordial, casi el factor más importante que les permite interpretar la línea narrativa de la historia visual —que, insisto, resulta más comprensible cuanto más intenso es el “pathos”.
Los cómics sin palabras de un carácter más abstracto, como por ejemplo en Le fils du roi, de Eric Lambé, invitan a una doble investigación sobre lo que las imágenes transmiten de manera independiente y cuál es el potencial narrativo auténtico que una secuencia de esa índole, digamos, autónoma, puede ofrecer. En el fondo de este problema se haya un asunto teórico de la mayor importancia para la teoría del arte: la tensión entre el componente ilusionista, que transmite la definición clara del espacio, de los volúmenes, y el interés en la composición, que obedece a la impresión plana, al efecto armonioso de la combinación de figuras y colores; a este problema se superpone el de la tensión entre el aspecto estético de las imágenes por sí mismas y su supeditación a un hilo narrativo. Además, los editores franceses Fréon y Amok, ambos lanzados a principios de la década de 1990, publican este y otros libros en su nueva editorial Frémok con el objetivo de que cada libro sea un verdadero objeto de arte, singular y único (Labio, 2017: 85). Le fils du roi se publicó en el formato 33×33, conservando así el formato de las hojas sobre las cuales fue creado, y se vende por 33 euros, que es también una decisión puramente estética. La editorial tomó toda una serie de decisiones que subrayan la obra como un artefacto estetizado, una obra conceptual que empuja al fondo la narratividad y las convenciones del cómic analizadas en este artículo. Más que narrar, el autor quiso ofrecer al lector una experiencia que anule tanto como sea posible la diferencia entre reproducción y original.
Finalmente, me inclino a reconciliar la relación entre lo visual y lo literario de esta manera: por un lado, los recursos técnicos y estilísticos en la composición de las imágenes pueden enfatizar la percepción del espacio o el volumen, o, por el contrario, transmitir impresiones puramente ópticas, planas, “retinianas”, impresionistas; cada modalidad sirve de modo distinto a la expresión de emociones particulares. Por otro lado, cuando uno se esfuerza por emplear una secuencia de imágenes para sugerir una historia o drama sin depender del texto, esto solo puede lograrlo de manera imperfecta, ambigua, y a costa siempre de una necesaria simplificación. La capacidad narrativa de las secuencias de imágenes no supera por mucho a la de la música, que es inherentemente limitada o sencillamente inexistente —como probó Eduard Hanslick y casi todos los teóricos han admitido en esencia, discutiendo solo aspectos muy concretos, y a pesar de que siga teniendo fuerza la especie popular de que la música puede expresar ideas extramusicales; esto proviene de una confusión con el hecho de que así parece ocurrir cuando se la usa subordinadamente (en el cine, por ejemplo), lo que exige una compleja afinidad formal, pero donde toda la significación extramusical proviene de otro medio (visual o verbal); en cierto modo, esto es válido también para lo visual, si atendemos, por ejemplo, al célebre “efecto Kuleshov”, que demuestra que una misma imagen puede expresar cosas muy diferentes, incluso incompatibles, cuando se la incluye en contextos narrativos distintos. Así, la narratividad del comic puede reducirse a una sucesión de emociones más o menos indefinidas, o, como máximo, a una secuencia de actos o circunstancias más o menos reconocibles, por tipificadas, debido a la familiaridad cultural, la convención o algún tipo de sugestión más o menos natural. Sin embargo, seguirá estando insuperablemente distante de la expresión de pensamientos bien definidos o de la representación de situaciones prácticas complejas, singulares, para las que aquellos índices culturales a los que me he referido resultan insuficientes.
Bibliografía
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