MAESTROS DE UN ARTE SIEMPRE PIONERO
El libro Pioneros del cómic. Monsieur Cryptogame & otras historias, que ha publicado el sello valenciano El Nadir Ediciones, es uno de esos volúmenes ilustrados que gusta regalar en tal día como hoy, Día internacional del libro. Un objeto de culto, un capricho, una delicatessen para los que gustan de los cómics y de los que son aficionados a los libros curiosos. Pero es más que eso. Es un gran libro sobre historieta antigua que nos da unas cuantas lecciones de historia social de Francia.
La leyenda de san Jorge, que se celebra el 23 de abril, ha terminado siendo entendida como una celebración sin más de la lectura que culmina con el regalo –sexista– de una flor o de un libro. Pero en realidad emana de un relato de insatisfacción de la clase baja hacia la nobleza altiva, porque Jorge / Jordi acude a matar el dragón cuando la ofrecida en sacrificio es la princesa y no antes, siendo largo el recuento de los ciudadanos devorados. La cosa tiene su moraleja. El ejército no acude a salvar descastados porque para restablecer el orden basta con no sacrificar los símbolos. Del decantado del símbolo queda el icono, la flor. Pero no la enseñanza tradicional: mantén a tus gobernantes y sus intereses.
En este libro primorosamente impreso por El Nadir y exquisitamente editado por René Parra, se recogen muestras de historietas prístinas de Töpffer, Cham, Doré y Petit, cuatro de los grandes nombres del arranque de la gran historieta en Europa, cuando en Japón todavía estaban estampando motivos y en Estados Unidos andaban imitando modelos. Al igual que pasa con la leyenda de san Jorge, aquí se escenifica la separación de castas y de poderes, porque además sus prologuistas sacan a colación de nuevo el debate de la historieta como medio híbrido, en constante tensión entre la alta y la baja cultura. Es obvio que los “petit livres” de Töpffer no habrían tenido tanto aprecio en su tiempo si él no hubiera sido un burgués acomodado y ocioso. Ni tanta repercusión entre sus iguales acomodados y ociosos. Uno de esos iguales era Cham, de ilustre linaje, aunque jamás se identificó como conde, cuya producción dibujada fue ingente y atinada, aunque se le conoce muy poco entre los estudiosos del cómic. Gracias a que estos “rebeldes de la nobleza”, junto con otros, juguetearon con la ilustración narrativa, la historieta fue extendiéndose y adquiriendo un reconocimiento que luego aprovecharon otros creadores de raigambre más “baja”, como Doré o Petit.
Viñetas de "Monsieur Cryptogame", de Töpffer . |
Recordemos que la ilustración, como medio de comunicación antes que como arte, fue rápidamente rechazada por las altas instancias. La primera, la Iglesia. La segunda, el Ejército. La tercera, el Gobierno. Desde el siglo XV, lo dibujado pudo ser peligroso, porque podía ridiculizar o humillar al poder establecido, y aquí ya no podía venir san Jorge a cortar cabezas. Poco a poco, en el siglo XVII la imagen se labró otro enemigo: la intelectualidad. Porque la novela, trufada de imágenes, se vendía más, pero se convenció de que daba alojamiento a su enemigo natural, puesto que la ilustración narraba más, o bien algo diferente de lo escrito por el artista escritor; era una usurpadora de relato. Si la imagen supervivió cómodamente en los impresos fue gracias a su enorme potencial divulgativo y sugestivo, que fue reforzado por medios más abiertos a la experimentación como el teatro o la novela popular, claros aliados de la ilustración –primero– y de la historieta –después– hasta entrado del siglo XX. Esto último lo deja bien claro el historiador David Kunzle en la introducción a este libro.
Página de Cham. |
Leyendo estas historietas decimonónicas rápidamente nos damos cuenta de que los nobles (por así llamarlos) Töpffer y Cham barajaron temáticas propias de los de su grey, temas “universales” como el descenso de clase, los viajes y visitas a otras culturas, o los problemas emanados de la convivencia matrimonial. Ya ven, universales. La verdad es que hacían historieta para sus iguales y escrita con un nivel literario afín a los cánones del gusto de sus ociosos iguales. Su grafismo refinado era su fuerte. Con Doré y Petit ocurría lo contrario. No es que dibujasen mal, pero Doré tenía 15 años cuando elaboró Les travaux d’Hercule, y se nota. Y Petit exhibía un trazo de estilo tosco, mundano, en comparación con los dibujos de los nobles. Singularmente, ellos sí que entroncaban con problemas más cercanos al pueblo llano, sobre todo Petit, que ridiculizaba a la clase rural, pero también la comprendía. Lo importante no sólo era esa bajada en el escalón social, también lo era el aporte de textos al pie más complejos, mejor construidos y más inteligentes que los de sus ilustres colegas.
Dos viñetas de " Les travaux d’Hercule", de Doré. |
En los textos introductorios de este libro se vuelve a hacer una lectura sobre las concomitancias entre literatura e historieta, con constantes llamadas al “Arte” (sin argumentar, como es lógico), poniendo en evidencia el distanciamiento entre medios y el rechazo de las artes reconocidas o bellas. Un debate que deja un poco de lado por momentos otros aspectos verdaderamente interesantes, como la hilaridad multiplicativa de que hace gala Töpffer (que ciertamente es muy teatral y preludia todo el slapstick), la impresionante distorsión caricaturesca que demuestra Cham al representar a los británicos (amén de sus aciertos narrativos al representar la velocidad o el tedio en los viajes), las lecciones de expresión y movimiento que imprime en sus viñetas el jovenzuelo Doré, o las profundas lecciones de sabiduría rural que aloja en algunas esquinas de sus viñetas Petit, uno de los más interesantes narradores en imágenes de todos los tiempos, condenado por su estilo y el medio que eligió. No deja de ser irónica la frase elegida por Petit para concluir una de las entregas de su serie Historias campesinas, la aquí traducida como “La leyenda del comerciante de cerdos”, que dice: “Moraleja: El cerdo es menos ingrato con sus amigos que el arte y la literatura”.
Página de "Les bonnes gens de province" de Léonce Petit. |
La historieta parece que no deja de ser pionera en la bastardía o en las deudas con otros medios (a los que podría considerar amigos), pero este libro deja entrever la genialidad de unos autores que con el solo instrumento de un lápiz construyeron un retrato certero de las frustraciones de clase y de las diferentes extracciones y culturas en la Francia del XIX. El conjunto, aunque parece heterogéneo, está muy bien elegido, es ciertamente representativo de los avances en el medio entonces, y la edición viene excelentemente traducida y anotada. Como decía al principio, un regalo. No una singularidad, no, una delicatessen. ¡Por san Jorge!