LOS VAMPIROS DEL AIRE. EL MIEDO A LA TECNOLOGÍA
En la Gran Colección de Aventuras Gráficas del sello barcelonés Marco apareció en 1940 una colección de cuadernillos en blanco y negro con el sugestivo título de Los vampiros del aire. No era algo nuevo, ni siguiera en 1940. La fascinación por la aviación seguía siendo muy poderosa desde los primeros años del siglo XX y lo seguiría siendo hasta que en los años cuarenta la guerra más cruenta de la historia se librara en gran parte desde el aire.
El avance tecnológico que permitió al hombre surcar los aires cumplía un viejo sueño, el de emular a Dios y contemplar el mundo bajo nuestros pies. La advertencia del mítico Ícaro era aterradora: el hijo de Dédalo, el arquitecto del laberinto de Creta, quiere escapar y lo hace con la invención de una nueva técnica que le permite volar, pero en cuanto se envanece y pretende subir más alto, la naturaleza se encarga de destrozar su artilugio y, como consecuencia, darle muerte. Esta historia tan conocida no deja de ser una admonición clásica, la de “no imites a Dios”, y por supuesto exagerada: hay otra versión paralela (Beocia, xi.4) en la que Dédalo inventa una nueva técnica para navegar, la vela, e Ícaro pretende probarla sin experiencia y sólo guiado por su orgullo juvenil: naufraga y muere. En ambos casos es un avance técnico el que lleva a la muerte a Ícaro.
Las historias del pasado suelen reflotar en el futuro con asiduidad. En Los vampiros del aire encontramos una manifestación más del temor que inspiraba la existencia de nuevas tecnologías, porque estas habían removido la memoria de estos viejos miedos y por lo tanto planteaban nuevos terrores: el miedo a volar y, al mismo tiempo, el miedo al poder sobre los demás que obtendrían los que pudieran volar. Desde el momento en que existieron artilugios voladores, por más que eran endebles o poco operativos, brotaron las narraciones sobre ladrones y asesinos que operaban desde artilugios volantes, tanto en la narrativa popular europea como la americana. Aquí en España existían relatos de esta índole en las revistas gráficas como Hojas Selectas que rápidamente se trasvasaron a la novela popular de aventuras en monografías: las de Brereton en La novela de aventuras, de Ediciones Iberia, 1926, las de Saint-Marchel en Biblioteca de la Juventud, del sello Hispania, en 1929, las de Jesús de Aragón en la colección Aventura, de Juventud, en los primeros treinta; también a los folletines con carácter monográfico, como demuestra la misma colección Los vampiros del aire (circa 1933-34); o las aventuras de aviadores como Bill Barnes que publicaba Molino en los treinta o Dan Curtis que publicó SGEL en 1940; hasta en las primeras muestras de ciencia ficción a la española, en principio muy pendiente de la aviación y la invasión alienígena). En el caso de Los vampiros del aire, el folletín, lo angustioso del relato es que los así llamados eran hombres que se ocultaban bajo un traje que infundía temor, de color rojo, con máscara que cubría toda su cara y con unas alas articuladas a la espalda que les confería verdadero aspecto de “hombres murciélago”. Esta bestizalización del criminal fue un elemento característico de las novelas de suspense y policíacas que lograron auge durante el comienzo del siglo XX, baste decir que la figura de Batman no aparece por casualidad en la mente de Bob Kane o de alguno de sus colaboradores: es el vertido de un conjunto de “bátmanes” que fueron mostrándose en los pulps americanos de los años treinta (al menos cuatro se han contabilizado), a cada cual más revestido con características animales, que acaban por reunirse en la figura del superhéroe tras un proceso de sofisticación.
Dos páginas de Darnís, la segunda del primer cuaderno, que muestra algunas de sus deficiencias en el acabado, y una de las finales de "El faro maldito", con una calidad en la composición y en la línea muy superiores.
Sobre Los vampiros del aire, el teórico de nuestros tebeos clásicos Agustín Riera, junto con otros, sostiene que esta colección fue ideada por el guionista Canellas Casals con clara inspiración en los hombres halcones que amenazaron desde el aire de Mongo a Flash Gordon y en la figura ya existente en 1940 de Batman. Es posible, pero desde luego existía ya una gran cantidad de ficciones publicadas en España durante los años treinta que pudieron influir sobre el guionista, un hombre muy pendiente de la novelística popular (historias de luchadores del aire o de criminales concomitantes con los “vampiros” podríamos rastrearlas en viejas colecciones de libros como La novela fantástica, de Prensa Moderna, en circulación desde 1932). La adaptación a la historieta de estas aventuras folletinescas tuvo lugar primeramente en las páginas centrales de la revista del sello Marco Don Tito, en 1935, con dibujos de quien ilustraba los folletines, Marc Farell, aunque a él se sumó Darnís cuando las presiones de tiempo lo exigían.
La colección independiente Los vampiros del aire es cinco años posterior y, como la adaptación primera, no aportaron realmente gran cosa al panorama español de la historieta. Fueron una docena de cuadernos en los que se entremezclaban los miedos tradicionales de la población con la presencia tecnológicamente avanzada y por lo tanto temible de los “vampiros” voladores. Aunque todo se quedaba en la denominación y no traspasó jamás la frontera del horror. Así, aunque las aventuras en principio dibujadas por Darnís aludían a: vampiros, castillos, fantasmas, maldiciones, muertos, monstruos, almas, muerte, brujería, locura e Infierno, fueron aventuras fundamentalmente de suspense en las que el atractivo del título era el único generador de inquietud en el lector.
El eje de estas historias es un “vestido volador” que es robado y utilizado para el crimen. La policía teme que un avión cargado de joyas sea asaltado por los ladrones de esa patente, que han fabricado trajes en serie, y Carlos y Marcos Bon, dos temerarios jóvenes vinculados con la policía (londinense) se decide a perseguirlos. El resto de aventuras es un conjunto de peripecias por ciertas localizaciones con mucha pirueta aérea, aprovechando las posibilidades que las alas mecánicas permitían a la imaginación de los creadores. Resulta muy atractiva la figura del científico loco que “arranca” las máscaras vampíricas con fuego pero el resto no deja de ser un tebeo policíaco al uso.
Sólo la bruja del castillo al que acceden los héroes parece tener poderes sobrenaturales (consulta una bola y le funciona) pero no el resto de la galería de villanos: El “hombre fantásma” lleva una calavera por máscara. El llamado “hombre infernal”, un licántropo de orejas puntiagudas que habita en gótico castillo, en determinado momento revela al protagonista que su aspecto es también una máscara que utiliza para amedrentar a sus enemigos. El monstruo del campanario del cuaderno 6 es deforme y monstruoso, pero no horrible. El loco de la caverna que aparece en el episodio 12º es una figura temible, sin duda, y produce verdadero terror cuando se repara en el racimo de cabezas humanas cortadas que adornan su cueva, pero tampoco es un monstruo en el sentido fantástico del término.
Dos páginas de Darnís en las que se muestra a la bruja (en el episodio "La bruja del castillo", cuaderno décimo) y al temible "hombre fantasma" (en el episodio homónimo, tercer cuaderno)
Hay que reconocer que el trabajo de Darnís en los primeros cuadernos es descuidado y pobre. El que sería futuro autor de El Jabato, que desarrollaría sus mejores armas como dibujante en títulos como Aventurero, Asta o El Coyote en los años cincuenta, aquí trata de generar una atmósfera lóbrega y de contrastes que logra a duras penas, posiblemente por la falta de medios y la mala calidad del papel. Sus figuras aún son torpes y sus recursos como narrador escasos, a juzgar por su distribución de las viñetas en los dos primeros cuadernos, pero su trabajo como dibujante mejora ostensiblemente según se avanza en la colección, abordando el cuarto cuaderno con una caracterización fina de los personaje y con unos escenarios cuidados en los que las figuras evolucionan con verdadera elegancia. Sólo hay que ver las páginas finales de “El faro maldito” para percatarse de su gran mejoría en la composición de las viñetas.
El trabajo de Boixcar, sin embargo, es más cuidado. Si haber alcanzado el virtuosismo que le caracterizaría en las Hazañas Bélicas (todo un repertorio de tecnología, vestuario y escenarios) aquí Boixcar cumple sobradamente al menos en el planteamiento de las acciones y en el acabado de los escenarios, aunque sin la distinción natural de Darnís.
Dos páginas de esta serie, en la superior aparece el demente cavernario con sus cabezas de adorno (dibujo de Boix), en la inferior se desvela el verdadero rostro del "hombre infernal" (dibujo de Boixcar).
Por lo tanto, Los vampiros del aire es una colección ligada sólo nominalmente al horror, pero con los elementos terroríficos suficientes como para concederle atención dado que inspiraría posteriores creaciones con presencias similares (el Misterioso X, de Manuel Gago, los Vampiros de Nueva York que Luis Bermejo incorpora a Aventuras del F.B.I., el Murciélago Humano que dibujó Freixas, algunos episodios de Roberto Alcázar y Pedrín). Lo relevante es constatar como los miedos tradicionales perpetuados por el folklore y la narrativa popular, los ogros, brujas, licántropos, vampiros, castillos, calaveras y oscuridades, van impregnando la historieta sin abandonarla en ningún momento hasta que, poco a poco, aunque con cierto retraso con respecto a la historieta en otros países, todos esos elementos se van reuniendo y conformando un género propio que eclosionará dos décadas después, ya sin los aprietos de la censura y ya con el añadido del miedo a la tecnología como una de las vías para producir horror.