LAS OTRAS MÁSCARAS. REFLEXIONES TRAS LEER EL ALA ROTA Y PELUCAS
«Mientras la mujer es un fin para el hombre, por todo lo de juego y peligro que encierra, el hombre es para la mujer un medio».
F. Nietzsche, Así habló Zaratustra
El estudioso de la máscara teatral Hurtado Bautista nos advertía certeramente hace mucho tiempo que el ejercicio de ocultación puede tener lugar a la inversa de lo que se cree. Decía que la forma de evasión más radical se practica en comunidad, no en soledad, lo cual afirmaba partiendo del ejemplo en la interpretación puesto que los actores deben adoptar “otra cara” para asumir otro rol ante todos. Los intérpretes, sean teatrales, cinematográficos o televisivos, son artistas de la evasión, abandonan su personalidad empírica para abrazar otra, sustituyendo su sustancia personal con ayuda de una máscara (Hurtado, 1954: 4). Este planteamiento, se admita desde un análisis epistemológico o con los métodos empleados en historia del arte, coincide con una aproximación antropológica, fundamentada en el profundo conocimiento que se tiene hoy del uso ritual de máscaras en la antigüedad o entre tribus que viven de manera primitiva. Esto lo sintetizaba magníficamente la antropóloga uruguaya Anabella Loy:
El portador de la máscara mantiene una relación directa, entonces, con el espíritu, y mientras dura el proceso de trance se produce un cambio en la personalidad del usuario que está en concordancia con la pérdida de la identidad habitual. Durante el tiempo en que la comunicación con el otro mundo se mantiene abierta, el enmascarado adquiere poder sobre sus semejantes en tanto participa de o controla las energías espirituales del universo cultural propio de su comunidad. Y a la vez que obtiene ese elan sagrado, recibido de los seres numinosos, sale purificado de la experiencia vivida (2012: 110).
Los enmascarados reales usan las máscaras ceremonialmente, mientras que los enmascarados de ficción se crean partiendo de esa idea para convertirlos en “seres numinosos” con poder sobre sus semejantes, y podemos suponer que ellos también salen purificados de cada experiencia vivida bajo la máscara. Los etnólogos han coincidido estudiando máscaras en muy distintas culturas que, en realidad, las máscaras se usan para eludir el mal al mismo tiempo que para asimilarlo como algo connatural a la humanidad. Es decir, la máscara representa con el fin de transformar; no es una barrera entre lo bueno y lo malo sino que el enmascarado acaba asimilando la maldad mediante la representación (Cánepa Koch, 1992: 164). El objetivo del presente artículo es comentar la transformación sufrida por las máscaras asocidadas al heroísmo y proponer algunas ideas sobre la presencia de la máscara (o del enmascaramiento) en el caso de los personajes femeninos.
Máscaras de heroicidad
Los enmascarados de la cultura popular son los herederos últimos de los rituales antes comentados. Como sabemos, son muchos, y la mayoría fueron creados en la modernidad, al compás del agotamiento de la función del héroe en la época de ascenso burgués gracias a la industrialización. Aquella moda de otorgar antifaces a héroes y antihéroes consistía en una recuperación de la heroicidad mítica con otro atuendo. Ya el escritor Blaise Cendrars opinó en su día, en la revista de Apollinaire Les Soirées de Paris, que la serie de relatos de Fantômas era «la Eneida moderna»[1], y también entronca este planteamiento con el análisis que hacía Robert A. Emmons respecto a los héroes de tipo “súper” estadounidenses (partiendo de la dimensión mítica adquirida por el pionero Daniel Boone), creados para sustentar el espíritu de crecimiento / engreimiento de la política nacional en varias etapas de su historia. Este autor formula una equidistancia entre la evolución política y la ficción popular apoyándose en lo establecido por Lang y Trimble sobre los superhéroes de la novela popular y el cómic, ya que esos dos autores consideran que este tipo de personajes surgieron con el inicio del siglo XX como consecuencia de un sentimiento de superioridad que se trataba de inculcar al pueblo norteamericano para reconocerse como una "super nation" (1988: 159).
Dr. Mid-Nite, uno de los primeros superhéroes enmascarados, cuya capucha y atuendo infundían temor. |
Esta mirada es ciertamente estrecha, porque los héroes enmascarados no solo obtienen significado de una comparativa sociológica o política trazada en un periodo determinado, sino que también existen otros factores que afectan a su empleo y significación, como por ejemplo el sentimiento de rebelión social surgido en los años sesenta o la permeación en los medios del concepto de deconstrucción del héroe en los ochenta.. Pero detengámonos en el “monomito”, en esa forma simplificada de entender el héroe, para poder distinguir más fácilmente a los héroes enmascarados de los demás. En el periplo del héroe descrito por el mitólogo Joseph Campbell (1959: 282 y ss.), el paso entre lo conocido y lo desconocido viene marcado por una transformación. Eso implica muchas veces la adquisición de un disfraz, un embozo o un fingimiento de la propia personalidad. En esta dimensión mitológica inmanente en el discurso de los relatos tradicionales, la máscara es mucho más que una parte del vestuario y también más que una sustitución de la identidad admitida como real; llega a componer la esencia y la trascendencia misma del personaje. El ritualismo y chamanismo de la antigüedad han perdurado muchísimo tiempo, sorprendentemente, yhan alcanzado el siglo XX con su simbolismo tradicional, si bien aquel uso de antaño, que implicaba una conexión espiritual equidistante con la muerte, ha ido evolucionando. En los comic books resulta evidente esta transformación y su posterior trascendencia por encima de lo meramente gráfico si atendemos al nacimiento y evolución de los superhéroes más longevos. En una revisión atenta de los personajes de cómic estadounidenses enmascarados más populares (comercialmente, entiéndase), la máscara chamánica, la que infundía miedo, fue la empleada más habitualmente en los personajes surgidos en la llamada edad dorada (Batman, Sandman, Hawkman, The Spectre, Dr. Mid-Nite). Con la llegada de la posmodernidad, el enmascarado pasó de infundir temor a inspirar confianza, o algún otro sentimiento, pero desde luego no terror (Flash, Green Arrow, Spider-Man). El siguiente paso sería convertir la máscara en un elemento identitario de estos héroes de ficción, de modo que en el final del siglo (desde la mitad de los años ochenta) dejamos de preocuparnos por el enmascaramiento para admitirlo como parte de la apariencia de los personajes. En el siglo XXI podemos destacar el interés suscitado por el uso paródico de la máscara, en una vuelta de tuerca característica de la ultramodernidad y siguiendo un esquema parecido al observado en el posthumor, la ficción fantástica neodadaísta y parte de la narrativa gráfica experimental contemporánea.
La máscara de Spider-Man se ha convertido en un icono de la cultura popular pero inspira más confianza que temor. Dibujo de Steve Ditko. |
Reparemos en que algunos personajes muy populares de los universos superheroicos nunca llevaron máscara debido a sus características esenciales. El más evidente es Superman, que actúa a cara descubierta. Lo hace por razón de su ascendencia y enorme poder, que le confieren cualidades semidivinas, como las que tienen Wonder Woman o el rey de los océanos Namor, y por ello no hay razón para ocultar su rostro. Su poder y su rango les colocan en el limbo de lo punible; mientras que los demás héroes enmascarados deambulan siempre en la cuerda floja de la ilegalidad, ellos pueden dar la cara sin temor a represalias. El nacimiento del universo Marvel de la era moderna en 1961 con el primer número de Fantastic Four (Los Cuatro Fantásticos) transformó esta idea entre otras razones porque la ciencia había alcanzado un estatus comparable al religioso. De ahí el aspecto de los integrantes de Los Cuatro Fantásticos, sobre todo de su líder, Reed Richards (Mister Fantastic), porque los otros miembros del grupo podían pasar por enmascarados en el comienzo de sus aventuras. The Thing (La Cosa) se transforma en una máscara pétrea y grotesca todo él. The Human Torch (La Antorcha Humana) desfigura su identidad al inflamarse. The Invisible Girl (La Chica Invisible) deja de ser vista y, por lo tanto, no necesita ocultar su cara. Reed Richards, sin embargo, es reconocido como héroe y opera públicamente mostrando sus facciones. Es posible pensar que sus enormes conocimientos científicos le dotan no solo de la respetabilidad necesaria para no ocultar su actividad, sino que también le conceden un poder que le acerca a la posición de los emperadores y los semidioses. No tiene tanta fuerza como Thor o Hercules pero le está permitido actuar como ellos, sin máscara. Hulk es un personaje que bascula entre la idea de la deformación grotesca del rostro y la adquisición de rango divino —debido a su imponderable fuerza bruta—, aunque la duda se despeja si nos trasladamos al siguiente paradigma, al “desuso” de la máscara, porque percatémonos de que la heroína She-Hulk (Hulka) exhibe un rostro más reconocible que el de su primo tras su transformación. Es más, durante los años ochenta y noventa ella actúa profesionalmente con su “máscara”, o sea, con su identidad transformada. Pocos son los personajes que se muestran sin embozo en este periodo y que gozan del rango de divinos, yendo desde el extremo de los que realmente son todopoderosos (The Beyonder, conocido precisamente como El Todopoderoso en España) al de los que son cimiento espiritual de todo un planeta (Swamp Thing, La Cosa del Pantano en España). Tras ellos, la idea de máscara asociada al poder se diluye porque el elemento pierde su carácter primordial para formar parte del personaje de forma indivisible o para ayudar a componer una parodia, que es uno de los ejes de creación de personajes de este tipo en los últimos años.
Con la deconstrucción de los superhéroes llegó la asunción de que la máscara era su verdadera cara. Viñetas de Watchmen. |
Toda la argumentación anterior puede antojarse simplificadora nos ayuda a introducir la siguiente reflexión sobre La Chica Invisible: la idea de que los personajes femeninos llevan consigo una máscara añadida por el mero hecho de ser mujeres. Esto lo planteamos si admitimos que existen varios tipos de enmascaramiento en los personajes de ficción que van más allá de la materialidad del antifaz. O sea, que hay “disfraces metafóricos” que nos permiten desdoblar personajes ficticios: el ideológico para construir avatares taimados, el social para fingir apariencias en comunidad y también el disfraz sexual o de género. Por lo que se refiere a las mujeres, esta diferenciación tiene sentido pleno, y hay que distinguir entre género y sexo, porque una máscara puede ser un elemento que subraya la condición femenina o bien un fetiche que despierta apetitos masculinos.
Cuando Invisible Girl tenía que actuar dejaba de tener protagonismo. |
Admitamos, para seguir adelante, que en lo superficial gran parte de los hombres coinciden en detectar la atracción erótica que ejerce un rostro femenino transformado, o sea: decorado, adornado, no natural (recordemos que la palabra fetichismo procede del latín facticius, que significa artificial). En el caso de ellas la “derrota del rostro” pronosticada por Jacques Aumont queda ampliamente demostrada. Este autor ligaba la hipertrofia del rostro en el seno de la cultura occidental con un proceso de disolución del individuo en la masificación y la banalización de la modernidad. Era una mirada ciertamente apocalíptica la suya, que se apoyaba en la certeza de que el rostro humano había pasado de ser entendido como categoría ética “valiosa” a convertirse en icono congelado al uso de los que componía Warhol.
La componente femenina de Los Cuatro Fantásticos es un caso palmario: ella muestra su cara cuando es “ama de casa fantástica” o “esposa fantástica”, pero al actuar como heroína se desdibuja, se vuelve verdaderamente invisible. Lo es heroicamente, pero también lo es metafóricamente en el ámbito social de su universo de ficción. Ella va más allá que Superman porque su “verdadera” máscara es su máscara social, es decir, su rostro en la vida real, que no pasa de careta intercambiable con su “no mostrarse” cuando defiende al mundo de las amenazas con las que se enfrenta junto a su marido. Su verdadero yo, su identidad heroica, simplemente no se ve. En este personaje se sintetiza por lo tanto la idea de individuo fracasado que planteaba Aumont, al mismo tiempo que se concreta la idea de rostro como máscara social (o cara tras la careta) de E. Goffman, porque no hay mayor estereotipia que un rostro femenino dibujado para el solaz masculino.
Un uso sexista del traje de heroína de Invisible Woman. |
Las máscaras de feminidad
La evidencia de que los rostros de la feminidad son máscaras en la cultura contemporánea pasa por la idea de que la cara de una mujer bella implica “algo oculto” para el hombre. Esta idea parece medieval, porque rápidamente la asociamos a la caza y quema de brujas, pero baste un ejemplo para mostrar su actualidad: sigue siendo citado como referencia el texto de Joan Rivière escrito en 1929 para International Journal of Psycho-Analysis titulado “Womanliness as a mascarade” (Rivière, 2007), en el que se transmite la idea de que una “feminidad completamente desarrollada” es la que se aproximaba a la masculinidad o, en última instancia, al apoyo y aprecio masculinos. En 1929 aún se creía que la doble tendencia sexual de los humanos, hetero y homosexual, producía una fuerte angustia existencial y si una mujer se quería incorporar a la vida laboral, social o política, siempre coto privado de los hombres, estaba claro que aspiraba a la masculinidad. Paradójicamente, los psicólogos también concluyeron que estas mujeres hombrunas terminaban por hipersexualizarse al mismo tiempo, porque se veían obligadas a adoptar una “máscara de femineidad” para evitar la angustia y las represalias que temían de los hombres. En suma, que si una mujer quería sentirse segura de haber obrado bien en lo profesional estaba obligada a buscar el aprecio de figuras masculinas paternas o bien la aprobación de un macho tras dirigirse a él con insinuaciones sexuales que dejaran bien clara su feminidad. Esta doble visión, paternalista y machista, tristemente parece funcionar todavía entre un amplio número de mujeres que hallan seguridad en el aumento de pecho, el engolosinamiento de labios o en las sobrecargadas máscaras de pestañas.
Puede entenderse la hiperfeminidad como máscara porque la inmensa mayoría de los planteamientos culturales sobre la feminidad se hacen en el seno de un patriarcado en el que la heterosexualidad es la norma y se manifiesta con los elementos asociados al desarrollo sexual. No hay que llegar al extremo radical de los fundamentalistas islámicos, para quienes un rostro femenino es la puerta a la concupiscencia. Basta con asomarse a cualquier cartel publicitario de Occidente para constatar que los rostros de mujer son casi siempre caras jóvenes y frescas, muy maquilladas, a menudo aparentemente excitadas dependiendo del producto que anuncian. Que el eje esencial de la publicidad de muchas marcas es el sexo no resulta algo nuevo. Este concepto sigue fuertemente asociado a los de salud y juventud, los otros dos vértices del triángulo que mejor contiene la idea de “felicidad”, y no va a dejar de formar parte de los mensajes que nos invitan a consumir.
Página de la historieta “Pelucas” que da título al libro, en la que la protagonista va doblemente disfrazada. |
En el cómic Pelucas, que ha publicado en 2016 Ediciones Mayi, tropezamos con una dolorosa vuelta de tuerca a la idea de lo femenino como máscara. El tebeo, inspirado en una experiencia del autor, se compone de dos partes en realidad, aunque ambas redundan en la misma idea. La historieta que da título al libro parte de un engaño, el de la aplicación de una máscara real (para una función teatral) que más tarde desvela que los afeites y tocados sirven para ocultar no solo a la actriz, sino también una enfermedad. Se trata, en efecto, de una historieta sobre los estragos que deja el cáncer, que en el caso de la mujer implica un doble sufrimiento, el que le ocasiona la enfermedad y el deterioro de su feminidad. La categoría metafórica del rostro en cualquier mujer va ligada en gran medida a su pelo, generalmente a una melena, y con el cáncer muchas mujeres lo pierden, así que la calvicie pasa a ser su primera “derrota del rostro”. Un hombre calvo no plantea ningún rechazo social, pero una mujer calva es señalada; no es despreciada, pero sí implica un estereotipo, el de lo raro, lo antinatural, lo “antifemenino”.
Páginas de la historieta “Cicatrices” en las que se pone de manifiesto que ella necesita reconstruir su cuerpo para ser más deseable que él. |
En Pelucas se extiende la reflexión algo más allá, afrontando también el problema de las secuelas físicas, de las cicatrices y la amputación. En la segunda historia que completa el libro, titulada “Señales”, vemos a un hombre acomplejado por la enorme cicatriz que ha quedado tras sufrir una intervención por un cáncer de testículo que se encuentra con una mujer sin complejos pese a que le han amputado un pecho tras superar un cáncer de mama. Ella también lleva peluca, se disfraza para vivir en sociedad. Completa su “rostro valioso” (al decir de Aumont) con un pelo falso y maquillaje, y reconstruye su pecho con una prótesis. Es valiente, porque no teme presentarse así ante los hombres que se lleva a la cama, y cuando coincide con el que se avergüenza de su enorme cicatriz en el pubis ella supone un soplo de alegría que facilita la catarsis de él. Pero no deja de ser dolorosa esta ficción por cuanto es muy cercana a la realidad. Es obvio que el cáncer mata, pero cuando no lo hace deja más secuelas a la mujer que al hombre. Si él pierde el pelo o un testículo, los rastros de masculinidad no sufren (a veces es al contrario porque se asocia calvicie con potencia viril). En el caso de la mujer, perder el pelo o un pecho implica la completa destrucción del atractivo sexual, y con él la pérdida de la esencia de “ser mujer”, que en nuestra sociedad sigue siendo esclava de las tesis esencialistas.
Las máscaras de idoneidad
La ocultación de la identidad humana puede ser analizada desde otras perspectivas, como la filosófica o la económica, lo que nos permitirá comprender mejor que existen máscaras que sobrellevamos por la necesidad impuesta de vivir en sociedad. Según varios autores (Levinas, Barthes, Benjamin), la deriva cultural que confirió mayor atractivo a la máscara tuvo lugar tras el auge de las vanguardias en la sociedad occidental, periodo en el que el individuo pasó a significar más si se implicaba colectivamente; es decir, que la persona interesaba más históricamente si pertenecían a un grupo. Fue entonces cuando el rostro comenzó a perder relevancia para identificar personajes, adquiriendo más presencia los emblemas ideológicos o de otro tipo. Esta deformación de la individualidad persistió hasta la llegada del pop-art, el periodo en el que el rostro humano alcanzó las más bajas cotas de iconicidad conocidas. Fue el triunfo del personaje elemental y simplificado. Si llevamos esta idea al plano de la historieta comprenderemos mejor que el acercamiento gráfico típico de Foster, Raymond o Caniff se viese sustituido por el de Hergé, Schulz o Quino. Nada representaba mejor al individuo de los cincuenta y sesenta que los seres sencillos de Schulz.
Pero esta desembocadura en el estereotipo, si bien en el plano de la filosofía tiene su interés, resulta peligrosa si la ligamos al sostenimiento de estructuras y comportamientos que se apoyan en las tipificaciones, como así ocurre con el llamado heteropatriarcado, que sigue floreciendo pese a las múltiples denuncias en torno a lo que representa la mujer en cualquier ámbito de poder humano. El sociólogo Enrique Gil Calvo estudia en su obra Máscaras masculinas los ejes de virilidad ligados a la figura del héroe en las culturas occidentales y aporta algunas claves que explican la debilidad de lo femenino en nuestra sociedad, antaño y ahora (2006: 97-106). Este autor parte de tres tipos de personajes derivados de la idea de virilidad: el que lucha por el poder, o héroe; el que lucha por la riqueza, o patriarca, y el impulsado por el deseo, o monstruo. Esta idea tripartita para la construcción de la masculinidad es muy sugerente, porque en la ficción se manifiesta a través de dos vías, la escenografía y la narratividad (ídem: 68). Claro que construir lo masculino ha ido parejo a la minusvaloración de lo femenino, porque la masculinidad se erige luchando contra la madre, no contra el padre (idea de Nancy Chodorow que debiéramos tenemos más presente), de modo que la ginofobia aparece ya desde la ruptura del cordón umbilical y la misoginia queda indisolublemente ligada al pensamiento patriarcal.
A través de estas ideas primordiales, Gil Calvo conecta con la antropología cultural de Levi-Strauss, que tras el estudio de sociedades primitivas planteaba la equiparación de lo crudo con lo natural y lo cocinado con lo cultural. Todo ello, aplicado a la formación de los individuos en sociedad, nos ayuda a comprender la bifurcación de lo masculino y lo femenino a cierta edad, tanto en el plano genital como social. Así, siguiendo este esquema, un infante es un “individuo en crudo” y puede experimentar dos transformaciones, la natural y la cultural. La primera le conduce hacia el hombre socializado, ajustado a deberes y normas, con el ideal de patriarca como meta. En el plano de la ficción, en la fábula, puede escoger el camino cultural de héroe, con el ideal como estandarte, o el camino natural del monstruo, guiado por la depravación. Lo sorprendente es la noción que las culturas primitivas tienen de lo femenino, porque si el infante crudo experimenta una transformación no cultural sino natural el resultado es una mujer, instalada en la constante espera de las emociones y los afectos. Así, en la base de toda sociedad en formación, el hombre es “lo cocido” y la mujer es “lo podrido”, lo anómalo, y ella no puede aspirar al estatus de heroína porque en la segunda bifurcación, partiendo de que ya es mujer, solo le quedan dos opciones, que en este caso son opuestas a las que consigue el hombre: una mujer que evoluciona naturalmente será madre, pero si evoluciona culturalmente y aspira a más conocimiento, deseo o poder se convertirá en puta o en bruja, en un monstruo del deseo.
Correa Avendaño y Quintero García barajan similares ideas cuando tratan el concepto histórico de “anormalidad” aplicado a la mujer, sobre todo cuando se tienen presentes las diferentes percepciones sobre su cuerpo habiendo implantado en nuestra cultura un estereotipo de ser humano femenino “válido”, generalmente de acuerdo con las teorías finalistas, que otorgan a esa persona una función decorativa y la orientan hacia la procreación y la preservación de la armonía doméstica. Esto lo vemos duramente plasmado en el personaje principal de El ala rota, obra de historieta de Altarriba y Kim que reconstruye la vida de la madre del guionista. El tebeo surgió como una suerte de segunda parte o continuación de El arte de volar, multipremiada obra anterior de los mismos autores en la que se rememora la procelosa vida del padre de Altarriba. Como aquel, este tebeo constituye una mirada tremendamente amarga sobre los estragos que una guerra cruel y una dictadura opresivamente larga imponen sobre las personas. Como aquel, este tebeo también revela lo doloroso que resulta que se apague el orgullo y que se muera la esperanza, bien que en este segundo caso la mirada es más arriesgada, porque se hace desde una protagonista con una vida que a priori no interesaba a nadie, la de una mujer, un personaje secundario en el retraso social que cundió en España entre los años treinta y los setenta. El ala rota demuestra que se puede ejercer la heroicidad desde el silencio, desde la abnegación que no espera gratitud, desde el perdón constante a lo que los hombres no consideran pecado por el mero hecho de ser hombres. Desde la conciencia, en fin, de no significar nada. De hecho, el título de la obra obedece a que la protagonista quedó con el brazo izquierdo paralizado tras la agresión que le infligió su propio padre al intentar matarla al nacer. La mujer arrastró aquel estigma toda su vida, como persona despreciada por su padre y luego por el resto de la sociedad, rechazo que se recrudeció durante el franquismo, cuya cultura institucionalizada relegó a la mujer al último plano social. La razón que asistía al padre para intentar matarla era precisamente que no era macho y por lo tanto era inútil (tras su evolución natural no se convertiría en un instrumento eficaz para la comunidad). Pero ella logró ocultar su inutilidad disfrazándose eficazmente de mujer sana. Su máscara fue la naturalidad.
Momento de la historia El ala rota en el que el padre de la protagonista intenta matarla dejándola mutilada. |
Es interesante constatar que el punto de partida de El ala rota es el descubrimiento de que la madre estuvo impedida toda su vida pero nadie se percató de ello. Lo disimuló tan bien que ni sus jefes, marido o hijo repararon en su discapacidad hasta que llegó al lecho de muerte. Vivió con un “ala rota”, pero lo pudo disfrazar con facilidad por la sencilla razón de que era mujer. Un hombre con esa tara hubiera sido considerado un estorbo en cualquier desempeño profesional; una mujer era útil porque cumplía sus labores supliendo el defecto con maña. El modelo se puede explicar echando mano de las reflexiones de Foucault sobre la diferenciación pragmática de hombre y mujer. Este autor estimaba que desde el triunfo de la industrialización y del desarrollo de las sociedades capitalistas los cuerpos humanos pasaron a convertirse en instrumentos. Dentro del concepto de “biopoder” que construyó entonces, el pensador considera que el cuerpo dejó de ser un instrumento de placer para convertirse en un domesticado instrumento de producción (Foucault, 1986: 154), y eso la recluyó en el ámbito doméstico, como responsable del bienestar moral y como vigilante de la salud familiar, siempre preservando la inferioridad moral, intelectual y biológica de ellas frente a ellos. La mujer, por su sexualidad internalizada, sigue siendo señalada como peligrosa, punible, y el castigo que merece puede ser aplicado por cualquier hombre que tenga un derecho legal sobre ella (Correa y Quintero, 2010: 145).
Altarriba, guionista de El ala rota, es dibujado por Kim en el momento en el que se pregunta cómo es que pasara la vida sin percatarse de la minusvalía de su madre. |
La presencia de relatos cinematográficos, novelados o dibujados sobre el valor de la identidad femenina en nuestra sociedad es cada día más abundante, y eso es algo digno de celebración. Es necesario que haya cada vez más porque hasta el comienzo del siglo XXI no nos hemos parado a meditar lo suficiente sobre la mayor “derrota del rostro” femenino en comparación con la del masculino. Y también sobre la obvia derrota simbólica de su cuerpo, todavía instrumentalizado. Lo demuestra el hecho de que los estereotipos que actúan como máscaras siguen siendo más necesarios para ellas que para ellos si quieren vivir cómodamente en sociedad. Con El ala rota se da fe del sufrimiento padecido por las mujeres que se vieron obligadas a vivir su vida a veces sin presencia, sin identidad, disfrazadas con un velo de normalidad, mientras que el tebeo Pelucas nos advierte que ellas pierden más que ellos ante la adversidad, y que acaban recurriendo a la máscara fetichista para evitar ser consideradas personas anómalas.
Va siendo hora de asumir que lo humano es lo verdaderamente valioso, que ellas pueden ser heroínas a cara descubierta o que pueden operar enmascaradas sin que eso tenga que desatar otras pasiones entre los demás. ¿Podremos, nosotros, enmascarar esa pulsión?
CAMPBELL, J. (1959): El héroe de las mil caras, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica.
CÁNEPA KOCH, G. (1992): “Una propuesta teórica para el estudio de la máscara andina”, en Anthropologica, 10, pp. 139-170.
CORREA AVENDAÑO, L. M., y QUINTERO GARCÍA, A. (2010): “La monstruosidad femenina. ‘Bajo el antifaz de la anormalidad femenina’”, en Katharsis, 9, pp. 127-147.
FOUCAULT, M. (1986): Historia de la sexualidad, la voluntad de saber, Ciudad de México, Siglo XXI.
GIL CALVO, E. (2006): Máscaras masculinas. Héroes, patriarcas y monstruos, Barcelona, Anagrama
GOFFMAN, I. (1987): La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires.
HURTADO BAUTISTA, J. M. (1954): “Sociología de la máscara”, en Monteagudo: Revista de literatura española, hispanoamericana y teoría de la literatura, 5, pp. 4-20.
LANG, J. S., y TRIMBLE, P. (1988). “Whatever Happened to the Man of Tomorrow? An Examination of the American Monomyth and Comic Book Superhero”, en Journal of Popular Culture, 22-3, pp. 157-173.
LOY, A. (2012): “La máscara. Entre lo oculto y lo visible”, en Dossier, 35, pp. 108-115.
RIVIÈRE, J. (2007): “La femineidad como máscara”, en Athenea Digital, 11, pp. 219-226.
[1] Son varios los que nos recuerdan esta cita, entre ellos Ezequiel Alemian en La Argamasa o Ricardo Ibarlucía en su traducción anotada al trabajo de revisión sobre Fantômas de Robert Desnos. Nosotros no hemos accedido al texto original de Cendrars.