LA RISA: UN TEBEO DE SERIE B
JOSE MARIA CONGET

Title:
La Risa: a B series comic
Resumen / Abstract:
Recorrido por las publicaciones dirigidas a la infancia de Editorial Marco cuyo eje central fue el humorismo. Se revisa concienzudamente La Risa, título que se mantuvo vivo (en cuatro épocas) desde la fundación del sello hasta su final. También se analizan contenidos y autores de otras cabeceras derivadas, como Chiquitín, Periquito, Don Tito, P.B.T., El Puñetazo, Cine-Aventuras, Asta e Hipo, Monito y Fifí. / Review of Editorial Marco's publications aimed at children, whose central axis was humor. La Risa is thoroughly reviewed, a title that remained alive (in four volumes) from the founding of the label until its end. Contents and authors of other derived titles are also analyzed, such as Chiquitín, Periquito, Don Tito, P.B.T., El Puñetazo, Cine-Aventuras, Asta and Hipo, Monito y Fifí.
Palabras clave / Keywords:
Editorial Marco, La Risa, Prensa para la infancia, Revistas infantiles y juveniles, Cómic infantil/ Editorial Marco, La Risa, Prensa para la infancia, Children's and youth magazines, Cómic for kids
Notas:
Texto entregado el 19 de diciembre de 2023. Admitido el 7 de enero de 2024.

LA RISA: UN TEBEO DE SERIE B

 

INTRODUCCIÓN

Los niños del franquismo amábamos el cine y los tebeos. Aunque en ambos terrenos éramos omnívoros, algunos distinguíamos entre las películas de los grandes estudios y los títulos de serie B, rodados en las llamadas productoras de Poverty Row (el Callejón de la Miseria) y destinados a completar programas dobles o a proyectarse en circuitos de provincias; cierto, eran muy inferiores en presupuesto, medios técnicos y reparto, pero de vez en cuando un policiaco de Joseph Lewis o una de terror de Edgar G. Ulmer —nombres que el cinéfilo identificó luego— podían proporcionar mayor placer que estrenos con grandes estrellas y elevados gastos de promoción. Me permitiré establecer un paralelismo con los tebeos: la Metro, Paramount o Warner equivaldrían en la historieta nacional a Bruguera, Valenciana y Toray, por ejemplo, y las modestas Tiffany, Republic o Monogram tendrían su equivalente en las editoriales Grafidea, Ricart o Ferma. Hay que recordar que a la muy humilde Monogram le debemos la espléndida Una luz en el hampa, de Samuel Fuller, y a Republic nada menos que Johnny Guitar, de Nicholas Ray, o El hombre tranquilo, de John Ford; también nuestros editores de segunda fila, si bien nunca llegaron a ese nivel, sí lanzaron al mercado colecciones de gran aceptación popular y prolongada continuidad. Pues bien, la casa reina de las editoriales humildes fue quizá la fundada en los años veinte del pasado siglo por Tomás Marco Debón, que bautizó la empresa con su primer apellido. Consciente de su debilidad en la competencia con las grandes, los tebeos de Marco —hablo de la postguerra— mantuvieron siempre un precio por debajo de los cuadernillos de aventuras contemporáneos. Así, las series de El Puma (1952-1954) se vendieron a una peseta el ejemplar cuando los héroes de Maga o Bruguera costaban 1,25; la tercera serie de Red Dixon (1958) subió a 1,25, pero las rivales ya costaban 1,50. La misma estrategia económica se daba con las revistas de chicas, las dirigidas a lectores pequeños y las humorísticas. Entre estas últimas se encuentra el barco insignia de la editorial, La Risa, una especie de Pulgarcito del pobre, sin la potencia industrial de la publicación de Bruguera ni su alta calidad de guionistas y dibujantes, y sin embargo recuerdo qué atractiva la encontraba yo cuando caía en mis manos un número suelto o los leía en casa de un compañero de colegio que la prefería a otras más prestigiosas. No sabía entonces que esa revista era una de las cabeceras longevas del tebeo español, solo siete años posterior a TBO y tres respecto a Pulgarcito, donde terminaría su vida profesional el hombre para todo de Marco, Martínez Osete, y alcanzaría fama y plenitud artística un jovencísimo dibujante de viñetas cómicas, Francisco Ibáñez, que inició en La Risa su excepcional carrera; aparte de su larga andadura, el tebeo de Marco ofrecía peculiaridades que la distanciaban, para bien o para mal, de una mímesis total, porque mímesis hubo, de los aciertos ajenos. Al recuerdo y análisis de esa publicación menor y a sus orígenes están dedicadas estas páginas.

Portada de La Risa Infantil nº 35

 

LOS BRITÁNICOS AÑOS VEINTE

Al subrayar Antonio Martín el éxito del TBO primigenio, comenta que es «difícilmente explicable desde nuestra perspectiva actual pero comprensible en función de la sociedad a la que se dirige». Palabras que se adecúan realmente a todas las publicaciones para niños de la época, y de manera especial y durante más tiempo, a La Risa infantil (su título completo). Lanzada a finales de 1924 (hay argumentos inseguros para adelantar la fecha de sus orígenes, y otros igualmente inciertos que la postergan, pero cito aquí la confirmada por recientes investigaciones), al revés que sus rivales con equipo creativo habitualmente español, se nutría de material distribuido por la británica Amalgamated Press, o a ella robado. Esta compañía fue creada en 1901 por Alfred Harmsworth, que desde 1898 estaba entregado con su hermano al mundo editorial, y dentro de él a la publicación de revistas infantiles; durante muchos años, hasta la aparición de la rival D. C. Thomson, prácticamente ostentó el monopolio de las historietas en Reino Unido imponiendo un estilo formal conservador —imitaba las mucho más avanzadas estadounidenses, pero sin aceptar el uso de bocadillos ni una secuencialidad dinámica, sobre todo en las series de aventuras— y un respeto reaccionario por las clases altas que se reflejaba en los episodios de los estudiantes en el muy privado colegio Greyfriars —las equívocas “public” school inglesas— que ocuparon las páginas de The Magnet entre 1908 y 1940. En otras revistas de Marco, como veremos, se reproducen personajes de procedencia americana, francesa y, muy solapados, italiana, pero La Risa mantuvo a lo largo de esta etapa una fidelidad digna de mejor causa a las poco excitantes viñetas británicas. El imprescindible Antonio Martín tuvo acceso a los archivos de la editorial barcelonesa y cuenta que, en los cómics ingleses, de donde extraían sus páginas, había anotaciones en las que se indicaba «calcar desfigurando las figuras» y se exigía «más texto». Las enojosas didascalias se debían sin duda al complejo de inferioridad del cómic frente a la literatura: se pretendía que una prosa farragosa (y a menudo redundante) compensara la debilidad de ofrecer tanto monigote a la gente menuda; que se añadiera más palabrería (y con algún despiste ortográfico) a la ya abundante del original no hace sino aumentar la sensación de miseria estética e incluso moral de los tebeos. En cuanto al calco y desfiguración, supongo que se debían al intento de eludir el pago de derechos.

Con un precio de salida de diez céntimos, La Risa ofrecía ocho páginas de humor y aventuras con una estructura inamovible durante gran parte de esta etapa. En la portada bicolor solían alternar, aparte de algunas historietas cómicas sin personaje fijo, las peripecias del Tripitas y el Cebolla con las travesuras de Pip y Pop. Los primeros traducían a Weary Willie and Tired Tim, dos vagos recalcitrantes de raigambre dickensiana, inmensa difusión internacional (en Portugal se publicaron hasta los años setenta del siglo XX con el nombre de Serafim y Malacueco), e inspiración, según confesión de Chaplin, de su entrañable vagabundo; creados por Tom Browne en 1896, Marco los tomaba prestados de Illustrated Chip cuando los dibujaba Percy Cocking. De un vistazo superficial se diría que los niños revoltosos Pip y Pop son, desdibujados, los celebrados Katzenjammer Kids, uno moreno y otro rubio, ingeniosos, perversos, de rostros expresivos y un tanto rufianescos, solo que, si se presta atención, el entorno es distinto al de la familiar —y doble, diversificada en The Captain and the Kids— serie norteamericana, y en efecto, aquí los pícaros son Jackie and Sammy, the Terrible Twins, también de Percy Cocking, en Comic Cuts, un plagio en toda regla de la obra de Rudolph Dirks. La retiración de portada es la sección más triste del tebeo, un cuento tradicional, sin ilustración alguna, que los lectores impacientes se saltarían, como las versiones reducidas del Quijote, el Lazarillo de Tormes, Rinconete y Cortadillo y, avanzada la colección, El mundo perdido, de Conan Doyle, párrafo a párrafo, que sustituyeron a los refritos de Grimm y Perrault en algunas entregas. Le sigue la emoción del dibujo realista en régimen de “continuará”, series inagotables como En busca de aventuras (Victor’s Adventures en Lot-O-Fun), que finalizó en el nº 299 y debió de comenzar, deduzco (no disponemos de ejemplares anteriores al nº 124), alrededor del 150; con magníficos dibujos del clásico Walter Henry Booth y aspecto (hoy) desfasado narra las odiseas de dos hermanos quinceañeros, Víctor y Margarita, azacanados sin descanso en escenarios múltiples, desde las zozobras de un barco pesquero hasta los aires surcados por audaces aviones, desde la selva africana hasta la búsqueda de tesoros ocultos en templos olvidados, desde la sordidez de una banda de esclavistas hasta las amenazas de una secta oriental, desde violentos naufragios hasta la sed del desierto; hay que decir que el relato regalaba a los chicos imaginativos misterio, acción y lugares exóticos, pero se resiente del rancio estatismo de las imágenes y la tediosa paja de los textos (increíblemente, en los setenta del siglo XX, todavía las series de Booth se reproducían en los tebeos que editaba Portugal Press en el país vecino, lo que demuestra su extraña fascinación o sencillamente el atractivo de la nostalgia). Esta serie fue sustituida por Aventuras de dos muchachos, titulada Dos hermanos en el primer capítulo —por lo visto, en Marco no percibieron desde el principio que los chicos protagonistas no eran familia—; Peter, hijo de un pescador, y Pat, fugitivo de un campamento de gitanos, traban amistad con una chica abandonada en una isla desierta, Wenda, de padres ricos, con vivienda en una lujosa mansión que los acogerá en el número 367, de feliz desenlace. Las correrías de los tres chavales, con predominio de entorno marítimo, responden al patrón tópico de las aventuras de Amalgamated, reiterado hasta el fastidio: los héroes son adolescentes valientes y virtuosos —«nunca miente», se asegura de uno de ellos—, las tiñe una atmósfera folletinesca, no hay presencias femeninas adultas, el tema amoroso, y mucho menos sexual, ni siquiera se roza en este periodo, las presiden unos vagos e implícitos aires imperialistas cuando la acción transcurre en tierras lejanas, lo que es frecuente, y las conclusiones suelen conceder riquezas y ascenso social a sus héroes.

 

Comparativa entre un ejemplar de Comic Cuts y uno de la La Risa Infantil. 

Algunas de las pautas más influyentes del cómic británico procedían de The Magnet, un modelo de historietas que calificaríamos de escolares al transcurrir, como se ha dicho arriba, en el muy privado colegio Blackfriars y que no conocerían versión española (la esquinada excepción fue el pastiche de Billie Bunter en PBT); pero sin abandonar la edad de los estudiantes, su director Charles Maurice Down añadió circa 1927 andanzas adolescentes fuera del ámbito selecto del centro, con expediciones a geografías ignotas, tropiezos con malvados siniestros y secretos inquietantes, como las que La Risa reproducía con su discreta infidelidad.

Veamos las que sucedieron a las ya comentadas: El misterio del castillo comienza (nº 368) con el encuentro de una muchacha, Lorna Dover, que vive entre nobles almenas, con un chaval harapiento, Will, que toca la flauta en el bosque y duerme con su padre en una cueva; lo que la astucia y el coraje de los dos amigos descubrirán en el nº 383 es que el verdadero propietario del castillo Cragsmere es el padre del flautista y no el malvado tío Simón que lo usurpa; se despacha el enigma en quince capítulos frente a los meandros infinitos de las series estrella.

 

El Misterio del Castillo

A los bienaventurados Will y Lorna los sustituyó (nº 384) la mediocre Lhi-Hing, el pirata, donde el jovencito de turno, John Rivers, ayudado por el niño Yu-Ching, se enfrenta a fanáticos chinos (el peligro amarillo fue el virus narrativo de la época) y los derrota en quince entregas. Para entonces, los editores habían descubierto que las aventuras atraían más que las de risa, pese al nombre de la publicación, y el nº 173 añade El cow-boy policía, un vulgar wéstern de la variante Policía Montada del Canadá con el llamativo detalle de que al héroe lo salva de los típicos pistoleros el perro Retintín (sic). El genuino Rin-Tin-Tin había comenzado su carrera cinematográfica en la película de 1922 The Man from Hell´s River, y su inmensa e inmediata popularidad lo trasladó a seriales en la pantalla grande y con el tiempo a la televisión, los dibujos animados y, por supuesto, muy pronto, a los cómics. Marco creó en 1928 una cabecera con el nombre del ilustre can, pero hasta entonces había algún problema (¿de derechos?) con el nombre del animal. El caso es que a “Retintín” se le concedió su propia serie, Corazón Leal, aventura “En tierras de Labrador”, y retuvo la designación a lo largo de varios episodios, con otro título, “En Nueva York”, hasta el nº 367, donde el editor anunciaba que se trasladaba precisamente a la revista Rin-Tin-Tin. Sin embargo, la historieta no reproducía las hazañas del héroe perruno de Hollywood, sino las de Strongheart the Magnificent en Comic Life (1927), y seguramente su continuación como Strongheart the Tracker, en la revista My Favourite, dibujada por Geoffrey W. Blackhouse (1928-1934). Señalaré que en sus ladridos iniciales Corazón Leal estaba al servicio del detective Daring, pero tras un par de casos solucionados a mordiscos cambió de dueño y lo reencontramos como compañero de John, el niño de rigor en las publicaciones inglesas.[1] Ocupó el espacio canino una fantasía de ciencia-ficción, Roy el invisible, en la que, bajo la sombra remota de H. G. Wells, un chaval, Guillermo Roy, logra evitar que unos peligrosos malhechores roben la sutilina —«líquido amarillo» que proporciona la invisibilidad— al profesor Smiles; por cierto, copiaban mal los esforzados trabajadores de Marco: el sabio recibe en los primeros capítulos el improbable nombre de Smieles. También calcaban apresuradamente y sin ningún cuidado: tanto esta serie como la de Lhi-Hing presentan un trazo rudimentario, se han eliminado los detalles de los fondos y los rostros de los personajes carecen de rasgos, características negativas que se convierten en habituales, con alguna excepción (La reina de la selva, que se mencionará más tarde) y rebajan el nivel estético de La Risa; anteriormente la falta de ritmo y el aburrimiento no estaban reñidos con un dibujo preciso y minucioso. Había otros descuidos, infrecuentes pero desconcertantes, como la repetición de viñetas sucesivas (verbigracia, la cuarta y la quinta de Aventuras de dos muchachos en el nº 293), tal vez en orden a un ajuste de los textos con las imágenes. La contraportada la ocupó la serie más dilatada de la revista, desde el nº 287 al 468, Los huérfanos del mar, en bicolor a partir del nº 292, para muchos la mejor obra de Walter Booth; publicada originalmente en Puck, se cumple la fórmula del protagonismo infantil: dos niños, Hal Brandon y su hermana María, navegan a la deriva en una almadía tras el naufragio de la nave donde viajaban con sus padres y son recogidos por el capitán Gray del Águila del Mar. El velero bergantín resulta ser un barco pirata, pero de piratas buenos, o sea, ingleses, y los huérfanos se integran de maravilla en la tripulación, con la que abordarán navíos enemigos (españoles, que durante el patrioterismo franquista se habrían convertido en franceses), buscarán tesoros en feroz carrera con otro pirata, malo (Black Roger), se enfrentarán a contrabandistas, a juncos de corsarios chinos, penetrarán en la India y en América Latina conquistarán una fortaleza española y, al fin, atiborrados de oro y joyas, se retirarán con el capitán Grey a Escocia, donde «vivieron felices siendo el consuelo de los pobres y necesitados de la comarca»; conmovedora tanta caridad, obra de plumífero patrio. El bucanero que se gana la amistad de Hal y Mary ya en el primer capítulo es el simpático Long Tom, cojo como el inolvidable Long John Silver de La isla del tesoro en quien se inspira, y que parece un adelanto de la siguiente serie de contraportada, una adaptación precisamente de la novela de Stevenson que se extiende hasta el número 501.

Arriba: original de "Orphans of the Sea", en Puck.
Abajo: "Los huérfanos del mar", en La Risa Infantil.

El centro de la revista, en bicolor desde el número 279, replica el horror vacui del despliegue central en Illustrated Chips, con varias historietas de humor apretadas unas contra otras, abigarramiento que se suaviza a partir de 1931; es un surtido variopinto de chistes y gags en el que eventualmente reaparecen algunos personajes, como el niño de color Sambo (hay muchos negros en las revistas cómicas de Amalgamated, y no siempre se les trata con paternalismo condescendiente, aunque sí en la traducción española: se les llama “negritos”), un joven grueso —Fatty, por supuesto—, Susana y sus perros, con estilo de meticulosa ilustración victoriana, y reconozco viñetas de Pa Perkins and His Son Percy, de Bertie Brown, en la serie Papá Canuto y Canutillo. En páginas sueltas similares me parece distinguir varias tiras de un osito que copia a Winnie the Pooh, tan antropomorfizado que en el nº 164 el émulo del famoso peluche es hermano de una joven casadera. La mejor, con diferencia, de las propuestas cómicas de La Risa es una plancha que retrata una escena callejera panorámica y repleta de personajes, niños casi sin excepción, entregados a juegos, inventos extravagantes, persecuciones, pequeñas catástrofes y los incidentes de una estupenda vida de barrio humilde. Reproducía Casey Court, de Julius Stafford Baker para Illustrated Chips, remedo de Hogan´s Alley y su Yellow Kid, de Outcault, modelo admirado y en cierto modo superado, al menos en supervivencia, pues el Court inglés se prolongó más de cuarenta años (Opisso compondría algo similar más tarde en las mejores páginas de TBO). Llevaba, cómo no, una no muy extensa didascalia que en España se engordaba y daba pie a dudosos alardes de ingenio por parte de los traductores: ubicaban cada pieza en un lugar estrafalario diferente, por ejemplo, «la República de los Zaragateros, en el archipiélago de las Mandangas» (nº 164). Los pintorescos topónimos se correspondían con los nombres grotescos de personajes en las historietas cortas —Sinibaldo Posturitas, Anastasio Pimpollito, Robustiano Calabecete— o en las protagonizadas por un caballero medieval y su escudero, bautizado definitivamente como el barón de Tagarnina pero con distinto apelativo en sus anteriores apariciones, y mencionaré solo uno: «Federico Fridolín de las Castañuelas, barón de los Melindres y conde de la Bazofia» (nº 167); el original inglés era más sencillo: The Good Knight Gilbert and Folio His Funny Page, que nació en el semanario Comic Life en 1924, con atractivos dibujos de Roy Wilson muy por encima de la media, por lo que no es de extrañar que La Risa ofreciera las trapisondas de Tagarnina con mayor constancia que otros personajes. La versión Marco de Casey Court venía acompañada a menudo de la parodia Mister Kalderilla, tal vez The Adventures of Chubblock Holmes, que inventó a principios de siglo Jack B. Yeats —hermano del gran poeta premio Nobel—, una de las primeras (habrá docenas) caricaturas del detective de Conan Doyle, todavía en vida de su autor.


Comparativa entre ediciones originales de las series británicas Pa Perkins and Percy o Casey Courts, y sus versiones plagiadas o imitadas en La Risa Infantil.

Alejados ya de los felices veinte, cabe preguntarse qué clase de gracia se desprendía de tanta historieta cómica. Quitando los castigos que recibían los gemelos malignos de las portadas y los varapalos de Tagarnina, el humor de este periodo es amable, pueril y tirando a insulso, sin ironía ni los desengaños crueles a los que nos acostumbrarán en la postguerra las víctimas de Nicolás, pongamos, o de los productos Bruguera.

 

LA LENTA MODERNIZACIÓN

Hacia 1933, La Risa muestra indicios leves de modernización. Todavía sus personajes no “hablan” directamente, pero la densidad de las didascalias se adelgaza, especialmente en las planchas de las portadas, que todavía protagonizan los gemelos enredadores Pip y Pop, ahora con un trazo elemental, y un par de amigos desastrosos, el tío Fosforito y Toribio Pajuela (más tarde se llamará Melindres), con solo dos líneas por viñeta y ambas obras de lapicero español a partir de ahora. Alguna semana el tebeo rompe con la pesadez de imágenes en hileras de la cubierta y experimenta con un panel único, el nº 430, por ejemplo, que será la marca de la casa en los futuros años de postguerra. La novedad es efímera y enseguida se regresa a lo acostumbrado, con alguna sorpresa, como en el nº 473, donde nos topamos con el Gordo y el Flaco, Stan Laurel y el pollo Hardy (sic), historieta aislada y calcada de Film Fun, el cómic que desde 1920 rendía culto al star system de Hollywood; en el interior ya había incursionado en el nº 450 el insuperable Charlot, que hasta 1924 había encabezado una revista de la editorial Navarrete a su nombre; tal vez quien copió y adaptó a estos payasos fuera ya Emili Boix, hombre orquesta de Marco y especialista a la fuerza en los actores de la pantalla, ya veremos que volverán al semanario[2] ascendidos al cine sonoro.

Portada de La Risa Infantil nº 473

Los auténticos Katzenjammer Kids se introducen de incógnito en el nº 515, con los bocadillos eliminados a mayor gloria de los esforzados prosistas nacionales; no sería la única serie que perdía la voz en su traducción a La Risa, en otras publicaciones de la editorial todas las tiras norteamericanas (hasta la tardía Cine-Aventuras) padecían las mismas amputaciones. Los recortables (nº 422) constituyeron un intento curioso que no prosperó, tal vez para que los coleccionistas no estropeasen el ejemplar a tijeretazos, escrúpulo que no se tendrá en cuenta en PBT, como veremos. Hasta el cambio cualitativo de que se permita a los artistas españoles dejar de ser anónimos y firmar sus dibujos, las series de aventuras torturan a quien las visita con repeticiones que suman la torpeza de diseño a la torpeza de guiones formularios. Me limitaré a enumerarlas destacando algún rasgo diferenciador o sorprendente, si los hay. Prescindo del orden cronológico para resaltar La reina de la selva (números 458 a 522), y no por la originalidad de sus vulgares planteamientos —correrías africanas de Nick, el muchacho habitual, ¿o es otro?, y niña misteriosa que deambula en medio de la jungla— sino por el exquisito y anticuado trabajo gráfico de Walter Booth, que contrasta rotundamente con la chapuza de las viñetas finales trazadas por otra mano apresurada y autóctona; y para mayor ridiculez, el texto final comunica que «Nick y Jerry, que así se llamaba la Reina de la Selva (!), se amaron y fueron muy felices»; risible la irrupción incongruente de las “perdices” de los cuentos infantiles en una pareja de púberes, y sorprende la crueldad nada común con que poco antes el chiquillo sepulta vivos a los componentes negros de «la feroz horda», seguramente también un añadido de las calenturientas mentes patrias, nunca se sabe el grado de libertades respecto a los cómics británicos que manipulaban.

La Reina de la Selva

Un héroe de quince años, con resonancias de Julio Verne (números 401 al 434), se regodea en el cliché desde el título y lo prolonga hasta el inevitable descubrimiento del tesoro de piratas. Los bandidos del desierto (números 412 a 426) parece eludir el estereotipo en la plancha de salida, un aterrizaje forzoso de un piloto ¡adulto! en dominios de bandidos árabes; falsa ilusión, no tardan en agregársele los hermanitos Alan y David con su papá. Y enseguida los huérfanos atacan de nuevo, John y Richard Simons carecen de dinero para continuar sus estudios; qué solución se les ocurre: la más natural, introducirse de polizones en cualquier paquebote, y el suyo los desembarcará en La isla perdida (números 427 a 435).

La Isla Perdida

Nos desplazamos a las grandes praderas con Rosa de Té (números 435 a 468), y una premisa singular: el caudillo Halcón Rojo adopta a una niña blanca a instancias de Manitú para hacerla gran jefe, toma ya; se opondrá el indio malo Tigre Negro y será su paladín el audaz vaquero Tom Trent (obsérvese la tímida adopción del convencionalismo amoroso). Siguió La odisea de dos muchachos, ¿huérfanos?, ay, sí, mas por suerte la odisea dura poco, del número 436 al 441. No se da respiro a la reincidencia, y a la semana siguiente, hasta el número 473, Jóvenes aventureros nos cuenta las navegaciones de dos colegiales a través del mundo ancho y ajeno; llegan a Australia pasando (aquí el detalle pintoresco) por la España cañí: bandoleros, estampas del imaginario romántico decimonónico —aunque transcurre la acción en pleno siglo XX— y por supuesto un torero, que se pasea por las calles en traje de luces; véanse los números 451 y 452, donde el matador, agradecido a los chicos, que le han salvado la vida, ejerce de guía por aquel primitivo país. ¿Respondían bien los niños lectores a este bucle soporífero del cuento de nunca acabar con variantes? Todos lo son en los viejos tebeos, pero los de Marco, es decir, Amalgamated, se llevan la palma. Contabilizo tres nuevos (es un decir) wésterns: Lil, la reina de la pradera (números 469 a 490), pareja de hermanos con rancho acosado por indios depredadores; Tim McCoy (números 491 a 515), joven que actúa como sheriff sin estrella frente a ladrones de bancos —y que seguramente toma su nombre de un popular vaquero del cine mudo y de seriales, aunque no se aprecia el menor intento de aproximarse a su perfil—, y Aventuras extraordinarias de dos muchachos, incluso el título se repite, salvando el adjetivo (números 516 a 522), y no digamos el happy end con el hallazgo de dos tinajas de oro. Dos historias diferentes: El hombre mono (números 488 a 523) ofrece la originalidad y desvergüenza de plagiar el Tarzán de Edgard Rice Burroughs y de presentar algunos de los cocodrilos y leones más grotescos de la historia del cómic; para encubrir la copia, no hay niño blanco recogido de bebé por mona de maternidad frustrada, es el gorila jefe Ajar quien presenta a sus pares un chico blanco de pantalón corto y unos seis años, solicita la adopción por la tribu y, una vez aceptado, decide, y esto es muy chocante, llamarlo Cuthbert (¿cómo se pronunciaría Cuthbert en el lenguaje de los grandes simios?). También es rara El paje del duque de Saboya (números 474 a 503), por transcurrir en el siglo XVI, durante la guerra entre nuestro Carlos I y el rey de Francia Enrique II, como son raros el nombre del héroe, Ivonnet, y el de la chica, Gudula, y más sorprendente la dureza del final, con un ahorcado y el aplastamiento sádico de la cabeza del malo por una roca que se le arroja aprovechando que yace en el suelo, imágenes nunca vistas en las historietas británicas del momento, pusilánimes en asuntos del corazón e igualmente con la violencia explícita (de hecho, Dionisio Platel cree reconocer el estilo de Boix desde los primeros capítulos de El paje). Lo que sugiere la progresiva intervención de profesionales españoles, que queda confirmada gracias a las tímidas firmas en las series Las aventuras de Tom y Jessie (números 504 a 525), Aldine y Frank (números 524 al 535) y El fakir sangriento (números 523 a 537). Visible la de Darnís en la entrega de Aldine y Frank del número 524, la mirada atenta capta en el número anterior la extraña oYo, que también distinguimos en las otras historias mencionadas.

Los héroes del océano

Consulté a Dionisio Platel, experto en Darnís y en los otros artistas autóctonos de ese momento, y me informó que «la firma oYo la usaban Darnís en solitario, Farell en solitario y los dos cuando colaboraban en la misma plancha». Platel diferencia las obras de uno y otro porque en las de Darnís «los personajes están entintados más toscamente, hay fallos de anatomía y no tiene tanta fuerza como las de Farell, que era ya un artista consumado (aunque aquí bajaba mucho el listón de calidad) mientras Darnís era un bisoño». La cuestión es cuánto tiempo llevaban haciéndose cargo completo —no solo del calco— de la continuidad de series británicas, aunque la abrumadora carga laboral y las exigencias de composición acelerada repartida entre pocos esclavos de galera se revelan en la zafiedad del diseño gráfico y las incoherencias de las didascalias, por otro lado menos pacatas en algunos aspectos que las de Amalgamated. Las autorías están tan repartidas que El Fakir sangriento va firmado sucesivamente por Kif (seudónimo de Marc Farell), por Darnís y por oYo, es decir, probablemente ambos; no sabemos a quién atribuir un guion que recuerda inevitablemente una novela de Salgari, La montaña de luz, con su diabólico fakir como núcleo del suspense. El esquema argumental de las otras dos historietas responde a los patrones archirrepetidos: Tom y Jessie son primos, ella es “hermosa y cariñosa” —imposible apreciar su belleza en el dibujo basto, pura chafarrinada, de oYo—, y a él lo raptan (en un cine, ahí difiere del resto) y lo embarcan a la fuerza; en fin, lo nunca leído. Ni un detalle novedoso en Aldine y Frank, dos niños recogidos por el capitán de navío Tom (¿alguien se ha percatado de que en La Risa abundan los varones que se llaman Tom?), las penalidades marítimas de rigor y feliz reparto de joyas y oro en la viñeta postrera. ¿Se limitaba Darnís a imitar las tabarras inglesas o más bien sustituyó a quien hubiera comenzado esta? La misma pregunta nos podemos formular con la serie siguiente, El secreto de la Isla India (nº 536 al 551), de nuevo dos amigos, al menos no son niños, que han heredado el plano de un tesoro, y con la que le sucede, Los titanes del mar (números 552 al 622, en el que se interrumpe por motivos que se explicarán luego); retrocedemos al siglo XVII en el virreinato del Perú, con piratas caballerosos en una historia bastante confusa, al principio con diseño de página menos rígido que lo habitual, grandes viñetas que alternan con otras del tamaño normalizado, novedad a la que se impondrá pronto la monotonía rutinaria. Farell solucionaba la serie Ben-Hur (números 523 a 558) siguiendo a grandes saltos la novela de Lewis Wallace, o tal vez la versión cinematográfica de Fred Niblo de 1925 con Ramón Novarro campeón de la carrera de cuadrigas.

Lo realmente significativo y casi revolucionario es que, como he repetido, desde el número 523 se había roto el tabú del anonimato; quizá como consecuencia de la ruptura con Amalgamated, incluso en las portadas Darnís no se oculta como autor de las gansadas del tío Fosforito y Melindres, y desde el nº 551 destaca en ese puesto distinguido Moreno (Arturo Moreno, el responsable del primer largometraje español de dibujos animados, Garbancito de la Mancha, en 1945), más ducho que Darnís en las viñetas humorísticas, y con el texto reducido a una línea. La influencia del cine como espectáculo de masas se trasluce en la integración de Charlot, al principio con Chiquilín (el niño que interpretó Jackie Coogan en El chicoThe Kid—, 1921), a partir del número 526, sin firma aunque la calcaría Boix de Film Fun o de las páginas de Funny Wonder, en las que Bertie Brown dibujaba historietas de Chaplin desde 1915, y de Buck Jones, nº 538, por Kif, alias Farell, en “El tesoro de los apaches”, al que seguirán “El valle del terror”, “La joven del traje verdeyLas cinco calaveras”; Buck Jones fue un actor muy popular de seriales wéstern sin pretensiones —imitados servilmente por estas historietas— desde los años veinte hasta su muerte en un incendio de 1942.

Portada de La Risa Infantil nº 551, de Moreno.

Pero sin duda el homenaje más explícito a la gran pantalla y el que supone un punto y aparte en la revista es, desde el nº 550, la sección El film sonoro de La Risa infantil, de Darnís en sus momentos menos inspirados, pero por fin con bocadillos (eso sí, temblorosos, dubitativos), al servicio de caricaturas mediocres de Laurel y Hardy, Harold Lloyd (en el nº 551), Jimmy Durante y otros clowns de Hollywood que no identifico, tal vez Larry Semon (Jaimito entre nosotros). El adjetivo “sonoro” acierta al ratificar la mudez del resto de la revista, que irá adquiriendo voz poco a poco. Dado el primer paso, las series nuevas de aventuras también comienzan a hablar. Contribuyen a ello las fantasías delirantes del primer guionista identificado de La Risa, José María Canellas Casals, por entonces director literario de la editorial, al corriente de las grandes series de prensa estadounidenses, como lo estará Darnís, tan admirador de Alex Raymond que el rostro de alguno de sus héroes reproduce fielmente el de Flash Gordon. Los cambios se generan paulatinamente. En el nº 550 sorprenden en la contraportada unos hombres alados procedentes de un satélite invasor, que evocan los halcones del príncipe Vulcan en el planeta Mongo y las obsesiones con vampiros humanos y otros híbridos voladores del escritor —nada que ver este divertido disparate con los múltiples huérfanos de Amalgamated: el título es puro Canellas, Tom (enésimo Tom), el dominador del universo, que salvará a la especie humana de los extraterrestres en alianza con los alienígenas buenos, los Jatas, liderados por Kaman—, y la parte gráfica se la reparten entre Darnís y Farell, como harán en Sam, el gigante de la terrible isla de los hombres caimanes (ahí es nada) en medio de las páginas centrales, de las que ha desaparecido el batiburrillo de pequeñas viñetas cómicas, dedicando la parte izquierda a Charlot, con globos o sin ellos, y la derecha a Casilda, la mejor sirvienta, una rana que se había estrenado antes (nº 557) en Aventuras extraordinarias de una rana sabia. En la portada, una historieta realista (el adjetivo aquí parece una broma) ha sustituido al humor de Moreno desde el nº 565: Las hazañas de Nick, pecho de hierro, una epopeya en la comarca de Nowhere, con cuadrigas, un perro dragón —Centella—, máscaras antigás, «ametralladora fulminante», tirano despiadado, enanos grotescos y violentos, muchachas ataviadas en una especie de salto de cama (audacia que no deja de ser insólita), a cargo del dúo Raymond, quiero decir Darnís, y Kif, vaya, Farell, con uso caprichoso de los bocadillos; las vicisitudes de Nick se continúan en una segunda parte, El cielo envenenado, ya con la autoría única de Darnís y totalmente “hablada”, que tendrá su término, matrimonial comme il faut, en el nº 630, en condiciones peculiares, como ya veremos. El sonido no se aplica en todas las series del tebeo: a Ben-Hur la sustituye otro peplum, rama cristianismo primitivo, la beata Quo vadis?, del premio Nobel Henryk Sienkiewicz, bien atiborrada de prosa, y cuando se podían dar por amortizadas las monotonías británicas, en el nº 580 (hasta el nº 593) se presenta El murciélago volador: de nuevo jóvenes exploradores, esta vez en el Amazonas, donde salvan de una anaconda al nativo Snover —el “negrito” en la traducción española— y deben enfrentarse al enigma de un misterioso anciano que flota en el aire; por cierto, en más de una viñeta se aprecian los bocadillos ¿ingleses? borrados; no se entiende que los eliminaran cuando ya se iban instalando en La Risa. A estas alturas la revista había incrementado el precio hasta los quince céntimos[3] y apostaba cada vez más abiertamente por los seriales. En el nº 550 hay un intento de historieta a medio camino del humor y las peripecias viajeras, Colita y Colín, los mininos aventureros, que se han trasladado de la publicación hermana El Chiquitín y se diría encauzada a lectores muy pequeños, como la que le sucede, Pitón, Pitín, Chinito y Mandarín, que se despide en el nº 563, y con ella prácticamente las secciones cómicas, reducidas a un relleno de chistes y pasatiempos.

Englobar los diálogos en bocadillos deviene práctica asimilada en las nuevas ofertas. En los dominios de los buitres infernales (nº 580 al 618), maravilloso título de Canellas, mejor que su contenido, Farell se sirve de los cartuchos explicativos para introducir a los personajes —el guerrero Alitan, noble y valiente, y su rival Heriberto, envidioso y traicionero—, en busca de la desaparecida Amantia, reina nada menos que del País de las Lluvias de Fuego, en espectacular despliegue central de la revista, ¿y qué ser prodigioso y maligno se encuentra Alitan en el primer capítulo? Tratándose de un guion de Canellas se puede imaginar: un hombre alado.

En los dominios de los buitres infernales nº 580

Los titanes del mar pasa al interior y al blanco y negro, y en la contraportada brillan Las 3 espadas (nº 578), por una firma novedosa en la revista, Albert Mestres, que no duda en dar voz a sus caballeros medievales, David el felón, usurpador de la dinastía de los Rocafirme, y Armando el valeroso, enamorado de la bella Atilia, con la que celebra gloriosos esponsales en el número 611. A estas alturas el humor ha desaparecido de La Risa, y las series de aventuras, probablemente aspirando al éxito de Aventurero, La revista de Tim Tyler y Mickey, por citar las más significativas entre las que importaban comic strips de la prensa estadounidense y sus espectaculares diseño y ritmo narrativo, se extienden a lo largo de la publicación. Aunque el editor vacilara un poco y tuviera la desfachatez de repetir dos episodios de Buck Jones, “La joven del traje verde” y “Las cinco calaveras”, su apuesta estructural se inclina en exclusiva por las series de aventuras fantásticas. Nace en el nº 609 El diamante de la montaña de las águilas, por Farell, situada insólitamente en la Patagonia argentina, y en ella se mezclan gauchos, aviones, indios salvajes y dos jinetes, caballero y amazona, enemistados al comienzo y uniformados con los estrambóticos atavíos de guerreros del Medioevo; Mestres firma Águilas submarinas, una de las más estrafalarias ficciones de Canellas, protagonizada por Astor, «joven atlético e inteligente, famoso en la ciencia y el deporte» que viaja con su novia, Esther, y su suegro en un trasatlántico de lujo, de donde es secuestrado por una raza acuática, intervenido biológicamente para que pueda vivir sin problemas en el fondo del mar (truquillo que se repite en otras ficciones del autor), ayudar a los raptores a derrotar a la tiránica especie que los amenaza; naturalmente, hay hombres alados, solo que, ya lo indica el título, submarinos, y uno se pregunta qué extraño complejo arrastraba el guionista contra todas las versiones del mito de Ícaro; ya uno de sus primeros folletines, que trasladará, como veremos, al tebeo Don Tito, se titulaba Los vampiros del aire; en las páginas centrales, Farell se hace cargo (nº 619) de Un viaje al infinito: dos niños se cuelan de polizones en un cohete interplanetario robado por un par de malhechores para llegar a un astro que contiene minerales preciosos, pero el astro, cielos, no está deshabitado, lo recorren seres marciales que conducen carros tirados por rinocerontes y tigres y, sorpresa, surcan los aires hombres mariposas. Prometían emociones todas estas iniciativas que se sumaban a las que proporcionaba Darnís en la portada y a Los titanes del mar, única superviviente del estilo Amalgamated. Pero todas habían desaparecido en el nº 622, y el lector, perplejo, se encontró con un regreso al pasado casposo, el amontonamiento de historietas cómicas sin globos, el barón Tagarnina, los gemelos traviesos, en fin, viñetas serias de corte anticuado y textos farragosos que respondían a títulos consabidos: Aventuras de tres náufragos, Los héroes de los mares, Johnny el misterioso. ¿Qué había ocurrido? Un cataclismo que afectó a todo el país y también a los humildes tebeos: el golpe de Estado fascista que evolucionó rápidamente hacia guerra civil. Seguramente la mayoría de los empleados jóvenes de Marco se incorporó a filas y la editorial siguió publicando con material de desecho o residual de etapas anteriores; una huida hacia atrás para sobrevivir. Sabemos que Darnís estaba entre los alistados, sin embargo reaparece de repente (nº 628) para terminar El cielo envenenado (todos los malos son masacrados a tiros en dos viñetas, supongo que por contagio de la atmósfera bélica), y en el nº 631 dibuja en la portada El castillo maldito, que presenta las incongruencias de rigor: animales gigantescos en un mundo pretérito, en apariencia, con héroe armado de látigo pero que igualmente desenfunda un revólver. Nunca se resolvió el misterio de ese castillo; el último número que nos consta de este periodo de La Risa es el 633, y se publica, quizá, a comienzos de 1937.  

Portada de La Risa Infantil nº 633, con "El castillo maldito".

Antes de hacer un balance y evaluación del tebeo hasta esa crisis generalizada, lo contrastaremos con las otras publicaciones de la editorial de contenido semejante, por orden cronológico.

 

CHIQUITÍN

Está extendida la opinión de que todas las colecciones de tebeos de Marco anteriores a la Guerra Civil son similares entre sí, lo que es cierto solo hasta cierto punto y con matices. Desde su cabecera, Chiquitín diríase encauzado a lectores pequeños, como en los años cincuenta se supondrá que Hipo, Monito y Fifí se distinguía de La Risa por un contenido más infantil.

Chiquitín nº 280

El logotipo de portada exhibía a niños de diversas edades alborozados con tebeos en las manos, a ambos lados de un óvalo con la fotografía del actor Jackie Coogan con la gorra encasquetada que de inmediato lo identificaba en el papel del Chico adoptado por Chaplin en la película The Kid (1921); en España al personaje se le conoció como Chiquilín, y curiosamente, con ese nombre el editor Federico Bonet se adelantó a Marco en 1924 con una revista que también en la cabecera mostraba una imagen de Coogan, allí de cuerpo entero, con historietas y textos de autores nacionales. Las chapuzas de Marco en las notaciones de números y años de circulación han dado lugar a dudas sobre la fecha de lanzamiento de Chiquitín, que Tebeosfera ha fijado con argumentos sólidos en mayo de 1924, sin duda algo posterior a Chiquilín, que le arrebató así el apelativo exacto del Chico en nuestro país. Los dos tebeos denotan la temprana penetración de los mitos cinematográficos en el imaginario colectivo, más breve en la publicación de Bonet, que finalizó en 1926 tras un segundo intento de revitalizarla. La popularidad de Coogan —fue inimaginable la abrumadora comercialización de su rostro en juguetes, jabones, chucherías, muñecos, productos de limpieza—, con presencia asimismo en La Risa, me da pie para dilucidar qué similitudes y diferencias hallamos entre la revista madre y Chiquitín, en ocho puntos.

  1. La evidencia de Hollywood como referencia de prestigio une a los dos tebeos, con personajes cómicos que se repiten. En La Risa, como se ha visto, Darnís caricaturizó, entre otros, a Laurel y Hardy, Harold Lloyd y Jimmy Durante; Boix añade para Chiquitín, o lo calca de Film Fun, a Buster Keaton (con el nombre de Pamplinas), Joe Brown (alias Bocazas, sí, el que un cuarto de siglo después tranquiliza a Jack Lemmon con la frase “nadie es perfecto”) en sucesivas portadas desde el nº 528, sustituyendo a Laurel y Hardy, que las ocuparon excepcionalmente durante diecinueve semanas, y por supuesto, reitera la presencia de Charlot y su chico. Coogan tuvo serie propia en Film Fun, pero sus travesuras en las viñetas españolas —se integró también en Pulgarcito— solían ir acompañadas del vagabundo, derivadas con toda probabilidad de Funny Wonder, como se sugirió antes. En los últimos números de Chiquitín, Darnís le concede al Chico el protagonismo absoluto (y en cubierta) que rara vez disfrutó.
  2. Chiquitín no mantenía personajes fijos, o solo durante poco tiempo. Compartió con La Risa a Chaplin y recibió el traspaso, con nombre distinto y sin continuidad, del barón Tagarnina, Pip y Pop y el Tripitas (los cito en su versión Marco), de amplia presencia en La Risa. Las historietas serias de Chiquitín, salvo las excepciones que se contemplarán, eran muy breves —dos o tres números—, con tendencia a la moraleja y resonancias de los cuentos de hadas.
  3. Al revés que en La Risa, hubo desde el principio historietas firmadas en Chiquitín, es cierto que de dibujantes franceses: Louis Torton y Gaston Callaud (de fama por ser respectivamente el creador y el continuador de Bibi Fricotin, un hito en el cómic galo), Maurice Cuvillier, E. Nicolson y otros cuya rúbrica no reconozco. La primera plancha firmada por un español es la de Boix en la portada del nº 280. En el nº 360 se suma un tal Regúlez, de lápiz mediocre, que se responsabiliza de chistes, pasatiempos y numerosas historietas sueltas, tanto de humor como de la penosa tendencia ejemplar. Ya he mencionado a Darnís en los últimos episodios de Coogan, pero además era el creador de El doctor Frankenstein, una adaptación que se pensaría poco adecuada para el hipotético lector de la revista, y de los insufribles “mininos” Colita y Colín, que enviaron a maullar a La Risa; con la publicación moribunda tomó la responsabilidad de reiniciar la obra magna de Walter Booth, de la que se hablará más tarde. Farell, bajo el seudónimo de Kif, realiza alguna portada, y con su verdadero nombre, el wéstern Bill, el terror de los indios, de modesta musa.
  4. Los bocadillos, que desterraron por fin las didascalias a pie de viñeta en el nº 550 de La Risa, nunca se utilizaron en Chiquitín. La explicación que se me ocurre es paradójica: al ser sus lectores teóricamente de menor edad, y por tanto más necesitados de didactismo, debía considerarse que los pesados textos eran pedagógicos. En el nº 541 hay unos tímidos globos en la historieta del gato Félix (aquí Perico) que no eliminan la prosa redundante. Felix the Cat, por Otto Messmer, fue una de las tiras de mayores hallazgos visuales en su momento, lo que hace más penosa la necesidad de hacerla cargar, en la muy adulterada versión española, con la rémora de inútiles y tediosas explicaciones.
  5. Chiquitín integró de forma aislada varias strips estadounidenses, sin licencia, totalmente ausentes de La Risa. Más o menos desfiguradas, he localizado Happy Hooligan (nº 124, 132 y otros), de Frederick Burr Opper; The Katzenjammer Kids (nº 279); Bringing up Father (Jiggs convertido en don Canuto); Mutt and Jeff (Pepe y Zanón), nº 164, y hasta Popeye, bajo el sorprendente título de Aventuras y desventuras de Pepino (nº 471 y 472), reconvertido en el nº 473 en Perulete y su loro —no consigo ubicar las planchas dominicales originales y resuelvo que se trata de episodios apócrifos. Las tretas del gato Periquito, luego Perico a secas, es la traducción de Felix the Cat, ya citado arriba, de éxito tal que se le dedicará su propia cabecera, en la que el fan del personaje tendrá un empacho del famoso felino (véase más adelante). Y en varias portadas me parece reconocer las sofisticadas ropas burguesas de Buster Brown a principios del siglo XX, o más bien de una de sus abundantes imitaciones.
    Aventuras y desventuras de Pepino en Chiquitín nº 571 
  6. Fiel siempre Marco a los préstamos de Amalgamated, Chiquitín no se libró de los cómics británicos, pero recurrió, al menos durante la primera mitad de la colección, a las revistas más adaptadas a los párvulos: The Rainbow y Tiger Tim’s Weekly, que compartían personajes y de hecho se fusionaron en 1940; Tiger Tim y sus amigos, animales antropomorfos (que copiarán años después Boix, en el entorno de Hipo, y la pandilla española de Yumbo, en la editorial Clíper), aparecen en historias autoconclusivas y numerosas portadas con el dibujo de Herbert Foxwell.
  7. Algo en común: las series de adolescentes aventureros. Chiquitín publicó varias, pero una se prolongó a lo largo de casi toda su existencia: Los héroes del aire, que es la traducción de la famosísima en Inglaterra Rob the Rover, en Puck, por el gran Walter Booth, habitual de La Risa. El nº 538 despide al personaje artificialmente, ya que Rob siguió arriesgándose por todo el mundo hasta 1940, cuando la escasez de papel tuvo más fuerza que sus insidiosos enemigos; Marco inventó, en viñetas trazadas por Darnís o Farell, un falso desenlace en consonancia con su propia tradición: Rob, su compañera Evelyn y el anciano sabio que es su carabina, Old Dan, regresan a su patria en una embarcación cargada con el tesoro de un rajá amistoso —«pasándose el viaje contemplando aquellas inmensas riquezas», no tenían otra cosa que hacer, por lo visto—, y acaso como premio a esa atención obsesiva, el rajá dona sus bienes a Rob; a la fantasía de enriquecimiento súbito, tan querida por nuestra editorial, se suma otro tópico de la casa, la promesa de un futuro conyugal del joven héroe y Evelyn. Los lectores los echarían de menos, y el ubicuo Darnís, como he adelantado, retomó a estos peregrinos del aire, de la tierra y del mar, imitando en lo posible, y no era posible, el estilo gráfico y los guiones de Booth. A estas alturas deducimos que, como ocurrió con La Risa, se había cortado el flujo de material británico.
  8. La falta de imaginación y la oferta de aburrimiento garantizado en los almanaques, auténticos antitebeos, hermanan las dos revistas. Predominan largos relatos en prosa con alguna ilustración, a los que acompañan unas pocas historietas desganadas.

Otros aspectos formales de escasa importancia se podrían añadir en las semejanzas —ambas dedican la retiración de portada a un relato en prosa sin viñetas—, y en las diferencias —Chiquitín renuncia a la plancha única de la cubierta para anunciar en parte de ella alguna serie del interior, mientras que La Risa siempre ocupa toda la página con una sola historieta—, pero queda claro que el indudable aire de familia no impide distinguir los rasgos de un primo respecto al otro.

Periquito nº 190, con historieta de Boix.

 

PERIQUITO

Lanzada en 1927, en aprovechamiento de la inmensa popularidad de los dibujos animados de Felix the Cat, Félix, o Periquito, ocupó la portada de todas las entregas de su cabecera, más numerosas contraportadas, varias páginas del interior y el despliegue central al completo con historietas cortas. Felix se había estrenado en Estados Unidos como cómic en 1923, y desde 1927 se había hecho cargo del personaje en la prensa Otto Messmer, el auténtico creador cinematográfico de su peculiar idiosincrasia, aunque la serie venía firmada por el australiano Pat Sullivan, que había registrado la idea original. Supongo que las primeras planchas de Periquito calcaban, desatendiendo los derechos, las dominicales de la prensa americana, aunque muy pronto la línea cambia lo suficiente como para deducir que intervienen manos nacionales en su producción, de hecho en la última viñeta del nº 179 es visible la firma de Regúlez, cuyo inhábil pincel ya se había hecho notar, y desde el nº 190 es Boix, que debía de llevar ya un tiempo responsabilizándose intermitentemente del personaje, quien deja su rúbrica; sin embargo, a juzgar por el estilo, creo que unas cuantas viñetas de las páginas centrales, cinco por número, proceden de las tiras diarias estadounidenses. La presencia ubicua y constante hasta el final del célebre gato —hay semanas en las que ocupa cuatro páginas de las ocho del tebeo— es lo más destacable de una revista compuesta en el contenido restante por un popurrí de las dos que le anteceden en el tiempo. Nos encontramos con historietas aisladas de dibujantes franceses (entre otros, E. Nicolson y Forton en el nº 123) y del español Regúlez, que suele hacerse cargo de la sección de pasatiempos; las conexiones con el cine, sobre todo por Boix, que en un gran chiste de contraportada (números 356 a 368) caricaturiza a Buster Keaton, Coogan, Larry Semon, Harold Lloyd, Chaplin), y se retoman en series muy breves las peripecias de Chiquilín y de Charlot, aquí con el apelativo pintoresco de Charlotín (números 47 a 55); aparte de los orígenes americanos del gato epónimo, encontramos a diversos protagonistas de las comic strips, y cito a título de ejemplo solo un número, pero hay más: Happy Hooligan (nº 210, transformado en «el pobre Valbuena»), The Katzenjammer Kids (nº 13), Bringing up Father (números 199 a 205, bajo el título Desventuras de don Plácido); como en Chiquitín, no hay globos, aunque se escapa un par en el nº 71, “El famoso chivo de Cachirulo”, y desde el nº 234 Boix introduce unos cuantos en sus imitaciones de Félix, sin por ello eliminar los textos a pie de viñeta; por supuesto, se importan series de Amalgamated, un par de ellas muy conocidas por los seguidores de la editorial: Corazón Leal, desde el nº 43 en adelante (recuérdese, el émulo de Rin-Tin-Tin y en realidad el sabueso británico Strongheart), y Los héroes del aire, que no abandonan la publicación en ningún momento, episodios distintos y anteriores a los de Chiquitín, téngase en cuenta que Booth arrojó su Rob the Rover al peligroso mundo en 1920, de forma que había abundantes naufragios (en los tebeos de Marco se sufren más naufragios que en toda la historia de la navegación) y exploraciones que reproducir, inéditos en España; y no faltan una adaptación de Los tres mosqueteros (probablemente por Darnís[4]) y la curiosidad de una Historia de España, de manual de bachillerato vetusto y conservador, que va desde los celtíberos hasta la despedida con Carlos III (nº 360). Conocemos el almanaque de 1932, que, a tono con la colección, se rellena a base de historietas de Periquito, que todavía colgaría de los quioscos en 1935.

Rin-Tin-Tin nº 355


RIN-TIN-TIN

Ya tenía la editorial un tebeo para todos, otro para los más chicos y un tercero para satisfacer a los (imaginamos) numerosos seguidores del gato Félix en la pantalla, entre los que se encontraba el escritor Benjamín Jarnés, que le dedicó un caluroso elogio en su libro Cita de ensueños. La siguiente opción, en 1928, fue una cuarta revista dedicada a las aventuras en su casi totalidad y tomando como gancho al perro Rin-Tin-Tin, que ya había dado pruebas de su fascinación para los lectores de La Risa. Con el flamante sabueso se siguió la táctica que por lo visto había funcionado con el gato, o sea, abrumar las páginas con su protagonismo. En efecto, las portadas, hasta el nº 381, narraban un episodio completo —a veces continuado en la retiración— de un Rin-Tin-Tin de tal anomia que carece de historia, lugar de residencia y sobre todo de dueño fijo: un niño, un soldado, un cowboy, un policía, una señora mayor, una adolescente, la Legión, un campesino, un explorador e incluso un chino «joven, laborioso y honrado» (nº 355), quién da más, a todos les resuelve el buen chucho sus encontronazos con delincuentes en menos de diez viñetas. Sin constancia de autor al principio, según la costumbre, pasado el nº 350 empiezan a recibir crédito Regúlez, Boix (por supuesto), Darnís, un tal Sinrad y, aunque no he visto su firma, seguro que Farell dibujó unas cuantas planchas. Avanzamos por sus páginas y nos encontramos con la serie Tex el cow-boy policía, quien no resolvería sus casos sin la ayuda de Rin-Tin-Tin; se recordará que El cow-boy policía ya se había enfrentado a facinerosos en La Risa; entonces su mascota se llamaba Retintín, y fue sustituido por Corazón Leal; idéntico proceso aquí, desde el nº 170. Como ya se ha señalado, Strongheart, el auténtico perro sabio en los cómics de Amalgamated, alargó sus hazañas durante más de veinte años y, por tanto, Marco disponía de abundantes episodios donde elegir; los de Tex nacen, con toda seguridad, de Comic Life, y los de Corazón Leal, según se anotó, de My Favourite. Cuando se clausuró el contrato, si lo hubo, con la casa británica, Darnís tomó el relevo, los lectores debían de estar habituados a los cambios radicales de estilo. Para mayor desconcierto, se había añadido un subtítulo: El famoso perro conocido como Rin-Tin-Tin; en fin, ¿Corazón Leal era al mismo tiempo Rin-Tin-Tin?, ¿o viceversa? La coherencia no era una de las virtudes de la editorial Marco.

Durante trescientos números todas las historietas procedían del fértil caudal inglés y sus sabidos esquemas argumentales: adolescentes recorriendo el mundo, jóvenes náufragos recogidos por navíos corsarios, vaqueros contra indios o pistoleros, búsqueda de tesoros…Enumero las de longitud importante: Aventuras de Louis Trenker (de insólito argumento alpinista), Pitt el pirata, Aventuras de Jim Bods, Peter Klin (un rasgo especial: los buenos son indios, el muchacho Peter Klin, con su enorme penacho de plumas, y su amiguita, ay, Florencarnada), Dos pequeños aventureros, Dick Turpin (el legendario, naturalmente, no el histórico salteador de caminos que murió en la horca), todas con una atosigante carga textual que en algunos casos, como en la versión de Raffles, se traga los dibujos. Habría que añadir un Buffalo Bill, el de las novelitas pulp, comido por las didascalias y que tuvo continuidad hasta la agonía del tebeo, pero adoptada por Kif en sus últimos capítulos, que lo sanaron de la mudez. Hubo aburridas versiones de obras literarias: Quintín Durward,[5] Ivanhoe y El talismán, las tres de Walter Scott, y, debida a Kif y “sonora” (nº 362), Por el hierro y por el fuego, basada en la novela Sangre y fuego, de Sienkiewicz. Entre los números 320 (calculo, pues faltan los ejemplares correspondientes) y 336, una fiel interpretación de la película King Kong, obra de Boix, y no es la única inspiración cinematográfica: le antecedió La mano que aprieta, que Darnís trasladaba del serial de quince jornadas The Amazing Exploits of the Clutching Hand, dirigido por Albert Herman en 1936[6]. Los globos brillan por su ausencia, pero rubrican sus historietas los dibujantes españoles desde más o menos el nº 350. Entre Darnís y Farell se reparten las nuevas aventuras seriadas; uno de ellos (no firmaría por vergüenza) debió de perpetrar la simpleza El hombre león, que se prolongó en otras dos revistas, como veremos. Hay títulos que realizaban a medias, como El pirata (otro más); El fantasma del lago rojo, epopeya de Canellas con aire de película de romanos pero con robots e inventos de tecnología fantástica, remplazaba las nimiedades en portada del perro que era todos los perros, y Farell le echaba una mano a Darnís, el principal ejecutor del laborioso dúo, y en Tirzá, el dominador de las fieras, que sucedió, con globos, al horrendo El pequeño Tarzán (las paráfrasis, por no decir burdas imitaciones, de la creación de Edgar Rice Burroughs y, las más simples, de las películas con Johnny Weissmüller, eran obsesivas en los tebeos de Marco, y esta, de hecho, reproduce con descaro el comienzo de la primera novela sobre el Tarmangani); las tres series referidas, ya sin relatos a pie de viñeta. Darnís a solas puso el punto final a la capa y espada hispánica El bandido de Sierra Nevada en el nº 350, y firmó también Los pequeños espadachines, La vida de Jack en el fondo del mar (¿lleva Florella los pechos desnudos alrededor del número 355?; bueno, al fin y al cabo es una niña, atrevimientos mayores se verán luego), Los héroes del aire (que ya no tiene relación con la serie de Walter Booth, pero la evocación salgariana —recordemos Los hijos del aire del italiano— se perpetuaba en la casa), La invasión de los amarillos (en colaboración con Josep Ariet), fiel hasta en el título a los prejuicios racistas de los que surgieron seres amenazadores como Fu-Manchú o Ming el Cruel, y La estrella verde. Fernand liberó un poco a los sobrecargados de viñetas creando Jim, el corsario más joven del mundo, de argumento sin interés de puro recurrente.

King-Kong en Rin-Tin-Tin nº 336

El relajo cómico procede de los chistes de la hoja de variedades y, desde el nº 198 al menos, de Phi-Phi, el de la porrita mágica, en la contraportada, una historieta muy infantil y algo rancia sobre un policía bondadoso y de procedencia ilocalizable, según Holland presumiblemente británica, pero ni él ni otros especialistas en el cómic inglés la han identificado; en todo caso, en manos nacionales, deduzco que de Boix, a partir del nº 276. En su lugar, en las postreras entregas del tebeo, ya sin ocultamientos y con bocadillos de firme implantación, Boix presenta a otro detective cómico de su propia cosecha: Trifón Carcamonia, que resucitará durante los grises años cuarenta en Mundo Infantil. Durante un tiempo, la mitad inferior de las contraportadas ofrecía un recortable y la página 2 mantenía el hábito de la casa de un texto sin viñetas que respondía a la general orientación aventurera, Un capitán de quince años, la novela de Verne, por ejemplo, o no tan general, véase la sección para alumnos de primaria Los mejores cuentos, siempre las ideas claras en la casa. La guerra cerró la colección en el nº 443.

Trifón Carcamonia en Rin-Tin-Tin nº 425

 

BOLÍN / DON TITO / EL PUÑETAZO

Conservamos tres ejemplares de Bolín, un tebeo de ocho páginas que se regalaba en 1930 con la adquisición de The “Vladin” (reproduzco tal y como se anuncia en el margen inferior de cada portada); en la ficha de Tebeosfera se afirma que Vladin era un “elixir”, ¿de amor (como en la ópera de Donizetti), somnífero, expectorante? Las ocho páginas de Bolín se cubrían con historietas cómicas de puros monigotes y el calco descuidado de, una vez más, Los héroes del aire. No creo que, fuere lo que fuere Vladin, mejorase sus ventas gracias a la colaboración de la editorial Marco.

Bolín nº 1

Como Don Tito (1932) no debió de seducir a muchos lectores, o sus seguidores no eran tan cuidadosos con los ejemplares como los de las otras publicaciones de la editorial, solo tenemos acceso al almanaque de 1934 (del que nada puede aprenderse sobre la revista salvo la ineptitud como tebeo del extra navideño) y al número 98, que cierra la colección —«debido a las reformas que se efectúan en el Taller nos vemos precisado a suspenderla temporalmente»—, advirtiendo que las series inacabadas se continuarían en otras publicaciones. Por lo que apreciamos en el cuaderno de despedida, el contenido obedecía a la estructura sin riesgos de los otros productos de la empresa: historietas breves de humor sustentadas en gags pueriles; el wéstern Ken Maynard, que finaliza aquí y que recuerda al Buck Jones de La Risa por su dibujo esquemático y por estar basado también en un actor del cine mudo, y seriales —Maynard fue el primer cowboy cantante, un subgénero kitsch que tendría en Roy Rogers su gran estrella—; las tres series inacabadas son El hombre león, que se inició en Rin-Tin-Tin, con tan lamentable dibujo como El hombre mono, ya comentada, y que en realidad, y con el trazo mucho más profesional de Darnís, fue recuperada en Cine-Aventuras (una serie de aplastante vulgaridad que llega a publicarse en tres colecciones, cosas de Marco); Los vampiros del aire, en el centro de la revista, versión en cómic primitivo del folletín del inefable Canellas, queda inconclusa pese a la promesa de traslado, pero en 1940 tendrá su propia colección en cuadernos fieles a los dibujos de Darnís, y El castillo misterioso, típico producto Amalgamated, concluyó en La Risa. Sorprende en la contraportada una peripecia sin gracia del ratón Patitas, que no es otro que Mickey Mouse, desdibujado por plumilla autóctona; estamos en 1935, y la editorial Molino había lanzado el semanario Mickey con las tiras originales del personaje de Floyd Gottfredson en la prensa americana, respetando los globos, que brillan por su ausencia en el chapucero Patitas. El contraste de calidad entre los dos roedores (y el resto del material de los tebeos respectivos) es abrumador a favor de Molino, no solo a las reformas del taller se debía la defunción de Don Tito. Que se percataron los editores del aire casposo de sus publicaciones lo indica el lanzamiento a finales de 1935 de la citada Cine-Aventuras, también recordada como Betty Boop por ocupar el personaje la portada durante los primeros números, que traducía sin calcos varias comic strips estadounidenses y que en el nº 36 de PBT se promocionaba como «la única revista editada con esmero y pulcritud»: cómo no sonreír ante esos sustantivos propios de la publicidad de un servicio de limpieza.

Don Tito, historieta de Patitas

¿Competía Marco en cantidad, ya que no en calidad, con las demás editoras españolas de tebeos? Solo por un prurito de ganar en abundancia se explica la aparición de El Puñetazo, en 1935, cuatro números huérfanos y prescindibles. La mitad de la revista estaba confeccionada por Kif/Farell: Cocoliche y Tragacantos —una parodia más de Sherlock Holmes—, Aventuras extraordinarias de Golpe-Fuerte —un hercúleo inocente—, La rana Casilda, en la contraportada y con bocadillos —heredada de La Risa—, y en el centro un brillante gran panel, inspirado en Casey Court de Illustrated Chips, donde todo el mundo se pelea en honor al título del tebeo, y que en el nº 2 lleva el sorprendente título de “Waterloo en Calatayud”, sin que lo que allí se percibe, una batalla campal entre niños, tenga relación alguna con el ilustre pueblo bilbilitano; El secreto de un mendigo es obra de oYo, o sea, Farell, en colaboración con Darnís, que se responsabiliza a solas de la atrocidad El pequeño Tarzán. Yeo y Jao son dos firmas misteriosas de chistes de relleno. En ese momento Farell, el estajanovista, colaboraba en cuatro semanarios de la editorial, quién se extrañaría del bajo nivel de sus dibujos.

Waterloo en Calatayud

 

PBT

Más larga vida, aunque sea dudoso el motivo, tendrá el penúltimo lanzamiento de Marco antes de la guerra, PBT (1935); supuso una apuesta fuerte, y desde luego fallida, con doble entidad física y algunas ofertas insólitas, tan bien intencionadas como equivocadas. El Pebete del título, un niño gordito con gorra típica de los colegios ingleses, es una mala copia de Billy Bunter, uno de los adolescentes primerizos de la Blackfriars Public School en la revista The Magnet y que a pesar de sus poco gratas características acabará por monopolizar el protagonismo de la historieta e independizarse de sus colegas en una serie aparte, creación de Charles Hamilton. Bunter llevaba gafas, era obeso, avaricioso, egoísta, gandul e insolidario, pero de súbito espíritu de sacrificio en determinadas circunstancias; Pebete carece de la complejidad de su modelo británico, se limita a ser un chaval solitario, torpe y perezoso, un simple objeto del gag de turno, y la verdad, con poca chispa. El sacrificado Farell es su frecuente autor en las portadas, que también pasan por las manos de Moreno, Darnís y alguien más que comprensiblemente no se atreve a firmar. Ahora bien, ¿qué extraño fetichismo impulsó a adoptar un personaje tan distante de nuestros escolares y del que, por otra parte, no se respeta su singularidad? Habría que pensar en una anglofilia recalcitrante o mera insensatez. El semanario ve la luz con el doble de páginas que sus hermanos, y seis de ellas, nada menos, son textos sin viñetas, cuentos infantiles y novelas por entregas, entre ellas El nuevo Rafles (sic, con una sola f), un mal sucedáneo del ladrón de guante blanco de E. W. Hornung, y Bug-Jargal, de un Victor Hugo primerizo y con todo incompatible compañero de, por ejemplo, las ñoñeces de “El príncipe enfermo” (nº 11) en el cursilísimo apartado Cuentos de todos los colores, incoherencias que responden al despiste o indiferencia de la editorial a la hora de programar un proyecto. En el que nos ocupa llaman la atención tres iniciativas inéditas: una página de recortables (hubo un ensayo, que no prosperó, en La Risa y otro en Rin-Tin-Tin durante varias semanas), que implicaba la no conservación del tebeo íntegro; la sección de contraportada, Hogar y trabajo, con modas infantiles, sugerencias de bordados y trabajos manuales, todo dirigido a las «queridas lectoras», el único indicio de que no solo los varones leían la revista, y la creación de un club de «Agentes secretos» al que se pertenecía enviando un cupón que daba derecho a participar en un sorteo de regalos; tampoco parece que la idea de complicidad fuera acogida con éxito y desapareció sin que los lectores la reclamaran Los bocadillos surgen de pronto, y ya sin el absurdo de la redundancia de didascalias, pero irresolutos y mal ubicados, como trazados por un niño, en el nº 33, donde comienza la aventura En busca de un mundo perdido, y de manera menos amateur en la portada del nº 37, a cargo de Kif, que con ese seudónimo, o como Farell, es el autor (o copista en algunos casos) de media revista: El jorobado, sobre el culebrón de Paul Feval y la doble personalidad de Enrique de Lagardère; A través del mundo, en la línea de adolescentes viajeros de Amalgamated (difícil librarse de las malas costumbres); Rivalidades infantiles, de corte similar a la anterior; La guerra futura, ciencia ficción al modo bachiller; la ridícula Popeyo el navegante (sic), pastiche desafortunado del marino de Segar (nº 29); el humor de Los viajes rimbombantes de los célebres tunantes Paco Triko y Quico Trako, que a veces firma un tal Krac (¿otro seudónimo de Farell?), y el panel tumultuoso de las páginas centrales, aunque a menudo procede de Tiger Tim´s Weekly (el nº 4, por ejemplo). A Darnís lo encontramos en varias historias cortas, en la serie policiaca Lord Dixon O´Nell y plasmando la resistencia de los antiguos bretones contra los romanos y los piratas, Eurico el guerrero, del nº 11 al 34, todas ellas todavía con textos bajo las viñetas.

P.B.T. nº 1  P.B.T. nº 85

Las 16 páginas del entusiasmo inaugural se redujeron a doce y luego a ocho. Se fueron eliminando las novelas en prosa desnuda y la ya veterana El jorobado despachó en cuatro dibujos de su última plancha (nº 32) el tortuoso desenlace folletinesco de Feval; las queridas niñas perdieron, y no llorarían, los trapitos y manualidades de la contraportada; desaparece el panel festivo del centro, y el humor se reduce a los garabatos infames de entretenimientos y chistes. En fin, sobreviven los recortables, el fósil de A través del mundo (¿por qué?), que ya no firma Kif y duplica los tópicos primitivos de los cómics ingleses, y las dos series de fantasía, En busca de un mundo perdido, que bate el récord de chapucería en guion y dibujo, hasta que toma el relevo un Darnís cada vez más identificado con su maestro Raymond, y La guerra futura, tal vez de Canellas, aunque no introduce villanos alados, pero sí a «los hombres de la enseña de la muerte», encapuchados y culpables de una guerra mundial que el chaval protagonista, Sidney, y su amigo de raza negra, Pablo el “negrito”, desenmascararán para bien de la humanidad. En el nº 51, su segundo año de andadura, pero sin fecha concreta en cada ejemplar (el estallido de la Guerra Civil debía de estar próximo), Pebete se desplaza de la portada a anodinas historietas breves en el interior de la publicación, y el puesto de honor desocupado se asigna, con autoría de Mestres, a una especie de vikingo, nativo exactamente de Bretania (?), Judit el invencible, en lucha contra un déspota usurpador de su reino; en ese mismo número comienza En un mundo de fieras, de Darnís, con las primeras viñetas rindiendo homenaje a Jungle Jim, de Alex Raymond, y enseguida invadidas de monstruos legendarios tipo dragón. Cuando ya todas las series españolas usan la voz de los bocadillos, el nº 65 incorpora El muchacho de la cabaña solitaria, de la que se han borrado todos globos sin molestarse demasiado en eliminar las huellas del delito, el desconcierto de la revista es evidente. Cerca ya de los estertores, se añade todavía una muestra de lo que se llamaría más tarde “espada y brujería”, El rey de los caimanes (nº 65), de un Darnís más seguro de su talento, con el fantástico Sunga, «el hijo del desierto y de la selva», ataviado, como su amada Rosalinda, con un pasamontañas amarillo, que se volverá verde en armonía con las espectaculares fieras que controla, y un abrigo de piel escamosa con cola que le da un aspecto de hombre saurio; hay un tirano malo, Gondar; su ayudante, que responde al inesperado nombre de Glasgow; la bella Frimor, con el vientre al aire y los pechos apenas cubiertos por un mínimo sujetador gris, lanzas, puñales, pero también, no podía ser menos, «ametralladoras de gas letal», que usan las despiadadas tropas del bárbaro[7]. Darnís ha intercambiado personajes y el seudo Jim de la Jungla ha sido traspasado al torpón del mundo perdido que, en sus últimas entregas, aunque tal vez no sea el mismo dibujante, firma Fernand (Fernando Fernández Eyre), responsabilizado de otras historias breves. A Farell se le deben las postreras contraportadas con Las gestas de Napoleón / Las campañas de Napoleón, crónica en modo primitivo a mayor gloria del corso, salvo cuando osa invadir España, y no podía faltar la imagen canónica de Agustina de Aragón (nº 78) en los sitios de Zaragoza a punto de disparar un cañón contra los gabachos. Todavía Farell tiene ocasión de emprender un wéstern, Will Norton y los pieles rojas del Colorado, con indios buenos, al menos en los dos capítulos que podemos leer, y un tal Kim (Joaquín Montañola Puig, según Tebeosfera), de trazo desquiciado, por no emplear un adjetivo menos misericordioso, se atreve con Kalick el vengador de la India, condenada a un suspense sin resolución, en el nº 85, e ignoramos si el voluntarismo de Marco alargó la agonía del tebeo.

 

CINE-AVENTURAS

El último antes de la guerra (1935), y el menos cutre de los tebeos de nuestra editorial (o, por decirlo con sus propias palabras promocionales, el de edición más esmerada y pulcra), fue —se ha adelantado antes— Cine-Aventuras, de gran tamaño, con sus traducciones de series norteamericanas, ya no préstamos, o robos, de personajes sueltos y desfigurados sin escrúpulos, sino licenciadas a través de la agencia Opera Mundi, con los créditos correctos y la fecha visible de publicación original. Podemos conjeturar por qué se eligieron determinadas historietas y no otras: ¿eran más baratas —alguna definitivamente sí—, quedaban todavía sin contrato en otras editoriales?, ¿o existía una decisión concreta por los rasgos comerciales que se intuían? Sin duda este fue el caso de Betty Boop, ingenua vampiresa en dibujos animados sobre cuya fascinación en espectadores de todas las edades no faltan testimonios[8].

Cine-Aventuras nº 1

Producida por los estudios Fleischer y considerada la primera mujer sexy de la animación, pasó a los cómics distribuida por King Features Syndicate en 1934 y finalizó su breve carrera en viñetas tres años más tarde; en Cine-Aventuras le cedieron la portada hasta el nº 38, por lo que, como queda dicho anteriormente, muchos lectores y posteriores coleccionistas llamaron a la colección con el nombre del personaje. La primera plancha en español es de agosto de 1935. Max Fleischer figura como autor, pero el auténtico dibujante fue Bud Counihan, y en esas fechas seguimos los episodios en que Betty aspira a convertirse en estrella de Hollywood. Si gracias a ella alguien concedía un cierto carácter adulto al tebeo, La gatita princesa lo desmiente; traducía The Pussycat Princess, de la ilustradora Grace Drayton sobre guiones de Edward Anthony, con un diseño exquisito pero blando, tirando a edulcorado, claramente ideado para niñas de corta edad. Y de nuevo ascendemos a otro nivel con Makako y compañía y las historietas cortas que la acompañan, Las que no se casan nunca y otra de título variado, es decir, la excelente Polly and her Pals, de Cliff Sterrett, y las dos toppers que se turnaban en la parte superior de la página dominical, Belles and Wedding Bells y So They Were Never Married. Las reimpresiones actuales de Polly nos han descubierto una strip que jugueteaba con las vanguardias plásticas (sus Sundays experimentan con el cubismo, el surrealismo y otras tendencias artísticas), presentaba una visión que a menudo eludía lo convencional de la vida familiar y un retrato amable pero satírico de las flappers, aquellas heroínas de Scott Fitzgerald y John O’Hara, coquetas, frívolas y vestidas a la moda. Las historietas que complementaban la principal circulaban alrededor de la búsqueda de pareja con fines matrimoniales por parte de las chicas modernas especialidad de Sterrett, sin personajes fijos, y como indica el título de una de ellas, fracasado siempre el ideal conyugal, con humor y a veces cierto tinte de amargura. Al no conseguir el éxito masivo de otras series del momento, seguramente no salía tan cara su adquisición como la siguiente, Skippy, de Percy L. Crosby; de todas las kid strips, tiras de niños, numerosas desde los comienzos del cómic americano, la más leída durante diez años, influyente y explotada en toda clase de mercaderías, fue la de este niño sin psicología plana, como solía ser la de los chavales de tebeo, travieso pero reflexivo, con frecuencia el retrato de un perdedor, lo que lo convierte en el antecedente directo de la personalidad de Charlie Brown. La revista española lo adopta en las entregas de 1935, como al resto de las historietas estadounidenses, cuando Crosby había entrado en una crisis alcohólica que redundará en un descenso de calidad de sus viñetas. Cine-Aventuras incluye también las tiras de la parte superior, Always Belittling, con niños de gorros estrambóticos y que ilustran un refrán o aforismo, y Bug Lugs, un curioso chiste sobre insectos. Crosby, que inventó una criatura sensible y humana, desarrolló una ideología reaccionaria, rabiosamente anti New Deal durante la durísima depresión de los años treinta, pero su derechismo se queda corto comparado con el de los autores de las siguientes tiras. En efecto, William La Varre fue un periodista, viajero y buscador de diamantes de dudosa honradez, como Crosby enemigo mortal de Roosevelt, pero además un furibundo antisemita próximo a los postulados racistas de Hitler. Incursionó en el cómic con Johnny Around the World (Las maravillosas aventuras de Johnny alrededor del mundo), la presunta crónica autobiográfica de sus aventuras africanas, con un dibujo decente de alguien que firmaba con las enigmáticas iniciales F. R. Quien escribe estas líneas sabía de La Varre a través de lecturas sobre la convulsa vida política de la década, pero ignoraba que tuviera relación con la historieta, su integración en un tebeo español no deja de ser sorprendente. También la presencia de Los Fratellini (Les Fratellini), de Andre Daix, historieta de humor francesa publicada entre 1935 y 1937 en el semanario Ric et Rac, con protagonismo de una notable familia real de payasos circenses. Daix, que mantiene el prestigio de haber creado Professeur Nimbus, una de las pioneras series de la prensa gala, sin palabras, perteneció al partido francista (el fascismo francés), y durante la ocupación nazi colaboró con los alemanes, defendió la aniquilación de los judíos y vendió su gran talento a una ideología perversa. Desaparece pronto del tebeo español y es sustituido por la ignorada serie policiaco-deportiva Chip Collins (Chip Collins’ Adventures), con buen diseño gráfico de Jack Wilhelm sobre guion de William Ritt, que ya había obtenido reconocimiento con los mejores episodios de Brick Bradford.

La falta de lógica interna reina en el contraste de los relatos sin viñetas: Los más bellos cuentos en boca de Betty Boop, ñoñeces de varitas mágicas y brujas, y King-Cobra, novelita pulp de misterios indios y registro a menudo macabro, recién traducida entonces al español por la editorial Molino en su Biblioteca Oro, del soldado del Imperio y escritor popular Marc Channig, perfecto complemento a cenicientas y bellas durmientes, y en cuyas ilustraciones se escapa un semidesnudo, obra de Darnís, con pecho de mujer entrevisto (nº 50). El profesor Alex es el inventor del Nautilus, un aparato esférico con el que se podrán explorar las profundidades abisales del mar; es la premisa de Las grandes cacerías submarinas, por Canellas y Darnís, la competencia nacional de tanta presencia gringa. Por supuesto, los arriesgados buceadores hallarán monstruos, se las verán con un capitán desalmado que les llega a sustraer la maravilla científica y deberán apoyar a los Thinkas, una tribu de buena gente que se identifica con las ranas, puro Canellas. Desde el nº 22, conforme la importación de strips pierde regularidad por las circunstancias políticas, los españoles van ganado terreno. Darnís comienza A la conquista de la ciudad magnética, una civilización que se desplaza en barcos vikingos, carros tirados por alazanes o cohetes interplanetarios, a elegir, o sea, lo normal, y con desenlace igualmente normal, o sea, epitalámico; y Fernand, La tierra en llamas, subgénero apocalipsis; al finalizarla, el mismo dibujante todavía emprende El tesoro de la muerte, una más de piratas, y Hawk el poderoso, delirio en torno a un joven raptado por unos seres enigmáticos que lo transportan a un reino ignoto de soberana maligna, feos homínidos y animales de pesadilla. Quedarán incompletas, como Los misterios del templo infernal (nº 50), en el centro, por Darnís, y Un aviador de quince años, de Farell, contraportada del nº 52; los títulos son suficientemente expresivos del contenido. El nº 38 había eliminado a Betty Boop de la cubierta —pasa a las páginas centrales— y por razones inconcebibles recupera El hombre león, algo mejorado por Darnís, pero con frases tan cursis como la que emite Elena, la chica, apoyando la cabeza en el abdomen del machote: «¡Eres bravo e inteligente como ningún otro hombre! A la sombra de tu robusto pecho me siento dichosa». La revista carecía del robusto pecho de sus héroes y no pudo sobrevivir a la guerra: en octubre de 1936 se publicó el nº 52, probablemente el último de la colección.

King Cobra en Cine-Aventuras nº 50

 

ALGUNAS CONSIDERACIONES

En la reciente exposición del pintor y fotógrafo Ben Shahn en el Museo Reina Sofía de Madrid se pudo contemplar una pintura misteriosa, World´s Greatest Comics, de 1945, en la que hay dos niños, uno tumbado cerca del espectador y otro de pie al fondo del cuadro, leyendo cómics delante de lo que parece la estructura roja y transparente de los apartamentos donde viven esos lectores. La cartela del museo afirmaba que estaban embebidos en comic books, pero en realidad el tamaño (Greatest) indica que se trata de los suplementos dominicales, las Sunday, de los periódicos de la época. Los críticos han señalado la absorción en el mundo de aventuras de las historietas frente a la árida prosa de la vida cotidiana; yo creo, sin embargo, que, tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en la que Shahn participó en el departamento de propaganda a favor de los aliados, el artista evoca a través de la nostalgia de los tebeos una felicidad y una inocencia perdidas. En cualquier caso, es la obra de alguien para quien los cómics representaron, y tal vez representan, una parte importante de la experiencia vital. ¿Cómo recordarían los que fueron niños españoles en las décadas de los veinte y los treinta del siglo pasado aquellos tebeos que hoy nos parecen, en general, tan escasamente estimulantes? En mi familia materna se citaban, con algo parecido a un placer semiolvidado, el Pocholo, mi tía; un personaje, Merlín, el mago moderno, mi tío, que lo conocería en el Aventurero, y, sí, La Risa, mi madre, «muy entretenido», añadía. Pero, así como somos legión los que hallábamos en los tebeos durante el franquismo una burbuja o un refugio de la miseria diaria y les guardamos agradecimiento y en muchos casos admiración, para la generación anterior a la guerra las historietas no parecen haber significado gran cosa. O algo peor: en la novela de Luisa Carnés Tea Rooms (1934), un personaje lleva a dos niños a una cafetería y, mientras toman unos helados, los chicos «se ponen a leer por riguroso turno, que ambos respetan, una de esas idiotas revistas infantiles con las que se tiende a sumir a los hombres en la más profunda sima de la estupidez desde sus más tempranos años». Los méritos de la reivindicada Carnés son indiscutibles, pero su aplomo pontificando sobre algo que ella desconocía —su infancia estuvo marcada por carestías que no permitirían comprar “idiotas revistas”, tampoco estas abundaban como lo hicieron luego— es característico de la gravedad de aquellos escritores de izquierdas incapaces de salir fuera de esquemas rígidos sobre lo que les convenía leer a sus hijos. ¿Eran realmente estúpidos los tebeos? Ateniéndonos a los de Marco, los defectos son obvios, empezando por el ninguneo laboral, el prolongado rechazo a dar crédito a los colaboradores españoles; los de Amalgamated eran grandes profesionales, lastrados por el conservadurismo estético de la empresa y destrozadas sus obras por los calcos y emborronamientos a los que forzaba el editor español; para colmo, las traducciones de los textos estaban redactadas con errores, prisas, traiciones de bulto, especialmente en los desenlaces, y algunas faltas de ortografía, que habrían exasperado a personas como la Carnés. Sin embargo, si uno tenía paciencia con las andanzas infinitas y repetitivas de los muchachos, huérfanos o no, de Booth y similares, los guiones no están lejos de las clásicas novelas de aventuras cultivadas por autores británicos del fin de siglo, como A. E. W. Mason, Rider Haggard, Conan Doyle, Sabatini y otros. Y los inventados por Canellas Casals poseen aún hoy un encanto entre surrealista y kitsch, una comicidad involuntaria que los chicos de entonces, por suerte, no captarían, pero sí la desbordante imaginación. Menos redimibles son las historietas de humor, de una insulsez ejemplar las nacionales y un tanto ajenas las de origen británico. En ese aspecto, La Risa y sus compañeros de viaje eran menos atractivos que sus rivales en los quioscos: TBO invirtió siempre sus esfuerzos en un costumbrismo apegado a la realidad inmediata, bien que generalmente arcaico en sus formas gráficas, y Pulgarcito, que también recurrió a reproducir las historietas de Amalgamated (Charlot, y Coogan como Chiquilín), tuvo la astucia de apuntarse en la década de los treinta a la fantasía con débil tinte progresista. Dadas las características de Marco y el uso de tanto material extranjero, no es sorprendente que, a pesar de las excepcionales circunstancias históricas del país (guerra de Marruecos, dictadura de Primo de Rivera, República, alzamiento militar fascista, todo de gran repercusión en la historieta satírica adulta), no haya contacto alguno con la realidad en torno, algo que no será tan infrecuente en otras publicaciones gracias al registro costumbrista, por no mencionar la crítica, si bien involuntaria (o no), en los tebeos de humor de Bruguera durante el primer franquismo.

Es indudable que los productos de la editorial Marco se parecen entre sí. Todos comparten a unos auténticos titanes del dibujo: Boix, Darnís, Kif / Farell se repartían calcos, pastiches, fechorías e historietas propias, con un nivel gráfico inevitablemente inferior, muy inferior, al que mostrarían cuando no estuvieran sometidos a esa especie de trabajos forzados en cadena, aunque por desgracia nunca se libraron del todo. Se intentó diferenciar cada tebeo: Chiquitín pretendía acercarse a niños más pequeños, Periquito se ceñía a la fascinación de un solo personaje, Rin-Tin-Tin se especializaba en las series de aventuras (que acabaron imponiéndose en todos, incluida La Risa, que al final no incluía nada risible) y Cine-Aventuras / Betty Boop era la alternativa algo tardía a los tebeos que prodigaban las series americanas. Prescindiendo de esta última, lo que tienen en común es la premura, improvisación e incoherencia en sus composiciones. También el tremendo empeño de seguir adelante, y eso quién lo despreciará.

 

DESPUÉS DE LA TORMENTA

No llegó la paz, sino la victoria, como dice el padre en la última escena de Las bicicletas son para el verano. Los vencedores eran la muerte, la ruina, el hambre, la dictadura, pero entre los escombros, los derrotados sobrevivían en silencio, y a oscuras agitaban los restos de su dignidad, protegían la memoria, resucitaban cautelosamente lo que les ayudó a sufrir la guerra y el fracaso. Poco a poco todo, aunque mutilado, regresaba a la existencia española: las canciones, el pan, el refugio de las películas, algunos libros. Y regresaron los tebeos.

Regresaron los tebeos con las vacilaciones, espasmos y palidez de los muertos vivientes saliendo de sus tumbas, con la excepción de aquellos asociados al Frente de Juventudes, como Flechas y Pelayos o, en sus comienzos, Chicos. No insistiré en las condiciones estrictas del permiso de publicación, más rigurosas para las casas que editaban sus productos en las zonas republicanas durante el conflicto, por muy neutras que fueran, y basta pensar en TBO. Los productos de Marco pagaron caro que su sede y sus talleres se ubicaran en Barcelona. Son conmovedores los aires de aquí no ha pasado nada y seguimos donde estábamos que ostentan los almanaques de 1940 de La Risa, Chiquitín y Rin-Tin-Tin, sus tres revistas emblemáticas.

La Risa Infantil. Almanaque 1940

El primero de ellos se presenta con un prólogo patético, que glosa la imagen de dos niños y una niña riéndose con el almanaque en las manos «… como que en él se encuentran las tretas del flaco y el gordo, las travesuras de los hermanitos Pip y Pop, las peripecias de don Tiburcio y su sobrina, las aventuras de Menegilda, las “hazañas” de Pepita la traviesa, las quisicosas de Manolo y su nene… amén de otros y variados personajes, cuya vida y milagros os iremos contando si Dios quiere». La innecesaria frase hecha que cierra el párrafo rinde tributo al imperante nacionalcatolicismo, pero el texto entero es un desiderátum patético, amén de una flagrante falsedad que se desvela hojeando el ejemplar: ni uno solo de esos personajes mencionados se pasea por sus páginas. En la portada aparecen, en efecto, los gemelos y Weary Willy y Tired Tim, supongo que el gordo y el flaco aludidos, y ahí termina su presencia. ¿Y quiénes son Tiburcio, Menegilda, Pepita o Manolo? Quizá figuraron en los primeros números que no conocemos, pero me inclino a pensar que se los inventan sobre la marcha. Y si en verdad tuvieron su protagonismo hacía catorce o quince años, los niños de entonces, los que vivían todavía y no se habían exiliado con su familia, ya no estaban en edad de recuperar amigos tan volátiles. Los almanaques de Marco habían sido un error de concepto, pero estos resultan absolutamente penosos, un montón de historietas de humor deslavazado con dibujos de franca ineptitud. No presenta diferencias el de Chiquitín, salvo dos planchas de Coogan calcadas de Film Fun; en el de 1942 incluso esa referencia al niño epónimo ha desaparecido. No he tenido acceso a los almanaques de Rin-Tin-Tin de esos años, pero en vista de los otros, no es arriesgado asumir que se trataba de despropósitos similares en el esfuerzo de conectar a través de las cabeceras, ya que no por los contenidos, con los tebeos anteriores al tsunami, un espejismo de continuidad que por el momento era impracticable.

Inasequible al desaliento, Marco vuelve a la carga en 1941 con Ediciones La Risa infantil, sin numerar (recuérdese que no se permitía la edición normalizada y cada número debía solicitar permiso de salida), con material ya publicado en la revista antes de 1937 (Nick pecho de hierro en la portada, la rana Casilda, otro par de delirios de Canellas, etc.), más el ratón Mickey (Patitas), que procedía de Don Tito. No funcionó la repesca, pues no pasaron de las ocho entregas. Hay que esperar a 1946 para que se produzca un cambio de perspectiva editorial con nuevas colecciones[9], de las que solo Mundo Infantil poseerá cierta entidad (relativa), duración (alcanzó las 53 salidas sin numerar, a intervalos irregulares a lo largo de cuatro años) y firmas inéditas, más el omnipresente Boix, que dibujará durante un tiempo las páginas centrales (La vuelta al globo terráqueo de Tripitas y Tonete es su única serie en esa zona), Peripecias de Pito y Chufa en las contraportadas, El rábano de Kan-Kan o los tambores de Sal-Chi-Chon, parodia del serial más popular, y para muchos el mejor del momento, Los tambores de Fu-Manchú[10], numerosas planchas de personajes sin continuidad y retomará de Rin-Tin-Tin al detective de humor Trifón Carcamonia, de presencia constante en el tebeo; también encontramos al sufrido Darnís en la breve aventura Volando en llamas (nº 33). No hay historietas extranjeras, y se percibe la voluntad de creación de un tebeo nacional con más desorientación y probatinas erradas que aciertos. Entre los nuevos colaboradores destacamos a Boixcar, que ya había incursionado en la historieta dramática en 1943 con El Murciélago, en 1946 con El Caballero Negro y lanzará en 1947 la primera versión de El Puma; un adolescente Francisco Hidalgo con varios personajes serios (Ted Grangton, el aventurero de la jungla, Bill el temerario); Esbert/Ayné (Juanito el valiente); José Rizo, que en la segunda etapa de La Risa adquirirá un papel predominante; Fraga; Arnalot; A. Badía (Ángel Badía Camps); Gordillo; A. Beviá (Arnaldo Beviá Pascual), que ensayó el registro de novela negra en la serie Frank Teller (n.º 51); White (Federico Blanco Obregón), con El aventurero, y la especialista en cuentos de hadas J. Riera, junto a varias firmas sin permanencia, de las que destacaremos la del gran Coll en el n.º 45. Las últimas diez entregas de la colección están marcadas por la presencia ubicua de Martínez, el más que prolífico Juan Alejandro Martínez Osete, que se encargará de aproximar Mundo Infantil al modelo Pulgarcito con personajes miméticos de los de Bruguera: Celedonio, que imita a Cucufato Pi, de Cifré; Bisulfato Ruiz, a Tribulete, también de Cifré; Pepe Diávolo recuerda a Azufrito, de Vázquez; Pepe Panoli remite a Casildo Calasparra, de Nadal, y Levy, en páginas centrales, un judío usurero que certifica lo que ahora llamaríamos incorrección política o sencillamente el arraigado racismo antisemita español, que tiene su precedente (y tendrá seguidores, como se verá) en Don Usurio, de Martz Schmidt, aparte de Mr. Swift, turista al que no le encuentro patrón; en la línea “incorrecta”, Celedonio exclama, al paso de una muchacha guapa, «¡Qué gachí!», vulgaridad coloquial inaceptable más tarde. Y la portada del nº 30 cuenta los intentos de suicidio de un hombre desesperado, algo que ni en broma, como esta historieta de Boix, se aceptaría pocos años después, pero que, según Dionisio Platel, que ha fichado varias historietas cómicas con suicidas potenciales, no era infrecuente en ese momento. Hubo su sección didáctica, Página de historia, y también Martínez dibujaría la serie inconclusa de aventuras selváticas La gran odisea. La contraportada del nº 29 ofrece en color una plancha de Poncho Libertas, de Marijac y Le Rallic, publicidad de los cuadernillos que Marco publicaba desde 1945, de extraordinario dibujo y penoso contraste para las viñetas españolas, trabajadas a destajo y pésimamente pagadas.

Mundo Infantil nº 1  Mundo Infantil nº 50

Mundo infantil fue un ensayo general para la estructura de la segunda etapa de La Risa y el único que hasta cierto punto cuajó, porque la editorial, pese a los impedimentos oficiales, intentaba incansablemente, fracaso tras fracaso, encontrar un patrón. En el mismo 1946 lanzó dos tebeos: el primero, Asta, tomaba el nombre del fox-terrier del detective retirado Nick Charles y su mujer, Nora, en la novela de Dashiell Hammett The Thin Man (1935), llevada al cine inmediatamente con el mismo título (en España, La cena de los acusados); el perro actor se llamaba en su vida privada Skippy, como el niño de las tiras cómicas, y sus habilidades juguetonas le confirieron mayor protagonismo en las sucesivas secuelas de lo que devino una franquicia (llegó hasta la televisión en una serie de 1957, ya con tres chuchos distintos haciendo las gracias). Asta no era un acendrado defensor de la ley y el orden sino simplemente simpático y cariñoso, lo que aprovechó como pudo el tebeo español en sus historietas de portada, todas de Boix de acuerdo a Rodríguez Cepeda. Igual que otros productos de Marco, esta revista comenzó con dieciséis páginas, y las redujo a ocho en vista del éxito a lo largo de solo doce salidas a los quioscos; y como era costumbre en la casa, mezclaba a partes iguales las secciones de humor con las serias, fiel asimismo a incomprensibles hábitos de escaso atractivo: insertar lo maravilloso folklórico (por Casio, seudónimo de Pedro Alférez) y asfixiar el despliegue central con un revoltijo de historietas cómicas en promiscuidad agobiante. Aparte de los ogros y gnomos de Casio, solo otro autor recibe crédito, Francisco Hidalgo, guionista y dibujante de Rivales, tributo al cine negro norteamericano —la primera viñeta reproduce la imagen de Times Square, hoy víctima de un turismo indiferenciado, pero entonces emblema de la Gran Manzana—, una especialidad que Hidalgo cultivará en un futuro próximo[11]. Sin firma, hay páginas de Ayné y abundan las de Boix; no figuran los creadores de las de aventuras: un wéstern, La venganza de César; una de capa y espada patriótica y presuntamente histórica, Hazañas de Hernán Pérez del Pulgar (¿de Farell?); Los tres Navarro, quizá de Canellas y Darnís, si retomaban Los Navarro, colección de cuadernos apaisados de 1940, y en la contraportada los inevitables náufragos y piratas, Los hijos del mar, de excelente dibujo, quizás italiana. Dos salidas más al mundo, catorce, consiguió El Ciclón, también de 1946, con humor de Arnalot, Cañada, Fraga, Ayné y sobre todo de Boix; Mestres, Farell y Darnís se reparten las historietas autoconclusivas del centro, hasta que comienza El templo de los fantasmas (fantasmas, sí, y también hombres prehistóricos, tesoros, monstruos de diversa ferocidad, en fin), de Darnís, que todavía tuvo energía para arrostrar otros seres nefandos en Los misterios de la jungla, y la amenaza oriental, siempre al acecho, en La banda amarilla, bajo la sombra del X-9 Secret Agent de Raymond. Los niños de los años treinta eran ya adultos, si vivían, así que el tebeo no tuvo empacho en repetir series prebélicas: La tierra en llamas, de Cine-Aventuras; Los pieles rojas del Colorado, del antiguo PBT, y Hacia un mundo desconocido, de los últimos números de La Risa, donde se titulaba Un viaje al infinito, todas inacabadas entonces y en su reedición.

Las revistas de Marco en los años cuarenta eran efímeras y de tanteo y parecían brotar una de otra, con sus páginas de pasatiempos, el ineludible cuento infantil, protagonistas cómicos sin continuidad y aventuras impersonales y abandonadas en plena acción. Cholito (1947) no pasó de las catorce entregas, y por lo que nos ha llegado fueron incluso excesivas. Ayné, las princesas tristes y sus ardientes caballeros, una del oeste, Luchas con los indios, de Casio y Alférez, y los triunfos del niño gordito, vestido de vaquero, que da título al tebeo y realiza, cómo no, Boix. De vida algo más prolongada (22 números) gozó el relanzamiento de la antigua cabecera PBT, de 1948, ya sin la absurda adopción del Bunter británico, aquí transformado en un chaval español, Carpeta, de andanzas viajeras con su pandilla. Recoge la pequeña tradición de los recortables, White se hace cargo de las fábulas infantiles, y las risas las intentan los acostumbrados Boix, Fraga, Arnalot, Ayné, y entran en juego Rizo y un tal Acosta, seudónimo del pronto ubicuo Martínez Osete. Para las series de aventuras no se rompieron los cascos y rescatan En busca de un mundo perdido del primitivo PBT y Las tres espadas de La Risa. Una plancha está dedicada a un tal Timoteo, que en 1949 presta su nombre a un nuevo tebeo de doce números y particular en su confusión: los cuatro primeros en formato apaisado y los siete siguientes en vertical. Boix y a veces Rizo dibujan a Timoteo, un tipo de mediana edad, calvo, con gafas y vestido formalmente con traje, chaleco y pajarita. Martínez se ejercita en sus imitaciones de Bruguera con El gitano Andrés, que trae a la mente Currito Farola, de Vázquez. Coll hace acto de presencia, y el puesto central lo ocupa A la conquista de la ciudad magnética, que se recupera de Cine-Aventuras, solo las últimas planchas, con la feliz coyunda del fortachón y su amada. Sorprende encontrar en Timoteo la serie de Luis Vigil y Carlos Laffond Raj-Cobra, un hindú de pecho musculoso al aire y turbante inamovible por las junglas asiáticas, que tuvo su breve colección de tebeos apaisados de gran tamaño en el mismo 1949, pero no en Marco, sino con el editor madrileño A. Nieto.

Cholito nº 8

No todas las publicaciones de nuestra editorial padecían la enfermedad de la obsolescencia temprana. Desde 1942, Boix, que tantas veces calcó las historietas de Amalgamated, adoptó dentro de la llamada Biblioteca Especial para Niños a un hipópotamo y dos monitos que andaban dispersos en Tiger Tim’s Weekly y les dio protagonismo en una colección de modestos cuadernillos apaisados dirigidos a parvulitos que ya controlaran las primeras letras. Obtuvo una gran popularidad gracias a sus personajes principales, Hipo, Monito y Fifí, como todos denominaban al tebeo, que duró hasta 1951 y se aproximó a las quinientas salidas entre números ordinarios y especiales. ¿Insufló el éxito confianza a la editorial para competir con tebeos de formato revista que, ya con edición regularizada —Pulgarcito, Jaimito, TBO—, recibían una buena acogida en el mercado? Sea como fuere, en 1952 renace, con prudencia mensual al principio, La Risa, que presume de treinta y dos años de antigüedad y desafía desde la portada a las rivales que, por otro lado, imitará.

 

LA RISA, SEGUNDA ÉPOCA

¿Qué se podía aprender o aprovechar de las ventas y experiencia de los otros tebeos de humor, ya con lectores fieles y un patrón estructural que parecía funcionar? El desbarajuste de partida contiene algunos rasgos identitarios y ecos de publicaciones ajenas. Lo que distinguió a La Risa fueron sus portadas con un panel panorámico en vez de la característica ristra de viñetas con su gag final. Inspiradas sin duda en Casey Court, de Stafford Baker, que habían publicado en la primera etapa, y en las planchas unitarias de The Rainbow, en Chiquitín, y las nacionales de Opisso, y con un marcado carácter costumbrista, impresiona en un primer vistazo la acumulación de personajes unidos por una circunstancia común —un día en el pueblo o en la playa, visita al circo, invasión de platillos volantes, campo de fútbol, aeropuertos, etcétera— y enlazados mediante chistes. Rizo es el autor desde el nº 1 (“Novios a casarse”), sin el virtuosismo gráfico británico ni su tono amable, concentrado en un humor muy español de despistes, golpes y equívocos.

La Risa

El dibujante rellenará además la revista con historietas sueltas y un intento de personajes continuados, Rasca y Pica, dos mendigos que aspiran, sin conseguirlo, a la gracia cruel de las desventuras hambrientas de un Carpanta. Mientras La Risa no se decide por un esquema fijo, se encuentran las firmas aisladas de Tey, Ripoll G/Guadayol (el funcionario para todo de la editorial Clíper), José Ripoll, Ranfart (Raf, desde el nº 19), Peter (Pedro Alférez), Belindo (Aurelio Beviá), Beaumont, un Coll que se alejará pronto hacia la exclusividad de TBO, e incluso una historieta, en el nº 8, de Manuel Vázquez. Boix sí crea una pareja bufa de soldados que arraigan: Bob-Ayna y Pat-Acón, los héroes del batallón, militares del ejército americano (al español no se lo podía tomar en broma), un gordo y un flaco, para no variar, a las órdenes de un sargento bigotudo y en plena guerra contra los ¿coreanos o chinos?, asiáticos en todo caso, ese año fue central en el conflicto de Corea, y la casa no fue indiferente a la actualidad, como veremos; en oposición a los antihéroes de Bruguera, eternamente frustrados, o por decirlo con la fórmula feliz de Altarriba, sometidos a la ley del fracaso universal, los reclutas de Boix son desmañados y obtusos pero afortunados con los enemigos a los que por caprichos del azar suelen hacer prisioneros. Otra sección fija dependía de Boix, Los inventos deportivos del profesor Kal-Abacete, que, pese al adjetivo “deportivo”, no disimula su inspiración en Franz de Copenhague del TBO; todavía le sobraban energías para cubrir las páginas centrales, imitando el esquema de la misma revista de la competencia, con una historieta completa de humor de carácter familiar. Surgidos en el n.º 3, El Chamaco, de Gordillo, charro mexicano condenado al ridículo; Sidi Omar, un árabe marrullero que ya se había paseado por Timoteo, de Martínez, y del mismo autor Lucas y Tomás, unos policías idénticos (Dupond y Dupont, de Hergé, ya hacían escuela), aparecen y desaparecen de la colección. Quien no desaparecería, al revés, ocuparía un puesto de hombre orquesta en Marco, fue precisamente Martínez, que con La hija del gondolero —un melodrama situado en la Venecia de finales del siglo XVI con falso culpable, pobre, y asesino, noble, descubierto gracias al empeño de la chica del título— inicia el apartado serio de la publicación, con guiones probables de Artés, que ya escribía Lucha de Razas y El Puma, nacidos del incansable lápiz de Martínez el mismo año de la resurrección de La Risa. El episodio italiano termina en el nº 8, y toma el relevo Orgullo sudista, de Julio Vivas, que había demostrado su profesionalidad en la serie policíaca (bélica y en Corea hacia el final) de cuadernillos apaisados Alan Duff; Vivas, que era responsable completo de la página, cuenta una historia de la Guerra de Secesión estadounidense con detalles que no dejan hoy de chocar. Hollywood no quiso prescindir del ultraconservador público sureño y siempre fue condescendiente con el ejército confederado o exaltador de los perversos valores por los que peleó; recordemos que dos películas importantes en la historia del cine, por distintos motivos, El nacimiento de una nación y Lo que el viento se llevó, constituyen una desvergonzada apología del Ku-Klux-Klan. Nuestro dibujante se había nutrido del film noir, los wésterns y demás géneros americanos, y en la extraña Orgullo sudista apuesta astutamente por los dos bandos de la contienda: los del Norte son implacables y vengativos, pero uno de sus tenientes, Conway, encarna la decencia que le hará obtener la mano de la chica, Silvia, hija del hostil dueño de una plantación trabajada por esclavos, pero ojo, esclavos dichosos. Así, en el nº 9, el buen siervo Moisés, alertado del avance de los soldados de la Unión, emite este curioso monólogo: «No comprendo a los del Norte. Consideran inhumano tener esclavos y luchan por liberarnos. Si vencen, ¿qué vamos a hacer los pobrecitos sin casa ni amitos a quien cuidar?». Si el tío Tom era humillante para los afroamericanos, el discurso de este mentecato revela una ignorancia abismal, cargada de racismo, de lo que fue la esclavitud y de la auténtica mentalidad de los que la sufrieron (el “pobrecito” Moisés permanece cuidando a sus amitos hasta el nº 17). Las contraportadas rendían culto al fervor deportivo y al patriótico con recortables (formato diorama) de efigies de futbolistas y escenas de glorias históricas: Colón ante los Reyes Católicos, el sacrificio de Guzmán el Bueno, momentos heroicos de la Guerra de Independencia y otras gabelas tributarias del falangismo imperante.

Bob-Ayna y Pat-Acon en La Risa nº 21

Pulgarcito, un modelo inalcanzable, incorporaba dos historietas serias, El inspector Dan y una de capa y espada a cargo de Ángel Pardo. Desde el nº 21, La Risa añade a las de espadachines o aventuras exóticas de Martínez otras que se apuntan a la coyuntura internacional, o sea, a la Guerra de Corea, sin duda implícita, como se apuntó, en la serie de humor Bob-Ayna y Pat-Acón. Hubo una colección de cuadernillos, Episodios de Corea, de la editorial Ricart (1951), dedicada durante setenta entregas a relatar hazañas norteamericanas en aquel conflicto que Estados Unidos ni ganó ni perdió pero en cierto modo no camufló un sonado fiasco militar. Nuestro tebeo se obsesionó también con las batallas cerca del Paralelo 38, título de una película muy popular en España, de Joseph Lewis, el rey de la serie B, y que no pasó desapercibida en La Risa. Entre los números 21 y 36, Julio Vivas derrocha energía en la serie Islas del Sur, iniciada como un folletín de catástrofes (el niño Arnold pierde a sus padres en una tormenta que azota un archipiélago de las islas Vírgenes), continuada como una de intriga con ladrones de perlas y desarrollada en un thriller de espionaje en torno a un microfilm decisivo para el ejército yanqui (entre medio, el chico protagonista llama al chino jorobado Lu-Sing —que en el desenlace resulta ser un agente secreto bueno y no tener joroba— «camello amarillo», en la mejor tradición de insulto étnico/defecto físico, véase el n.º 31). Abierto el frente coreano, Americanos en Corea. Hazañas de la Infantería de Marina. Un episodio del teniente James W. Parker, título sencillo donde los haya, de Pedro Alférez, nos lleva directamente a las trincheras donde Parker aniquila unos cuantos enemigos del mundo libre; había sido rechazado por su prometida cuando él acude a la llamada de la patria y aceptado al regresar como un héroe condecorado, solo que, lástima, en el ínterin el teniente se ha enamorado de una coreanita con la que contrae nupcias en el nº 44. ¿Se había agotado el manantial bélico? Ni hablar: Vivas se va a la retaguardia y a los entresijos de organizaciones comunistas en Fórmula Clark, donde no faltan dos niños magníficos que denuncian la conspiración clandestina (nº 54), para inmediatamente desplazarnos al cuerpo de la aviación, en la que dos pilotos hermanos, un tarambana y otro formalísimo —Hechos vividos. La muerte del héroe— vibran abatiendo aviones chino-coreanos, aunque Thomas, el cantamañanas, se redime muriendo en combate, como corresponde. El nº 60, hasta el 69, introduce un mínimo retroceso en la historia, sin abandonar el ámbito asiático, Dien-Bien-Fu, la última batalla colonial de los franceses en Indochina, con guion de quien sería el principal escritor de los tebeos de la editorial Toray, Jorge Gotarra, y dibujos de Antonio García, y excepcionalmente un protagonista médico, el doctor Jacques Vidor, que, pese a su espíritu de sacrificio, no puede cambiar la realidad objetiva y la civilización blanca se retira derrotada por los bárbaros amarillos; no había llegado el momento en el que los tebeos apostaran por una mayor comprensión de la lucha antiimperialista. Entre tanto, Martínez Osete a lo suyo: Lilian narra el reencuentro, teñido de melodrama con villano de por medio, de un oficial inglés destinado en Calcuta con la hija que creyó muerta al ser raptada por un tigre; El capitán de la reina (n.º 25) es el joven Baldo (todos los héroes de Martínez se parecen físicamente, morenos, pelo corto rizado, rasgos faciales difusos), enfrentado al tirano Gondor, que ha asesinado al monarca legítimo y pretende hacer lo mismo con su bella hija Nilda; siglo XVIII, estocadas por doquier, que se repiten en La ley del destino (nº 40), situada en el pequeño reino de Kinar, donde a su majestad le nacen hijos gemelos y para solucionar las dudas de la herencia no se le ocurre nada mejor que entregar a uno de ellos al médico de la corte que vive en las montañas: duelo futuro entre hermanos, como era de suponer, pues el que ocupó el trono resultó ser un déspota. Y seguramente inspirado en las series de chicos trotamundos de Amalgamated, el nº 46 presenta al explorador Alan Kirby (de venerable barba blanca), su retoño, Dick (recién salido de la adolescencia), y el piloto Roy Dawson, lanzados a las Grandes exploraciones por las cinco partes del mundo, desde la India a China y en avión a Hawai y la selva amazónica pasando por el lejano Oeste y la isla de Pascua, sin respiro ni solución de continuidad, hasta que el nomadismo se da por amortizado en el nº 85.

La revista no había hallado el ancla de personajes fijos de humor. Lo ensayan Tey, Raf, Arnalot, Martínez, reiteradamente, y en el nº 29 Coll cubre un espacio. A Boix se le debían los únicos aciertos en ese terreno —los inventos grotescos y la pareja de chusqueros divertidos— y Boix dibujó los dos siguientes en prender: Nicomedes Camueso nace en el n.º 33, es un caballero de mediana edad, rechoncho, con nariz de palitroque, bien vestido con americana oscura y sombrerito coqueto, y ansioso por conquistar damas estupendas; poco después, en el n.º 38, conocemos a Nicrostato Mochales, tal vez no ajeno al loco Carioco de Conti, pero de aspecto más chalado, tripudo, con los pelos en punta como una exhalación y residente en un manicomio, un antecedente suave del futuro Makoki. Con menor constancia, pero a veces a doble página, Boix repite su parodia del detective por antonomasia y su fiel Watson, Aventuras de Cartapacio y Seguidilla, que ya habían disfrutado de su propia colección apaisada en 1942 y protagonizado la mayoría de los números de la colección similar Pipa en 1943; y en la contraportada, agotados los dioramas, Shelo Comes: si no quieres taza, taza y media. Sin embargo, del nº 70 en adelante (la revista había pasado a quincenal desde el nº 46), el fecundo artista disminuye su carga creativa en La Risa, como consecuencia sin duda de que la publicación de Hipo, Monito y Fifí (1953) recaía en gran medida sobre sus espaldas, y Martínez Osete toma el relevo de las creaciones de su colega, más abundantes historietas sueltas, chistes y el añadido de una segunda serie aventurera; a veces lo sustituye Belindo (Alférez), Antonio García lo libera de un Bob-Ayna, en el nº 76, también Rizo, y en el nº 82 el episodio de Cartapacio y Seguidilla lleva una firma novedosa, F. Ibáñez, que en ese mismo ejemplar lanza Don Usura (un tacaño compulsivo con boina y kilt, la falda escocesa), cinco viñetas de Haciendo el indio y al poco Kokolo, un joven africano, pesadilla, por su torpeza, del explorador blanco que es su amo; enseguida Ibáñez se convierte en el rellenahuecos del tebeo, ilustra las páginas de variedades de Carlos Bech, introduce a sus personajes en cualquier esquina y no hace ascos a suplantar a quien hiciera falta, aunque su estilo, y no había cumplido veinte años, ya se distinguía perfectamente. Imposible imaginar el futuro espectacular del joven dibujante, pero aseguro que a los niños —al niño que yo fui, insaciable lector de viñetas— no nos pasó desapercibido, y cuando lo reclutó Bruguera lo reconocimos. No había tebeo sin su familia particular, y La Risa introduce La familia Poony, de García, grupo reducido a un abuelo y su pareja de nietos en un pueblo del Oeste americano; por si el avaro Don Usura de Ibáñez no abarcaba todas las posibilidades cómicas de los agarrados, en el nº 92 Raf, también destinado con el tiempo a Pulgarcito, irrumpe con Levy Berzotas (un Levy a secas, de idéntico estereotipo antisemita, ideó Martínez para Mundo infantil unos años antes), y otro lunático, para que no se sintiera solo Nicrostato, Loquito Tontuelo, más tontuelo que loco, con una nariz tipo albóndiga, su rasgo más distintivo. Pako Roka, del infatigable Martínez, se adentra en el humor prehistórico, que en las comic strips americanas ya había aportado una obra maestra, Alley Oop, de V. T. Hamlin (1932), consagró a Johnny Hart por B. C. (1958) y triunfará en televisión con Los Picapiedra (The Flinstones, 1960), pero en La Risa no fragua, tal vez porque su autor no daba más de sí.

Levy Berzotas en La Risa nº 92

Faltaban astronautas del género ciencia ficción, o más bien de lo que llaman en Estados Unidos space opera, y que el Flash Gordon de los años treinta ejemplifica como pocos: es decir, ninguna ciencia y mucha ficción de mundos fantásticos en planetas perdidos, monstruos de diverso pelaje y extraterrestres repulsivos; añádanse reinas tan bellas como despóticas según modelos de Burroughs en sus novelas de Venus y Marte. Johnny Venider (bueno, “Johny” y también “Jhonny”, al fin y al cabo ortografía inglesa), de Antonio García, llenará ese vacío: en el año 2000, tan lejos entonces, el sabio Kruzor ha desaparecido más allá de Júpiter, y envían a Venider y su amigo Peter a buscarlo; hasta aquí una historia de Clarke y Kubrick, pero con qué se tropiezan los astronautas en su viaje: dinosaurios (o reptiles gigantescos, mitad bestias del Jurásico y mitad dragones de los cuentos de hadas), hombres insectos con aspecto de cucarachas, la reina malvada pero hermosísima, los alienígenas buenos que «hablan todas las lenguas». Es el adelanto de la que será la serie más larga del tebeo, El aventurero del espacio, de Martínez, nº 83, paralela y similar a los cuadernos de Red Dixon que ya estaba publicando Marco con razonable éxito; en la contraportada desde el nº 85, la leía de niño con emoción quien redacta estos párrafos y hoy la revisa con nostalgia de la antigua candidez: el profesor Land, su hija Lilian (sí, es la segunda Lilian, e igual de rubia) y el ingeniero español Roberto Castillo avanzan por la selva africana (cualquier selva sirve) y, ¡oh, misterio!, unas extrañas cápsulas metálicas se interponen en su camino; introducidos los expedicionarios en ellas por unos tipos de peculiar vestimenta, son lanzados al espacio exterior hasta Orión, en compañía del guía negro del safari, Ali, hercúleo e ignorante, como al principio el Lotario de Mandrake; salva la vida en varias ocasiones a Castillo, lo que no impide que se dirija a él como «amo mío», y balbucea frases agramaticales: «yo ser libre», «yo luchar para saber quién ser más fuerte», «río mucho grande» (por olvido o por vergüenza, Ali aprende sintaxis y vocabulario hacia el final de las vicisitudes por los astros). Ahora sabemos qué les aguarda más allá de nuestra Tierra: monstruos, monstruos, monstruos, la reina cruel y enamoradiza de rigor, pruebas de fuerza y valentía en coliseo galáctico, guerra entre tribus, o sea, el panorama socorrido en estos casos planetarios. Pero debían andar flacos de imaginación, pues en el nº 79 recurren al pretérito PBT de los treinta para tomar prestada la serie de Mestres Judic el invencible (antes de la guerra el nombre variaba un poco: Judit, y conforme avanza la historia, otro cambio: Judik); los veinte años transcurridos se reflejan en el aire obsoleto de la vieja aventura, con uso inexperto de los globos y secuencialidad indecisa, y no es que estuviera mal trazada, las viñetas del héroe crucificado (números 90 y 91) no tienen parangón con las de Martínez, perpetuamente abocetadas y con síntomas de apresuramiento y descuido, y a pesar de todo con una narrativa dinámica de fácil asimilación por los chavales de ese momento. Aparte de las ficciones en Orión, Martínez, ineludible Martínez, que ya se encargaba de la mitad de los personajes cómicos, había incursionado en el culebrón moderno (nº 83) con La herencia de Lilí (casi Lilian), muchacha púber cuyo padre, el coronel Terrin, la interna en un pensionado para señoritas al partir para la guerra de Indochina; dan por muerto al militar, y los dueños de la residencia pretenden arrebatar la herencia a su hija, que huye a la indefensión del mundo y a cien percances con final previsible (nº 112), tan previsible como en Muñequita: rapto de niña millonaria y en siete jornadas rescate a cargo del intrépido inspector, que lo celebra declarándose a la mamá de la nena. García no es más meticuloso en La ruta del Oeste (nº 98), construida a base de tópicos: asalto de los indios mescaleros a la caravana, cacique hostil a los colonos, enemistad entre el vaquero bueno y la chica, que desemboca, por supuesto, en enamoramiento, y duelo que resolverá quien desenfunde más rápido (nº 105).

La bonhomía que imprimía Boix a sus personajes desaparece con el tratamiento posterior. Cartapacio y Seguidilla resolvieron felizmente sus casos hasta su adiós; los plagiados inventos deportivos dieron pie a Las grandes cacerías del profesor Cal-Abacete, y Bob-Ayna y Pat-Acón continuaron ganando permisos y atrapando enemigos en manos distintas a las de su creador, pero poco a poco se imponen los patinazos y frustración de la última viñeta. Recibía crédito de casi todas las series establecidas el guionista Carlos Bech, que venía escribiendo la única sección del tebeo de mero texto, Los grandes reportajes, pero no sabemos desde cuándo era responsable de las historias. A Nicomedes Camueso le endosan una tía soltera, mayor y mandona y una criada asturiana que lo llama «señoritu»; Nicrostato Mochales hace amistad con otro inquilino del psiquiátrico, Napoleón, y se somete cada vez al estilo del dibujante que le toca en suerte (Boix, Martínez, Ibáñez, Belindo, Raf), y ahí hay que subrayar la chapuza de los editores: los lectores más sensibles al trazo de los habituales del tebeo claro que percibían que Nicrostato era el mismo y no era el mismo de semana en semana (la revista era semanal desde el nº 96). Lo que no variaba era la decepción o el trompazo que culminaban cada historieta, según patrón implacable establecido por Bruguera. El abuelo de los Poony idea torturas sádicas para castigar los errores de sus nietos, muy en la línea de don Pantuflo Zapatilla hasta que la censura suavizó la ferocidad de la serie Zipi y Zape. Las criaturas de Raf sufren idénticos desengaños, incluida una nueva, El capitán Maraña, un lobo de mar apegado al desacierto (Raf se permite un homenaje insólito en la plancha de Levy Berzotas del nº 104, por el que asoma Groucho Marx). La conclusión de catástrofe, chasco o suplicio es perpetua en Ibáñez; empezó sustituyendo a unos y otros e imaginando tiras propias de poca entidad física pero que van adquiriendo espacio propio y alcanzan las páginas centrales: la relación entre Kokolo y su amo es precursora de Mortadelo y Filemón, que desarrollará en 1958 para Pulgarcito; toda la inventiva, ingenio y trucos del buen negro se traducen en fracasos estrepitosos que afectan de manera especial a su “amito”, del que termina huyendo o atado por él a una estaca para ser arrollado por una manada de elefantes; desde el nº 124 le toca lidiar, ya que los Poony solo eran tres, con La familia Repollino (la constituyen matrimonio, hijo e hija traviesos y un yerno zángano, pero el humor se concentra poco a poco en el bajito pater familias, que crece de estatura y adquiere el aspecto del futuro señor Trapisonda que explotará Bruguera en 1958). Las portadas de Rizo, un prodigio de diversificación imaginativa y osadías expresionistas, adquieren también rasgos traumáticos, lejos de los gags más o menos risueños del principio, y la promiscuidad de personajillos que la caracterizaban deviene en chiste único. Pero se están cociendo cambios en la revista. Un síntoma, que Martínez rescate personajes olvidados, como el turista Mr. Swift, de Mundo infantil, o el árabe trapacero Sidi Omar compartiendo viñetas con el insulso Pepe Panoli. Las series realistas se abrevian al finalizar El aventurero del espacio (nº 129) tras cerca de cincuenta capítulos. Las de García no dan oportunidad de aficionarse a ellas: El misterio del pergamino chino, un ejercicio policiaco de mímesis de Milton Caniff, se resuelve en nueve entregas (nº 106 a 115); una más necesita para las hazañas en las Cruzadas de El capitán Tormenta, sospechosamente parecido al por entonces exitoso Capitán Trueno; solo tres para La retirada (números 126 a 129), que relata un episodio de la Guerra del Pacífico, y otras tantas para Fundas bajas, un wéstern de venganza peor que convencional.

La Risa (segunda época) 151, con portada de F. Ibáñez.

La singularidad absoluta no existe, y en el universo de los tebeos tampoco. Ahora bien, la editorial Marco evolucionaba de acuerdo a la observación de las ventas de los rivales; las portadas de Rizo con la visión panorámica de una determinada circunstancia o paraje eran incomparables, pero se agotó el ingenio —fueron rebajando el barroquismo— o la influencia de El DDT, viento en vela en 1957, determinó evolucionar definitivamente al chiste singular. La cubierta del nº 145 lleva la firma insólita de Raf, que alternará con Ibáñez, Bart (Antonio García) y por poco tiempo un relajado Rizo (a propósito de imitaciones, su “Familia de acróbatas”, nº 139, con el padre llevando a hombros a su esposa y esta a los hijos, uno encima de otro, arrebata la idea de La familia Pepe, de Iranzo, en Pulgarcito). El DDT y su serie Matildita y Anacleto, un matrimonio completo, de Nadal (1954), es asimismo referencia de Hogar, dulce hogar, humor con dibujo realista de Martínez en un gran cambio de registro, y guion de Blech, que se interna en la vida cotidiana de Maribel y Juan, una pareja “moderna” de recién casados. Nuevos personajes relevan a los agotados o de menor gancho: El mosquetero D’Artaflán, de Martínez (nº 150), que no merece comentario aparte de su puntiaguda nariz, y en el mismo ejemplar, El malvado Dr. Cianuro y su ayudante Panduro, sabio loco que se presenta como «Yo, Cianuro Perillán, doctor en Ciencias Burrológicas y Petardíferas», y un robot de su invención, por el estimulante Nené Estivill, otro futuro fichaje de Bruguera, de presencia efímera en Marco; por cierto, en el nº 154 el doctor pretende engatusar a unos pueblerinos de porrón, faja y boina que anticipan Agamenón, la obra maestra de Estivill. Y Raf, sin piedad, en el nº 134 perpetra la enésima parodia —¿alguien las habrá contado?— implícita en el título: Sherlok (sic) Gómez y su inseparable Waso. Las aventuras atraviesan una etapa poco inspirada: El rey de la jungla, de Gino Bataglia (seudónimo de José Lombardía), muchacho abandonado y revanchista que crece en medio de la selva asiática (números 132 a 139); magias hipnóticas disparatadas de Sing Chandar, hipnotizador hindú, origen que lo diferencia de Mandrake, su obvio modelo, por Martínez (números 130 a 145), y una Juana Calamidad, de García y luego Martínez, sin apenas argumento aparte de un constante tiroteo entre la famosa exploradora (el nombre es la única relación con la Calamity Jane histórica) y los pistoleros malos, contraportadas de los números 145 a 158. ¿Cómo garantizar la fidelidad de los lectores? Pues echando mano de los héroes de la editorial con mejor acogida en el mercado: la segunda serie de El Puma había terminado en 1954, pero los cuadernillos se reeditaban, seguían apareciendo en los sobres sorpresa y en las tiendas de cambio, y se suponía que estaba en la memoria de los chicos, así que en el nº 140 de La Risa renacen las correrías de El Puma, por García; y Martínez, que acababa de poner punto final a Red Dixon, lo rescata en el nº 159, enviándolo con su hijo Ronald a «un planeta tan lejano y una civilización tan parecida a la nuestra medieval», tan parecida que todos hablan el mismo idioma (¿inglés?) y ninguna acción deja de producir la sensación de un déjà vu constante, igual que su príncipe Yan, cuyo trono recuperan los Dixon, es el vivo retrato, aunque no favorecido, del Valiant de Harold Foster. Se percibió que el trasvase no surtió efecto, y a El Puma le cortaron las garras despidiéndolo en un cartucho que en cuatro líneas relata que el enmascarado «logró detener al general Gómez y de esta manera renació la paz en Méjico» (nº 164); el astronauta de Martínez dura todavía menos, y en diez semanas restablece la legitimidad del reino de Jamar. La siguiente opción es típica de Marco: colorear y remontar las páginas de los cuadernos El caballero fantasma que Boixcar había publicado en 1946, pero cuando surge una alternativa mejor se encarga a Martínez Osete que le ponga a su manera punto final acelerado a la vetusta serie (nº 177). Más interés ofrece, por su ambigüedad política e inusual localización, La sombra del águila, que escribe y dibuja Martínez, de nuevo, entre los números 121 al 139; en plena Revolución Francesa, el plebeyo Jean Dod avisa a Cristina, la condesita de Lezac, de que un populacho revuelto puede saquear sus tierras; qué inoportuna la toma de la Bastilla, cuando el muchacho aspiraba a incorporarse a la Guardia Real. ¿Es un contrarrevolucionario? El hermano de la duquesa lo insulta, y Jean le atiza un puñetazo al tiempo que declara no ser inferior a ningún noble. Ah, ¿es un jacobino? En fin, se demuestra que lo que en realidad él desea fervientemente es servir en el ejército francés, mande quien mande. Ese patriotismo ciego lo distingue cuando milita en las tropas de Napoleón, a quien la historieta muestra como un general que en la batalla es capaz de empuñar el estandarte oficial y arrostrar las balas del enemigo como un soldado más (nº 134). El desenlace no se sabe si es muy democrático o cínico sin pretenderlo: a los duques se les devuelven las posesiones, y el padre de Cristina no pone impedimento a que la niña contraiga nupcias con un representante del pueblo llano dignificado por el ejercicio de las armas (nº 139).

Es difícil fijar con precisión la pequeña catástrofe que sobreviene a nuestro tebeo, porque durante un tiempo quedaban en depósito chistes y alguna ilustración con su firma: me refiero a la fuga de Ibáñez hacia el clima más templado, en cuanto a la remuneración, de las revistas Bruguera. Se evaporan Los tres mosquitos (parodia ya se sabe de qué), Kokolo, Haciendo el indio, Don Usura y La familia Repollino, que no sobrevive a las manos de Esparch (Juan Mas Esparch), uno de los varios fichajes en esa circunstancia de vacío. Acude al rescate el eficaz Ayné con tres series de quita y pon: Toribio, árbitro de fútbol, El vikingo López y la más divertida, Filomeno y Parsifal, los gamberros del penal, un par de reclusos obsesionados con la fuga. José Cubero, un suplente en varios personajes, como Sherlock Gómez (en algún momento se le ha añadido la c al erróneo Sherlok), que, por otra parte, bate el récord de sustituciones: lo creó Raf, pasa a Cubero, y de él a Ripoll G, y por fin a Bono (Jordi Pineda Bono), para retornar a Ripoll G al final de la colección; Bono, a su vez, dibuja Serapio y Nicanor, de los mares el terror, dos marineros desastrosos y que le dan pie a más humor marítimo con Los piratas del Queen-Potet, en la que también había metido baza Ibáñez. Cubero no se queda atrás e inventa El doctor Penicilino y su sobrino, mientras Gin ofrece Vive como puedas, con un vagabundo alter ego de Vagancio, Bartolo el as de los vagos y, por supuesto, Carpanta. Más novedades: Martínez se retira de Hogar dulce hogar y da la alternativa al enigmático Saló, que le pinta un bigotito al marido, y Raf, tercer autor en liza, no lo afeita. Raf se multiplica además en portadas y dos originalidades: Chamaco, sí, con Mario Moreno, pero con menos fortuna que en sus películas, sometido aquí al fracaso de la última viñeta, y Mr. Cha-Cha-Cha director de cine, un tipejo que se dedica a humillar al actor que contrata en cada entrega sin rozar jamás a las estrellas que el dibujante caricaturiza con acierto desigual: Yul Brynner, Clark Gable, Jack Palance, Marlene Dietrich, Peter Lorre, Burt Lancaster y unos cuantos más. En la contraportada del nº 202, otro recién llegado, Torà (Francesc Torà Margalef), se estrena con Nikita Nipón, turista japonés que ya no viaja más, y fabrica los chistes del interior junto con Pueyo (también alguna portada), Joso (Josep Solana Zapater), Lorenzo y Kito (Francisco Pérez Espinosa)[12]. ¿No da la impresión de un caos? Hasta Bob-Ayna y Pat-Acón, de presencia inalterable desde el número 1, se reduce a media página y lo firma un desconocido Lom. Las series realistas presentan el mismo despiste. Del Árbol (Ángel García del Árbol) cuenta una historia de gánsteres con moraleja, Hacia el buen camino (nº 181), y antes Sir Fantasma, un caballero justiciero con antifaz que salvaguarda su doble identidad, de buena factura plástica por Julio Vivas y vulgar guion, sin crédito, y se comprende; los once oscars de Ben-Hur, la película de William Wyler, estimulan una nueva adaptación (recuérdese la de Farell antes de la guerra) que Martínez lleva adelante sin pretensiones, con la presencia del mismo Jesucristo en la última plancha (nº 181) sanando de la lepra milagrosamente a la madre y la hermana del protagonista. Palos de ciego, cuando el espejo de la competencia brindaba una fórmula triunfal: aprovechando y complementando la estupenda respuesta popular a los cuadernos de El Capitán Trueno, Víctor Mora y Ambrós pergeñaban proezas inéditas del caballero andante para el núcleo central de Pulgarcito; pues bien, Marco acababa de emplazar en el mercado El Chacal, audaz espadachín acompañado de forzudo y niño aprendiz de héroe —¿a quiénes recordarán?—, así que La Risa se deja de mediocres aventuras efímeras y se concentra en el auténtico esmero con que Martínez se entrega a duplicar las gestas de los fascículos apaisados. Pero no se tuvo en cuenta la diferencia de calidad, aunque Osete nunca estuvo mejor, ni de vitalidad editorial; algunos episodios del Pulgarcito, como “Akrón el hechicero”, no eran menos excitantes que los cuadernillos y, por otro lado, su éxito auspiciaba larga vida al personaje, mientras que El Chacal y sus amigos (demasiado obvio su carácter de segunda mano) se retiraban de los quioscos tras veinte salidas y simultáneamente, en el nº 196, se despedían de la revista. Ocupa su puesto el héroe de la siguiente colección apaisada de Marco, El Halcón Negro, del probo Martínez, otro sucedáneo de El Zorro, casi un subgénero al que ya se había apuntado El Puma y cuántos más; El Halcón Negro casi alcanza las 28 entregas pero en La Risa se cansó de cabalgar mucho antes.

Nikita Nipón en La Risa nº 202

Las agonías siempre son angustiosas, y observar la de La Risa apena por lo que tiene de inútil huida hacia delante: en servil mímesis de Bruguera, llega a las veinte páginas, a partir del nº 208, cuando no se sabe bien cómo llenarlas. Faltaban escasos meses para que la colección se rindiera. Por un lado se multiplican los personajes que son flor de un día o dos, y cito algunos: Follón City, de Gin; Aventuras de Colín, de Bono; La familia Amelio, de Martínez; El detective Filemón, de Briñol (Julio Briñol López); Don Colirio, de Bernal; Juanín y Canto, de Lorenzo; Teo renqueante, Jim-Bad el marino y La familia Dinosáurez, las tres de Torà…, y, por otra parte, se regresa al pasado de distintas maneras: resucitan Los inventos del profesor Kal-Abacete, y las portadas de nuevo plasman panorámicas, esta vez por Martínez y un par de Bono; reaparece Boix con Hipo policía, que procede de la revista hermana pequeña, y con series que traspasó hacía años a sus colegas, pero, contando con que los lectores han crecido, se repiten las historietas, como ocurre con Kokolo y Haciendo el indio, de Ibáñez, que eran relativamente recientes y por lo visto se confiaba en que los tebeos, como material fungible, se olvidaban rápidamente (y se equivocaban). A Cebrián, antes de sus colaboraciones con La codorniz, le adjudican los personajes de Ibáñez, y a Pont (Javier Pont) y Kito —se turnan— el Levy Berzotas, de Raf, y surge Melenas, león sin suerte en un mundo de animales antropomorfos, que firma por sorpresa el genuino Ibáñez (nº 210) y dura lo que dura la revista, o sea, poco, y en realidad no son historietas inéditas, proceden de Hipo, Monito y Fifí. En estas agonías todavía encuentra un hueco Tartarín de Tarascón, un burgués aficionado a la caza mayor, que tiene su imprevisible origen en la sátira del novelista Alphonse Daudet Les aventures prodigieuses de Tartarin de Tarascon (1872), y que sufre malandanzas a manos de Martínez; en el nº 220 encontramos en los créditos un síntoma de cierta hartura del saturado: «Guion: Martinoff. Dibujos: Martinowskyy. Decorados: Martini sin soda»; y en las portadas afrancesaba su nombre: Jean Martínez. Con el aumento de páginas, aumentan sus colaboraciones: desde el nº 205 se dedican dos planchas por ejemplar a En busca de aventuras, el profesor Gordon y sus sobrinos Víctor y Ana María aburriendo al personal con una historia de viajes exóticos que ya parecía agotada por las pesadeces de Amalgamated; y aún le quedan fuerzas para otra vuelta de tuerca medieval, El príncipe de Midoni. Bien, es fastidioso hasta qué punto muchos tebeos machacaban los mismos temas sin la mínima ambición de originalidad. Originalidad, si bien inepta, fue proponer una aventura completa en las páginas centrales, que se debían arrancar y doblar de forma que se componía un cuadernillo apaisado; la brillante idea se pone en marcha en el nº 220 con una vuelta experimental alrededor del mundo, Frente al pasado, que Martínez abulta de dinosaurios para no perder el hábito; le siguen otros géneros, policiaco (García) y wéstern, pero no generan el subidón de ventas pretendido. La aventura del Oeste sobresale por un trazo que presta atención al detalle, los rostros, los fondos, en fin, lo contrario de los exhaustos artistas de Marco; su autor era Ricardo Beyloc, ¿padre?; el hijo se llamaba igual y también trabajó para la editorial, y su estilo se asemeja al primer Giraud. Había creado dos wésterns muy atractivos por su dibujo y nulos por la trama, de un tal Lew Straig, tal vez él mismo: Bill Carson (nº 203) y Penny Pen (nº 209), que en el nº 210 se expresa de esta forma campanuda: «No soy forastero. En todo el Oeste me conocen como el Rayo del Desierto, y allí donde se comete una injusticia o un atropello, allí estoy yo». Quizá este enamorado de los indios y las grandes praderas fuera quien propuso la última fase de esta etapa de La Risa, cada número dedicado en portada a un mito del wéstern histórico y cinematográfico: Jesse James, Jerónimo, Billy el Niño, Juana Calamidad… A la izquierda, Beyloc presenta la figura perfecta de cuerpo entero de la leyenda, y a la derecha se narra en pocas viñetas su vida en registro cómico (?) por Ricart, con estilo sospechosamente cambiante, como el caso de “Wyatt Earp”, en el nº 224, donde el tal Ricart fusila tal cual a Lucky Luke con su cigarrillo en los labios y a sus pies el perro Rantanplan. Que nada se desperdiciaba en la editorial Marco lo demuestran tres ejemplos postreros del tebeo: del remoto PBT prebélico se rescata in medias res, etapa de Darnís, En busca de un mundo perdido, perdido efectivamente como un hombre primitivo en el siglo XX (nº 224); y por las mismas fechas se recurre a uno de los peores vicios del pasado, las novelas en texto sin viñetas: Ivanhoe, de Walter Scott, que ya había tentado al antiguo Rin-Tin-Tin, allí con didascalias al pie de dibujos; hablando del célebre can estrella de cine, había protagonizado, entre 1954 y 1959, una serie de televisión que empezó a verse en España algo más tarde y favoreció un tebeo de Marco (1960) con dibujos de Beyloc y Martínez, y este último se despide de La Risa con unos episodios del chucho, no el británico Strongheart ni el de la tele, con el cabo Rusty, sino el Rin-Tin-Tin nacional de antaño que cambia de dueño, época y país de acuerdo a las conveniencias del guion. Es patético y enternecedor que, a punto de cerrar, se invita a los seguidores de la revista a enviar sus dibujos, La pluma del lector, una sección casi póstuma. Estamos en 1962, y nuestro tebeo llevaba diez años compitiendo con rivales más comerciales y consigo mismo. Pero no se rendirá y en 1964 volverá a la carga.

Juana Calamidad en La Risa nº 226

 

BREVE BALANCE

A través de los sucesivos almanaques de La Risa, desde 1953 a 1962[13], se puede seguir la aparición y relieve de sus personajes principales y a los autores de las series realistas, Martínez de principio a fin, y Vivas, Antonio García y Beyloc por orden cronológico, pero no dan testimonio del desorden estructural de la revista, los vaivenes de los dibujantes abrumados de tareas, la desconfianza en los logros propios y envidia imitativa de los aciertos ajenos. Juan Antonio Ramírez, en su estudio pionero La historieta cómica de postguerra, realiza un análisis escueto pero muy exacto de la publicación, denunciando su carácter subalterno de Bruguera, sobre todo, pero resaltando algunos de sus valores específicos; Altarriba, sin embargo, en La España del tebeo, se limita a mencionar la revista de pasada, entendiendo sin duda que su meticulosa disección de las series de humor en publicaciones de mayor difusión abarcaba las simples imitaciones de Marco. Pero La Risa no estaba exenta de méritos: las portadas de Rizo (que destacaban colgadas de pinzas en los quioscos), el encanto e ingenuidad de series (especialmente las de Boix) sin castigos brutales o burlas crueles para sus antihéroes, los atisbos de genialidad de Ibáñez o Raf, la extravagancia de las peripecias primeras de Nicrostato Mochales y el alivio de la prácticamente nula presencia de los emblemas nacionalcatólicos, una vez superadas las concesiones de los recortables patrióticos; entre las aventuras serias hay menos elementos redimibles, como no sea por el fervor infantil que despertaron algunas, como El aventurero del espacio; con todo, las hay que evaden el lugar común o justifican la atención por dibujos fuera de lo ordinario, habida cuenta de las prisas que se adivinan en la composición de casi todas ellas. La Risa no dejó de ser un tebeo menor que, como las películas de serie B, irritaba por sus vulgaridades y concesiones a los clichés, pero también podía deslumbrar súbitamente, y además no se resignaba, lo intentó todo sin grandes aciertos pero sin cejar en el empeño, y si se sabía inferior, no mostraba otro complejo que el que lo inducía a la emulación[14].

 

LA RISA, TERCERA ÉPOCA

Si en la segunda etapa de La Risa no hay una sola viñeta importada de tebeos o periódicos extranjeros, cuando en 1964 la editorial intenta un nuevo renacer de las cenizas recurre, como en el periodo prebélico, a los cómics del Reino Unido. ¿Qué campo sin explotar en las publicaciones infantiles advertían sus editores? No solo la poderosa Bruguera ampliaba constantemente su oferta apostando con astucia comercial por las posibilidades que abría la televisión, de presencia cada vez más conspicua en los hogares españoles, también Valenciana ocupaba una parcela bien asentada en el negocio gracias, más que al permanente Jaimito, al notable crecimiento de Pumby, que en 1963 había permitido el segundo lanzamiento de Superpumby, arrinconando desde hacía unos años la oferta de Marco para los más pequeños, Hipo, Monito y Fifí, mientras TBO conservaba su tradicional público fiel. ¿Se consideró que el material británico poseía un atractivo mayor que los personajes de Escobar, Ibáñez, Palop o Sanchis, o que las series franco-belgas, de creciente penetración ya en las revistas nacionales, o que las de la prensa americana? Porque más de la mitad de La Risa en su tercera andadura está cubierta por historietas de la sucesora de Amalgamated, la empresa Fleetway, unida a la agencia Bardon Art, y el contenido restante, con alguna excepción (las colaboraciones de José Castillo que se mencionarán más tarde), consiste en el trasvase de viejas páginas de Boix, incluidos los inefables Bob-Ayna y Pat-Acón, que fungen de lazo de unión con la época previa.

El empresario Robert Maxwell adquirió en 1959 Amalgamated Press y la convirtió en Fleetway Publications; un poco antes, en 1957, el dibujante español Jordi Macabich y su amigo inglés Barry Coker, un directivo de Fleetway, fundaron la agencia de distribución de cómics Bardon Art, con especial elección de autores españoles —la mayoría de los humorísticos, del ámbito Bruguera—, para las revistas del Reino Unido, que no autorizaban la firma de las obras y no devolvían originales pero pagaban cinco veces más. Y algunos de estos serán los que alegrarán durante poco tiempo la corta vida de nuestro tebeo, que se adelantó, por una vez, a las políticas de la gran rival, aunque con peores resultados.

En las portadas, hasta que los editores Olivé y Hontoria compran el sello Marco, destaca un grupo familiar de conducta ácrata que no paga el alquiler de su vivienda, ejecuta acrobacias inverosímiles que sonrojan a los profesionales del circo e invade un altísimo andamio en la construcción de un rascacielos, por mencionar unas cuantas de sus gamberradas; se llaman Los Nueces, traducción desafortunada del original, The Nutts, en Valiant, que, en efecto, podría interpretarse como referencia al fruto del nogal (nut), pero en este caso equivale a la otra acepción, chalado, locuelo.

La Risa (tercera época) nº 1

Pues bien, el autor no era otro que Nadal, famoso por Casildo Calasparra y Pascual criado leal, entre otros populares de Pulgarcito; y a la entidad vampírica Bruguera, en sus colecciones DDT y Din Dan, se trasladarán padre, madre, abuelos y niños terribles, rebautizados, con agudeza, como La familia Chorlito. El anónimo Nadal brilla asimismo en la serie El diario de Buster (Buster´s Diary), que ocupó el lugar de honor en la cabecera que llevaba el nombre del niño, Buster, para el que el dibujante catalán tuvo que adaptarse a condicionantes locales: el personaje figuraba al principio como el hijo de Andy Capp, el gandul de provincias que Reg Smythe elevó en las tiras del Daily Mirror a epítome del tipo machista, vago, pendenciero y borrachín de las clases bajas inglesas; Buster se cubre con la misma clase de gorra proletaria que su presunto padre, una manera de marcar la extracción social del personaje, bien diferenciado de su casi homónimo Bunter, que, como vimos, procedía de la exclusiva escuela Blackfriars. Estamos en los inquietos sesenta de los jóvenes airados británicos y “el cine de fregaderas” (the kitchen sink films), y faltaban cuatro años para que Lindsay Anderson escandalizara al país con If…, la vuelta de tuerca al famoso poema de Kipling, con los estudiantes ametrallando simbólicamente a los representantes de la autoridad y las nostalgias imperiales. Evidentemente, el Buster del tebeo es solo un niño travieso de barrio modesto y no reivindica nada salvo su pequeño espacio de libertad, pero está pensado para lectores no precisamente burgueses. No es Nadal el único español que en viaje de ida y vuelta aporta su colaboración a la revista vía la agencia Bardon: Tripitas el soldado, en inglés Brain Drayne —los típicos desaguisados de un recluta inepto—, es obra de Martz Schmidt, y Elmer el marino, igual pero en la Marina, que surge en el nº 19 (simplemente Elmer en el original de Valiant), es creación de Raf. Las aportaciones de Fleetway no terminaban ahí. Desde el nº 1 destaca una tira especial, Los cuervos (The Crows, de Reg Parlett), con aves parlanchinas que con el tiempo Bruguera absorberá para Gran Pulgarcito y Mortadelo con el título trabalenguas de Cuervo loco pica, pero pica poco; y en el nº 16 destaca la novedad de Sporty, de Reg Wooton, humor deportivo con niño protagonista que había nacido en Knock Out como Sporting Sam y desde 1963 se acogía en Valiant. De la misma fuente se toma la historieta realista Capitán Huracán (Captain Hurricane, de Charles Roylance sobre guiones de Scott Goodall o Desmond Pride); tres páginas y media por número para las proezas de un oficial británico en la Segunda Guerra Mundial, Huracán, que, acompañado por un colega menudo y bajito, Faggot (Gusano, en inglés), ya sea en el desierto, en el mar, en la infantería o la aviación, elimina por sí solo a docenas de alemanes o japoneses, y es que si se provoca su mal humor, sus fuerzas, en forma de furia indómita, adquieren dimensiones colosales y no hay potencia enemiga que lo contenga. Los cómics de prensa ingleses, aunque un tanto opacos, publicaron series notables: Jeff Hawke (de las muy pocas de ciencia ficción merecedoras de ese nombre), Modesty Blaise, Buck Ryan, por citar algunas destacadas, pero los tebeos para niños o jóvenes, quitando excepciones, como Dan Dare en Eagle, o Zarpa de acero, gracias en parte al dibujo de Jesús Blasco, eran de una falta de imaginación e insulsez sin parangón, y el forzudo Huracán no se salva: los episodios son variaciones de las mismas notas, y cabe extrañarse de que tras tantas victorias fulminantes y tantos prisioneros no lo ascendieran enseguida al menos a coronel; de La Risa lo despiden en el nº 24. La contribución nacional, sin intermediarios agenciales, es pobre, lindando en la miseria; el contrato con Bardon debía de arrebatar la parte del león del presupuesto, por eso se reproducen arcaicas colaboraciones de Boix, con su aire un tanto anticuado, y estoy seguro de que hasta los chistes de las secciones de variedades se rescatan de periodos anteriores; se distinguen las firmas de los sospechosos habituales: Tey, Rizo, J. Ripoll, Beviá, Ibáñez, Martínez, Pont, Bart, Raf, Torà, Lom… Colaborador novedoso es Castillo, que presenta Lib y Lob, dos cachorros de lobo con las mismas diabluras que los cachorros humanos y la misma desesperación de su tío el lobo adulto; al autor le debían atraer los animales antropomorfos, pues en el nº 27 añade Rinty y Pancho, enemigos y amigachos (la manía de los pareados), un perro y un loro con el don de la palabra pero que interactúan en el mundo de los seres humanos. Hasta el nº 18 la incongruente vida milagrosa de Elías el profeta cierra la revista; es anónima, aunque podría desfigurarse de la serie americana de John Lehti Tales from the Great Book, que avivó los fervores bíblicos en los suplementos dominicales de prensa estadounidense entre 1954 y 1976.

Rinty y Pancho en La Risa nº 27

En 1965, los editores Olivé y Hontoria compran los fondos y las publicaciones en marcha de Marco. Hacían mal negocio, y no supieron contrarrestar la caída en las ventas y en la calidad de los tebeos. La Risa sufre el cambio en el nº 34, sin que de momento se perciba alteración alguna. Se evaporan las réplicas de Boix, pero no hay empacho en robar de la etapa anterior las series de mayor prestigio: Melenas y Kokolo, de Ibáñez; Sherlock Gómez y Levy Berzotas, de Raf, y seguramente alguna más, pero no se ha podido constatar porque escasean los ejemplares conservados de la fase post-Marco. Castillo, que hacía méritos para el venidero traspaso a Bruguera, mantiene a sus lobitos, su perro y su loro, y aumenta su pequeño zoológico con un gato que piensa pero no habla, secundario dentro de la serie en régimen de continuará Aventuras de “Jimy” el rapidillo y Chin-Chin (nº 71). Las novedades nacionales incluyen a Panella, responsable de muchos chistes, incluido el de la portada, y de El faquir Haga-Pito; ya en la decadencia definitiva brotan nuevos personajes a los que no les seguimos la pista por los enormes huecos en la conservación del tebeo: Pepe Durante, locutor volante y Juan Deportínez, ambos de Panella; Cubero crea al conejo Dientes (nº 80) y al payaso Pirulo; Gelo (Ángel San José Mediavilla), Canuto el forzudo, que retoma de Bardon Art, y Andresico Orejón, tontaina de profesión; Pont emprende nuevas versiones de Levy Berzotas y el efímero (todos lo eran, en realidad) Filomeno Marcial, dependiente servicial; La pandilla, de Ayné y luego de Orteu (Josep María Orteu Mallor), y Filipino, de Raf, no completan la lista, no vale la pena enunciar tantos que tan pronto surgen como se olvidan; muchos no debían de perdurar más allá de dos o tres salidas, síntoma del desconcierto general que se iba adueñando del tebeo. Del material Fleetway aguanta El diario de Buster y prueban fortuna con unas cuantas novedades que no acaban de cuajar. Volvemos a encontrar a Nadal en Pito Cabezón (Big´Ead) y, alternándose con Gin, en Cirilo el dormilón (Lazy Sprockett); Rocky Flaco es Rocky Tupp, quizá de Chiqui de la Fuente o Bernet Toledano, y Dumble Fumblebee se transforma en El locutor Evaristo, que siempre se pasa de listo, de Rojas. Hay otras que no he identificado y seguramente se deben a artistas del Reino Unido, como Miguelín o Canuto el forzudo, que adoptará Gelo. Todas se desvanecen desde que en el nº 93 la revista pierde el artículo y pasa a llamarse simplemente Risa, aumenta el precio de 3 a 4 pesetas, el número de páginas de 16 a 20 e incluso levemente su tamaño en las entregas finales. Por cierto, del nº 41 en adelante traicionan a Bardon Art y en las contraportadas se adopta una plancha dominical de King Features Syndicate, Daniel el travieso (Dennis the Menace, de Hank Ketcham), y en el mismo número se inmiscuye una tira sin título que pertenece a la strip de Al Smith Cicero´s Cat. Mayor rareza entraña la historieta Fu-Fu y Go-Go, de estilo insólito en ese medio, atribuida a John Halas y Joy Batchelor, el matrimonio fundador de la compañía de animación que realizó los dos primeros largometrajes animados de la cinematografía británica, Handling Ships (1946) y Animal Farm (1954), sobre la novela de Orwell; se estrenaron en televisión precisamente con Foo Foo en 1960, y fue traslada a las viñetas para TV Comic, de donde la importa nuestro tebeo. En el último despliegue central de Risa ladraba el sempiterno Rin-Tin-Tin, no en vano los editores noveles seguían publicando la cabecera con el nombre del dichoso perro, siempre con excelentes portadas de Beyloc; no era él quien perpetraba los dos episodios, de muy flojo trazo, de los que tenemos constancia: “Pánico en el fuerte perdido” y “Aventura en Río Bravo”. Si creemos la información de Tebeosfera —y hay que creerla—, nos hallamos en 1969, y la colección finiquita probablemente en el nº 102, lo que significa que tuvo periodicidad mensual o muy irregular conforme languidecía. Una despedida insípida y melancólica para cuarenta y cinco años de vida o de supervivencia.

 

Hipo, Monito y Fifí, 17

HIPO, MONITO Y FIFÍ

No se llamaría entonces prospección de mercado, pero algo así efectuaron los cerebros de Editorial Marco, que tendrían en cuenta el paralelismo con Chiquitín, antes de la guerra, y en consecuencia parieron en 1953 el hermano pequeño de La Risa. Pensaron que apostaban sobre seguro, dado el seguimiento excepcional del hipopótamo y los dos monitos en la colección Biblioteca Especial para Niños. Ese mismo año, 1942, Marco, con la agresividad (o imprudencia) acostumbrada, lanzó a la calle otros tres cuadernillos similares, de bajo precio (30 céntimos en los inicios), ocho páginas y esforzado trabajo de Ayné y Boix dirigido a lectores principiantes: Biblioteca Infantil se centraba en los azares de Rabanito y Cebollita, hortalizas humanizadas (129 números); Cartapacio y Seguidilla, detective y ayudante que La Risa recuperó (14 números), y Acrobática Infantil, con protagonismo principal de los payasos Pirulo y Tontolete (187 números); pero al año siguiente surge Pipa, de nuevo casos policiacos de Cartapacio y Seguidilla (125 números), en 1946 Narizán (172 números), ya en 1949 Pingo, Tongo y Pilongo (71 números), que transcurre excepcionalmente en Méjico, y como si la fórmula aún pudiera dar de sí, en 1950, a tres años de la trompetería «¡¡Tararííí!!» que se popularizó en la cabecera del nuevo tebeo, Rizo realiza un último intento con doce páginas y solo diez salidas al mundo: Rin-Rin y Panchito. Ninguna puede competir con las 479 entregas ordinarias y diez extraordinarias de los personajes antropomorfos de Boix. Hubo un hipopótamo mujeriego y su macaco amigo en The Adventures of Hippo and Jacko, de la revista Playtime en los años veinte, como señala Rodríguez Cepeda, pero es indiscutible que los personajes provienen de los Bruin Boys, los chicos (todos animales) de la escuela de la señora Bruin en la revista Tim Tiger´s Weekly; entre las abundantes criaturas con que Julius Stafford Baker pobló sus dibujos figura la señora Hippo (Mrs. Hippo´s Kindergarden), a la que Boix cambiará el sexo, y un simpático mono de cabeza peladita y aire juvenil (Jacko), modelo para Monito y asimismo para Fifí. Del trío español, Hipo posee la mayor relevancia que le conceden todos los oficios que cumple a lo largo de cerca de diez años de andanzas; prácticamente no hay profesión que el orondo animal no ejerza, desde bombero a piloto de avión, desde cantante a peluquero, mientras los simios actúan de víctimas o beneficiarios de sus aciertos o fracasos y a veces solo de comparsas. Los cuadernos dejan de publicarse en 1951. Dos años después ascienden al formato revista que revisamos a continuación.

Segunda época de la revista Hipo, Monito y Fifí.

Un reconocido escritor y crítico catalán —Robert Saladrigas— recordó haber aprendido a leer con los tebeos apaisados de los personajes de Boix, y el pareado «Tararííí, Hipo, Monito y Fifí», que nos invitaba en cada número al espectáculo de la revista, no ha caído en el olvido de muchos que fuimos niños en la mitad del siglo XX. Sin embargo, es una de las publicaciones de historietas peor conservadas de la época, con lo que no se puede seguir su evolución paso a paso, bien que no sea difícil hacerse una idea general. En el número 1 y a lo largo de toda la andadura del tebeo, quien emite el trompetazo, a la izquierda del nombre de la revista, es un elefante, Jumbo en los tebeos ingleses, con un aparatoso flotador en la cintura, la trompa elevada (casi se me escapa erecta, pero dejo a un freudiano el abuso interpretativo), mientras un loro, o pájaro similar, vuela despavorido del ruido ensordecedor y un animal indefinido con chaqueta y pantalón se tapa los oídos; a la derecha, Hipo saluda con una reverencia, Monito hace lo mismo, de pie sobre la espalda del hipopótamo, quitándose el sombrero, y Fifí camina hacia ellos con los brazos en jarras, maquillada y ataviada coquetamente con un vestido corto de lunares; detrás de ellos, Tiger Tim, o una copia del tigrecito británico, los observa con un dedo entre los labios. Los acompañantes desaparecen en el siguiente número, no la precisión de que se trata de un segundo formato considerando los cuadernos de la Biblioteca Especial para Niños como el precedente y que, en consecuencia, el tebeo lleva doce años de existencia. Si La Risa especificaba en la portada que encontraríamos en el interior «Páginas humorísticas», Hipo, Monito y Fifí indicaba «Publicación para gente menuda». Y así hay que entender el propósito del editor, otra cosa es que sea discutible cómo se cumplió.

Las portadas —obra de Boix, reemplazado por Martínez Osete a mitad de camino— siguen el patrón de la hermana mayor: una plancha panorámica, solo que en este caso integra la presencia activa de los tres personajes, con mayor protagonismo de Hipo, que suele figurar además en imagen destacada de cuerpo entero, exenta de los avatares centrales, al costado del gran panel. El humor costumbrista, aunque no se ahorran los gags traumáticos (en la portada inaugural, “Un partido de fútbol”, hay tres agresiones físicas, cuatro si contamos el choque de varios jugadores), está suavizado por el carácter juguetón, o irreal, de los animales, por muy humanizados que se nos presenten. Y como optó Marco en su prehistoria con el gato Félix, Rin-Tin-Tin y Coogan, aquí el trío epónimo, especialmente el grandote, al que se atribuye el mayor gancho para los niños, invade la revista con varias historietas aisladas y el lugar de honor central, donde (tendría que comprobarlo) probablemente se aprovechan episodios de los cuadernillos de la década anterior. Quizá sea idéntica estrategia, solo al principio, con la serie Narizán, de Ayné, una parodia de Tarzan con un hombre-mono muy narigudo que, como ya se ha mencionado antes, disfrutó de colección singular de 1946 a 1950, y deviene personaje imprescindible en el tebeo de 1953. A pesar de la incompetencia laboral recalcitrante del paquidermo y sus nefastos resultados, las historietas no desbordan en exceso los límites de lo que se juzga apropiado para «gente menuda», como la sección Cuentos de colaboración infantil (pequeñas ficciones remitidas por los lectores) o el Jardín zoológico de la contraportada, con dibujos de animales que se repiten en blanco y negro para ser coloreados, luego Enciclopedia infantil, también para jugar con las pinturas. Ahora bien, esas fronteras entre alumnos de primaria y treceañeros, digamos, se saltan con las series realistas, un error que, por ejemplo, nunca comete Yumbo, nacida en las mismas fechas, cuyas aventuras más “adultas” fueron las del Conejito Atómico. En el nº 17, uno de los pocos salvaguardados de la incuria, asistimos a la derrota de asesinos por el defensor de la ley John Ryan (episodio “Gritos en la noche”), con la atmósfera de un relato de serie negra que rechina al lado del modo parvulito de Boix y Ayné; en fin, la tradicional incongruencia de los productos de la editorial. A Martínez, esta vez con guion de un tal E. C. Vallés, le corresponde replicarse con El príncipe Saulo (no, no es San Pablo), la típica crónica de reino ocupado por bárbaros, Gurko-Kan, el tirano de turno, y la lucha del heredero legítimo por recuperar el trono: no se había visto nunca, o sea, el mismo argumento que el propio Martínez había elaborado unas cuantas veces en la revista madre, la que se supone que se encauzaba hacia adolescentes. El problema no reside en los niños, que si aman la lectura devoran lo que les echen, sino en el mentís a las propias premisas de la publicación. Veinte números más tarde el mismo Martínez se halla embarcado en la serie más longeva del tebeo, Los hijos del mar: naufragios, piratas, jóvenes heroicos y muchacha tan virtuosa como valiente, como si todos los tópicos de Amalgamated estuvieran agazapados en el inconsciente colectivo de quienes trabajaban para Marco; setenta y cinco capítulos cuesta llegar al triunfo del bien, que se celebra en el nº 95. Para entonces, Ibáñez llevaba cerca de dos años instalado en la revista en un proceso de adaptación semejante al que le hizo un favorito de La Risa: chico para todo —chistes, ilustraciones en las secciones de pasatiempos, historietas breves—, y de repente imita a Boix (no podían tener estilos más distintos) en un episodio de Cartapacio y Seguidilla (nº 69) y enseguida introduce su Melenas y algo más tarde Haciendo el indio, que son personajes de ida y vuelta entre las dos revistas de la editorial. Martínez, el factótum de la casa, se ha hecho cargo de Narizán y ha creado dos novedades: Tito Sandunga, un cuervo que igual emite sus peroratas a seres humanos que a bestias de su especie, y Don Paco, sheriff perruno de un Oeste plenamente animalesco, ambos sometidos a la ley del desengaño de la viñeta postrera. La publicación da las habituales señales de agotamiento cuando se reciclan todas las colaboraciones de Boix y las aventuras serias (tras El charro valiente, de Martínez, véanse El Puma y otros primos de El Zorro, un thriller muy flojo —El amo de la muerte, de un principiante Julio Bosch—, la medieval Arco tenso —de Vivas, con ¡niño! arquero en lucha contra usurpador— y Capuz —rara incursión realista de Raf en el tópico justiciero enmascarado—), se recurre a los folletines de archivo, y en efecto, el nº 110 incluye, remontando las viñetas, la pieza de anticuario El ídolo sugestionador, que Canellas y Boix habían publicado como cuaderno de la Colección de Aventuras Graficas allá por 1940: todo era recuperable. Estamos en diciembre de 1957, y este «segundo formato» termina en el nº 114, pero al cabo de seis meses resucita.

Aspecto final de la revista, aquí con portada de Ripoll.

¿Grandes novedades? A primera vista se diría que así es: se ha evaporado la trompeta que alegraba el título y, como observa meticulosamente la ficha de Tebeosfera, Fifí lleva por fin tilde, además las portadas renuncian al simpático barullo de una situación panorámica y en su lugar, como fue decisión de La Risa, hay un chiste solitario de Cubero, Bono, Torà o Raf. ¿Es de verdad una tercera época de mirada hacia delante? No, al contrario, casi toda la revista se construye a base de reciclajes, siempre calculando el ahorro de pagar nuevas prestaciones, siempre considerando que los lectores crecen y para los recientes todo es original. Nadie se daría cuenta de que dos o tres páginas de cada número, sin que en la cabecera figure un nombre, reconstruyen tebeos de la colección Pingo, Tongo y Pitongo, de 1949, y que la pareja de detectives anónimos que ocupan otros tantos espacios son los Cartapacio y Seguidilla de Pipa, 1943, o de la serie con su nombre de un año antes, y que Boix dibujó hacía más de una década los percances que Hipo padece en la engañosa reanudación del tebeo; Melenas, Kokolo y Los piratas del Queen Potet, de Ibáñez; El vikingo López, de Ayné; Jim-Bad el marino, de Torà, desembarcan de tiempos mejores. ¿No hay una presencia de algo genuinamente inédito? Sí, lo menos interesante, y no por ello dejan de ser rarezas; no vale la pena especular por qué Narizán quedó en la selva de la anterior etapa, pero Ayné no tiene reparo en justificar Tatán, el hijo de Narizán; o en vez de inventar un nuevo personaje, Martínez, a quien no le faltaba inventiva en ese sentido, escoge a Periquito, el gato Félix de la revista de los años veinte. Sin antecedentes en la editorial, dos de Cubero de recorrido tan corto como la vida del tebeo y sin merecer más larga existencia: Lucrecio Borgio, un sableador de aspecto siniestro, y El tío Bastián, baturro de cachirulo y faja que utiliza palabras como «midicina» o «güeso» y demuestra su carácter maño añadiendo el sufijo diminutivo en -ico («ahorica, relojico»); El ratoncito Pérez y Comancheta, de Juan Mas, que usa en La Risa el seudónimo Esparch, y el gato y perro Toby y Biby, de Torà, por mencionar las historietas con más de dos entregas. Deduzco que la supuesta índole aniñada se manifiesta en que la mayoría de los personajes son animales antropomorfos, o seres humanos zoomorfos, incluidos los de los chistes de las portadas. Y que en el despliegue central Antonio García, Vivas, Eduardo y Oliva (Juanita Oliva Sala), con trazo que evoca el de Rosa Galcerán en Azucena, con algunos guiones de Antonio Colmeiro, se rebajan a contar cuentos de la tradición popular recogida por Las mil y una noches y los hermanos Grimm o Perrault, como “Alí Babá”, “Cenicenta”, “Hansel y Gretel”, “Caperucita”, “Pulgarcito”, etcétera. En la parte seria, dos adaptaciones muy esquemáticas de Aventuras de Tom Sawyer, de Martínez sobre guion de Llorens (sobrino de Opisso), y Peter Pan y Wendy, de Ayné; una máquina del tiempo regala fantasía y monstruos tentaculares en Pasado y futuro, por Eduardo Pérez, y La pequeña aristócrata, de Julio Vivas, situada en la Revolución Francesa, cuenta el melodrama de plebeya casada con noble desheredado por la traición a su clase y muerto en batalla sin conocer a su hija póstuma, que protagonizará la serie: muy grave todo y muy adecuado a los parvulitos.

Si a La Risa en su agonía se le cayó el artículo y se quedó en Risa a secas, la hermana menor perdió a los monitos del título, y desde el nº 21 se llamó sencillamente Hipo. Subsistió mes y medio con la renovada cabecera y sin otro cambio aparte de que en el chiste de las portadas, obra de Ripoll G, el editor ya se ha cansado de hombres y mujeres zoomorfos y las ocupan seres humanos en edad infantil. Sin duda el animalismo que recorrió la colección de principio a fin se entendía como una estrategia de cara a los peques, fallida por desajustada en la tercera etapa del tebeo: los chistes no tenían nada de infantiles, solo que los protagonizaban animales. La táctica no habría sido errónea en la etapa anterior, al menos de manera parcial. Las historietas de Boix fueron notables, ingenuas pero de humor efectivo y accesible; el dibujo, aunque hoy parezca un tanto trasnochado, era dinámico y grato, ceñido al grafismo inglés, que tanto había calcado, pero que adoptó como propio al familiarizarse con sus personajes; el Narizán de Ayné redundaba en esa línea. Pero la mirada candorosa chocaba con la atmósfera sombría de la serie John Ryan, por ejemplo, o los cansinos clichés del Martínez realista, y a la larga con el humor cruel de los que se incorporaron al tebeo, empezando por Ibáñez. Si contrastamos el consciente y generalizado tono juguetón de las historietas de Pumby con la ausencia de coordinación que delatan las páginas de Hipo, Monito y Fifí, se comprende la indiscutible peculiaridad (con resultados negativos) de la publicación de Marco y el fracaso al que a la larga estaba destinada.

A los tres años de la defunción, la editorial intenta resucitar al paquidermo recuperando por enésima vez los cuadernos primitivos de Biblioteca Especial para Niños, eso sí, con las portadas troqueladas (solo las dos primeras) para disimular. Debieron pensar equivocadamente que los gustos de los chicos españoles no habrían cambiado desde la inmediata postguerra, pero no captaron las consecuencias de los cambios socioeconómicos del país que afectaron a las formas de entretenimiento y ocio, y los animales antropomorfos que, avanzada la década de los sesenta, proporcionaban las carcajadas tenían el ritmo desenfrenado del Correcaminos o el atractivo televisivo del Oso Yogui y demás criaturas de Hanna-Barbera por las tardes a la hora de la merienda. Hipo, que con solo ocho páginas costaba cuatro pesetas —bajaron a tres por ver si el precio era lo que había retraído a los compradores—, se despedía con “Hipo en el Oeste”, número 6, y con él Marco ensayaba el próximo funeral de todos sus tebeos.

 

CONCLUSIÓN

No hay mucho que añadir a lo que se ha ido comentando en cada apartado de este recorrido por La Risa y las revistas que la cortejaron, sus errores y sus aciertos. Los pocos que la rememoran encontrarán aquí pasto para la nostalgia; quienes la desconocen se harán una idea de lo que fueron los tebeos de serie B que no se han beneficiado de reediciones en facsímil y no reciben el continuo reconocimiento de la familia Ulises, el repórter Tribulete, o el soldadito Pepe, por citar personajes de sus rivales triunfadores. Vaya este trabajo como un homenaje póstumo, un melancólico tararííí que cierra el telón.

 

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NOTAS 

[1] El historiador del cómic británico Steve Holland, a quien debo esta información, me comunicó que fue tal el éxito de Strongheart que sus hazañas pasaron de una revista a otra: Sparkler (1934-39), Crackers (1939-40) y se despidió en Jingles (1944-49), tras veintidós años de jadear por los tebeos ingleses.

[2] Oficialmente un semanario, pero Platel, que ha cotejado la numeración de la revista con los años de existencia en las portadas, cree que en más de una ocasión se publicaron dos números en menos de siete días. Las líneas de publicidad en el margen inferior de algunos ejemplares anuncian la aparición de una «segunda edición semanal» de La risa, signifique eso lo que signifique.

[3] O tal vez no, sigue apareciendo en portada el precio de 10 céntimos, que va alternando con el de 15. La posible explicación es que volvieran a distribuir números antiguos y cambiaran el precio original por el del momento de la reedición, ¿venta de restos tras la Guerra Civil?

[4] Darnís dibujará en 1940 la adaptación de la novela de Dumas en Colección gráfica de La risa/Gran colección de aventuras gráficas. E ilustrará la versión en formato folletín en 1950, también de Marco.

[5] Quentin Durward en el original de 1823.

[6] Del enorme gancho popular del serial dan fe la colección de tebeos de la editorial Grafidea, de 1948, con guion de Amorós y dibujos de Martínez Osete, y el remake cinematográfico argentino de 1953, dirigido por Enrique Carreras.

[7] El rey de los caimanes fue una serie que, en 1940, con el título de El hombre caimán y las viñetas reestructuradas, se publicó como cuaderno apaisado en Aventuras Gráficas/ Biblioteca La risa. Se habrá observado que, igual que la energía no se destruye sino que se transforma, la editorial Marco nunca daba por periclitado su material, que se reciclaba una y otra vez.

[8] En la poesía inglesa y americana hay odas al gato Félix (Concha Méndez le dedicó una en nuestra lengua) y odas a Betty Boop, que en el cine y en los cómics encarnaba un oxímoron feliz: la sensualidad inocente. Betty Boop alegró también las páginas de Pocholo.

[9] Me refiero, por supuesto, a los tebeos en formato revista. Marco no cesó de lanzar al mercado en los años cuarenta tebeos apaisados de aventuras o de humor: Aventuras gráficas (1940), Los vampiros del aire (1940), César el hombre relámpago (1940), Acrobática infantil (1942), Cine gráfico (1942), Orlán (1943) y un considerable etcétera.

[10] Los tambores de Fu-Manchú tuvo su propio cuadernillo en 1943, por la editorial Valenciana. Pedro Porcel sigue el rastro al serial, que pasa por una colección de cromos y llega hasta uno de los últimos títulos de Roberto Alcázar y Pedrín.

[11] Recordemos Doctor Niebla en Super Pulgarcito, con guion de Rafael González, y Ángel Audaz, en El Coyote, escrita por Víctor Mora.

[12] A título de curiosidad mencionaremos la presencia durante algunos números de una tira anónima cuyo título es cada vez un nombre femenino, siempre el de muchachas vistosas como las que abundaban por entonces en la revista Can Can, de Bruguera. Una de esas tiras, la del nº 170, “Diana”, reproduce con descaro una strip de Stan Drake y su famosa Juliet Jones.

[13] Para los interesados en la evolución económica del país, que según Tamames no recobró hasta 1957 el nivel de vida de 1936, los precios de los almanaques son reveladores. Costaban 3 pesetas hasta 1958, año en que subió a 3,50, a 4 pesetas al año siguiente y a 5 el último, de 1962; los números ordinarios subieron céntimo a céntimo: 1,30 fue la cantidad inicial, diez céntimos más desde el nº 62 y otros diez a partir del nº 116; 1,75 desde el nº 130, y se llega a las dos pesetas en el nº 151, sin que vuelva a subir a pesar del aumento de páginas. En ese momento Pulgarcito costaba 2,50.

[14] Quien no acepta esta valoración un tanto condescendiente es Rodríguez Cepeda, que en su estudio de la obra de Emili Boix afirma: «Con el fin de la segunda época de La risa había terminado la historia de uno de los mejores tebeos publicados nunca en la Península, casi un producto “estrella” a la altura de Chicos. La revista, bien pensada, de muy buena formación, rozó varios años de unidad, originalidad e independencia». El gusto es una facultad arbitraria pero, con toda la simpatía que despierta el tebeo que se analiza, cuesta considerarlo uno de los mejores de nuestra historia y más concederle las virtudes que le otorga el antiguo profesor de literatura española.

Creación de la ficha (2024): Manuel Barrero
CITA DE ESTE DOCUMENTO / CITATION:
JOSE MARIA CONGET (2024): "La Risa: un tebeo de serie B", en Tebeosfera, tercera época, 25 (31-III-2024). Asociación Cultural Tebeosfera, Sevilla. Disponible en línea el 17/XI/2024 en: https://www.tebeosfera.com/documentos/la_risa_un_tebeo_de_serie_b.html