LA REVOLUCIÓN DESDE EL SOFÁ
LOS FRUSTRADOS, DE CLAIRE BRETÉCHER
El 11 de junio de 1968, una última manifestación estudiantil recorre las calles de París poniendo fin a las revueltas que se inician el 3 de mayo. Finaliza entonces un estallido de violencia jubilatoria que durante cinco semanas sacude la placidez de una Francia moralista y provinciana, pero también, y sobre todo, finaliza un sueño.
Quedan atrás asambleas, barricadas, enfrentamientos con la policía, ocupación de universidades e institutos. Queda también la transitoria y fugaz unidad de acción con sindicatos y partidos izquierdistas, la ocupación de fábricas, la jornada de huelga general del 24 de mayo. Y, por supuesto, queda igualmente la tardía reacción del Gobierno gaullista que, invocando el riesgo de una guerra civil, el 30 de mayo reúne en una manifestación de apoyo a cientos de miles de personas.
¿Qué ocurre entonces con todos esos jóvenes que soñaron con hacer tabula rasa y construir un nuevo tipo de sociedad? ¿Adónde va a parar esa exaltación fraterna, esa afirmación suprema de vitalidad, esa atmósfera de fiesta y liberación? ¿Ha muerto definitivamente el espíritu de Mayo del 68?
Sí, pero no. Es cierto que la normalidad se va instalando de manera paulatina, que los universitarios vuelven a sus aulas, que los trabajadores se reincorporan a sus puestos de trabajo. Es cierto también que hasta la victoria de Mitterrand en 1981 la derecha conservadora se mantiene en el poder. Pero el germen de mayo sigue brotando. Se han apagado las llamas, pero quedan los rescoldos.
A lo largo de la década de los setenta asistimos al florecimiento de lo que los historiadores denominan la “herencia cultural” del 68. Por un lado, el auge de los grupos neoleninistas (maoístas y trotskistas), que hasta la aparición del “caso Solzhenitsyn” en 1974 van a imponer un lenguaje y unas propuestas ampliamente aceptadas por la izquierda social. Por otro lado, y sobre todo, la aparición de corrientes de pensamiento que si bien no se expanden de manera exclusiva en Francia, encuentran una extraordinaria acogida entre los herederos del 68: el ecologismo y la lucha antinuclear, la liberación sexual, el feminismo y los movimientos de liberación de la mujer, la antipsiquiatría, las nuevas teorías educativas (Summerhill), etc.
Es en este contexto en el que tenemos que entender la aparición de Los frustrados en 1973. Su autora, Claire Bretécher (Nantes, 1940), no es una recién llegada al mundo de la bande dessinée, y su trayectoria ilustra a la perfección la evolución de este medio en el siglo pasado. Ya desde principios de los años sesenta, y durante toda la década, colabora en Tintin y Spirou, referentes de la historieta infantil y juvenil franco-belga. En 1969 participa en la emergencia de la historieta adulta francesa al unirse a Pilote con Cellulite, serie que publica hasta 1977 y en la que ya apreciamos sus dotes para la parodia, la ironía y el sarcasmo. En 1972, junto a Gotlib y Mandryka, funda L’Écho des savanes. Vendrá después el éxito de Les Frustrés, pero hasta su retirada en 2011 todavía publicará algunas series reseñables: La vie passionée de Thérèse d’Avila para Le Nouvel Observateur, en 1979, o Agrippine, nueve álbumes autoeditados entre 1988 y 2009, en los que relata los problemas existenciales de una adolescente mimada.
Pero aunque todas estas obras tienen la calidad suficiente para asegurar a Bretécher un lugar preeminente en la historia de la bande dessinée francesa, no cabe ninguna duda de que la fama y el reconocimiento público de los que goza en el país vecino se deben fundamentalmente a Los frustrados. Estamos en1973, el momento en que la herencia cultural del 68 está en pleno apogeo con todas las corrientes ideológicas y culturales a las que nos hemos referido, y la historietista acude a la llamada de Le Nouvel Observateur, semanario de información general identificado con la izquierda. Jean Daniel, director en aquellos años de la revista, cuenta en el prefacio de la edición íntegra de Les Frustrés (Claire Bretécher-Dargaud, 1996) su primer encuentro con la dibujante:
La veo entrar en mi despacho, distante, desconfiada y testaruda… Entonces, con un escepticismo gruñón, me dijo:
—No veo lo que puedo hacer aquí.
—Burlarse de nosotros.
—¿Todas las semanas?
—Sí, todas las semanas.
Me dijo que no vivía entre nosotros. Yo le dije que averiguaría cosas nuestras leyéndonos, observándonos vivir y también observándose vivir a sí misma.
A partir de septiembre de ese año y hasta principios de 1981, Claire Bretécher entregaría una página semanal en la que va a cumplir a conciencia el mandato de Jean Daniel.
¿Quiénes son, pues, esos frustrados a los que la historietista va a retratar todas las semanas sin interrupción durante casi una década? Son personajes no recurrentes, hombres y mujeres que han vivido los acontecimientos de mayo pero que ahora pertenecen en su mayoría a una pequeña burguesía intelectual y de izquierdas, individuos que, en muchos casos, ejercen profesiones liberales muchas veces relacionadas con la creatividad: artistas, escritores, publicistas… Personas que, a pesar de su posición económica desahogada, hacen gala de un izquierdismo de fachada y exhiben un lenguaje que no es sino pura jerga parisina pretendidamente intelectual.
Las páginas de Bretécher son un lúcido y ácido retrato de una clase social incapaz de asumir sus contradicciones: mujeres que mantienen inflamados discursos feministas pero que son incapaces de plantar cara a maridos machistas o de vivir sin un hombre a su lado, individuos presuntuosos que buscan el aplauso fácil, personas progresistas a quienes solo les interesa el dinero, padres sin autoridad incapaces de educar a sus hijos con ecuanimidad, supuestos liberados sexuales que se derrumban cuando descubren que su pareja tiene un amante…
Se trata, pues, de seres terriblemente contradictorios, atrapados en un discurso que apela a grandes ideales y que no es sino una verborrea vacua sin consecuencias. Porque si algo hacen estos frustrados es hablar. La escena arquetípica de la serie es la de un grupo de amigos sentados, hundidos confortablemente en sus sofás, que beben y hablan. Hablan sin parar. Lo hacen no con afán de verdadera comunicación, sino fundamentalmente para exhibir sus supuestas competencias, su pretendida brillantez. Hablan, pero no escuchan. Se trata en suma de una sucesión de floridos monólogos con los que proclamar su izquierdismo, su indefectible servicio a la causa revolucionaria.
Las barricadas quedan atrás, pero ellos se aferran a su discurso como única tabla de salvación. Se han adaptado sin demasiados problemas a esa sociedad burguesa con la que soñaban acabar, pero se niegan a aceptarlo y piensan que su discurso es un salvoconducto suficiente para justificar su defección. Hablan pero no actúan. Hacen la revolución desde el sofá.
Pero estos personajes, muchas veces irritantes, cuando no patéticos, esconden una fragilidad que Bretécher pone al descubierto utilizando las armas del humor. La ironía, la burla, el sarcasmo, acaban por desmontar la vacuidad de unos discursos tras los que adivinamos a seres desorientados e indefensos.
El esquema narrativo utilizado por la historietista se revela a este respecto tremendamente eficaz. Aunque en ocasiones sus relatos se extienden durante dos o más páginas, el modelo predominante es el de una sola página convencional o regular, generalmente compuesta por cuatro tiras de tres viñetas cada una, todas ellas contiguas y sin espacios intericónicos. Siguiendo el canon de la historieta humorística clásica, las variaciones a lo largo del episodio narrado son mínimas: solo leves alteraciones gestuales parecen diferenciar unas imágenes de otras, y es el gag final, a veces de carácter visual, pero fundamentalmente verbal, el que desata la sonrisa del lector y pone de manifiesto las contradicciones de los personajes.
Pero sin duda, lo que hace de Los frustrados una serie sobresaliente es la inteligente manera en la que Bretécher combina texto e imagen. Los protagonistas, ya lo hemos dicho, son seres extraordinariamente charlatanes que articulan discursos de apariencia intelectual pero tremendamente estereotipados y vacíos. La importancia del texto es, pues, fundamental. Para resaltar y acentuar esta característica, la historietista prescinde de bocadillos clásicos y deja que el incansable flujo verbal de los personajes se manifieste sin ningún tipo de constricción formal. Las palabras se alinean así unas tras otras sobre los personajes constituyendo un espeso conglomerado que adquiere una dimensión simbólica.
En efecto, es como si estos frustrados que teorizan sobre el bien y el mal sentados en sus cómodos sillones sintieran sobre ellos el peso de su propio discurso. Un discurso que gráficamente se manifiesta como un texto prolijo que parece aprisionar a los personajes y hundirlos aún más en sus mullidos sofás. A veces, cuando hay varios personajes, el espacio limitado de la viñeta no permite identificar con claridad al locutor y provoca una transitoria confusión en el lector, que parece incapaz de determinar con precisión quién hace uso de la palabra.
¿Es esto realmente importante? Al contrario, es como si la autora quisiera indicarnos que esos discursos estereotipados son perfectamente intercambiables y forman un continuum verbal claramente despersonalizado. No son personajes concretos los que se expresan, sino toda una generación que parece aplastada por el peso de sus propias palabras.
No siempre es así. A medida que van pasando los años y la serie transcurre a finales de la década de los setenta y principios de los ochenta, aparecen cada vez con más frecuencia páginas protagonizadas por un solo personaje y desprovistas de texto. En ellas asistimos generalmente a las vicisitudes cotidianas de unos seres que, desprovistos de la compañía de sus congéneres, no necesitan camuflarse entre discursos vacíos y, ajenos a miradas externas, muestran ante el lector su fragilidad y sus inseguridades. En estos casos, el esquematismo expresivo desaparece, y los protagonistas, eximidos de la mirada de sus semejantes, evolucionan libremente, y el movimiento otorga un gran dinamismo a las secuencias.
Y es que los años no han pasado en vano. A medida que nos acercamos a la década de los ochenta, el conglomerado sobre el que se cimentó la herencia del 68 se va deshinchando. El anclaje ideológico colectivo se va desvaneciendo, y se impone el individualismo. Caen los dogmas, y poco a poco se va desmontando el discurso neoleninista preponderante hasta ese momento. No solo es el “caso Solzhenitsyn”, sino también las revelaciones sobre la verdadera naturaleza de la revolución cultural china o la sangrienta dictadura de los Jemeres Rojos en Camboya. Aparecen los denominados nuevos filósofos, como Bernard-Henri Levy o André Glucksmann, con enorme protagonismo mediático, y se acentúa la crítica a los intelectuales fascinados por el comunismo. Todos estos acontecimientos adquieren protagonismo en las páginas de Los frustrados, que, más allá de la parodia y la sátira burlesca, funcionan como una verdadera crónica social y política de la época.
Se cita con frecuencia la frase del semiólogo e intelectual Roland Barthes cuando en 1976 calificó a Claire Bretécher como “mejor sociólogo del año en Francia”. No es ninguna boutade. Como tampoco lo es la afirmación de Jean Daniel cuando, en una entrevista en 2015, se refiere a esta serie como “una manera de deconstruir las ideologías dominantes en Mayo del 68” (http://www.actuabd.com/Jean-Daniel-Fondateur-du-Nouvel).
Pero sería un error considerar a Los frustrados como un mero documento de época. Su mensaje tiene hoy tanta validez como en el momento de su publicación. En efecto, cuando el lector se ríe de esos personajes ridículos y esnobs que, cómodamente sentados en sus sofás, intentan solucionar los problemas del mundo con sus discursos ampulosos y vacíos, no puede evitar un ligero estremecimiento. La identificación es, en muchos casos, inevitable. Sí, somos nosotros mismos los que permanecemos inmóviles mientras todo se descompone a nuestro alrededor. Y mientras tanto, hablamos y hablamos.
Obra consultada
Primera edición, por entregas:
Le Nouvel Observateur, septiembre de 1973 a enero de 1981.
Álbumes:
Les Frustrés 1, 1975 (autoeditado).
Les Frustrés 2, 1976 (autoeditado).
Les Frustrés 3, 1978 (autoeditado).
Les Frustrés 4, 1979 (autoeditado)
Edición integral:
Les Frustrés, 1996 (autoeditado)
Les Frustrés, 2015 (coedición de Dargaud y la autora)
Ediciones en español:
Seriación parcial:
Tótem, nº 2 a 17, 1977-79
Álbumes:
Los Frustrados 1, Ediciones Junior, 1982
Los Frustrados 2, Ediciones Junior, 1983
Los Frustrados 3, Ediciones Junior, 1984
Los Frustrados 4, Ediciones Junior, 1985