LA PALABRA DADA: MECANISMOS DE ADAPTACIÓN EN EL DRÁCULA DE FERNANDO FERNÁNDEZ.
¡Adaptarse o morir!
A día de hoy, el cómic se ha convertido para los denostados mass media cinematográficos en una opípara fuente de ingresos. Nunca tantos personajes de nuestro medio han saltado a la gran pantalla en una interminable lista copada, al margen de los superhéroes tradicionales en su quincuagésimo renacimiento proventas, también por las encarnaciones de las obras alanmoorianas o los subterfugios de Frank Miller. Un panorama aparentemente optimista (la difusión de la historieta es evidente, podríamos incluso decir que está de moda), pero que, en el fondo, si atendemos a la pésima calidad de las producciones (aunque siempre haya excepciones como las revisiones de autores underground como Clowes o Pekar emprendidas por Terry Zwigoff y la dupla Springer Berman y Pulcini, respectivamente), lleva a preguntarnos abiertamente: ¿lo son porque son un reflejo de lo que en realidad somos o, por el contrario, apenas si son capaces de mostrar toda la riqueza expresiva de la que puede –y debe- hacer gala el cómic? Es decir, el huevo o la gallina. Que el cómic es un medio artístico aún por desarrollar eso lo sabemos todos; que sus cualidades intrínsecas ni son apreciadas ni reconocidas por cualquier sector ajeno al medio, también. Sin embargo, entre el público (sea o no lector de tebeos), no son estas las reflexiones que se generan. Al contrario, se está recurriendo a un paroxismo fácil: si la película resulta demasiado fantasiosa, extravagante o incoherente, la respuesta es obvia, es que está basada en un cómic.
Complejos de inferioridad aparte, la culpa –como aficionados, críticos o artistas- es toda nuestra. Nadie ha exigido productos derivados de calidad y respetuosos con la tradición a la que denuestan; simplemente nos hemos conformado con productos infantiloides de testosterona (o textosterona) barata. Nadie ha hecho hincapié en la evidencia de que hay obras imposibles de ser adaptadas a otros medios, dada la complejidad de su construcción; con indiferencia permitimos que nuestros tebeos sean refundidos en “libres” interpretaciones de escaso bagaje. Dejemos, por tanto, de rasgarnos las vestiduras –qué aburrido- y mejor emprendamos un ejercicio de humildad –mirémonos el ombligo; estamos capacitados- dándole la vuelta al planteamiento: ¿y el cómic?, ¿es el cómic un medio capacitado para la adaptación? Y ya no hablemos sólo del cine. Podemos ampliar nuestros horizontes hacia campos tan dispersos como la literatura (La ciudad de cristal; La Jungla), principalmente, la música (Barba azul, Turandot) o, incluso en menor medida, hacia otros derroteros como los videojuegos (Street Fighther, Resident Evil), el rol (Dugeons and Dragons), la televisión (C.S.I, X-Files), etc., etc.
Un amplio panorama éste de difícil estudio. En primer lugar, por su natural vaguedad terminológica. De entrada, por lo que se refiere a los modelos de adaptación, en los tebeos conviven dos fórmulas interpretativas alejadas entre sí. Por un lado, una definición amplia, en la cuál podemos incluir todos aquellas obras que toman personajes / situaciones y los contextualizan dentro del marco propio de la Historieta (el personaje se “adapta” a un medio nuevo). Hablaríamos entonces de un proceso de recreación del modelo de partida, de una versión. Por otro, la estricta, mediante la cuál se adapta los parámetros iniciales de una obra del modo más fiel posible. El mayor reto consistiría en plegar una forma y contenido concretos a las exigencias compositivas de las viñetas; el modelo es una referencia constante. En segundo lugar, difícil por sus difusos planteamientos comerciales. De ser una parte más de amplias campañas de marketing y diseño dentro de modas de mayor o menor fortuna y calado, a obras movidas o bien por un afán de difusión de lo literario (de hacerlo más asequible), o bien por el interés manifiesto de un autor o autores. Verdaderos actos de homenaje y sapiencia, según el caso.
Quizás, ante tal maremagno, lo mejor sea acotar nuestro punto de partida
Sangre fácil.
A comienzos de la década de los ochenta nacen en el pujante mercado historietístico español dos adaptaciones de la mítica novela de Bram Stoker Dracula. Hablamos de las aún célebres Drácula de Fernando Fernández (revista Creepy, núms. 36 a 48, de junio de 1982 a junio de 1983), y ¿Drácula, Dracul, Vlad? ¡Bah…! de Alberto Breccia (revista Ilustración Comix internacional desde su nº 45 en febrero de 1983 hasta el 50 en octubre de ese mismo año). No son las primeras interpretaciones (en la década de los setenta, Marvel editó Tomb of Dracula), ni las últimas (luego llegaría Tras la huella de Drácula: Vlad el empalador de Hermann e Ives H.), pero, sin duda alguna, las mencionadas son las más elaboradas y de mayor calidad historietística hasta la fecha. En ambas encontramos, curiosamente y al margen de la coincidencia temporal y editorial (ambas revistas era publicadas por Toutain), tanto una adaptación de corte clásico respetuosa con el original, como un uso paródico totalmente irreverente e inconformista. En ambas se desarrolla una obra de autor, movidos ambos por la admiración a una obra literaria referente, y al mismo tiempo se encuentran ancladas en un nicho comercial para despertar el interés de un amplio público, sea lector de cómics o no. Pero, ¿es esto lo que las hace mejores frente a otras versiones de historieta? ¿O lo que resaltaría su originalidad con respecto a las adaptaciones de otros medios?
Lo interesante de esta propuesta es su capacidad para mostrar visiones renovadas de un arquetipo, no sólo de lo literario si no también del inconsciente colectivo. Hacen nuevo y sustancialmente diferente, un modelo de partida ya aceptado y asumido. Drácula, su figura, es una piedra de toque de nuestros miedos más profundos, aquellos que nos distinguen y reafirman; y eso al margen del interés literario que pueda suscitar. No es extraño que haya adquirido múltiples formas y fórmulas de presentación que, sumadas a la novela inicial, englobarían desde un sinfín de producciones cinematográficas hasta teatrales, pasando por videojuegos y otros modelos de mercadotecnia.
Destellos en la oscuridad.
Podemos definir la obra historietística de Fernando Fernández como la de un continuo aprendizaje de modos y formas: las propias del cómic, de su medio natural, primero; después, y con un carácter autodidacta, las del arte. Un camino ejemplar perseguido a través de décadas de formación constante y progresiva. Comenzará ésta en 1956, a la tierna edad de dieciséis años, como un hombre de tebeos (su ilusión de niño; su sueño encontrado), aprendiendo el oficio rápidamente. Así, en menos de un año pasa de ser el entintador encargado de los fondos a trabajar a tiempo completo (salvo un breve paréntesis argentino en 1958) para la célebre agencia Selecciones Ilustradas de Toutain para la que realizará encargos de todo tipo -bélico, western, romance, policíaco, etc.- para distintas editoriales europeas (especialmente para Fleetway, donde compartirá páginas con autores de la talla de Víctor de la Fuente, Manfred Sommer, Hugo Pratt o el mismo Alberto Breccia). Un material sin aparente importancia, inserto en los márgenes estrechos de una estructura editorial en la que los autores se ven condenados: descarnado proceso artesanal desprendido de cualquier tipo de creatividad espontánea e irreverente; automatizada producción en cadena exenta de cualquier vía de individualismo; artesanos obedientes de las estrictas directrices del editor de turno, y poco más… “Trabajos alimenticios” como reseñará en sus Memorias Ilustradas, autobiografía publicada en 2004 por Glénat España (segunda parte, pp. 133-139):
«Así se definieron de forma generalizada los trabajos que eran propuestos y producidos por los editores, en vez de por sus autores, que no eran más que meros ejecutores de los encargos que les hacían (…) Era el desvirgue, perdías la utópica visión de la profesión desde fuera y te enfrentabas a la dura realidad de producir viñetas como en una cadena de montaje de automóviles».
Pero no es este el objetivo vital de nuestro artista. Hubiera sido algo demasiado fácil, conformista:
«Las historietas para Inglaterra (para Fleetway) constituyeron no sólo un trabajo alimenticio, sino que abrieron las puertas a la creatividad de un grupo de jóvenes y ambiciosos artistas que ya no se conformaban con la rutina y vulgaridad de trabajos anteriores. Con Agencia o sin ella, sabían que más allá de la frontera un artista podía ser reconocido y aceptado inmediatamente en función de la calidad de los dibujos que ofreciera. Se sintieron reconfortados y traspasar esa línea era ya una cuestión puramente personal».
Es en este momento cuando da muestras de un gusto natural por lo artístico. Y se formará en consecuencia más allá de los parámetros del tebeo. Aprender es la premisa. Así, apagará su sed pictórica de grandes maestros, bebiendo de cualquier fuente a su alcance (exposiciones, libros, catálogos, visitas a museos…), en pos del conocimiento somero –su caudal ajeno- de unas técnicas que comenzará a aplicar de manera profesional como ilustrador en revistas de media Europa, en editoriales norteamericanas (Random House, New American Library, Mc. Millan,etc), en agencias de publicidad. Al mismo tiempo, dará rienda suelta a su vertiente literaria a través de la lectura compulsiva de los grandes clásicos (volcándose en la intensidad del cuento, en la narración breve) y, ante todo, en el género popular más renovador y creciente del siglo XX, la ciencia ficción, eje y punto de partida de sus primeras historias cortas (desarrolladas en Argentina en revistas como Gorrión, Puño Fuerte o Tótem Gigante) y series (por ejemplo Suspense) como guionista novel.
Influencias directas que devendrán en el deseo por obtener el reconocimiento como autor, autor de historietas, sin desmerecer en lo más mínimo el de artista. Fernando Fernández, junto a otros muchos exponentes de su generación (Beá, Giménez, Maroto, L. García… y tantos otros) volcará en su vocación como autor completo de historietas (su tira satírica La mosca; sus obras para Vampirella o Linus; su primera obra larga, Cuba 1898; su reconocida serie Círculos…) este flujo de correspondencias, de reminiscencias. Adaptará –esa es la clave- continuamente los conocimientos asimilados tratando de elevar un medio falto de referencias directas con otros medios artísticos de hondo calado cultural y de los que no tenía porque mostrarse alejada la historieta entendida como Arte hermano y también con mayúsculas.
Como ejemplo, resultan sintomáticas estas declaraciones, en torno a Gaudí (Memorias ilustradas, tercera parte, págs. 195-196):
«Por todo ello no es de extrañar que Fernando se sintiera emocionalmente circunscrito a los efluvios artísticos de la obra del genio (Gaudí), y en algunos de sus dibujos se percibiera una cierta conexión, una influencia entre aquellos volúmenes pétreos de atrevidas formas biológicas y los diseños que él realizaba para sugerir ciudades vanguardistas del futuro, modelos de naves espaciales o estaciones orbitales y bases interplanetarias no convencionales. (…) Sobre el tablero de la mesa de dibujo estaban los bocetos de las dos primeras páginas de una nueva historia, y a través de aquel maremágnum de trazos inconcretos se vislumbraban los perfiles de algunas formas de evidente inspiración gaudiniana».
Reflejo de estas inquietudes se erige una de sus obras capitales, Zora y los Hibernautas, publicada en 1984. La técnica pictórica (inaugurada con la colección de libros juveniles didácticos Ciencia y Aventura, para Afha, con títulos como Los invasores del cuerpo humano o Viaje al mundo secreto de los insectos) se convertirá en el instrumento para conseguir una historieta con una expresividad más enérgica, directa, contundente (no es de extrañar, por tanto, su paulatina evolución hacia la pintura). Las referencias literarias, a su vez, oscilarán sobre los parámetros de la ciencia ficción apocalíptica, con paisajes teñidos de una imaginación poderosa, de diálogos precisos, definidores de unos personajes sumergidos en la tópica lucha de sexos (Adán y Eva) pigmentada con sutiles referencias mitológicas (las amazonas, los argonautas…). Y ambas, aplicadas en conjunto a las necesidades de la historieta, constituyen un exquisito mosaico hiperrealista, parábola del mundo presente a través del futuro.
Pero no será hasta 1982 cuando todo este progresivo aprendizaje alcance su cúspide y encumbre el poder camaleónico del cómic. Labrada una personal concepción de la historieta orientada hacia las líneas más plásticas del arte, es en este momento cuando Fernando Fernández se siente capacitado para asumir el mayor reto de su carrera historietística: Drácula.
¿Por qué ahora una adaptación de otro medio tras una obra de dimensiones tan complejas y personales como Zora? ¿Qué interés podía despertar, además, una obra adaptada hasta la saciedad? ¿No resultaría un paso atrás? Evidentemente no, siempre y cuando seamos capaces de ponernos en perspectiva.
A principios de los ochenta, y al margen de los cómics ya mencionados, la figura de Drácula era (y es, y seguirá siéndolo) todo un icono popular. Y ello gracias a las diversas y variadas adaptaciones que la popular novela vivió desde su más temprana existencia. Como apunta Darío Lavia: “Nuestro lector probablemente sabrá que el propio Stoker había ya escrito una adaptación teatral de su novela, pensando en su ídolo Henry Irving [de hecho Stoker abandonó sus estudios en la Universidad de Dublín, atraído por el teatro siendo durante varios años gerente de la compañía de Henry Irving], y rememorará los líos judiciales motivados por la férrea defensa de los derechos intelectuales por parte de la viuda de Stoker, siendo uno de los damnificados el filme de F.W. Murnau Nosferatu (1921). Poco después, sin embargo, dio el brazo a torcer, y acordó permitir la adaptación con el actor Hamilton Deane (aunque con la propia supervisión de Florence Stoker). Esta adaptación, con Hamilton Deane encarnando el rol de Van Helsing, se estrenó en el Grand Theatre de Derby, en 1923 (con Edmund Blake como el Conde).” Hasta 1927, se mantendrá en los escenarios con clamoroso éxito de público que no de crítica. Ese mismo año el productor Horace Liveright, estrenará la obra en New York, “contratando al escritor John T. Balderston para agilizar el texto” y escogiendo como protagonista un joven actor húngaro llamado Bela Lugosi. Su carisma es tal que éste se erige como el rostro del vampiro, la imagen clásica de Drácula instaurada en nuestra psique colectiva. Sus andares siniestros y pausados, sumidos en la sombras; su mirada profunda y descarnada… El príncipe de las tinieblas se hace de carne y hueso y buena culpa de ello la tendrá el siguiente medio en entrar en discordia: el cine.
Lugosi será el protagonista de la adaptación cinematográfica más reconocida, Dracula (1931) de Tod Browning. En realidad no es la primera como comúnmente se cree. Este honor recae en Drácula, del director húngaro Károly Lajthay, film prácticamente desaparecido que reseñamos de modo testimonial). A esta le seguirá una versión para el mercado de habla hispana (rodada en el mismo set que la anterior) dirigida por George Melford y protagonizada por Carlos Villarías. Ambas tomarán el texto teatral como referencia directa. No tanto las dos siguientes, más cercanas -al menos esa sería la intención- al texto original y que contribuirán de manera definitiva en encumbrar la figura del señor de la noche: Dracula (1958) de Terence Fisher y protagonizada por Christopher Lee (posiblemente la de mayor calidad, capaz de inaugurar toda la mítica saga de Hammer Films sobre la que insistiremos más adelante) y El Conde Drácula (1970), dirigida por Jesús Franco y también protagonizada por Lee. Sin embargo, la experimental Dracula (1979) de John Badham con Frank Langella en el papel principal, volvería a tomar como base el texto de Deane. Entremedias, a lo largo de estas décadas, también hemos de incluir, nuevas adaptaciones teatrales (Dracula, la obra de Deane reinterpretada por Tudor Williams y con Paul Geaves en el papel principal; Dracula, de 1974, dramatización de Ken Hill; Dracula: a modern fable, estrenada en Broadway en 1977, de Balderston-Deane con Frank Langella y escenografía de Edward Gorey, la cual contó con representaciones en Londres y Madrid; Dracula, de 1982, adaptación soft rock del Auckland´s Mercury Theatre música compuesta por Stephen McCurdy y libreto de Ian Mune; Dracula: the store you thought you know, adaptación teatral de 1983 dirigida por Richard Geer con John Astin en el papel del conde) e incluso televisivas (Dracula, de 1968, episodio tercero de la cuarta temporada de la serie Mistery and Imagination; Dracula, de 1973, protagonizada por Jack Palace; Conde Drácula, de 1977; al respecto nos dejamos en el tintero, por el momento, las adaptaciones teatrales representadas en Buenos Aires y que influirán decisivamente en el ¿Drácula, Dracul, Vlad? ¡Bah…! De Breccia. Serán materia para la segunda parte de este artículo), que cimentarán buena parte de la fama y popularidad de la figura del vampiro.
Dentro de este panorama, de esta moda vampírica que como vemos era capaz de tocar diversos y variados medios, se inserta la fiel adaptación de Fernando Fernández. Y decimos bien, fiel. Algo común a todas y cada una de estas adaptaciones es su falta de rigor en torno a la obra de Bram Stoker. Si bien los principales rasgos de la novela se mantienen, sus posteriores desarrollos lineales difieren en puntos concretos que variarán según la adaptación en cuestión. Así por ejemplo en unas es Renfield y no Jonathan Harker quien llega a la mansión de los Cárpatos (el Drácula de Browning); en otras, se elimina el episodio transilvano (el Drácula de Badham). Todo ello en pos de una mayor agilidad narrativa (ya sea a favor del diálogo de conflictos; ya sea a favor de la expresividad plástica). Fernando Fernández, aún a sabiendas de estar influenciado de partida por toda esta imaginería clásica del vampiro desarrollada en especial dentro del ámbito cinematográfico, debió de sentirse atraído por la posibilidad expresa de ofrecer por primera vez un producto capaz de reflejar, sin miedo a verse por ello lastrado narrativamente, las palabras de Stoker. La propia naturaleza del cómic le daba en bandeja una oportunidad de oro.
Por una parte, gracias al carácter dúctil de la historieta, Fernando Fernández consiguió respetar, en gran medida, la estructura episódica de la obra. Si bien cada adaptación perfila la historia a su gusto, hay un hecho común a todas ellas: prescindir de cualquier tipo de referencia al modelo epistolar original. Y es lógico. Tanto el ámbito cinematográfico como el teatral subsisten de la palabra en movimiento, de diálogos encadenados que actualizan la acción constantemente en un movimiento mesurado por secuencias y escenas complejas. No hay posibilidad de pausa alguna, no hay concesiones a la digresión, el narrador no puede volver atrás ni recrearse. Este diálogo de voces cruzadas, nutrido del aire efímero del presente, conlleva un ritmo característico: el de la vivacidad espontánea. Más aún, en una obra cinematográfica o teatral de terror donde la inmediatez del miedo se impone como eje sustancial de la tensión narrativa o del conflicto dramático. Y es un hecho determinante. La novela original de Stoker, aunque se sustenta en la superstición tradicional vigente en la vieja Europa de la época (sus poderes sobrenaturales, su fuerza sobrehumana…), extendida tanto a través de la tradición oral como a través de otros autores como Polidori, no destaca por encima del resto, no se convierte en uno de los máximos exponentes del terror, por presentar unos personajes y unas situaciones fantasmagóricas y desmedidas que hagan volar la imaginación del lector. Al contrario, la voluntad de Stoker por estructurar su novela en torno a un conjunto cerrado de cartas, diarios de a bordo, telegramas o notas, nace, simplemente, con la intención de ofrecer un producto veraz. Para ello comprende su necesidad de elaborar la psicología de los personajes paso a paso. De este modo, el público ve crecer en su interior, a la par que los infaustos actores de este drama, las huellas de una maldad profunda, dormida en su interior y que no se sustenta sobre transformaciones, castillos encantados o lunas llenas, sino en una sensualidad atrayente por lo prohibido, en la desinhibición total a las reglas y juicios morales de la sociedad victoriana, el ansia manifiesta por el poder y el control del destino.
El Drácula de Fernando Fernández se decantaba también por un modelo narrativo acorde con la intensidad que requería una obra publicada inicialmente por entregas. Pero también nuestro autor procuró, al contrario que el resto de adaptadores previos, respetar al máximo esta sutileza de lo literario en cuanto a la formación precisa de caracteres. Ambas posturas debían ser por tanto conjugadas, y es aquí donde consiguió elevar las posibilidades reales del medio, a través de una condensación de elementos (en este caso escenas: lógicamente al ser impensable asumir el carácter extenso de la obra literaria, nuestro autor recurre a un ejercicio de eliminación de elementos y componentes superfluos, a favor del relanzamiento de los principales), de una conjugación de información y emoción en una pauta común, en un difícil juego de equilibrios entre texto (el original la referencia de Stoker) e imágenes (la composición). Un planteamiento claro como así quedó reflejado en la entrevista promocional realizada a nuestro autor por Manel Domíguez Navarro en el número 35 de la revista Creepy, mayo de 1982:
«-¿Se puede sacar mejor partido de Drácula como guionista o como ilustrador?
-Leer la novela de Bram Stoker es descubrir un “nuevo” Drácula. El auténtico Drácula. Una obra sugestiva y sugerente. Quiero, o intento, trasladar esas dos motivaciones al cómic. Se puede “conectar” con la novela. Darle vida visual, interpretarla, ese sería el mejor partido que se le podía sacar. Lo otro, el pensar a priori en ello, no conduce más que a una suma de ilustraciones narcisistas. Es la primera adaptación que hago y de momento (llevo tres capítulos) me siento igual de cómodo como guionista que como ilustrador”.
Esta condensación estructural es asumida por Fernando Fernández en torno a dos ejes: o bien, basándose en la estructura narrativa del modelo original (los diarios), refunde distintas escenas y digresiones; o bien, potencia el carácter visual de la palabra literaria como uso de correlación. La elección de un modelo u otro dependerá, por tanto del texto inicial. Así el primero resulta más adecuado para aquellas de perfil más introspectivo, mientras que las segundas se ajustarían a uno más proclive a la acción. Podemos tomar, al respecto, dos ejemplos característicos que dan cuenta de ambos.
Modelo introspectivo: los primeros cuatro capítulos de la novela de Bram Stoker giran en torno al diario personal de Jonathan Harker, nuestro modelo actancial atendiendo a Tesnière, quien entre el 3 de mayo y el 30 de junio de un año nunca precisado, revela sus más íntimos pensamientos, en este caso su creciente y profundo terror hacia el conde Drácula. La secuencia mental es cuidadosa. Debe serlo. Y Stoker se cuida muy mucho de hacerla creíble. Del típico gentleman inglés, hombre de su tiempo (realista y cientifista, enfrentado a cualquier superstición irrazonable contraria a la razón), al espíritu abrumado de un ser condenado: “Bienvenido a mi casa. Entre libremente. Pase sin temor. ¡Y deje en ella un poco de la felicidad que trae consigo!” (las primeras palabras de Drácula con las que parece darle la bienvenida a su invitado, cap. II, pág. 28). Es por ello que, cada pensamiento plasmado, se erige en piedra angular de esta progresiva destrucción de una personalidad victoriana. Sin duda alguna el pasaje más logrado y significativo de la obra. El terror adquiere forma, haciendo uso de la voz narrativa, de manera progresiva y paralela a la caída de toda escala de valor moral del actante posicional (sujeto- héroe positivo / negativo).
Fernando Fernández se esfuerza, de igual modo, en esta labor. La extensión de estos capítulos comprenderá los números 36, 37 y 38, de Creepy (junio, julio y agosto de 1982, respectivamente) cada uno con una extensión total de 8 páginas. Una advertencia. Aunque cada historieta se abre con el logotipo distintivo de la serie y es cerrada, a su vez, con un ejercicio de clímax, hemos de entender los tres fragmentos en conjunto, tanto por una cuestión temática (la desafortunada caída en los infiernos de Harker) como estructural (su diario, como ya señalamos anteriormente), siendo Drácula (el descubrimiento de su tenebrosa y manipuladora psicología a los ojos de Harker), el punto de contacto, el núcleo de intensidad, dada su presencia como objeto de pensamiento de los delirios de Harker. A su sombra, cada fragmento dará cuenta de distintos momentos argumentales (y argumentativos en buena medida. Nuestro sujeto-emisor no quiere dar crédito a la realidad pero finalmente acaba él mismo por convencerse) representativos del esquema clásico de interpretación: hablamos de un principio (el accidentado viaje de J.H. hasta el castillo y su encuentro con el conde), nudo (conocimiento mutuo y sospechas que acabarán por ser confirmadas) y desenlace (la verdad al descubierto; la desesperación, y sobre todo la impotencia, que harán mella en el joven inglés). Bajo su influencia, un narrador omnisciente (ausente en la obra de Stoker pero concebido por Fernández para aligerar de datos la acción, como por ejemplo, el capítulo primero de la novela, destinado a una extensa recreación del paisaje transilvano; también eliminará personajes superfluos como los temerosos acompañantes de Harker en la diligencia) dará paso a las palabras tremebundas de un Harker, testigo directo de tales hechos sobrenaturales.
Este pensamiento recreado será condensado, perfecta síntesis expresiva los planteamientos anteriores, mediante una conjunción precisa de textos de apoyo y secuenciación cerrada siguiendo la nomenclatura planteada por S. McCloud.
Un ambiente de terror psicológico caracterizado mediante esta visión interiorista, con afán evidente de verismo y credibilidad, pero no por ello desprovista de efectos narrativos (como la progresión de primeros planos de la ilustración) destinados a potenciar las penumbras del alma humana. En esta composición plegada a lo introspectivo, los textos de apoyo se erigirán en fundamento, en fiel reflejo del monólogo de un yo confundido. Anti-sujeto, de dimensiones polémicas. Pensamientos descarnados con los que, quizás, el lector no pueda evitar sentirse identificado.
Modelo de acción: en este caso vamos a centrarnos en los capítulos correspondientes a la “verdadera” muerte de Lucy Westenra, el XV y el XVI. Stoker por medio de otro diario personal, esta vez el del doctor Seward, planteará una narración construida a base de acciones supeditadas a la salvación de Lucy de las garras del vampirismo que la ha condenado. En los capítulos anteriores, hemos asistido a su progresivo y fatal abandono (la fuerza del deseo carnal, de la desinhibición representada en la figura del conde, es superior a sus fuerzas), su muerte y las posteriores pesquisas detectivescas de Van Helsing que conducirán, irremediablemente, a la conclusión más terrible: la satanización de Lucy. A través de estos, la racionalista mente victoriana ha de dejar paso en su mente al horror, a la aceptación de realidades inadmisibles pero, conclusión irrevocable, finalmente vistas con sus propios ojos. Lo tenebroso se toma como la única salida lógica tras haber descartado todas las hipótesis y variables posibles en la investigación previa. La locura de lo irreal se asume, a duras penas, al ser ya la única posibilidad plausible.
En estos capítulos asistimos a un cambio de modelo narrativo, a un giro de ciento ochenta grados. Ya no es la introspección mental el eje, sino la pura y simple acción. Han comprendido las causas, tras el análisis previo, y ahora deben actuar, poner remedio a una situación comprometida. Las continuas argumentaciones, y sus pruebas secuenciadas, se dejan a un lado a favor de un esquema narrativo interaccionado. Atendiendo a Propp, podríamos hablar una esfera semiótica autónoma capaz de encadenar una acción (la salvación de Lucy) a un evento (la desaparición misteriosa de niños en la noche, encontrados por la mañana con “heridas minúsculas en el cuello”), reflejado esquemáticamente siguiendo tres pautas:
- Manipulación (la factitividad, hacer, salvar a Lucy, más deber, profanar su tumba).
- Acción (Manipulador y Destinador construidos por los enunciados factitivos que lo definen que ajustan y negocian sus /hacer-deber/ en función de los valores en juego).
- Sanción (el Destinador, dotado del saber verdadero y del poder de hacerlo valer –la demonización de Lucy- presupone para la validez de su ejercicio la posición actancial de poder).
Todo ello desarrollado a través de un modelo de voz narrativa testimonial en el que el lenguaje de Seward, en este caso, se adecua a esta narratividad de sucesos: verbos de movimiento en pasado; estructuras predicativas; conectores ordinales y temporales… Todo ello destinado a conseguir el rescate de la sensación de movimiento actoral, de transcurso temporal. A este respecto, es donde Fernando Fernández maneja con suficiencia los recursos técnicos del cómic. Precisemos que este capítulo en concreto es adaptado en los números 44 y 45 de Creepy (febrero y marzo de 1983) en historietas de cuatro páginas de extensión. Al igual que las anteriores, cada número se diferencia por la presencia del logo de la serie pero es un hecho testimonial: nos encontramos ante una unidad secuencial. No lo será el empleo consciente de un discurso transdiscursivo, capaz de condensar las peculiaridades narrativas propias del modelo de referencia.
Frente al caso anterior, los textos de apoyo ven reducido su protagonismo hasta ser únicamente los encargados de mostrar el seguimiento de una estructura cerrada del tipo acción-acción. Una adaptación aparentemente no de corte literal, dado este cambio de voces (del protagonista testimonial en primera persona, al omnisciente en tercera), y necesaria en pos de un relato fluido de los hechos que propicia la variación de los acontecimientos de la obra. Mientras que en la novela en el capítulo XV, Van Helsing y Seward profanan la tumba de Lucy y la encuentran en ella con buen aspecto “la mayoría de la gente no lo tendría”, y, posteriormente, tras una reunión con su prometido y Quincey Morris, deciden incrédulos, pero movidos por las palabras del profesor, comprobar la verdad, por este orden: visita al mausoleo familiar, sorpresa ante el ataúd vacío, posterior encuentro de Arthur con la no muerta, explicaciones de Van Helsing acerca de su naturaleza maligna, profanación de la tumba y ejecución de Lucy. En el cómic, Fernando Fernández condensa esta narración especulativa: Van Helsing y Steward acuden a la tumba y ya la encuentran vacía; se reúnen fugazmente con sus compañeros y es entonces cuando acuden a los alrededores de la cripta para el enfrentamiento.
Varía la interpretación de los hechos, acelerando su acción, pero no así el esquema narrativo anteriormente presentado. Todo se precipita hacia su inevitable desenlace. Y hacia él se nos conduce marcando las causas y efectos. Proceso facilitado por el carácter visual de la historieta. La imagen secuenciada se constituye en el marco representativo de una acción ya explicitada. La sucesión de planos serán ahora los encargados de recrear la atmósfera opresiva de la barroca cripta. A este respecto, hemos de señalar la importancia de la presencia de Lucy. Su aparición como Dama Blanca, solemne, condenada sin remedio. Su ejecución final a manos de su amado Arthur… Cada acto se dirime realzando su malignidad. Ella es la verdadera protagonista de este breve episodio, pausa de la historia principal, como ejemplo moral del camino errado. Su debilidad la ha vencido. No es casualidad que sea su rostro exaltado, su cuerpo efímero, el que se resalte en cada plano. El elemento capaz de condensar la figuración interpretativa.
La imagen se convierte así en el elemento referencial protagonista, trasmitiendo su lenguaje plástico los efectos descriptivos de la trama. Un lenguaje iconográfico hecho fórmula narrativa a través de las viñetas, arte invisible de la sugerencia onírica, crónica puntual de un caso macabro, revelador de nuestro lado oculto. Aquel que nos hace humanos.
Quizás fuera este el punto más conflictivo de cara a la adaptación. Más que por ceñirse al orden e intención del modelo previo, la mayor dificultad a la que tendría que hacer frente Fernando Fernández consistiría en las recreaciones previas desarrolladas en otros medios, especialmente la cinematográfica. El público ya tiene en su mente, en su inconsciente, una visión previa. ¿Acaso alguien es capaz de imaginar a Drácula sin su sempiterna capa, su traje de noche, sus zapatos de charol o sin el níveo rostro de Lugosi? Difícilmente. Hablamos de imágenes de época. A finales del siglo XIX, el lector se encuentra con un conde último vestigio de épocas pasadas, enfrentado a un mundo moderno que le ignora, y al que quiere regresar cansado del abandono (no es casualidad que quiera “despertar” al mundo en plena cuna de la revolución industrial, ¿verdad?). Drácula se concibe como símbolo caduco de tiempos pasados, de los mundos que hemos querido enterrar a marchas forzadas, cegados por el clamor tecnológico de las máquinas. Es el ruido sordo de lo subterráneo, de nuestra psique animal y primitiva enterrada en lo más hondo de nuestros corazones. En cambio, en el siglo XX, habiéndose producido el cambio de registro, el público a lo largo de tres décadas va a ir contemplando la progresiva gestación de un mito. Drácula aumenta su carga simbólica haciendo su maldad cada vez más elegante, más dotada de sofisticación. Se actualiza. Drácula ya no es símbolo de todo aquel pasado que queremos dejar de lado, si no de nuestros más oscuros deseos del presente. Dicha transición es perfectamente apuntada por C. Díaz Maroto:
«Es ahí, como decíamos, en la fisicidad, donde Fisher creará su nueva concepción del vampiro. El vampiro de Murnau era una sombra, una criatura de la noche que con la luz del sol, meramente, desaparece; el vampiro de Browning era un personaje de opereta, un excéntrico que se pasea por Londres y al que observamos con un deje de ironía y distanciamiento; el vampiro, en fin, de Fisher es una criatura real, sólida, y que, sobre todo, detenta un poderoso atractivo sexual, como posteriormente ofreció Badham, pero sin perder por ello su aura de malignidad.»
A partir de estas influencias, Fernando Fernández desarrolló su obra, si bien teniendo clara su preferencia por los sentimientos estimulados por la obra literaria, más proclive a la insinuación, al despertar de sentimientos latentes aparentemente soterrados. Pretender competir con medios de mayor espectacularidad en cuanto a la realización resulta inane. El cine, especialmente, hace juego con la música ambiental, con el sonido displicente, con un ritmo frenético capaz de sumergir, por un instante, al espectador en lo inesperado. Hablamos de un terror visceral. En cambio, el cómic debe seguir otra línea, más cercana a lo literario, a la palabra reveladora. El terror psicológico, la manifestación de los miedos más profundos dormidos en el inconsciente, deben ser el sustento de esta base. Ningún medio podría profundizar tanto de seguir esta línea de exploración interior; ningún procedimiento artístico podrá alcanzar a hacer forma de los sustratos más tenebrosos y recónditos agazapados en nuestra mente.
No es de extrañar que llegado el momento, Fernando Fernández hiciera tabula rasa (nº 35 de Creepy, entrevista ya citada):
«-Dadas las diferentes versiones que se han hecho del conde-vampiro en cómic, teatro, cine y televisión, ¿qué has tenido más en cuenta a la hora de crear la imagen física del personaje central?
-He prescindido de esas versiones. Me atengo más que nada a la descripción que da Stoker. Realicé algunos bocetos y estudios previos a carbón y en gran tamaño, algunos de los que ilustran este reportaje, hasta que creí encontrar las facciones adecuadas.»
Para trazar el camino de una psicología acorde, se hace indispensable un alto grado de verosimilitud siguiendo los preceptos ya enunciados por Stoker. Y las pretensiones de Fernández a este respecto fueron ambiciosas como pocas. Pretendió no sólo plasmar el rol clásico otorgado por el novelista a sus personajes, construyendo un mundo a su medida, profundizando en sus psiques individuales enfrentadas a sus propios marcos represivos, si no que dio un paso más allá desarrollando posibilidades gráficas de la misma. Tanto es así que, y en este punto entra en juego su autodidacta aprendizaje pictórico, plasmó un producto artístico ambientado en la época victoriana. De este modo, la credibilidad del tebeo ganaba enteros. El lector moderno tenía la oportunidad de contemplar el mundo a través de los ojos de antaño. Y, obviamente, que mejor modo que hacerlo a través de la pintura de la Inglaterra de ese periodo.
El glaciar de Rosenlaui de John Brett
Mientras que en la vieja Europa de 1897, año de publicación de la obra, y dentro del marco historiográfico, nos encontramos en el punto de transición entre el postimpresionismo (Van Gogh o Gaugin por señalar alguno) y el expresionismo (Munch o Kandisky), en Inglaterra aún pervivían los ecos de la llamada Hermandad Prerrafaelista. Millais, Rossetti, Hunt, Woolner o la escuela de Liverpool (Campbell, Williamson, Davis, Lee…) entre otros, ondean un ideario estético, contrario al conservadurismo típico de la escuela inglesa, en el que la naturaleza (primero humana, el retrato, y posteriormente natural, el paisaje), se tornará vehículo de perfección con el que aprehender un ideario de libertad romántica. Estos paisajistas puros, más allá de cualquier corriente realista o medievalista de las que hicieron gala, buscaron comprender la esencia espiritual de lo representado. Una idealización materialista de base simbólica.
Paisaje de Bidston Hill de William Davis
Fernández tomará de dicha escuela su afán por la experimentación visual. Así, nutrida su propia visión de la realidad de dicha influencia, forjará el objeto representado (en este caso la imagen recreada a partir del texto de Stoker. Objeto literario que devendrá en hacerlo real) capturándolo en su matriz primigenia (en este caso, su esencia literaria). De este modo, con la dificultad de no partir de un cuerpo real como los prerrafaelistas, Fernández, desde su imaginación, descompondrá en su luz nutriente los personajes y paisajes en cuestión, analizándolos con colorido maniqueísmo: cálidos para los sujetos héroes; tonos oscuros, fríos, para el príncipe de las tinieblas y sus acólitos, así descubiertos desde una nueva óptica.
Esperando para consejo legal, de James Campbell
Este proceso requerirá un modelado preciso. No se trata de rechazar la visión del objeto representado (en este caso, paisajes y rostros artificiales, imaginados, reflejos del intimismo más sustancial), si no de nutrirlo con la propia del artista: garantía de sentimientos condenados a lo efímero. Si los prerrafaelistas tratan de encontrar la esencia del momento, las sensaciones nacidas del alma profunda cuando nos detenemos a contemplar la belleza esencial del mundo que nos rodea, Fernández procurará una mirada pausada, privilegiada, diseccionadora, capaz de captar el paso tenue del tiempo que se marchita a nuestro alrededor. De ahí que mantenga la dualidad de estos: observación precisa de los detalles, captación de la luz natural; representación de la fugacidad de nuestros pensamientos más profundos movidos por lo bello en conjunto.
Es por ello que propondrá y desarrollará una estética interpretativa que concederá tanta importancia a los detalles secundarios como a la figura principal. “A partir de este momento, nada debería quedar oculto al ojo emancipado”, proclamó Hunt en su momento. Puede que Fernando Fernández conociese y tuviera en cuenta este precepto. No lo sabemos. Pero sí que su particular mirada poética diseccionó, intensificó la superficie de lo representado. Cada elemento, en consecuencia, adquirió un protagonismo esencial que fue capaz de transmitir los prolegómenos de lo real sumado todo ello a una alteridad superior perenne en lo aparentemente insignificante. Un carácter fotográfico, milimétrico, básicamente minimalista, donde nada quedaba oculto para un artista de historieta obsesionado con la representación intensificada de la luz dadora de modos y formas.
Como hemos señalado, los rasgos de la técnica prerrafaelista se constituyen, interpretativamente, como un elemento sustancial dentro del Drácula de Fernando Fernández. Éste no sólo adaptó su técnica a las peculiaridades de un modelo original gestado también en una visión desgarrada de lo real, también lo hizo a la metáfora simbólica de nuestros miedos interiores. No resulta descabellado, por tanto, la relación que hemos establecido: símbolo interiorista, unido a una interpretación lírica de la imagen. Tomados los conceptos y reconducidos al lenguaje del tebeo, Fernández logró un producto propio, una historieta depurada, a la que la suma de dichos componentes literarios y pictóricos, no resta independencia en cuanto a su elaboración y concepción (no hablamos de planteamientos erróneos del tipo “un tebeo pintado”, o, “literatura hecha imágenes”; el que aplique parte de sus técnicas no implica que no las asimile), si no que, al contrario, realzan sus posibilidades interpretativas.
Es por ello que su adaptación de la célebre novela de Bram Stoker se convierte en un ejercicio de sabiduría. Toma elementos de otras artes pero no los aplica de manera ajena en el cómic, con el riesgo de presentar una obra desarbolada. Adapta sus fórmulas narrativas al interés secuencial de la historieta. Y esto sólo puede hacerse desde un completo dominio de las técnicas narrativas de estos medios. Para el cómic siendo el mejor artista posible, en lo que Fernández se forma paulatinamente. Para adquirir destreza en su labor como guionista diseccionó los tópicos literarios y las estructuras narrativas a la búsqueda de nuevos horizontes que ensanchasen las técnicas gráficas de la historieta; en pos de un nuevo cómic, insufló a sus páginas un estilo personal deudor de las principales corrientes artísticas. Estamos, en consecuencia, ante un largo y arduo proceso de aprendizaje, fruto de décadas de estudio, lectura e interpretación, pero por fin, culminado con su Drácula, consigue superar buena parte de las adaptaciones anteriores, en pos de la credibilidad: respetando la estructura narrativa primigenia y esboza un mesurado retrato de los personajes; ofreciendo el retrato plástico de una época; mostrando las futuras vías para una historieta más comprometida y arropada en torno a las inquietudes expresas del artista. Del artista de cómics.
A partir de aquí, podríamos presuponer una etapa de domino del medio por parte de nuestro autor. Y así parecían enunciarlo obras como Firmado por: Isaac Asimov (una adaptación de cuentos del popular autor de ciencia ficción) o La leyenda de las cuatro sombras, o los premios recibidos en ferias y salones de la especialidad, así como referencias en las principales enciclopedias de Arte. Sin embargo, surge un lento proceso de distanciamiento con la historieta. Posiblemente, dominados ya los principales recursos y ante el temor de cierto grado de estancamiento en su estética, nuestro inquieto autor asume nuevos retos a través de la pintura, medio que venía cultivando desde los setenta. Quizás. O quizás este desinterés devenga por un medio ingrato que dejaba atrás su edad de oro con un mercado acaparado por productos mediáticos, sin cabida para los nuevos talentos y con apenas sitio para los ya consagrados. El caso es que la historieta española de mediados de los ochenta se había ido a pique, dejando atrás un proceso de renovación que había quedado en agua de borrajas. Y si a este panorama le sumamos una enfermedad cardiaca que le dificultó enormemente la entrega de sus últimos álbumes (Argón y Zodiaco), podemos entender aún más si cabe el cansancio de Fernando Fernández y su abandono del mundo del cómic en beneficio del pictórico (más de cien exposiciones hasta la fecha) revelándose, no podía ser de otra manera, como retratista de primer orden.
A día de hoy, su carrera historietística sigue parada. Únicamente las reediciones de sus obras más punteras (Zora y, precisamente, Drácula) así como la publicación de su autobiografía (Memorias ilustradas), permiten a las nuevas generaciones de lectores del siglo XXI, acercarse a la figura de uno de nuestros artistas de tebeos más internacionales y reputados en la historia de nuestro medio. Algo es algo. Pero nunca suficiente.
Quizás el mejor resumen de su carrera nos lo pueda dar él mismo (entrevista en el nº 35 de Creepy):
«-¿Qué ha supuesto para ti el desafío más grande en esta adaptación de Drácula?
-Creo que un poco ya lo he respondido antes. Hacer una adaptación que no sea una más. Puedo no acertar pero si le dedico más de un año de duro trabajo, ES QUE AL MENOS LO INTENTO HONESTAMENTE.»
Bibliografía:
-CARTER, MARGARET L. (1988): Dracula: The Vampyre and The Critics, U.M.I. Research Press, London.
-CARTER, MARGARET L. (1989): The Vampire in Literature: A Critical Bibliography, U.M.I. Research Press, London.
-DOMÍNGUEZ NAVARRO (1982): “Drácula” (entrevista a Fernando Fernández), en Creepy, 35, Barcelona, mayo de 1982.
-FERNÁNDEZ, F. (1984): Bram Stoker, Drácula, Toutain Editor, Barcelona.
-FERNÁNDEZ, F. (2004): Bram Stoker, Drácula, Glénat España, Barcelona.
-FERNÁNDEZ, F. (2004): Memorias ilustradas, Glénat España, Barcelona.
-MCCLOUD, S. (1995): Cómo se hace un comic. El arte invisible, Ediciones B, Barcelona.
-PROPP, V. (1998): Morfología del cuento, Akal Ediciones, Barcelona.
-SKAL, DAVID J. (1996): V is for Vampire. The A- Z Guide to Everything Undead, A Plume Book, New York.
-STOKER, B. (1981): Drácula, (traducción de Francisco Torres Oliver), Editorial Bruguera: Libro Amigo, 1.502, Barcelona.
-TESNIÈRE, L. (1970): Elementos de sintaxis estructural, Editorial Gredos, Madrid.