En el relato El monje negro, de Chéjov, para responder a un personaje que alucinaba, otro dijo: «Es una alucinación, pero la alucinación es real porque forma parte del ser humano y, por tanto, de
Quizás a la mente que engendró estas variaciones sobre el tema de lo monstruoso, en la línea de la obra de pintores como Brueghel o El Bosco, le ocurrió lo mismo que a la madre de Pantagruel cuando lo alumbró, que murió de mal parto, pues la criatura era tan grande y pesaba tanto que no pudo salir a la luz sin sacrificar a su madre… Resulta “rabelesianamente” cómico imaginar a estas grotescas criaturas salir de la cabeza de su creador como Atenea salió de la de su padre. Ninguna cabeza humana podría quedar indemne después de parir a un elefantiásico ser de enorme nariz rematada en una ruedecilla dentada (p. 56); o a un aberrante pez antropoide de cuya boca sale otro pez menor que también escupe otro más pequeño mientras con una sierra se raja la barriga de la que le salen otros muchos pececillos (p. 141). Con toda seguridad, la cabeza de la que salieron estas inquietantes criaturas explotaría al salir de ella un engendro cabezón de enorme joroba (p. 152) al modo de aquellos “montíferos” o “porta-montañas” que nos describía el difunto M. alcofribas, álter ego de Rabelais, en el primer capítulo del libro de Pantagruel.
A pesar de su apariencia sobrenatural, elemento por el que, según el canon anglosajón seguido para distinguir entre “terror” y “horror” en las obras de creación, habría que incluir estos sueños dentro del género del horror, su grotesca desmesura los convierte en una espectacular parodia de la humanidad a la que bien se le podría aplicar el texto que dedica Rabelais a los lectores al comienzo de Gargantúa y Pantagruel: «Amigos lectores que este libro leéis, renunciad a toda afección, y al leerlo, no os escandalicéis: no contiene mal ni infección, aunque tampoco gran perfección. Si no aprendéis, reiréis al menos; mi corazón no puede otra materia elegir al ver el pesar que os consume y mina; mejor es de risa que de llanto escribir, pues lo propio del hombre es reír».
Desde luego, parece innegable la intención satírica que esconden. Perfectamente distinguibles y recurrentes resultan algunos estamentos de la sociedad, como la iglesia o el militar: una especie de religioso que asoma su animalesca mandíbula por la capucha que le tapa la cabeza y empuja una extraño ingenio militar con ruedas, al que rodea con el tahalí con que también sostiene su espada, parecería un absurdo monje soldado (p. 49); o un ridículo militar pertrechado con una armadura imposible (p. 50); o un chocante soldado con la nariz casi tan larga como su fusil (p.51); o un risible mutante de boca acordonada que empuña una espada (p. 52); o un hombre al que le salen enormes pelos de la punta de la nariz, que esgrime un palo y lleva una bota con espuela en la cabeza (p. 53); o el raro personaje con labio belfo y nariz porcina que viste con capa pluvial y lleva en la cabeza un estrafalario gorro alrededor del cual vuela una multitud de moscas (p. 55); o un estrambótico personaje mitrado, con ínfulas que le llegan al suelo, que empuña una espada con pose amenazadora llevando un jarro atravesado en una de sus piernas acabada en garra mientras que la otra es un fuelle (p. 130); o el clérigo con cara de agresiva alimaña que guarda con avaricia sus hostias en un enorme saco que lleva colgado (p. 127).
No obstante, como dice en su nota Rufus Axis, «lo que estas imágenes refieren constituye aún un sabroso misterio sin resolver que ha dado pie, a lo largo de la historia, a innumerables creaciones artísticas». Así, nos cita tres ejemplos dispares como el techo de Prestongrange House, en Escocia, que incluye cuatro imágenes inspiradas en estos sueños raríficos; y las veinticinco litografías que Salvador Dalí realizó en 1973 bajo el título Songes drolatiques de Pantagruel, y el espectáculo multimedia que ideó el artista esloveno Zoltan Krök y que se escenificó en Sydney en el año 2000 como protesta por el cambio de milenio.
Los sueños raríficos de Pantagruel se publican por primera vez en lengua española junto al divertido Tratado del buen uso del vino, de Rabelais, extraño texto emparentado con el Libro del buen amor, del que sólo se conserva la edición medieval en checo rescatada en 1995. Según se lee en la contraportada del libro, «este opúsculo ensalza las virtudes de este notabilísimo psicotrópico que las gentes del Mediterráneo elaboramos y consumimos desde hace miles de años para buen provecho de nuestras sociedades y nuestros espíritus». Después de leer el embriagador tratado sobre el uso del vino, cabe preguntarse si los sueños raríficos no serán más un producto del alcohol que del humor. Aunque, también pudiera ser, habida cuenta de que no está clara la autoría, que estas admirables criaturas pantagruélicas hayan sido creadas por el mismísimo Pantagruel a la manera en que engendraba hombrecillos y mujercillas en el capítulo XXVII de su libro, cuando, tras soltar un pedo que hizo temblar la tierra en nueve leguas a la redonda, con su aire corrompido «engendró más de cincuenta y tres mil hombres pequeños, enanos y contrahechos; luego, de un follón, engendró otras tantas mujeres pequeñas y encorvadas». Todo pudiera suceder. En cualquier caso, lo mejor será regocijarse en la lectura y visión de este libro en el que todo es sugestivamente monstruoso (hasta la editorial, Melusina, que es una mujer con cuerpo de serpiente), siguiendo los sabios consejos de Rabelais: «Regocijaos, amigos todos, y leed alegremente lo que ahora sigue, dando recreo al cuerpo en provecho de los riñones. Mas escuchad, grandísimos asnos (¡así tengáis moquillo!), no olvidéis beber a mi salud por igual, yo os imitaré sin tardanza…».