“LA LITERATURA EN PEDAZOS”: EL PROBLEMA DE LA ADAPTACIÓN.
Desde este lugar, novedoso, creado por el cruce de diversas series en el marco de un amplio proceso de re-apertura política y cultural, la historieta, a través de Fierro, se transformará en interlocutor válido en el debate social por el sentido de la historia reciente (¿qué significa lo que ocurrió, por qué ocurrió y cómo reformular la sociedad y sus prácticas a la luz de eso que ocurrió?), en cuyo seno aparece reiteradamente, como punto de fuga o como zona de incerteza de todas las explicaciones, el problema de la violencia política.
En este punto, el análisis del pasaje de una lectura escolar del canon literario (de algún modo, las adaptaciones de obras literarias a historieta se originaban siempre en esta zona, como estrategias pedagógicas dirigidas a difundir entre un público infantil y adolescente el gusto por la literatura nacional) a una lectura irreverente, una lectura que se hace, en términos barthesianos, “levantando la cabeza” (Barthes.1987:35), asociada, por otra parte, al desarrollo del proyecto de reformulación crítica de ese mismo canon literario desde un lugar excéntrico (la escritura de Piglia), nos permitiría iluminar los problemas que un mecanismo como el de la adaptación (que es, en última instancia, una forma de la traducción) es capaz de generar en el marco de una teoría o un análisis de la interdiscursividad.
Este escrito, entonces, es varias cosas a un tiempo: el ejercicio de un análisis textual, el intento de fijar un problema y adelantar algunas líneas para su solución, la decisión de construir una serie en el que ese problema adquiera algún espesor y un cierto número de matices. Por esto, renunciaremos a hacer una lectura que vaya más allá del nivel textual (sea, por ejemplo, una lectura que interrogue determinados procesos de producción o de reconocimiento) y, por lo tanto, a una lectura que esté en condiciones de preguntarse y de responderse por el sentido de los textos analizados. En todo caso, recién en el final arriesgaremos alguna hipótesis al respecto, la que no pretendemos demostrar en absoluto y a la que sólo le acordaremos la representación de una inconformidad: aquella que viene a decirnos que, así planteado, este análisis no está completo. Tan sólo se trata, finalmente, de reencontrar y de recomponer, en un conjunto de textos, el entramado de algunas estrategias o unos procedimientos de re-escritura, capaces de delinear y despejar el espacio de un problema: cómo y desde dónde leer críticamente una adaptación.
No parece imposible aislar, en todo texto narrativo, aquello que podríamos llamar su dimensión polémica, artificio por el cual el discurso, generalmente apegado o supeditado al desarrollo de la anécdota, accede a un nivel de sentido en el que se le confiere al acontecimiento el estatuto más elevado de ejemplo; es decir, como parte en un todo que lo trasciende y lo justifica.
Así, la escritura de Echeverría aparece, en su dimensión polémica, comprometida en dos procesos fundamentales de re-semantización del acontecimiento. Por un lado, las repetidas alusiones al discurso de la Iglesia (la anécdota acontece durante la época de cuaresma, cuando el dogma prohíbe a los fieles el consumo de carne), la cita (y la reducción al absurdo) de los anatemas eclesiásticos dirigidos contra los unitarios, desnudan el origen de la violencia que se ejercerá después: el fanatismo religioso, que hace de los unitarios los responsables de la catástrofe natural (según una indiscutible lógica sobrenatural que hace pie en el pensamiento mágico de una masa carente de Ilustración y sojuzgada por el amo). Y, por otro lado, el proceso de animalización de los actores involucrados coloca también en el origen del acontecimiento la bestialidad de un pueblo cebado por la sangre:
“Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.
Ahora bien, esta interpretación alegórica del Matadero, como modelo de un sistema político (la Federación), y la dimensión polémica en la que se pauta una explicación de la violencia que se ejerce en ese espacio (el Matadero/la Federación), son precisamente los elementos que desaparecen en la versión que publicará Fierro (con dibujos de Enrique Breccia), elididos por la imagen, oscurecidos detrás de las bambalinas negras del escenario (el ominoso cielo que cubre el matadero, estremecido por la tormenta).
“Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y, en un momento más, no quedó nadie en el matadero” (E. Breccia, 1993:19).
Pero, si es verdad que se trata de una re-presentación de la violencia política que la despoja de su sentido moral (y que coloca en el centro de la escena tan sólo el ejercicio y la práctica de esa misma violencia), también es cierto que, desde el punto de vista de su tratamiento gráfico, el acto de violencia aparece elidido, soslayado, detectable sólo como inminencia o como resultado, jamás como acto o como evidencia. Esto es: vemos, primero, el lazo romperse y deslizarse en el aire y, después, la cabeza del chico separándose del tronco (E. Breccia, 1993:13); o bien, vemos la mano de Matasiete sostener el cuchillo y, después, la sangre del toro chorreando de su costado (ibíd:14); vemos la mano del carnicero federal esgrimiendo la lonja y, en el próximo cuadro, al unitario en el suelo, a merced de sus matadores (ibíd:15); vemos las tijeras inclinarse sobre el prisionero e, inmediatamente después, el rostro que emerge desfigurado por la furia y por la humillación inferida (ibíd:17). Es decir, no se nos muestra el momento preciso en que el lazo rebana el cuello del muchacho; el cuchillo del carnicero hundiéndose en la carne del animal o cercenando sus testículos, el lonjazo inferido al aterrorizado caballo, o el instante mismo en que el unitario revienta en un vómito de sangre. De algún modo, el acto violento (podríamos decir, casi metafóricamente, el golpe de la violencia) se ubica en los intervalos de la secuencia gráfica, en los espacios que separan las viñetas unas de otras (los canales o calles), y sólo podemos inferir su presencia porque antes o después vemos las marcas que deja en los cuerpos y en el paisaje.
Podría decirse, entonces, que la combinación de dichas estrategias produce, en el espacio que deja vacío el desplazamiento del texto de Echeverría (por el mecanismo de la adaptación) hacia el lugar de modelo o hipotexto (Genette, 1989), nuevos efectos de sentido, que de ningún modo podrían reconocerse en el original: exasperación de la violencia a través de la supresión de los esquemas que aseguraban su inteligibilidad como signo de otra cosa (el trágico enfrentamiento entre civilización y barbarie, por ejemplo) y, al mismo tiempo, ubicación de la violencia en los intersticios de la representación, dificultad de la mirada para acceder a una visión plena e inequívoca del acontecimiento.
Según Piglia (1993:124), la fascinación que ejerce la narrativa arltiana estribaría en su capacidad para captar “el centro paranoico” de la sociedad argentina: la idea de que el poder es secreto (por lo tanto, inasible, invisible) y se ejerce como “conspiración”. Es decir, que el curso de los acontecimientos obedece a una causalidad oculta, inaccesible a la gran masa de ignorantes que constituyen el pueblo, pero ineluctable y terrible en sus efectos; cuyo origen está en las decisiones y acciones de un grupo minoritario de hombres geniales, poderosos y amorales.
De este modo, la operación crítica de Piglia (que es, esencialmente, codificación de un nuevo canon para la literatura argentina) instala la narrativa arltiana en una tradición inesperada, que no es la literatura rusa del siglo XIX (que Arlt demuestra haber leído mucho) ni encuentra su lugar en la “literatura social” de Boedo, sino que entronca especialmente con una serie de autores de la literatura norteamericana del siglo XX, los cuales se mueven sobre el registro y las convenciones de dos géneros populares estandarizados: el policial y la ciencia ficción. Estos escritores son los novelistas de la llamada “línea dura” dentro del policial (Chandler, Hammett) y ciertos exponentes de la ciencia ficción norteamericana de pos-guerra o “nueva” ciencia ficción (Philip Dick, William Burroughs, Thomas Pynchon). Por esta filiación, el efecto revulsivo, de profunda incomodidad, que producen las novelas de Arlt encontraría su origen en el poder de una escritura dirigida a explicitar, desnudar o revelar, por la ficción, la “lógica secreta [y perversa] de la explotación capitalista” (op.cit:125), mostrando el reverso macabro de todas las categorías con las que las modernas sociedades capitalistas se dotan de una moral y una justificación trascendente (el libre mercado, la soberanía del interés propio, la licuación del poder en un sistema democrático de gobierno, etc., etc.).
Sin embargo, paradójicamente, la versión del dibujante José Muñoz sobre “La agonía de Haffner, el Rufián Melancólico” (episodio de la saga novelística constituida por Los siete locos, de 1929, y Los lanzallamas, de 1930) recorta, elimina u ocluye aquellos espacios desde los que se despliega la lectura de Piglia (el motivo del complot y la representación de Buenos Aires como ciudad moderna), y arranca la escritura arltiana de la tradición que le construye el crítico para reinscribirla en un espacio completamente diferente.
Y, con ella, también desaparece el espacio que la explica y la hace posible. La Buenos Aires futurista de Arlt (esa “máquina de daños, abstracta, malvada”, ante la que Piglia se detiene fascinado), quedará reducida a una mínima (y obsesiva) expresión: el farol (icono que, cuadro a cuadro, se repite incansablemente, en el que se apoyan los compadritos a fumar y las prostitutas que están haciendo la calle). Y esta sola sustitución, de la ciudad por uno de sus símbolos, ya implica un desplazamiento definitivo.
La frase que elige Muñoz para abrir su relato de la muerte de Haffner (“Aquí todos vivimos como puercos”) sólo tangencialmente se conecta con las filiaciones y parentescos que ha trazado Piglia, a la vez que se inscribe de lleno en el espacio semántico-ideológico definido por otro universo discursivo: el de las letras de tango. El mismo rostro del rufián, en el primer cuadro de la historieta, es el de un compadrito, respecto del cual el origen escandinavo del apellido parece casi un contrasentido. En esta versión, Haffner, antes que un “rufián”, es un “melancólico”, atacado de un spleen canallesco: nostálgico de una “felicidad” y una “vida limpia” que ya no tendrá, dirige una mirada agria sobre el mundo, dotada de un desencanto, una desesperación y una resignación final que son casi discepoleanos.
Contra la interpretación de Piglia, Muñoz retrocede, por así decirlo, y se aparta de una lectura profética de la narrativa arltiana, la cual estaría descubriendo el “núcleo paranoico” de una sociedad futura (que empieza, justamente, con el primer golpe militar de la historia argentina, comandado por el general Uriburu en 1930), donde el ejercicio y la toma del poder se conciben según la lógica del putsch, el golpe de mano, llevado a cabo por un grupo selecto de conspiradores anónimos. Y este movimiento le permite reencontrar, en la “agonía de Haffner”, “escondida por la violencia policial” (Piglia.1993:126), una metafísica del tango: un núcleo ideológico resistente, que agrupa y reúne en torno a sí los contenidos de una conciencia, las palabras de una subjetividad, el alucinado monólogo interior de un “rufián melancólico” que agoniza sin delatar a sus asesinos.
Ahora bien, en el final de este viaje, encontramos el verdadero problema que la reproducción (paródica) del imaginario tanguero permite tematizar, y que la lectura de Piglia soslaya: se trata de la relación, siempre conflictiva y siempre violenta, del protagonista con la mujer. En este punto, la posición de cafishio, de macró, que ostenta el personaje define un modo de relación violenta con las mujeres: son éstas, y no el “tísico Gómez”, las antagonistas de Haffner.
Entonces, la verdadera tensión que parece querer iluminar la versión de Muñoz es la relación del protagonista masculino, dominante, con sus antagonistas femeninos. Y, en este sentido, puede decirse que el relato de la agonía de Haffner se construye como el revés o el reflejo invertido de un tango. Porque esta narración es, en definitiva, el relato de una reconciliación: la apoteosis, en el último cuadro de la historieta (ese saltar del rufián hacia la nada, rodeado de socarrones querubines tangueros, bajo la mirada complacida de un grupo de celestiales en los que no es difícil reconocer rasgos de Gardel o Troilo), es el signo de un reencuentro: el resultado exitoso de una búsqueda violenta a través de las mujeres para recuperar, en el final, la protección del seno materno representado en la figura (prematuramente envejecida) de la “Cieguita”, que es también, por supuesto, una imagen de la Parca. La “agonía de Haffner” nos muestra el otro lado de los tangos y, a su vez, realiza, paródicamente, la tragedia del hombre solo: la salida, por la muerte (el regreso al seno materno), de la desesperación existencial.
Este retorno paródico al relato tanguero abre, en la tensión entre dos lecturas (Piglia - Muñoz), el espacio de un interrogante: ¿cuál es el relato verdaderamente arltiano: el de la subjetividad atormentada del porteño, de matriz tanguera (cuyas huellas también pueden rastrearse con relativa facilidad en otros cuentos de Arlt: “Las fieras”, por ejemplo, o “Escritor fracasado”), o los relatos sociales acerca del poder y del dinero que legitiman el proyecto del Astrólogo? En última instancia, podría decirse que la narrativa de Arlt se desarrolla entre esos dos núcleos ideológicos, los despliega y los pone en tensión, produciendo discurso en el choque y en la fricción de esas dos matrices incompatibles. No es un dato menor, por otra parte, que las novelas arltianas se construyan como crónicas de una conspiración fallida, de una revolución que no fue.
“La gallina degollada”, de Horacio Quiroga, es un cuento de horror, acerca de la herencia como fatalidad. En el centro del relato, en sus confines, alrededor del crimen monstruoso y en las perplejidades del lector, se dirime siempre el problema de la culpa, y parece evidente que ésta descansa en la sangre familiar, portadora del fatum trágico de los personajes: “Toda la sangre que circula en el cuento y que lo cierra con una marea roja remite a los lazos sanguíneos que vincula a los parientes y los ata en un destino trágico” (Piglia.1993:64).
Como en el caso de “El matadero”, lo que se elide en la traducción de la escritura literaria al lenguaje del cómic es su dimensión polémica, aquella donde la anécdota (el crimen) finca en un cuerpo de explicaciones que la trascienden y que abren el texto a otros discursos (médico, político, religioso, científico, etc.). En la versión de Trillo y Breccia, el lugar de esa dimensión polémica aparece ocupado por una dificultad casi técnica: es evidente que eso que ocurre es monstruoso; ahora bien, ¿cómo hacer para conferirle, por la imagen, ese estatuto? Y la solución, técnica, a la que arriban guionista y dibujante es, a la vez, simple e inesperada: la intromisión del color.
Este desquiciamiento de la conducta, que despierta a los monstruos y los hace actuar, encuentra su correlato en el desquiciamiento del lenguaje que sostiene la representación de la anécdota. La presencia inesperada del color constituye la realización de una posibilidad o un parámetro no previsto en el conjunto de reglas y convenciones que constituyen el lenguaje del cómic en blanco y negro, con lo que esa opción expresiva configura un gesto claramente disruptor respecto de la racionalidad definida por dicho código.
En los lugares donde aparece, el color realiza violentamente la irrupción de lo irracional. Su disposición en la hoja está marcada por el exceso y por la extrañeza. Por un lado, excede los límites o, mejor dicho, no aparece confinado por ninguna clase de bordes o líneas demarcatorias: más que como figura, el rojo se realiza como pura mancha. Por otro lado, resulta ajeno al trazo en blanco y negro y, antes que rellenarlo, lo cubre: podemos percibir las líneas del dibujo por debajo del color, el cual se derrama y se extiende por la hoja, otra vez, como una mancha. Es como si Breccia hubiera arrojado el color sobre el dibujo terminado, operando de este modo una fuerza disruptora sobre la representación y su código, revelando en el origen de lo monstruoso la irrupción violenta de lo irracional y de lo absolutamente imprevisto.
IV. Conclusiones: La Argentina en pedazos; entre literatura, crítica e historieta
En el final del recorrido, volver inopinadamente al título de la serie (“La Argentina en pedazos”) servirá para condensar el conjunto de cuestiones que surgen en torno a las relaciones entre literatura, crítica e historieta, tal como se han ido trazando (o descubriendo) en los parágrafos anteriores.
En segundo lugar, resulta adecuado para definir el eje temático y el principio constructivo que rigen la formulación de este nuevo canon literario.
Por este desplazamiento hacia una “historia de la violencia” se explica que la serie comience con el cuento de Echeverría: si “Sarmiento se zafa” (ibíd:9) de la violencia al exiliarse (y desde ese margen, el exilio, deposita el sentido de la historia en el Futuro), “El matadero” se instala en el seno de la violencia (la vejación y la muerte del cuerpo del unitario a manos de los federales) y trata de estipular su sentido actual, presente. Así, la mayoría de los relatos que constituyen la serie (salvo algunas excepciones) se despliegan a partir de un centro opaco, un episodio de violencia, la cual aparece siempre bajo dos formas fundamentales: la violación o el asesinato (a la anécdota central de “El matadero” le siguen la masacre de los indios en la Campaña del Desierto, según Viñas; la muerte de Haffner; el asesinato de la niña en “La gallina degollada”; el crimen pasional que casi subterráneamente se despliega en Boquitas pintadas, la novela de Puig, por debajo de los materiales formales y temáticos de la cultura de masas).
Entonces, la escritura de Piglia viene a impugnar las nociones sobre las que descansaban las historias literarias tradicionales: una cierta unidad de carácter o espiritual, un estilo adecuado a una nación que se define como forma de ser (el “ser nacional”). Aquí, la historia de la literatura argentina ya no es el desplegarse armonioso y continuo de una cierta esencia, identidad o espíritu nacional (sea cual fuere), que se encuentra en el origen y se mantiene siempre idéntico a sí mismo. Constituye, ahora, una respuesta, siempre contingente y siempre renovada, a la violencia de lo real; el intento de construir desde el presente un relato (una tradición) que lo explique, a través del lenguaje (el gran instrumento de toda tradición) y a partir de los pedazos inconexos (los restos del naufragio) que nos quedan del pasado; la transfiguración de la sola diferencia (que no es más que pura discontinuidad) en relación y conflicto: instauración de un otro que nos interpela y nos obliga a hablar/lo (y hablar/nos), sea el gaucho, el indio o el Estado.
En este sentido, creemos que el término “adaptación” (que rige los procesos de re-escritura que venimos analizando) resulta poco pertinente, ya que parece estar designando la serie de transformaciones que una cosa (un texto literario) debe sufrir para seguir siendo, aunque de otro modo o en otro lugar, esa misma cosa. Dada esta concepción, el texto literario (el original) se mostraría como habitando, desde el interior, la historieta (la copia), y el ideal a seguir parecería ser el de la identificación o el de la adecuación absoluta (lograr escribir, en otro lenguaje, el mismo texto). Sin embargo, la lectura que la historieta, como un puro lenguaje o código (más allá de cualquier poética o estilo autorial), pueda hacer de la escritura literaria necesariamente despedaza a esta última, ejerce sobre ella una violencia, la fragmenta y dispersa sus elementos en una secuencia gráfica. Compárese, dentro de la serie analizada, la letra de cualquiera de los textos adaptados con sus respectivas adaptaciones y se llegará rápidamente a esta fácil comprobación.
Pero, además, la historieta, como discurso (del mismo modo que la crítica), ocupa ese espacio que dejan libre la fragmentación y el despedazamiento del texto original, se instala en el espacio de lo no dicho (ni explícita ni implícitamente, ni manifiesta ni subterráneamente) por la escritura literaria, y desde allí produce un sentido inédito, diferente, que abre el discurso a sus condiciones de producción. En este punto, si la crítica de Piglia, anclada fuertemente en los debates culturales de la década del sesenta, recupera el poder de la ficción como cifra profética de la sociedad por venir, capaz de restituir la coherencia de lo real a través del proyecto utópico; las historietas de “La Argentina en pedazos”, en cambio, parecen estar diciendo que lo monstruoso, y la violencia que ejerce, encuentran su origen en lo irracional, y que la explicación sólo puede realizarse como elipsis (ausencia) o como parodia (máscara de una ausencia).
Lucas Berone forma parte del grupo de investigación Historietas Argentinas
- ARLT, Roberto. 1968. Los lanzallamas. Fabril. Buenos Aires.
- BARTHES, Roland. 1987. “Escribir la lectura”. En El susurro del lenguaje. Paidós. Barcelona.
- BRECCIA, Enrique. 1993 (1984). “El matadero”. En Ricardo Piglia, op. cit.
- GENETTE, Gerard. 1989. Palimpsestos. Taurus. Madrid.
- PIGLIA, Ricardo (comp.). 1993. La Argentina en pedazos. Edic. de la Urraca. Buenos Aires.
- QUIROGA, Horacio. 1954. Cuentos de amor, de locura y de muerte. Losada. Buenos Aires.
- STEIMBERG, Oscar. 1977. “Cuando la historieta es versión de lo literario”. En Leyendo historietas. Estilos y sentidos en un arte menor. Nueva Visión. Buenos Aires.