HAREMOS UN MURO Y QUE LO PAGUEN ELLOS
La nueva edición de La Muralla de Josep Maria Beà supera con creces todas las expectativas. Recordemos que es una historieta publicada por entregas en 1983 y en álbum al año siguiente. Y, claro, no cabe parecido con las fórmulas de edición del año 1984. Ni se manejaba el mismo tipo de papel, ni se imprimía con las mismas colas, ni se soñaba con otros tamaños para los cómics. La guerra de formatos que se ha producido en los últimos años, ese clavo ardiendo al que se han aferrado los editores para intentar consolidar una naturaleza, entonces era una batalla breve. En medio del boom del “cómic adulto” el formato rey era la revista, con sus cubiertas plastificadas, su grapa forzada y su moza en portada. Allí se desgranaban las historietas de susto, sorpresa o sonrisa, algunas brillantes, seriadas muchas, olvidadas la mayoría. En realidad aquella etapa fue de confluencia, porque las revistas para público maduro no fueron el comienzo de algo nuevo, como se pensaba, sino la consecuencia de lo anterior; un nexo crítico como única salida ante lo que llegaba. El cómic de autor había nacido en los años cincuenta, sobre todo en Argentina y Francia, balbuceante en Estados Unidos, y en España creció como allí, fragmentado y por entregas. La nueva historieta, más madura, con personajes sólidos y con autores exigentes para un púbico más selecto fueron brotando poco a poco, algunos de ellos, además, intentaron adelantarse a su tiempo con esa idea tan alocada por entonces de "hacer el cómic que yo quiero hacer fuera de las exigencias comerciales".
Josep Mª Beà era uno de eso autores. Hacendoso y talentudo. Capaz de hacer surrealismo en revistas de humor e historieta intelectual para los editores yanquis. Armó la revolución dibujando "con estilo de antaño" para las revistas más rabiosamente modernas. Lo que Corben, Fernández o Segrelles epataban con su sufrido figurativismo en el caso de Beà era plumilla e imaginación; ni el color le hacía falta. Demostró que bastaba con saber narrar para gustar o para no narrar nada y triunfar. Además, Beà era listo. Posiblemente haya sido uno de los historietistas más listos de la historia del cómic español, porque pocos como él han usado el relato anidado con sapiencia. Ya cuando empezaba echó mano de esta estratagema, la de agazapar un cuento dentro de otro cuento al que le daba la forma deseada (ya estaba esto en Peter Hypnos, por ejemplo). Si se contaba con la idea básica daba igual la meta, fuese un cómic de horror, ciencia ficción, aventura policial o anécdota pornográfica. Beà se reveló maestro del disfraz con sus tabernas galácticas y sus esferas cúbicas. Le bastaba con el traje de moderno para contar historias que ya se habían contado o que se volverían a contar, pero nunca así, como él, azote como era de la suspensión de la incredulidad.
La Muralla fue un paso más allá en su trayectoria. Comenzó como serie destinada a una revista, Rambla, siguiendo un esquema muy parecido a lo que el autor había servido por entregas para las revistas de cómic de Toutain, pero en este caso con una sustancial diferencia: la revista la editaba él mismo, así que él mismo era quien decidía si ese producto podía tener éxito entre el público o no. Y decidió irse por la tangente, á la Moebius. Decidió que una historieta también podría ser un elefante o desarrollarse dentro de lo absurdo y terminar no concluyendo nada concreto. Así nació este juego, La Muralla, una historieta experimental al uso de lo que Beà ya había hecho en sus inicios en la revista Nueva Dimensión pero que a ojos del público no parecía experimental, parecía algo guay de ciencia ficción surrealista: un barco gigantesco, de piedra, que vagaba por un mar transparente rodeado por peces volantes. Salpícalo con algo de violencia, erotismo e intriga y tienes a tu público.
Sigue funcionando. Se vuelve a leer con interés esta historia de caras arrebatadas, seres de luz apetitosos sexualmente, planetas de un árbol y que concluye con un repaso a los genios de la pintura. No se puede contar más porque nada más hay que contar. Ni mejor, por supuesto. Beà quiso demostrar que se podía construir una historia sin otra pretensión previa que la de arrastrar a un público hacia un final no pactado. Llegado ese punto, era posible recopilar esta historia y publicarla con formato de álbum para convencer al público de volver a comprar el mismo relato de nuevo. Y, con el paso de los años, era posible rescatarla como una de las tres obras más importantes del autor con el fin de darle un lustre distinto, más atractivo.
Lo han hecho la gente de Trilita. Un señor álbum, grandote, que huele de maravilla y cuesta 26,80 eurazos. Delicatessen. La rotulación nueva se agradece pero sobre todo hay que valorar el nuevo coloreado, que cambia la obra, hasta el punto de que genera una obra nueva. ¿Se arriesgarán a comprarlo a sabiendas de que la historia no termina en boda? Yo lo recomiendo. Salen Millet, Caniff, Dalí, Whistler y unas pupilas de un solo color que están dibujadas en plano pero que.... ¡se mueven!