Acerca de unos textos de Walter Benjamin
1. ¿Cómo se cruzan los discursos en una sociedad o, más específicamente, en un campo del saber? ¿Qué ley o qué leyes regulan los intertextos de una lectura? Si es cierto que el hombre es, entre otras cosas, y como dijera Barthes, una parada de lenguajes y de discursos; y si es cierto que no existe nunca del todo algo así como el discurso único; entonces, ¿cómo se convocan los discursos, cómo vienen los textos al individuo, desde qué lugares y al son de qué sortilegio?
Una teoría de la interdiscursividad o de la intertextualidad, claro, es la que parece estar invocando semejante presentación; pero de lo que se trata, en realidad, aquí, es del ejercicio de ese cruce misterioso todavía. Hace unos meses (dada la situación de escritura en la que me encuentro, el uso del indeterminado es necesario y perturbador a la vez) sentí como lector que un interesante texto de Benjamin, titulado «El narrador» y dedicado a la obra del escritor ruso Nicolai Leskov (1831-1895), tejía en la oscuridad su cruce misterioso con una poética del relato que me viene ocupando desde hace un tiempo. Sentí que lo que decía Benjamin sobre Leskov lo decía asimismo sobre los relatos de Oesterheld; que Oesterheld, desde la particular poética del relato que construyó a lo largo de su trabajo como guionista de historietas, pertenece a una singular raza de narradores que no parece existir ya. La lectura posterior de un nuevo artículo de Benjamin («Experiencia y pobreza», de 1933) me confirmó en mis intuiciones: hay algo en Oesterheld a lo que Benjamin está aludiendo insistentemente, como algo que, básicamente, se termina en las primeras décadas del siglo XX.
En la línea de lo que plantea Benjamin, me parece que Oesterheld pertenece indudablemente a una cierta clase de narradores, a los que podríamos llamar los últimos narradores de la experiencia; o bien, los narradores de la última experiencia, es decir, los narradores de la experiencia moderna, de la modernidad. Y esto, me parece, especialmente en relación con ciertos acontecimientos que las narraciones de aventuras, las de Oesterheld y las de varios otros, acogen y despliegan incesantemente: los acontecimientos de la muerte.
2. Benjamin escribió, en su artículo sobre Leskov: «La muerte es el sello de todo lo que el narrador puede relatar. Su autoridad ha sido tomada en préstamo a la muerte. En otras palabras: ella es la historia natural a la que remiten sus relatos» (Benjamin, 1986:199).
De un modo muy agudo e interesante el filósofo alemán relaciona la pérdida de la experiencia común o colectiva en la edad moderna con el ocultamiento progresivo de la muerte, y su alejamiento respecto a los espacios vitales cotidianos:
«El morir, anteriormente un acontecimiento público en la vida de los individuos, sumamente ejemplar [...] –el morir, durante la edad moderna, es sacado cada vez más del mundo perceptible de los vivos. Antes no había casa, apenas si alguna habitación, en que no hubiese muerto alguien. [...] Hoy los burgueses viven en habitaciones que están puras de muerte alguna, secos habitantes de la eternidad que, cuando el fin se aproxima, son remitidos por los herederos a sanatorios o a hospitales. Solo que las formas transmisibles, no del saber o de la sabiduría de un hombre, sino sobre todo de su vida vivida –y esa es la materia con que se hacen historias– solo son adquiridas al morir» (Op. cit.:198).
La muerte, según Benjamin, es un acontecimiento de pura comunicación, que se abstrae de la lógica capitalista del intercambio: lo que muere siempre nos deja un don, el legado de una experiencia, el relato y la sabiduría de su vida vivida.
Y Oesterheld participa de estas intuiciones, de este tipo de certezas estéticas. Tomemos, por ejemplo, una de sus series más conocidas y hermosas: «Ticonderoga Flint» (con dibujos de Hugo Pratt). En ella, el narrador, Caleb Lee, es un viejo de setenta y cinco años que, viendo ya cercano el momento de su fin, decide entonces que ya es «tiempo de vivir hacia atrás», rememorando su vida aventurera desde que se enroló en el ejército cuando apenas tenía quince años (Oesterheld y Pratt, 1957:20).
El comienzo de «Marcianeros», el relato de Oesterheld. |
La muerte (las muertes) es un hecho común y a la vez profundamente significativo en el género de las historietas de aventuras, incluso en aquellas series donde, por regla, nadie puede morir (cf., por ejemplo, «El llanero solitario», y el resto de las historietas superheroicas norteamericanas hasta la década del sesenta). La muerte de los cuerpos, junto al sexo y la violencia entre los cuerpos, entre el sexo y la violencia de los cuerpos, es uno de los acontecimientos más frecuentados por la historieta realista.
Por supuesto, no todas las muertes son iguales. ¿Qué tipo de relaciones se traman, en la historieta, entre la muerte y la aventura? ¿Y cuál será el sentido de la muerte en las aventuras imaginadas por Oesterheld?
La muerte y los acontecimientos de la aventura
Creo que la producción narrativa de Oesterheld acepta y requiere una periodización, aunque en su totalidad parece mantenerse fiel a ciertos principios constructivos. En esa periodización, ocupa un lugar clave para mí lo que llamaría su momento de transición: después de la quiebra de Editorial Frontera, en 1961, y antes de desembocar en una práctica cultural claramente militante (aunque no meramente militante), a fines de la década del sesenta y principios de la del setenta. En ese período medio, entre 1962 y 1968 aproximadamente, Oesterheld produjo algunas series verdaderamente memorables (como «Mort Cinder», con Alberto Breccia; como «Watami», con Jorge Moliterni) y otros textos notables por su curiosidad, por su carácter de rarezas: el «Richard Long», la continuación novelada de «El Eternauta», o la serie de ciencia ficción «Los Marcianeros» (acaso, también, las crónicas sobre Hiroshima y Pompeya).
La muerte como pacto que compromete a los vivos.
«Los Marcianeros», por ejemplo, es un objeto excepcional en la producción de Oesterheld, sobre todo por sus incongruencias y sus puntos ciegos: tiene demasiados. La serie, que se publicó en la revista Super Misterix durante 1962 con dibujos de Francisco Solano López, presenta la estructura de una saga, un conjunto de episodios que se continúan unos a otros, y narra las aventuras de un grupo de hombres excepcionales, los Marcianeros: integrantes de una agencia no gubernamental que ha instalado su base en la Antártida (Azula) y que ha llegado con sus naves, antes que ninguna potencia mundial, a pisar el suelo de Marte. Sin embargo, pareciera como si Oesterheld no hubiera estado dispuesto, en este caso, a cerrar la trama.
Acerca de Leskov, Benjamin distinguía entre dos modos de comunicación opuestos: la información y la narración. «La información –dice– pretende ser verificada de inmediato. A menudo –aclara– es menos exacta que las noticias de que se disponía en otros siglos. Pero mientras estas no titubeaban en participar de lo maravilloso, para la información es inevitable el aparecer como plausible. De ahí que sea incompatible con el espíritu de la narración.»
Cada mañana se nos informa sobre las novedades de toda la tierra. Y sin embargo, somos notablemente pobres en historias extraordinarias. Ello proviene de que ya no se nos distribuye ninguna novedad sin acompañarla con explicaciones. Con otras palabras, ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración, sino que todo es propio de una información. Puesto que es casi la mitad del arte de narrar una historia el mantenerla ajena a toda explicación mientras se la reproduce» (Benjamin, 1986:194).
«Marcianeros» expone esta condición de la narración casi de manera brutal, acaso por el apuro o la prisa con que Oesterheld la escribió: la comprensión precisa de lo que sucede en cada episodio requiere necesariamente de explicaciones e informaciones, que el texto finalmente no suministra.
Cuando los personajes estén varados en Marte abundarán los signos y las señales que se ofrezcan como material para interpretar, pero nunca serán descifrados. No sabremos lo que pasó ni lo que estaba pasando en Marte, solo sabemos que algo les sucedía o les sucedió a los personajes cuando estaban allí.
La muerte y el ingreso a la aventura.
Barthes señalaba que lo que sucede, el suceso, es la conjunción de tres modos de discurso: la palabra, el símbolo y la violencia (esto lo decía Barthes acerca del mayo francés de 1968). Y en verdad los tres modos se hacen presentes en el acontecimiento que aprisiona a los personajes de Oesterheld y Solano López en Marte, indudablemente; pero carecen de código y de formas adecuadas de traducción de uno al otro modo. Los símbolos, las palabras y la violencia que acontecen en la aventura marciana o marcianera no tienen ninguna explicación definida; aunque la palabra, el símbolo y la violencia aludidos allí sean los de la muerte.
Veamos, entonces, qué ocurre con los acontecimientos de la muerte en los sucesivos episodios de «Marcianeros», y qué insistencias podemos señalar en (o acerca de) ellos.
1. A partir de la localización espacial de las aventuras, es posible establecer tres grandes secuencias narrativas en la primera parte de la saga de «Marcianeros»: Tierra – Marte –Tierra. O bien: salida de la Tierra – llegada a Marte – retorno a la Tierra. Y al mismo tiempo cada secuencia acoge y despliega distintas formas de un acontecimiento, distintos tipos de muerte.
Habría en la serie de Oesterheld un primer caso (el más difundido, el más común), un primer tipo de muerte: la muerte como pacto. Se trata, en este momento, de la muerte como un acontecimiento que siempre, de una u otra manera, compromete a los que quedan vivos.
En el comienzo del primer episodio de la saga un conjunto de individuos comunes, aunque con cualidades excepcionales (inteligencia teórica y práctica, un corazón generoso), asisten juntos a la muerte violenta de un hombre extraño (Percy Brooks), que les transmite un nombre («serán tres buenos marcianeros»), les destina un objeto desconocido (un pequeño y pesado disco) y los compromete definitivamente con la aventura. Un poco más adelante en el episodio, hacia el final, ocurre una segunda muerte. El Chato, empujado por su lealtad, salva con su muerte la vida de su compañero, y esta nueva muerte no hace más que rubricar el pacto: el sacrificio del Chato solo tendrá algún sentido si los protagonistas de la serie aceptan el compromiso y siguen el camino que les propone la aventura (un camino que los sacará, para siempre y en todo sentido, de su vida cotidiana). Por otra parte, es interesante encontrar en este mismo segmento de la serie la figura y los gestos del traidor: hay un personaje que traiciona los compromisos que la muerte ha anudado, y que muere, justamente, por romper el pacto.
Oesterheld diseña o esboza una situación dramática realmente curiosa, y es una lástima que no se haya tomado un tiempo como para desarrollarla. El hombre que con su muerte selló un pacto y un compromiso (Percy Brooks) es hermano del otro hombre (Charles Brooks) que, también con su muerte, pagará la traición y la culpa de haber roto pacto y compromiso. En el medio, entre una y otra muerte, queda un tercer hermano que, con la mirada perdida y ya sin palabras, permanece contemplando ambas muertes con aire ausente –Antígona frente a los cadáveres de Eteocles y Polinices.
Se puede adivinar y enunciar aquí la disyuntiva trágica, que Oesterheld no resuelve: ¿Cuál de las dos muertes pesa más? ¿Qué muerte mide la honra de los lazos filiales y qué muerte decide la infamia de esos mismos lazos? ¿A cuál de ambas muertes le pertenece la vida del hermano que las contempla? ¿Qué pacto bizarro podría tener lugar entre una y otra sangre derramada: la del héroe y la del traidor?
Como ya dijimos, la aventura sigue adelante, y salta vertiginosamente hacia Marte. En el espacio exterior y ajeno, en el espacio del otro, todo va a cambiar.
2. La representación del espacio del otro se halla, en «Marcianeros», dominada por la lógica del grotesco: todo tiende hacia su contrario, todo busca confundirse con su contrario[1]. La muerte, entonces, adopta las formas de la vida; la vida adopta las formas de la muerte. El episodio en Marte estará invadido por aquellos motivos inaugurados en la literatura occidental desde Frankenstein y Drácula: el vampirismo y los zombies o muertos-vivos.
El clima grotesco, por otra parte, se difunde por la serie e impone una cierta lógica jocosa en los hechos. Uno de los protagonistas afirma su deseo de ser todo ojos para poder observar y captar las maravillas de Marte; y justamente una cosmonave lo aplasta durante una tormenta, haciéndole saltar los ojos de sus órbitas. Los testigos comentan el hecho grotesco con estas palabras:
«–Pobre... Pobre Bob.
»–Lo aplastó la cosmonave al caer...
»(Sí, allí estaba Bob Royce, irreconocible dentro del casco, los ojos salidos de las órbitas...).
»–¡Se dio el gusto! ¿No quería ser todo ojos?» (Oesterheld y Solano López,1962).
Otra de las inversiones grotescas, característica de la ciencia ficción en Oesterheld, pasa por las relaciones entre los motivos de lo natural y lo artificial (o lo cultural) (cf. Berone, 2002:231-237). Invariablemente, en «Marcianeros», la tecnología del posible enemigo adopta las formas de la naturaleza: extraños super-tornados parecen defender la superficie marciana de cualquier intento de colonización. A la vez, los invasores de Marte (los kurnos) se desplazan en bio-máquinas (esto es: gigantescos monstruos artificiales) y sus naves de conquista, una vez destruidas, dejan a la vista verdaderas vísceras animales. Finalmente, un raro cristal les transmite a los aventureros la orden de marchar al Polo Sur del planeta rojo.
La sucesión de eventos es vertiginosa, e incomprensible: el suelo marciano parece ser el escenario de una suerte de gran confrontación interestelar, pero nunca queda claro cuáles son los bandos en pugna, ni qué se proponen hacer en/con Marte o en/con la Tierra.
3. El regreso a la Tierra de los expedicionarios clarifica la situación y dejará ver la aparición de un tercer tipo de muerte: hay una raza alienígena, los kurnos, que pretende conquistar nuestro planeta.
Lo interesante de este nuevo retorno al tema de la invasión está en los motivos que descubre y con los que experimenta Oesterheld. A lo largo de las sucesivas versiones que escribió sobre el tema de la invasión extraterrestre, el guionista fue variando repetidamente el campo de las motivaciones del hecho, las causas o las intenciones que movilizaban al agresor. Casi podría decirse que las ficciones de Oesterheld son también el ensayo de una casuística de la agresión: interesantes variaciones en torno al universo del mal, desde su ya muy conocida creación de los Ellos (los invasores alienígenas en «El Eternauta»), representantes del odio cósmico y la maldad absoluta[2].
En «Rolo, el marciano adoptivo», de 1957 (una de las primeras versiones sobre el tema), la invasión de los pargas tiene una racionalidad extractiva, digamos, puramente colonialista: los pargas necesitan el oxígeno de la Tierra para fabricar ozono, elemento esencial para su civilización. Incluso no desean una guerra abierta que ponga en peligro todo el planeta, sino que planean secuestrar contingentes de niños humanos para formar las futuras castas dirigentes del planeta colonizado.
En la continuación novelada de «El Eternauta», de 1962, la invasión de los Ellos cambia de cariz y aparece regida por una razón estratégica: en lucha contra el Enemigo, por el control del universo, los Ellos simplemente han adelantado su jugada, y por eso han ocupado la Tierra (mera pieza de un ajedrez interplanetario).
Oesterheld y el motivo de la invasión.
Un poco más adelante en el tiempo, en «Platos voladores al ataque!» (serie de figuras coleccionables que dibujó Alberto Breccia hacia 1971) el motivo vuelve a cambiar: los jerarcas del planeta Plutón han descubierto accidentalmente que la incorporación de un corazón humano a sus cuerpos les proporciona la inmortalidad. Las razones del invasor se hacen ontológicas: quieren a toda costa «perdurar en su ser» (Spinoza) y organizan la invasión como si se tratara de una cosecha de corazones.
En la tercera parte de «Marcianeros» (estamos en 1962), obligado Oesterheld a cerrar la saga finalmente, la invasión a la Tierra adquiere una casuística realmente inesperada: forma parte del curioso diseño de programación de una emisión televisiva intergaláctica, donde las alternativas del ataque y la resistencia están destinadas a captar la atención gozosa de los miembros de una civilización superpoderosa y envejecida. La muerte aquí entra en la lógica del intercambio comercial: es el término de una relación de consumo, y la catástrofe se transforma en espectáculo televisivo.
Lo que ocurre en «Marcianeros» es una de las pocas alusiones del guionista a los mecanismos propios de los mass media: solo sensibles al horror, los kurnos consumen la muerte como una forma de emoción, como una suerte de catarsis colectiva. Por otro lado, este bizarro cruce entre muerte y espectáculo, en la tercera parte de la saga (acaso la más inspirada), se figurativiza en la anécdota de un periodista que muere estúpidamente, tratando de fotografiar por dentro, a modo de primicia, una de las gigantescas estructuras vegetales que están tomando el planeta.
Las muertes finales, entonces, las de los marcianeros que se sacrifican para salvar la Tierra, son las únicas que escapan a la lógica del consumo: son muertes gratuitas; nadie las conoce, y los que mueren apartan el final de sus vidas de cualquier posibilidad de intercambio.
El horror atómico como última experiencia de la muerte
Hay una experiencia de muerte más, digamos una última experiencia, espectacular y multiplicadora de muertes, que fascina o que se repite bastante en las narraciones de Oesterheld; a saber: la catástrofe atómica.
La amenaza nuclear recurre en las historias de ciencia ficción de Oesterheld[3], y esta recurrencia, además de ser una marca de época, es un rasgo de una poética y el objeto de una interrogación. ¿Por qué la experiencia que Oesterheld tiene para narrar es la de la catástrofe nuclear? ¿Qué nos está diciendo, qué les dice a sus lectores acerca de ese último acontecimiento de la muerte? Para encontrar una clave que responda a semejante pregunta, como siempre, parece necesario dar o establecer antes un pequeño rodeo.
1.Si uno lee con una cierta atención flotante las ficciones de Oesterheld, específicamente los lugares textuales donde tienen lugar las escenas de muerte, rápidamente puede descubrir que hay una cierta relación entre el morir de un individuo y su contexto particular. Cada muerte parece requerir, dentro de la aventura imaginada por Oesterheld, unas circunstancias especiales, un tiempo y un lugar adecuados a su singularidad: la definición del contexto de la muerte tiene aquí una vital significatividad.
En la primera parte de «El Eternauta» (el clásico de Oesterheld, dibujado por Solano López), encontraremos repetidamente en obra este principio poético: hacia el final de la historia, por ejemplo, uno de los invasores alienígenas (un mano) empieza a agonizar dentro de un subterráneo; entonces los protagonistas deciden trasladarlo a la superficie, para que pueda morir «de cara a las estrellas» (Oesterheld y Solano López, 1957/1959:231-232).
Los relatos de ciencia ficción de Oesterheld, por otra parte, son particularmente sensibles al mismo principio constructivo. Uno de los más bellos narra, muy cerca del clima de los cuentos de Bradbury, cómo una familia de colonos terrícolas en Marte decide asistir la muerte de la abuela (María Santos) a través del «árbol de la buena muerte»: a la sombra de este mecanismo (otra vez en el espacio ajeno lo artificial asume las formas de lo natural) la anciana mujer muere creyendo que está en los lugares familiares de su infancia, en un pequeño pueblo de Catamarca, con «calles de tierra», «hileras de casas bajas», «veredas de ladrillos torcidos» y «panaderos» en el aire (Oesterheld, 1965:142-143). En el cuento «Una muerte», también de 1965, el narrador (un extraterrestre) investiga la desaparición de su amigo, que ha venido a morir a la Tierra, y se tranquiliza cuando descubre que la agonía ha tenido lugar en la casa del pajarero: un extraño personaje, un loco, quien ha comprendido, rodeado de sus pájaros, que «todo lo vivo» se parece, «venga de donde venga» (Op. cit.:132).
Por último, podemos señalar cómo en «Exilio», una de las breves Sondas que Oesterheld publicó hacia 1968, la perspectiva autoral juega con el desfase entre la muerte y su contexto, para crear el efecto de una distancia irónica que no podría ser reasumida por ninguna solución moral ulterior. Un hombre (un cosmonauta) muere, de hambre y sed en un planeta ajeno, rodeado absurdamente de seres que no comprenden ese acontecimiento terrible bajo ningún otro régimen de sentido que no sea el de lo cómico:
«Pero lo mejor de todo fue el final –concluye el relato–: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración se le fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. ¡Sí, no querrás creerlo, pero los ojos se le llenaron de agua, d-e a-g-u-a, como lo oyes! Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico» (Oesterheld, 1968:126).
La muerte como espectáculo mediático. |
2. En febrero de 1962, en la revista Eternauta, Juan Salvo vuelve a corporizarse frente a su guionista y le cuenta el episodio de Hiroshima. Veamos, entonces, cómo opera, cómo funciona y cómo se construye allí la narración del horror atómico.
En primer lugar, la muerte atómica aparece de manera tan inesperada para los que la sufren, que carece de toda capacidad conclusiva. En esta escena especial la muerte no concluye las historias de vida; sino que las cercena, las interrumpe, las va cortando. Es una muerte sin tiempo, o fuera del tiempo: los que mueren no pueden ni alcanzan a comunicar nada a los que quedan.
El narrador colecciona una serie de anécdotas espantosas, las cuales de ninguna manera llegan a componer la narración de la catástrofe: solo son eventos terribles, que no significan nada más allá de sí mismos. La procesión de los sobrevivientes está marcada, notablemente, por el silencio:
«Silenciosa procesión de heridos, buscando el refugio del río. Ninguno se queja, a pesar de las quemaduras, de las heridas que siguen sangrando. Caras que no son caras. Manos que no son manos. Algunos caen, se dejan morir entre los escombros. Los demás siguen, el incendio los corroe. El río. Los salva del fuego, pero la sal del agua es una tortura más. Cuando suba la marea el agua crecerá. Muchos de los refugiados se ahogarán» (Oesterheld, 1962).
La muerte como ofrenda sacrificial. |
En todo caso, las anécdotas son ostensivas, sirven para mostrar, y lo que muestran es, en general, la mutilación de los cuerpos, que es correlativa de la mutilación de las historias y de la palabra. Los cuerpos pierden las manos, o la piel («una mujer desnuda, con el cuerpo todo rojo, ha tenido un vestido floreado y el intenso calor, concentrado en las partes oscuras, le ha estampado en el cuerpo las flores del dibujo...»); la capacidad de hablar o de gritar por el dolor, o la capacidad de oír eso que los aniquila. Junto a la mudez, aparece la sordera:
«Muy pocos de los sobrevivientes del área céntrica recuerdan haber oído la explosión. Sin embargo, los que estaban a más de diez kilómetros dicen que fue ensordecedora. “La más fuerte que oyeron jamás”» (Op. cit.).
Por otro lado, y con el silencio, el motivo de los ojos, de la mirada (un tema importante dentro de la narrativa de Oesterheld), encuentra una inflexión muy particular cuando se trata del horror atómico. Si acerca de este nada parece comunicable, es porque básicamente estamos ante una muerte que no puede ser mirada a los ojos.
La muerte atómica paraliza la mirada, inunda los ojos, anula la capacidad de ver, se queda en la visión de las personas, la ocupa territorialmente y ya no permite ninguna distancia.
«Miles de ojos miran hacia B-San. Soldados de las baterías antiaéreas, que retienen el fuego porque saben que a semejante altura los disparos serían inútiles. Chicos en alguna escuela, contentos de tener algo para mirar en lugar del siempre aburrido pizarrón. Gente en la calle, la que tiene poco apuro, la que puede perder el tiempo mirando el cielo. Miles de ojos miran a B-San... Miles de ojos, que están recibiendo las últimas gotas de luz. Un destello vivísimo, iluminando el cielo todo. Miles de ojos, ya ciegos. El destello sigue; un golpe de calor brutal, inconcebible. Y en seguida, un manotazo titánico que arrasa con todo» (Op. cit.).
Nada escapa definitivamente, no hay contexto que pueda significarla y nadie podrá alejarse lo suficiente como para dar testimonio de esa muerte: los que sobrevivan al fuego, morirán ahogados cuando la marea suba en la bahía. En este punto Hiroshima, emblema o ícono de una experiencia de muerte que es ya ajena al lenguaje y a la mirada, se transforma, al mismo tiempo e inseparablemente, en «el primer nombre del horror atómico» y en «la ciudad de las muertes inenarrables».
Y en este punto, finalmente, la narrativa de Oesterheld se reencuentra con la filosofía de Benjamin: en la postulación de una repentina pobreza de los nombres y de los lenguajes (de la aventura, de la poesía)[4], una «nueva barbarie» que lleva al hombre «a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra».
«Nos hemos hecho pobres –reconoce el filósofo en el final–. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad [...] para que nos adelanten la pequeña moneda de lo actual. La crisis económica está a las puertas y tras ella, como una sombra, la guerra inminente. Aguantar es hoy cosa de los pocos poderosos que, Dios lo sabe, son menos humanos que muchos; en el mayor de los casos son más bárbaros, pero no de la manera buena. Los demás en cambio tienen que arreglárselas partiendo de cero y con muy poco» (Benjamin, 1933).
Desde los márgenes del mercado, la producción de Oesterheld en los variados registros de la literatura popular sigue siendo, de manera paradójica y enriquecedora, la narración de una moderna pobreza de la experiencia y, del modo mejor, una experiencia decisiva contra la pobreza cultural de la modernidad.
Arán, P. (dir.): «Nuevodiccionario de la teoría de Mijaíl Bajtín», Ferreyra Editor, Córdoba, 2006.
Barthes, R.:«La escritura del suceso»,en «El susurro del lenguaje.Más allá de la palabra y la escritura», Paidós, Barcelona,1987 (trad. al español: Celia Fernández Medrano).
Benjamin,W.: «Experiencia y pobreza», en «Discursos interrumpidos I», Taurus, Madrid, 1973(trad. al español:Jesús Aguirre). Versión on-line: http://www.enespiral.net/etapa1/interiors/textos/benjamin-petjades.htm.
—: «El narrador. Consideraciones sobre la obra de NicolaiLeskov», en «Sobre el p r o g r a m a d e l a f i l o s o f í a f u t u r a » , Planeta-Agostini,Bs. As., 1986 (trad. al español: Roberto Vernengo).
Berone, L.: «Las pesadillas de H. G. Oesterheld: constitución de una miradaoblicua», Rev. Semiosis Ilimitada, no. 1, UNPA, Río Gallegos,.2002, pp. 231-246.
Oesterheld, H. G.: «Otra vez, “El Eternauta”: Hiroshima»”, Eternauta, no.4, febrero de 1962. En: Solano López y Pablo Maiztegui: «El Eternauta. El mundo arrepentido», Solano Ediciones, Bs. As., 2006.
—:«Un hombre común»,Eternauta, no. 5, marzo de 1962. En «El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción», Colihue, Bs. As., 1996.
—: «El Eternauta» (continuación novelada inconclusa), Eternauta, nos. 6-15, abril de 1962-febrero de 1963. En «El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción», Colihue, Bs. As., 1996.
—: «Una muerte»y «El árbol de la buena muerte», Géminis, nos. 1 y 2. En «El Eternauta y otros cuentosde ciencia ficción», Colihue, Bs. As., 1996.
—: «Sondas», en «Los argentinos en la Luna», De laFlor, Buenos Aires, 1968. En «El Eternauta y otros cuentos de ciencia ficción», Colihue, Bs. As., 1996.
— y A. Breccia: «Platos voladores al ataque!!», Ancares, Buenos Aires, 2002.
— y H. Pratt: «Ticonderoga», Biblioteca Clarín de la Historieta, no. 17, Clarín, BuenosAires, 2004.
— y F. Solano López: «El Eternauta», primera parte, Ed. Récord, Buenos Aires, 1994.
—:«Rolo, el marcianoadoptivo», Ed. La Página, Bs. As., 2009.
—:«Marcianeros». En Solano López y Pablo Maiztegui: «El Eternauta. El regreso:La búsqueda de Elena», Solano Ediciones, Bs. As., 2007.
—: «El Eternauta», segunda parte, Ed. Récord, Bs. As., 1994.
Sasturain, J.: «Oesterheld y el héroe nuevo. El domicilio de la aventura», Colihue, Buenos Aires, 1995, pp. 103-126.
Notas:
[1] Para un esclarecimiento de la noción que aquí invocamos, ver el «Nuevo diccionario de la teoría de Mijaíl Bajtín» (Arán, 2006), especialmente las entradas correspondientes a grotesco y cultura carnavalizada.
[2] En su largo ensayo de lectura de 1985, Juan Sasturain ya señaló los modos inéditos por los cuales las historietas de Oesterheld experimentaban con los sujetos del campo del mal propio de la aventura tradicional: el antagonista, el enemigo (c f. Sastur ain, 1985:23-124).
[3] Cf. especialmente «El Eternauta» (primera parte) de 1957, su continuación novelada (e inconclusa) de 1962, y la segunda parte de 1976; pero también «Marcianeros» de 1962, «Platos voladores al ataque!» de 1971, «La guerra de los Antartes» de 1974, y, con alguna variante, el relato «Un hombre común»de 1962.
[4] Inteligente y premonitorio, el diagnóstico de Benjamin tiene lugar acerca de las experiencias que traen los soldados de la primera gran guerra europea (o primera guerra mundial):
«La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable. [...] Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano» (Benjamin, 1933).