EL INFIERNO TAMBIÉN SOMOS NOSOTROS. UNA RESEÑA DE PINTURAS DE GUERRA
He aquí un puzle narrativo en el que la ignominia se muestra cruda mientras que la utopía se disfraza de autoficción queriendo hacer pasar el fracaso por bohemia. Pero es que la ignominia fue tal y el fracaso tan grande que no hay París que convierta lo peor del siglo XX en una historia de cine. Pinturas de guerra es un juego de rayuela en el que se salta del arte a la política pero no se llega nunca al cielo. En ambos extremos está el infierno.
Debiera uno percatarse al comenzar el libro, al mirar la portada. Es Latinoamérica silueteada en un reguero de sangre. Bajo la mancha flota un maletín de óleos en el que reposa una pistola. Y hay un cartel con la efigie del Che bajo la cual se puede leer: «Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue de la pared». Esta es la esencia de este libro de historieta firmado por Ángel de la Calle que pasa por ser uno de los más ásperos jamás escritos, tanto por los hechos que relata como por la evidencia que dibuja el autor: la revolución acabó enalteciendo iconos que enriquecieron a los mismos explotadores contra los que luchaba la revolución. Paradójicamente, este libro termina con una pirueta similar, pero a la contra: los más salvajes antirrevolucionarios, los torturadores, acaban siendo condecorados por aquellos a los que quisieron asesinar, repuestos en el poder por los encargados de orquestar las guerras.
¿Y las pinturas del título qué tienen que ver? ¿Qué función tiene el arte en los asuntos políticos? Esa es una cuestión clave que Ángel de la Calle plantea en este libro, a lo largo de trescientas páginas en blanco y negro de densa lectura. No tiene una respuesta fácil, y de hecho llevamos haciéndonos esa pregunta desde hace siglos, acaso desde que una mujer plasmó aquellas primeras representaciones simbólicas en una cueva, cuando el arte nació. El núcleo de este tebeo es esta idea de que las artes, sobre todo las populares, pudieron servir de acicate para determinadas acciones revolucionarias, sobre todo en Latinoamérica en los años setenta y ochenta del siglo XX. El libro lo cuenta recordando a los muralistas, cartelistas, instaladores y otros activistas de las artes plásticas que trataron de avivar la llama de la revolución socialista en varios países de América del Sur: Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, y también México, hasta que se toparon con el ejército. En un alarde de genialidad, De la Calle escoge para recordarlos a un fantasmal grupo de pintores que se denominan a sí mismo “autorrealistas”, los cuales pretendían utilizar el autorretrato de forma crítica y se manifestaron en París en el comienzo de los años ochenta. Son presentados como un puñado de artistas exiliados y venidos que representan perfectamente lo que el autor quiere mostrar: que ya no quedaba otra cosa para entonces que el simulacro de aquel “arte militante”, cuya última salva eran sus anónimos autorretratos pegados durante un instante en algunas paredes de París. Con ellos se fue la última chispa de convicción ideológica revolucionaria, o de fe en la vida, frente a los explotadores. Con ellos y con Jean Seberg.
Las reflexiones sobre el arte, su persistencia y su función social, sobrevuelan toda la obra. |
Pinturas de guerra es un juego de historias cruzadas que terminan coincidiendo en París, donde todo muere. Críticos de arte y artistas, políticos y escritores, actrices y torturadores se dan cita en el escenario de la última revolución del siglo XX (la de Mayo del 68) para alimentar las dudas de un hombre de edad inconcreta con una misión indefinida: escribir un libro sobre Jean Seberg, la actriz de turbulenta vida que acarició las mieles de Hollywood para pasar a hacer cinéma de auteur con Godard y terminar desorientada entre el delirio y el suicidio hasta morir en extrañas circunstancias. El hombre indefinido es el propio Ángel de la Calle, que parece un personaje de Jorge Volpi conviviendo en París con algunos intelectuales y creadores con los que hubiera sido imposible citarse: Goytisolo, Loustal, Sartre, Mattotti y Guy Debord, más una fauna de referentes que va y viene, como Wilfredo Lam, Antonin Artaud, Pratt o Crepax. Como una constante aparece Julio Cortázar, autor con el que De la Calle se atreve a medirse, en la composición y estructura de su relato, si bien él se declara (en su autoficción) alejado de toda estructura. Él no se engaña y a nosotros sí nos engaña. Lo hace con una herramienta prodigiosa, una de las novelas más importantes del siglo XX, que sirve como antecedente y final de esta historia, El hombre en el castillo, de Philip K. Dick. Sin duda todos saben ya de qué trata esta obra del magistral autor de ciencia ficción, a quien debemos agradecer obras como Blade Runner, Total Recall o Matrix, el arranque del cyberpunk y esa idea popularizada luego por Pierre Bourdieu de que vivimos mejor en un simulacro que en el mundo real. Desgraciadamente también existe una reciente adaptación a la televisión de este libro, en la cual se ha perdido una de las claves del mismo: que desde el momento en que aquel hombre en aquel castillo escribió aquella novela en la que se narraba una realidad opuesta (en la que los nazis fueron derrotados en la Segunda Guerra Mundial) se generó una actividad revolucionaria por parte de los que creaban imágenes, falseándolas, que transformaría el mundo. Es decir, que los falsificadores iban a ser los rescatadores del arte.
Philip K. Dick ayuda al autor a incrustarse en su relato y también a trascenderlo. |
Ángel de la Calle dibuja a su personaje (que es él mismo) con un solo libro bajo el brazo, el de Dick. El autor crea un simulacro de sí mismo que se apoya en una novela que es una ucronía para contarnos una historia falsificada, puesto que nunca pudo ocurrir, pero con la que rescata a los verdaderos artistas de aquel tiempo, y sus sufrimientos reales en un mundo crudo y sangriento que hasta ahora todos hemos querido olvidar que existió. Y nos resistimos (sí, aún lo hacemos) a que un hombre desde un castillo nos lo cuente. El organizador de la Semana Negra, que ya nos había conmocionado con Modotti, aquella biografía emocional del siglo XX, vuelve a construir una gesamtkunstwerk, o una obra de arte total, en la que mezcla varias disciplinas con singular pericia: la literatura, el cine, la pintura, la historieta, el mural, la instalación, la música. Y lo hace buceando en los radicalismos pictóricos usando como mapa el tapiz de Rayuela, aquella novela coral sobre varios latinoamericanos afincados en París que, recordemos, surgió como un divertimento en 1949, cuando Cortázar ya había rechazado el peronismo y decidió escribir en París una historia compleja, casi esotérica, que se escapaba constantemente de ese eje entre lo terrenal y lo celestial que implica el juego de la rayuela. De la Calle toma ese testigo para contar una historia de forma muy eficaz, sin tanta carga simbólica en su desarrollo y que se articula igual que los “cronopios” ideados por Cortázar, es decir: como escapadas de la realidad temporal. Al decir de su creador un cronopio era un “dibujo fuera de margen”. ¡Qué mejor herramienta para un narrador gráfico!
Podemos repartir a los personajes que pululan por Pinturas de guerra en esa rayuela simbólica fácilmente, con los torturadores (chilenos, argentinos, mexicanos, argelinos y, sobre todo, Steve Rogers, el estadounidense) claramente posicionados en el infierno, y con Jean Seberg, la diva del cine, en el cielo, que es hacia donde se quiere dirigir el joven recién llegado a París. En diferentes saltos por la cuadrícula podríamos ir situando los que mueven los engranajes del terror (John Edgar Hoover y el responsable político de la tortura en Argelia, un tal Devos) y los que intentan enfrentarse a ellos con el arte pero también con acciones armadas (el montonero Matías, el tupamaro Enrique, la mirista Marga, el comunista mexicano Xavier), más todo un elenco de copartícipes, presentes o imaginados, que reconstruyen el fresco de las revoluciones sociales que salpicaron con sangre todo el siglo XX desde la frontera con Estados Unidos hasta el cabo de Hornos. Todos se dan cita ahí, en la avenida Bourdonnais, para recordar el fin de las vanguardias, analizar el situacionismo y ver si las revueltas del arte en los años ochenta podían mantener la “esperanza delicada” (un personaje se llama así) para recuperar la paz social fuera del control del imperialismo sanguinario.
El juego irónico es constante en la obra, evadiéndose De la Calle de sus pasiones sin dejar de emplearlas como referente. |
Nada de lo anterior parece posible salvo que logremos separar el arte del terror y situarnos en un plano de irrealidad. El mismo Ángel de la Calle reflexiona en su propia historieta, que de por sí es un fingimiento. Dice: «¿Y si esta no fuese mi vida?» Lo cual redondea cien páginas más adelante, cuando él y Guy Debord se muestran autoconscientes como personajes de una obra artística, aunque no saben que es un tebeo. El historietista ironiza con la dimensión artística de la historieta al dibujarse a sí mismo poco después declarando que los cómics son cosas para niños, pero lo hace a sabiendas de que le leemos, y luego va depositando frases en su discurso que reconstruyen ideas también manipuladas con un fin similar. Ese fin es una ironía macabra. Por ejemplo, uno de los personajes denuncia la frivolidad de ciertos críticos o creadores declarando: «Hay gente que sitúa el arte por encima de la vida», cuando poco antes hemos visto cómo en una villa llena de artistas y críticos de arte se disfruta de una velada decadente en la primera planta mientras que en los sótanos se ocultan los cuerpos salvajemente mutilados de artistas enemigos del sistema. El arte por encima de la vida. Literalmente. Pero también como tapadera del horror.
Pinturas de guerra nos cuenta cómo ciertos activistas revolucionarios que habían tenido una trayectoria como artistas acabaron torturados o muertos, aniquilados por el sistema que deseaban derrocar mientras intentaban resucitar el arte de vanguardia. Lo sabemos gracias a unos pocos que lograron sobrevivir, exiliados y tristes. Con un juego de espejos muy bien calculado, De la Calle plantea con su dibujo esquemático y poco airoso el retrato perfecto de la gran frustración del siglo XX que hoy aún nos persigue, aquella convicción de que con ideales se podían mantener guerrilleros que triunfarían contra el demonio explotador. La realidad nos ha ido enseñando que los símbolos persisten pero que los triunfos fueron los del bando contrario y que los artistas acabaron desorientados. Hay dos frases gemelas, separadas entre sí en el tebeo, que conducen a esta idea: «Todos los artistas son como niños perdidos, viviendo aventuras incompletas» / «Los pintores son niños perdidos, exiliados en un mundo sin centro». De la Calle no deja de lanzar este mensaje desalentador revelador de que el arte nunca fue un arma útil para cambiar la vida, y los mismos autorrealistas que protagonizan los capítulos de este tebeo lo reconocen en cierto momento, convencidos de que Estados Unidos logró derribar el arte europeo como una consecuencia más de su miedo al auge del comunismo. Artaud, el dramaturgo surrealista, lo definió así: “Hoy ya no sabes cómo dibujar el rostro huidizo de la revolución”, frase que se rescata en una viñeta.
Una de las viñetas más impactantes de la obra, en la que se refleja el fracaso de todo un proceso revolucionario con un atisbo. |
La cuestión que plantea Ángel de la Calle con Pinturas de guerra da un poco de miedo: Tal fue la derrota que ya resulta imposible que con el arte podamos cambiar la vida en sociedad. ¿Nos removerá la conciencia este tebeo en el que se construye un mundo inventado, un París de tramoyista, para hacernos ver la contundente certeza de ese planteamiento? El historietista ha reconocido en alguna de sus presentaciones públicas de esta obra que era la crónica de un fracaso, una obra sin final feliz, como a veces se comporta la vida. Pero precisamente con este tapiz complejo de arte y política enfrentados, en el que la tortura y la pérdida son la moneda de cambio, podemos comprender el alcance de la ignominia. Siempre nos quedará la inquietud, el deseo de crear, el afán por “inadaptarnos” y ayudar, como hizo Jean Seberg apoyando causas en pro de los derechos civiles en Estados Unidos mientras ella perseguía una felicidad que nunca llegaba. Seberg, la actriz que quizá fue asesinada por el FBI debido a sus relaciones con activistas y presuntos terroristas, fue una intérprete de historias. Ocultaba su profunda pena para fingir la felicidad idealizada porque entendía que la creación y el arte eran la vida auténtica. El autor de este tebeo persigue una meta similar y lo deja con esta frase: «Contar historias sirve para devolvernos la identidad, para decir quiénes somos y fuimos».
Pese a la presunta imperfección en su dibujo, el grafismo de De la Calle mantiene un equilibrio acorde con el ritmo del relato. |
Pinturas de guerra se editó en México antes que en España, en una edición en rústica, sin créditos y sobre papel barato, auspiciada por la Secretaría de Cultura de Ciudad de México. Reino de Cordelia ha hecho una edición magnífica, fiel en espíritu a aquella al emplear un papel ahuesado, pero considero que la primera versión fue la edición que mejor define esta obra: popular, libre, grande, incluso “autorrealista”. Porque este cómic es también un autorretrato de Ángel de la Calle, que se va intercalando como un cronopio entre las viñetas pobladas por revolucionarios vencidos, esos que nunca serán recordados con efigies colgadas en las paredes. Es una historia terrible llena de historias terribles que nos gustaría que hubiera escrito un hombre en un castillo para que fuese mentira. Pero al terminar de leer se nos comprime el corazón porque sabemos que es cierta, que es real, y que llegado el momento solo podremos elegir entre el horror y la muerte.
Un tebeo impresionante, bellamente doloroso. Una obra que todo espíritu libre debe conocer.