ALGO HABRÁN HECHO
VISUALIZANDO EL MALTRATO EN YO, GORDA
Uno de los aspectos más terribles de la violencia contra las mujeres es su estereotipia. Es decir, el hecho de que se haya asimilado a una suerte de costumbre o normalidad, perpetuada en el tiempo bajo el paraguas de un sistema de valores admitido por todos (incluso bajo protección institucional) que, además, a menudo tiene como consecuencia la autoinculpación de ellas.
Este fenómeno, el de que una mujer asuma la responsabilidad de ser maltratada, no es difícil de encontrar en ciertas capas sociales, por ejemplo en las más deprimidas, las marginales, entre pobres de necesidad y delincuentes. De ahí ha surgido la teoría del masoquismo femenino, como una forma de explicar que las mujeres con la autoestima muy baja soporten de manera natural la violencia habitual contra ellas en una relación de pareja. También se ha documentado la existencia de trastornos previos que conducen a la aceptación de esa violencia. Pero los psicólogos también encuentran siempre en estos casos una certeza: que ellas no obtienen placer al ser maltratadas. Al contrario, lo que les ocurre es que intercambian un sufrimiento presente por otro, menos presente o más lejano, como un mecanismo automático de cauterización, tratando en vano de sublimar un trauma padecido antaño.
Lo que nos debería hacer reflexionar es la idea de que ella sufre, y que sufre doblemente al infligirse daño y culpa para soportar el dolor provocado, y más aún que es la propia sociedad la que termina culpándola. Los imperativos sociales, las tradiciones asumidas, la incapacidad de canalizar los afectos y la incomunicación nos han llevado a concebir a la mujer como un objetivo lógico de la violencia, algo que también ellas mismas vienen asumiendo desde hace siglos. Pero esto debe terminar. Hoy ya debería ser inadmisible.
La actual percepción de la violencia contra las mujeres ha sido denunciada con más vehemencia por Norman Fernández en el artículo principal de Visualizando el maltrato, catálogo de la exposición de obras de cómic sobre la violencia de género firmadas por autoras como Una, Marika, Cabezón, Martín y Echevarría que tuvo lugar en Gijón en julio de 2017. Fernández es una persona cultivada que se ha acercado a la historieta siempre con inteligencia y generosidad para escribir ensayos muy valiosos sobre temas tan dispares como la Guerra Civil, la obra de Baudoin, los tebeos autobiográficos, Enrique Breccia, la historieta alternativa, la serie italiana Tex, las viñetas satíricas irreverentes, la obra de José Muñoz, la serie 100 balas o el legado genial de Hermann, entre cientos de otros textos. Pero aquel artículo en concreto, un texto vehemente y contundente, como suelen ser los que escribe últimamente este autor, debería tomarse como referente sobre el tema que trata e incluso como lectura obligatoria para ciertos colectivos (o para todos, qué demonios), debido a su buen planteamiento y a las reflexiones que extraemos de él a cada lectura.
Estas reflexiones son principalmente cuatro. Una, que el pensamiento feminista amplía el concepto de violencia, sí, pero que eso es necesario para admitir casos de maltrato que tradicionalmente no se admitían. Dos, que la mostración explícita de la violencia, la pornográfica, no es la mejor vía para su denuncia; los autores deberían huir de ella. Tres, que la actual deriva autoral de explorar las estructuras del relato en cómic o sus “formas” no conviene tanto a la causa feminista como insistir en el potencial narrativo de las imágenes o su “alcance” real. Y cuatro, en relación con la anterior, que está demostrada la eficacia de la historieta para transmitir mensajes de concienciación, en campañas dirigidas, subvencionadas o incluso en iniciativas privadas, y que deberíamos seguir insistiendo en ello.
Fernández hace un repaso a algunas de las obras de cómic que mejor han denunciado el maltrato machista hasta la fecha de su redacción y desglosa los diferentes tipos de violencia contra la mujer que se practican hoy, insistiendo en que no debemos restar importancia a algunos de ellos, por imperceptibles que nos parezcan, dado que se hallan imbricados unos con otros. O sea, debemos estar alerta contra la agresión machista, la violación, el abuso sexual o el maltrato físico, pero también hay una violencia asociada a la manipulación psicológica, a la dominación posesiva, al acoso verbal, a la participación en la explotación sexual, al asilo del patriarcado rancio y a la celebración de la cosificación mediática. Todo eso es combustible que mantiene ronroneante el motor del machismo. Un motor que solo podremos detener tomando conciencia de aquel antiquísimo error antropológico que halló refugio en la moral: que Eva surgió de Adán.
Un tebeo publicado poco antes que el catálogo Visualizando el maltrato toca este asunto con cierta distancia, la suficiente para provocar un escalofrío. Se trata de Yo, gorda, cómic editado por La Cúpula de la autora Meritxell Bosch, conocida por haber trabajado en la industria estadounidense y haber sido candidata a un premio Eisner en 2015. La historia que relata la autora en este libro, con un dibujo y un color que acercan al lector a los contextos infantiles aludidos, es una historia sobre el proceso de autodestrucción a través de la bulimia que ella misma sufrió. Este caso, propiciado por la falta de autoestima que provoca la obesidad mórbida, es mucho más habitual de lo que se cree, sobre todo en la sociedad occidental, esa que premia a los atléticos y castiga a los fofos independientemente de cómo les funcione la glándula tiroides. La estereotipia aquí circula en el mismo sentido que en el caso del “sexo débil”: eres mujer, eres mía; eres sexual, serás mi instrumento; eres fea, nada vales; eres gorda, eres un monstruo.
El cómic de Bosch es sincero. Hirientemente sincero. Llega a parecer una crucifixión, un relato sobre cómo cada frustración lleva a otra hasta que la culpabilidad asumida conduce a la autolesión y a la devastación del cuerpo y la psique. Se ha dicho que la autora “desnuda su alma” con este tebeo, pero hay algo más. Hay una descripción de un contexto que no debería pasar desapercibida. Hay un abuelo que muere sin nadie que le llore. Hay una abuela avara y que no ama. Hay una madre dominadora. Hay un padre agresivo. Y basta con leer hasta aquí.
Queda claro que la madre de la protagonista sufría acoso habitualmente por parte de su pareja y también que ella no quiso admitir esa realidad hasta que… aparentemente fue asumida. Por ambas, por la madre y por la hija. La violencia doméstica parece ser en esta historia la raíz de la que surge el monstruo de la culpa, pero tal responsabilidad no es admitida en ningún momento por el violento (el padre) sino por la violentada (la esposa / madre) y, finalmente, por la hija, ya hundida irremisiblemente en el remolino del autocastigo. Lo que llama la atención es que la historieta no se enfoca en el origen del dolor, el padre, sino sobre quién trata de aligerar ese trauma: la madre. Por eso hay un aspecto de la obra que impresiona: que Bosch, al final, dedica una coda para mostrar aprecio por su progenitor, pero en ningún caso emite disculpas hacia su madre, asumiendo únicamente la falta de comunicación con ella cuando reconoce «llenamos con mierda las grietas del rencor».
Hay que acabar con la lacra de la violencia de género (con el acoso, la violación, la violencia machista, la intrafamiliar, la ablación, la tortura de las mujeres y el feminicidio), pero al mismo tiempo hay que dejar de suponer que la culpa la tienen ellas. La frustración o los trastornos conducentes a la autolisis son en muchos casos una consecuencia de la violencia, nunca su justificación. Precisamente los estereotipos, admitir lo que “siempre ha sido”, ayudan a alimentar esa idea. A ver si poco a poco vamos haciendo un esfuerzo por mirar más allá de la cáscara con el fin de intentar ver la persona. Es el camino más fácil para poder amar.