NACE UN GRAN AUTOR
Imagen que encabezaba esta sección. Se trata de una autocaricatura de Figueras publicada en una sección para aprender a dibujar en la revista Nicolás.
Alfonso Figueras adquirió en su adolescencia un gusto desmesurado por la ficción, por cierto tipo de ficción que en aquellos años estaba al alcance de su mano: el cine de los grandes cómicos de Hollywood, las historietas humorísticas norteamericanas, la desenfrenada fantasía de los novelistas populares de ambos lados del Atlántico, el terror, la ciencia ficción fantástica, y con esos elementos fue elaborando un universo personal en el que llegó a sumergir su mente íntegramente para imaginar aventuras, fantasías, gags, que en cualquier caso exteriorizaban la contraposición entre ese mundo ideal y la realidad externa, porque indudablemente en el planeta figueriano, al compás de las vicisitudes de su existencia, se iba construyendo otra realidad, una realidad imaginada, disconforme de sus diferencias con el exterior.
Figueras pues, en Bruguera, llevado de su entusiasmo juvenil, empezó realizando pequeñas historietas de cuatro viñetas, protagonizadas por famosos artistas de la pantalla, pero su inexperiencia se dejó pronto notar y fue enseguida relegado a los trabajos mecánicos de la imprenta. Lógicamente este incidente no desanimó al futuro gran artista. Al contrario, le empujó a depurar su autoaprendizaje, a fijarse más en lo que veía, a seguir trabajando para llegar a su objetivo. Fruto de este empeño fueron unos pocos cuadernos de aventuras fantásticas realizados en un rudimentario estilo realista -irreconocible hoy como propio de su autor- rechazados unos por
Pero Alfonso Figueras era consciente de que sus aficiones, sus obsesiones, no bastaban todavía para llenar su vida, de que le faltaba aún recorrer un largo camino para llegar a la meta deseada. Con el fin de conseguirlo, efectuaba trabajos que además de ilusionarle contribuían a ampliar y consolidar ese mundo ideal que se empezaba a forjar. Primero diseñó plantillas publicitarias para películas de Metro Goldwyn Mayer y de RKO, seguidamente ingresó en los estudios de dibujos animados Hispano Graphic Films, de Baguñá Hermanos, soñando con emular a Fleischer y a Disney; finalmente, en 1943, actuó como ayudante de Salvador Mestres para la realización de las series de cuadernos de Pinocho, Caperucita Encarnada y Pulgarcito que publicaba la editorial Bruguera. Con Mestres no permaneció mucho tiempo, sólo el suficiente para finalizar las tres series de forma rápida y casi esquemática, pasando a tinta los dibujos del maestro, diseñando lo que éste entintaría después o incluso dibujando completamente algunas de las páginas, lo que no deja de detectarse en el resultado, porque Figueras asimiló plenamente las enseñanzas de Salvador Mestres, que nunca olvidaría, pero no su estilo característico.
A pesar de todo, los tímidos principios de Alfonso Figueras en el mundo de los cómics discurrieron aún por la vía del humor, que le brindaba, por la brevedad, mayores oportunidades de publicación. Entre 1946 y 1947 vio reproducidas en Chicos -que estaba sirviendo de trampolín a toda una generación de admirables historietistas barceloneses-, hasta diez de sus creaciones, siete de las cuales ponían en juego a un extraño personaje que preconizaba lo que sería el espíritu de Figueras, ese mundo ideal en que centraría lo mejor de su obra. Mysto, que así se llamaba el personaje, aparecía por primera vez volando por los aires con alas de libélula mientras contemplaba el paisaje y glosaba las excelencias del vuelo; en la siguiente entrega aterrizaba junto a un rótulo con la leyenda «País Raro», y ya entonces le ocurrían cosas totalmente absurdas que, en aquellos años, lo separaban radicalmente de cualquier otro personaje de historieta para colocarlo de lleno en el terreno del nonsense. Algo en Figueras comenzaba a ser distinto, aunque sus dibujos lo denunciaran aún abiertamente como principiante en la materia.
Su atracción por la historieta realista, sin embargo, por las dislocadas aventuras de héroes fabulosos enfrentándose a malvados de folletín, le proporcionó una innegable experiencia para el rápido desarrollo de su estilo gráfico.
Al margen de las iniciales tentativas juveniles, fue Kaor el primer héroe aventurero de grafismo realista, imaginado en 1945 por Figueras, aún bajo el influjo estilista de Salvador Mestres. Era Kaor un justiciero enmascarado que sin excesiva espectacularidad resolvió un robo de piedras preciosas en dos páginas del Almanaque de Leyendas para 1946, y que reapareció milagrosamente en el n.° 4 de la segunda época de Chiquitito en una aventura totalmente distinta, repleta de acción y movimiento, salvajemente destrozada por un montaje que comprimía en cuatro páginas lo que había sido concebido para al menos
También El Coyote acogió a continuación a El Hombre Eléctrico en una historia seriada de nueve páginas, sin duda menos interesante que la precedente, puesto que en ella Figueras, abordando el tema fantacientífico del sabio mutante, pretendió incrementar el realismo de sus dibujos fantásticos -bólidos, reactores, helicópteros gigantes, catástrofes ferroviarias- en detrimento de la espontaneidad.
Aún en 1947, elaboró Alfonso Figueras cuatro cuadernos de aventuras para la editorial Toray, que iban a encabezar una nueva serie denominada La muerte a la izquierda, porque en ella aparecía al lado izquierdo de quienes iban a morir una suave bruma que paulatinamente se convertía en nubecilla con forma de calavera. Parece que la estrecha mentalidad censora de aquellos años no compaginaba con la desbordante fantasía de Alfonso Figueras y la serie fue prohibida por excesivamente siniestra y violenta, permaneciendo todavía inédita.
Las incidencias y resultados de la experiencia realista y de las colaboraciones en la editorial Molino para los Cuentos de Marujita y el suplemento de
Una de las muchas historietas de Alfons Figueras publicadas sin asignación a serie, pero con el personaje prototípico que luego poblaría sus historietas futuras.
Gummo era un hombrecillo bajo, vestido de negro, con el ceño eternamente fruncido, ojos de hipnotizador, nutrido bigote y una aguda barbita, que comenzó su carrera de papel en 1949 como director de un circo. Gorila Circus era el título de sus primeras historietas, pero Gummo no podía permanecer sujeto a los escenarios circenses y al poco tiempo todas sus apariciones se encabezaban con su nombre que, en homenaje al cine de antaño, era el mismo que el del quinto hermano Marx. Gummo se convirtió en seguida en una especie de prototipo del ciudadano medio, sin filiación ni pasado, cuyo único cometido era el de ser sujeto de un gag. De este modo, Gummo fue pintor, cazador, pescador, juerguista, futbolista, esquiador, torero, nadador, inventor, vendedor ambulante, etc., pero, en un momento dado, comenzó a tener una doble vida: por una parte, seguía protagonizando inocentes gags absurdos o intrascendentes, por otra, en historietas más largas, encarnaba a los mitos obsesivos de su creador. Gummo entonces imitó a Tarzán, se vistió de policía montado del Canadá, luchó contra el Vampiro Verde, se trasladó a
Y en 1957 Alfonso Figueras marchó a Venezuela y provisionalmente se apartó del mundo de los cómics. La realización de películas publicitarias ocupó allí gran parte de su tiempo hasta 1964.
Imagen que encabezaba esta sección. Se trata de una autocaricatura que Figueras realizó para un lanzamiento especial de la revista teórica y con historietas Bang! que nunca llegó a ver la luz.
Cuando Figueras regresó a Barcelona, se extendía ante él un desolado panorama en cuanto a posibilidades de publicación. De las múltiples empresas editoriales de los años 50 sólo Bruguera proseguía su dedicación a los tebeos de humor, con extraordinaria pujanza entonces, y en las revistas de Bruguera únicamente tenía cabida un tipo muy concreto de comicidad, abismalmente separado del que practicaba Alfonso Figueras. A pesar de ello, la veteranía de Figueras se abrió pronto paso en los tebeos Bruguera con dos tiras breves, Roby y Don Gaspar, ampliando pronto sus colaboraciones a El Caballero Topito, Marteínez -sobre una idea impuesta por la casa- y Harry Kawallo (léase Arrey Caballo), cuyo título homenajeaba el de una antigua historieta de preguerra, creación de Arturo Moreno. Todas estas series atestiguan la madurez técnica del dibujo de Figueras y la creatividad de sus métodos, como si desde el fin de la precedente etapa no hubiese habido solución de continuidad, como si el tiempo de distanciamiento del medio hubiera acrecentado su destreza y la fluidez de sus ideas en una prolongación perfeccionada de lo anterior con destellos geniales -véase la historieta de Harry Kawallo, un hombrecillo del Oeste que cabalga en un diminuto tractor pretendiendo emular a los legendarios cowboys, enfocada, como con cámara fija, sobre la puerta de un saloon por la que pretende entrar el protagonista- y la presencia frecuente de sus fantasmas íntimos.
Muestra de una tira de la serie The Keystone Kops, atribuida a Le Veque, que presuntamente Figueras cedió a Vázquez de Parga añadió para reproducirla junto a su texto en este libro de Classic Comics. Sabemos por A. Martín que Figueras alardeaba de esta obra, pero lo cierto es que no hemos podido verificar su publicación ni la existencia del tal "Le Veque", y bien pudiera ser que jamás llegara a ver la luz. |
Pero fueron sin duda las series de Aspirino y Colodión y de Topolino -nombres ambos impuestos por la editorial que sustituyeron a los originales de Los extraños inventos del profesor Pastillofsky y Melitón-, nacidas respectivamente en 1967 y 1968, las que habían, por fin, de poner al descubierto toda la genialidad que aún se ocultaba en la mente de Alfonso Figueras. Y si al principio Aspirino era un sabio y tranquilo inventor, Colodión su díscolo ayudante y Topolino un tímido e imaginativo hombrecillo sin destino concreto, en un momento dado los tres se revelaron contra su creador, se escaparon de las manos de éste y actuaron por su cuenta sin importarles en absoluto la línea editorial de las revistas en que aparecían, poniendo al descubierto el alma de Alfonso Figueras, sus obsesiones y sus fantasmas, sus fantasías, sus pensamientos, su rebeldía y su humildad, y Figueras ya no pudo zafarse de la constante persecución. Repetidamente se le llamó la atención: sus personajes rebasaban los planteamientos editoriales de la casa, incluso se le hizo crear uno nuevo más acorde con la ortodoxia brugueriana; se llamó Don Terrible Buñuelos, protagonizó dos o tres gags insulsos e intrascendentes, y a continuación se unió a sus hermanos y penetró en el mundo de éstos, del que ya formaban parte los soldaditos de Cine Locuras, continuadores de la guerra que comenzara Gummo años atrás y continuara el Bigotes de ¡Qué Guerra!
Y éste era ciertamente el auténtico mundo de Alfonso Figueras donde, a pesar de las presiones externas, volcó su corazón de hombre y de artista para divertir a sus lectores al menos tanto como se divertía él al manipularlo. Era un mundo preexistente del que Figueras había descubierto antes pequeños retazos, y que ahora ponía al desnudo en su globalidad a través de tres o cuatro manifestaciones distintas -las tres o cuatro series- que convergían en un fondo y en un ambiente común. Era un mundo en el que los personajes se movían sin parar -ésa era su esencia- con cualquier pretexto, apurando al máximo las posibilidades utilitarias de un objeto cualquiera, real o ficticio, o imaginando supuestos imposibles exprimidos de las raíces mitológicas de la humanidad. Era un mundo bueno, alegre, ingenuo, candido. Era un mundo de relación, y en la relación de dos, tres o cuatro personajes, a los que el estatismo les estaba vedado, se cifraba una serie de ideas y rebeliones que dinamitaban suavemente, como sin quererlo, las normas sociales establecidas, el poder, la autoridad, el heroísmo, la jerarquía, la guerra, la opresión. Era un mundo determinista donde cada uno había de jugar hasta el final el papel que le había sido asignado. Era un mundo abstracto, poblado de osos y de guardianes del orden a quienes burlar, del que la inventiva se había enseñoreado y el sexo se hallaba desterrado. Era el mundo de Alfonso Figueras, centrado en un planeta campestre con motivos marineros, donde afloraban sus recuerdos y sus obsesiones, en un planeta privado y personal donde se daban cita los mitos del cine mudo, de los pulps de los años 30, de las novelas terroríficas de Gastón Leroux y S.A. Steeman, de los folletines prebélicos de Canellas Casals, de la comedia cinematográfica de los 40, de los relatos de E.R. Burroughs y J.O. Curwood, de los primeros cómics aventureros de Russell Keaton y Dick Calkins, de los dibujos animados de Max Fleischer y Walt Disney, de las tiras cómicas de Krazy Kat y Moon Mullins, en homenaje permanente a quienes alegraron la vida de su creador que autohomenajeó su propio recuerdo una sola vez con la aparición esporádica del viejo Loony en un episodio de Don Terrible Buñuelos. Era un mundo absurdo, casi tan absurdo como la realidad misma.
Una viñeta de Don Terrible Buñuelos, tomada de una historieta publicada por Bruguera.
El destino impuso a Aspirino y Colodión la profesión de inventores. Aspirino era el típico sabio profesor, estudioso y trabajador, eternamente entretenido en su laboratorio. Colodión era el ayudante joven y candoroso. Pero cuando se produjo la emancipación de los personajes, todo cambió. Colodión se convirtió entonces en el descendiente directo de Loony, del que había heredado incluso el gorro marinero, en un joven espigado, bromista, avispado, propenso a la insubordinación, y eclipsó totalmente a su partenaire para enseñorearse de la página o páginas que ocupaban. Colodión fue entonces quien llevó la iniciativa y todo giraba a su alrededor, pero nunca pudo prescindir de la colaboración de alguien. Porque las aventuras de Aspirino y Colodión, como todas las que imaginaba Figueras en su mundo, se basaban en el gag visual, en la movilidad, en las carreras, golpes, persecuciones y caídas de los personajes, y Colodión era el resorte impulsor, el que ponía en marcha el juego, aunque luego se integrara en él como un participante destacado, pero precisaba, para llegar a ello, de una correa de transmisión, de un elemento intermedio, que solía ser Aspirino o Adolfo el gendarme, uno de esos policías figuerianos, crédulos y bonachones -como Disko y Simplicio- convencidos de la importancia de su función, amablemente burlados e integrados finalmente en las filas de sus ocasionales oponentes. Colodión generalmente provocaba la situación mediante un objeto cualquiera, real o fantástico, extraído de su contexto habitual; podía ser una puerta, un tubo, una tabla, una roca o uno de sus dislocados inventos de dudosa utilidad. Alrededor del objeto se organizaba rápidamente el espectáculo; tres personajes -cuatro cuando entró en el juego «el sargento» o «el comodoro», superiores incompatibles de Adolfo-apurando al máximo las posibilidades de la situación, manejando el objeto de las formas más sorprendentes, exprimiendo literalmente del mismo todos sus aspectos cómicos, humorísticos o desconcertantes, al modo de las genialidades cinematográficas de Chaplin frente a una puerta giratoria, un bastón, una mesa o una escalera; tres o cuatro personajes que además se perseguían entre sí incansablemente, sin malas intenciones y sin que jamás ninguno resultara definitivo ganador en el juego.
Topolino actuaba de otro modo más acorde con su psicología. Topolino, como Gummo, era un hombrecillo pequeño y anticuado, de aspecto antiheroico y espíritu romántico, tímido, soñador y con una riquísima vida interior, ansioso por emular a los héroes de folletín, pero reprimido por la conciencia de sus posibilidades y por el sentido del ridículo. En Colodión y Topolino no es difícil vislumbrar las dos caras del autorretrato psicológico de su creador. Al principio Topolino se limitaba a soñar: soñaba que era El Zorro, que vencía al Doctor Si (Si de Siniestro), imaginaba aventuras, y en su mente transformaba en fábula la realidad cotidiana. Pero también a Topolino le llegó el momento de la libertad y penetró en el mundo auténtico de Figueras, se unió a Colodión y a los gendarmes, y sus sueños cobraron realidad. A partir de ese momento, Topolino participó en las míticas leyendas de
Con esta imagen se ponía colofón al artículo de S. Vázquez de Parga. Clic para ampliar y leer la identidad de los fotografiados.
El planeta imaginario de Figueras seguía contando en aquellos años, los 70, con un apartado dedicado a los temas bélicos. Quizá como una huella de la contienda vivida en su juventud, desde 1950 Figueras -sin más interrupción que la del paréntesis americano- mantuvo una serie dedicada a emitir un mensaje de amor y de paz a través de las aventuras de tres soldados, al mando de un oficial generalmente de graduación inexistente que, en su lucha contra un poderoso ejército de gigantes, dinamitaban sistemáticamente con sus bromas y sus despistes, del modo amable e inocente propio de su creador, los valores tradicionales del heroísmo, la valentía, el sacrificio y el amor del peligro.
Y finalmente, también en los años 70, una nueva ramificación de la utopía figueriana tomó cuerpo independiente. El terror humorístico o el humor terrorífico cobró vida en los gags del Doctor Mortis, de Shock, de Drácula, de Mister Hyde, y en las Nuevas Narraciones Extraordinarias que parodiaban en principio los relatos de Poe. Un terror y un humor que habían aparecido a menudo en las historias de Topolino, pero que ahora cedían el protagonismo a los mitos literarios y cinematográficos del horror. Y de nuevo, para captar los elementos sobrecogedores del género, Figueras aplicó una técnica distinta que, en viñetas irregularmente enmarcadas, admitía el relieve de los tonos grises.
Página 80 del libro del cual se ha extraído este artículo. En ella, Vázquez de Parga hacía una relación de las series creadas por Figueras, ordenadas alfabéticamente. |
Pero Alfonso Figueras siempre ha sido un hombre consciente. Sabe que en su interior se alberga una utopía, un mundo amable, feliz, romántico, optimista, ingenuo, bueno, sentimental que desemboca en la comprensión y en la esperanza. Pero sabe también que la realidad es otra, que la mayoría de los mortales no se identifica con Topolino ni con Colodión, y que nada se opone a que, desde su mundo, se ría de la realidad. Mata Ratos, en 1968, le brindó la primera oportunidad de hacerlo y llovieron sobre la revista los gags esquemáticos e incluso las parodias escritas de Alfonso Figueras. En 1970, fue el diario
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