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CUENTOS INFANTILES

Cuentos infantiles.

Guión y dibujo: Manolo Hidalgo.

Rústica   |   36 páginas   |   color   |   7,20 euros.

Editorial: Sinsentido   |   Dirección editorial: Jesús Moreno    |   Redacción: Prim, 5, 3º ext. izda, Madrid 28004
 

Cubierta de la obra

[ Imagen: cubierta de la obra, de Manolo Hidalgo ]


LA PÁGINA EN LLAMAS, comentario por Jorge García 


Para celebrar la aparición de este libro, último hasta la fecha de mi buen amigo Manolo Hidalgo, Miguel Campoviejo y los compañeros de la revista Dentro de la Viñeta me cedieron, en su día, un espacio; ahora es el leal Manuel Barrero quien me presta un rincón dentro de su Tebeosfera para referir el hecho con un tono bien distinto, acaso más íntimo, casi como entre amigos. Y sobre esto es de justicia dejar constancia, pues hubo quien respondió con un “no” a la propuesta, aduciendo que en una publicación sobre tebeos conviene circunscribirse al medio y dejar bien cerrada la puerta a otros colindantes.

Porque éste no es, salta a la vista, un libro de historietas. O no lo es si atendemos a las convenciones que rodean a tal concepto.

Y sin embargo, al contemplar sus hermosas planchas (dudo, por cierto, que me ciegue la amistad) me invade la convicción de hallarme ante una de esas contadas ocasiones en que tiempo, talento y cariño se entreveran en justa medida para producir una gema exquisita, una joya con final feliz.

A Manolo Hidalgo me fue conduciendo, desde hace nueve años, una suerte de curiosidad tenaz que me provocaron unas planchas recogidas en el magnífico prozine La Maleta que en Salamanca se distribuyó, hasta donde yo sé, en la librería Víctor Jara. Aún recuerdo el título (junto al de otras narraciones allí vertidas de autores admirables como Víctor Aparicio, Javier Olivares o Juan Berrio): “Solo de trompeta”.

Unas veces de forma intencionada, otras por pura casualidad, fui recuperando para mí todos aquellos trabajos anteriores, espléndidos, que este historietista había dosificado en publicaciones como Madriz –a la que, como Felipe Hernández Cava siempre cuenta, llegó con unas páginas bajo el brazo en las que imitaba el estilo de Richard Corben-, Medios Revueltos, injuve, OWO o I.M.AG.EN. de Sevilla, y me lo volví a topar en proyectos cruciales para entender la pervivencia de una mirada ajena a lo industrial en los años noventa como fueron El Ojo Clínico (aquella revista que codirigían Federico del Barrio, Raúl, Jesús Moreno y el propio Cava) e Idiota y Diminuto, así como Bajo un cielo difuso, título que recogía alguna de aquellas páginas dispersas. Con el tiempo, incluso, llegué a descubrirle como ilustrador y diseñador, tanto por su colaboración en el diario El Mundo como en aquellos carteles que realizó, a petición de Jorge Díez, para la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Madrid.

Muchos años después, junto a la estación de Aluche en Madrid, Juanjo el Rápido nos había citado a ambos para una cena en un restaurante mexicano a la que se adhirió mi compañera Bárbara Rodríguez, en el transcurso de la cual debíamos discutir la posibilidad de realizar una historieta juntos, una historieta que volvía a girar en torno al mundo del jazz que él había estilizado admirablemente en aquel “Solo de trompeta” de tan grato recuerdo. Vivir, podríamos afirmar, para volver.

No fue aquella, sin embargo, una comida de trabajo al uso y allí se habló, como corresponde, de lo humano y lo divino (aunque Bárbara me hizo ver que, como suele ocurrir en este tipo de encuentros, habíamos hablado demasiado de tebeos). Por apropiarme de una frase célebre, aquel fue el inicio de una hermosa amistad.

Desde entonces, estuve aún más pendiente, si cabe, de cuanto Manolo preparaba, ya fuera este maravilloso Cuentos Infantiles, ya ese proyecto que responde al título provisional de Mudo y que, con suerte, verá la luz a lo largo de este año de nuevo bajo el sello Sins entido. Hacia octubre del año pasado, presentó el libro que hoy comentamos, coeditado por la francesa Éditions Du Rouergue, en una encantadora página electrónica que respondía a una de las características que más admiro en la obra de este autor: la vitalidad.

Prevista para diciembre para poder enlazar con la campaña de ventas de Navidad, su aparición sufrió un retraso imprevisto motivado por un problema en la imprenta –aún recuerdo cómo lo refería un indignado Jesús Moreno en la inauguración de la exposición del Certamen de Injuve de 2002- que obligó a la editorial a retrasar la salida del libro hasta el pasado febrero.

Eludiendo cualquier prurito de originalidad, sabedor de que, desde Perrault, resulta harto difícil innovar en el campo de la literatura infantil, la sensibilidad de Manolo trabajó en un rígido contorno de dos planchas para cada ficción a partir de “los contenidos implícitos” en las narraciones infantiles y aquellas otras que los niños se habían apropiado sin estarles específicamente destinadas, como Los viajes de Gulliver o Las 1001 Noches.

Cada cuento, como corresponde a quien siempre huyó del “estilo” en pos del tono adecuado para cada narración, es abordado desde un código gráfico distinto, desde el collage más expresionista hasta la óptica neutra de “El Gigante Egoísta”, pasando por la depuración de la técnica del silueteado o la recuperación del trazo del lápiz como una parcela de libertad. Esa libertad que se respira también en otro ámbito, pues, como también habría de descubrirme Bárbara, dada la chatura de criterios de los editores infantiles al uso, sorprende encontrar un libro en el que los contenidos no hayan sido sometidos a un proceso previo de censura, demostrando así que los mejores libros para niños suelen ser aquellos que los adultos pueden leer sin rubor (ojeen, para despejar las dudas, su particular revisión del cuento de la lechera).

Y, por encima de todo, esa atmósfera hedonista, ese puro goce de la contemplación que impregna cada plancha y que, sospecho, tiene mucho que ver con el espectacular empleo del color: esa auténtica explosión de tonos anaranjados, de verdes luminarias, el estallido de un cielo que vira al amarillo o el azul gélido del espejo. Contemplando atentamente cada imagen, ¿cómo escapar a la fascinación que produce la calidez de sus llamaradas cromáticas? Si antes advertíamos que en nuestras consideraciones no nos cegaba la amistad, podríamos admitir que sí lo hacen los colores.

Nos encontramos, en definitiva, ante un producto soberbio (en la línea de otros libros excepcionales como los de la Editorial Media Vaca, caso de No Tinc Paraules de Arnal Ballester y El Mundo al Revés de Miguel Calatayud, o los de Kalandraka Editora), al que se une ya el maravilloso trabajo de Jack Mircala El acertijo de Valpul, también editado por Sins entido. Un álbum soberbio, recalco, tras el que no puedo evitar escuchar los acordes de aquellas viñetas que, hace ahora nueve años, tanto me emocionaron.

Si las páginas de Manolo son, en esta ocasión, una pura llama, su crepitar acaso vuelva a ser una melodía.


[ © 2003 Jorge García, para Tebeosfera 030430 ]