Para celebrar la aparición de este libro, último hasta la fecha de mi
buen amigo Manolo Hidalgo, Miguel Campoviejo y los compañeros de la
revista Dentro de la Viñeta me cedieron, en su día, un espacio;
ahora es el leal Manuel Barrero quien me presta un rincón dentro de su
Tebeosfera para referir el hecho con un tono bien distinto, acaso
más íntimo, casi como entre amigos. Y sobre esto es de justicia dejar
constancia, pues hubo quien respondió con un “no” a la propuesta,
aduciendo que en una publicación sobre tebeos conviene circunscribirse
al medio y dejar bien cerrada la puerta a otros colindantes.
Porque éste no es, salta a la vista, un libro de historietas. O no lo es
si atendemos a las convenciones que rodean a tal concepto.
Y
sin embargo, al contemplar sus hermosas planchas (dudo, por cierto, que
me ciegue la amistad) me invade la convicción de hallarme ante una de
esas contadas ocasiones en que tiempo, talento y cariño se entreveran en
justa medida para producir una gema exquisita, una joya con final feliz.
A
Manolo Hidalgo me fue conduciendo, desde hace nueve años, una suerte de
curiosidad tenaz que me provocaron unas planchas recogidas en el
magnífico prozine La Maleta que en Salamanca se distribuyó, hasta
donde yo sé, en la librería Víctor Jara. Aún recuerdo el título (junto
al de otras narraciones allí vertidas de autores admirables como Víctor
Aparicio, Javier Olivares o Juan Berrio): “Solo de trompeta”.
Unas veces de forma intencionada, otras por pura casualidad, fui
recuperando para mí todos aquellos trabajos anteriores, espléndidos, que
este historietista había dosificado en publicaciones como Madriz
–a la que, como Felipe Hernández Cava siempre cuenta, llegó con unas
páginas bajo el brazo en las que imitaba el estilo de Richard Corben-,
Medios Revueltos, injuve, OWO o I.M.AG.EN.
de Sevilla, y me lo volví a topar en proyectos cruciales para
entender la pervivencia de una mirada ajena a lo industrial en los años
noventa como fueron El Ojo Clínico (aquella revista que
codirigían Federico del Barrio, Raúl, Jesús Moreno y el propio Cava) e
Idiota y Diminuto, así como Bajo un cielo difuso, título
que recogía alguna de aquellas páginas dispersas. Con el tiempo,
incluso, llegué a descubrirle como ilustrador y diseñador, tanto por su
colaboración en el diario El Mundo como en aquellos carteles que
realizó, a petición de Jorge Díez, para la Concejalía de Cultura del
Ayuntamiento de Madrid.
Muchos años después, junto a la estación de Aluche en Madrid, Juanjo el
Rápido nos había citado a ambos para una cena en un restaurante mexicano
a la que se adhirió mi compañera Bárbara Rodríguez, en el transcurso de
la cual debíamos discutir la posibilidad de realizar una historieta
juntos, una
historieta que volvía
a girar en torno al
mundo del jazz que él había estilizado admirablemente en aquel “Solo de
trompeta” de
tan grato recuerdo.
Vivir,
podríamos afirmar, para volver.
No
fue aquella, sin embargo, una comida de trabajo al uso y allí se habló,
como corresponde, de lo humano y lo divino (aunque Bárbara me hizo ver
que, como suele ocurrir en este tipo de encuentros, habíamos hablado
demasiado de tebeos). Por apropiarme de una frase célebre, aquel fue el
inicio de una hermosa amistad.
Desde entonces, estuve aún más pendiente, si cabe, de cuanto Manolo
preparaba, ya fuera este maravilloso Cuentos Infantiles, ya ese
proyecto que responde al título provisional de Mudo y que, con
suerte, verá la luz a lo largo de este año de nuevo bajo el sello Sins
entido. Hacia octubre del año pasado, presentó el libro que hoy
comentamos, coeditado por la francesa Éditions Du Rouergue, en una
encantadora página electrónica que respondía a una de las
características que más admiro en la obra de este autor: la vitalidad.
Prevista para diciembre para poder enlazar con la campaña de ventas de
Navidad, su aparición sufrió un retraso imprevisto motivado por un
problema en la imprenta –aún recuerdo cómo lo refería un indignado Jesús
Moreno en la inauguración de la exposición del Certamen de Injuve de
2002- que obligó a la editorial a retrasar la salida del libro hasta el
pasado febrero.
Eludiendo cualquier prurito de originalidad, sabedor de que, desde
Perrault, resulta harto difícil innovar en el campo de la literatura
infantil, la sensibilidad de Manolo trabajó en un rígido contorno de dos
planchas para cada ficción a partir de “los contenidos implícitos” en
las narraciones infantiles y aquellas otras que los niños se habían
apropiado sin estarles específicamente destinadas, como Los viajes de
Gulliver o Las 1001 Noches.
Cada cuento, como corresponde a quien siempre huyó del “estilo” en pos
del tono adecuado para cada narración, es abordado desde un código
gráfico distinto, desde el collage más expresionista hasta la óptica
neutra de “El Gigante Egoísta”, pasando por la depuración de la técnica
del silueteado o la recuperación del trazo del lápiz como una parcela de
libertad. Esa libertad que se respira también en otro ámbito, pues, como
también habría de descubrirme Bárbara, dada la chatura de criterios de
los editores infantiles al uso, sorprende encontrar un libro en el que
los contenidos no hayan sido sometidos a un proceso previo de censura,
demostrando así que los mejores libros para niños suelen ser aquellos
que los adultos pueden leer sin rubor (ojeen, para despejar las dudas,
su particular revisión del cuento de la lechera).
Y,
por encima de todo, esa atmósfera hedonista, ese puro goce de la
contemplación que impregna cada plancha y que, sospecho, tiene mucho que
ver con el espectacular empleo del color: esa auténtica explosión de
tonos anaranjados, de verdes luminarias, el estallido de un cielo que
vira al amarillo o el azul gélido del espejo. Contemplando atentamente
cada imagen, ¿cómo escapar a la fascinación que produce la calidez de
sus llamaradas cromáticas? Si antes advertíamos que en nuestras
consideraciones no nos cegaba la amistad, podríamos admitir que sí lo
hacen los colores.
Nos
encontramos, en definitiva, ante un producto soberbio (en la línea de
otros libros excepcionales como los de la Editorial Media Vaca, caso de
No Tinc Paraules de Arnal Ballester y El Mundo al Revés de
Miguel Calatayud, o los de Kalandraka Editora), al que se une ya el
maravilloso trabajo de Jack Mircala El acertijo de Valpul,
también editado por Sins entido. Un álbum soberbio, recalco, tras el que
no puedo evitar escuchar los acordes de aquellas viñetas que, hace ahora
nueve años, tanto me emocionaron.
Si las páginas de Manolo son, en esta ocasión, una pura llama, su
crepitar acaso vuelva a ser una melodía. |