Acaso sea William Faulkner quien mejor haya sabido restituir a la
familia –institución a la que las ideologías conservadoras han procurado
mantener siempre al margen de toda sospecha- esa dimensión ambigua y
turbadora que tenía en las tradiciones griega y hebrea; en pocas obras
como en la del escritor del Mississippi cobra tanta importancia el
linaje y su declive. A esta línea de aproximación se adscribe el
historietista Abel Ippólito con una saga memorable: Golondrino ama a
Venancia.
Como ha contado Manuel Barrero, Ippólito fue uno de tantos dibujantes
andaluces que se topó, como José Luis Ágreda o Santiago Sequeiros, con
los síntomas del agotamiento de eso que, en los años ochenta, había dado
en llamarse boom. Tras vincularse con alguna de las mejores
iniciativas de la historieta hispalense de los noventa (caso de El
Tebeo Veloz), obtuvo una beca de la editorial japonesa Kodansha
coincidiendo con los últimos coletazos del interés de la industria
nipona por la historieta occidental.
Tal periplo resultó, cuanto menos, provechoso, regresando con más de una
lección bien aprendida, como ese ritmo subrayado por el énfasis del
montaje analítico. A su regreso, en compañía de Enrique Carlos Martín,
fundó el Tremendo Estudio, donde alterna trabajos de ilustración y
publicidad con historietas confeccionadas ex profeso para publicaciones
infantiles como ¡Dibus!, ¡Dibucómics! o el suplemento del diario
ABC. Entre tanto, con escasa compensación económica, Ippólito ha
venido cincelando a golpe de corazón algunas viñetas más personales,
como las de “El Elefante Genusa” o éstas que hoy nos ocupan.
Tras cuatro años de gestación (las primeras entregas pudieron verse en
la segunda época de El Tebeo Veloz), es éste un trabajo
monumental, no sólo por su extensión, sino también por lo complejo del
guión, un esfuerzo que se palpa en cada página, casi en cada encuadre.
Nos encontramos ante una obra de madurez donde lo anecdótico se
entrelaza sutilmente con lo sustancial para conformar el relato de un
puñado de seres en un entorno asfixiante. Una obra de madurez, insisto,
donde se dosifican sabiamente gran cantidad de estrategias narrativas
para conferir otros niveles de lectura al argumento que nos es referido:
el amor incestuoso entre dos aldeanos. Más que en la destreza del
montaje paralelo o la inclusión de una historieta dentro de la propia
que se nos está refiriendo, vale la pena detenernos, siquiera sea un
instante, en el valor dramático de los silencios.
Resulta muy estimulante, a estas alturas, asomarse a un tebeo donde los
sentimientos discurren sin necesidad de subrayados, como un torrente
subterráneo de calidez, la misma que celebra Marta Cano en su texto para
el libro. Así, si cabe leer este relato en la clave que nos presta
cierta literatura (cuyo epítome se sitúa convencionalmente en Cien
años de soledad), es el silencio, como contrapunto expresivo, el que
le otorga sus momentos más especiales; en este sentido, les invito a
detenerse en las primeras planchas, todo un prodigio de narración sin
palabras.
Decía Albert Camus que «al igual que las grandes obras, los sentimientos
profundos siempre significan más de lo que conscientemente dicen». No es
poco mérito para una historieta, me parece, recordarnos tal aserto. |