La casi total desaparición de las publicaciones comerciales en la década
de los noventa forzó a los historietistas españoles a buscar nuevos
cauces editoriales. Desde entonces, los fanzines se convirtieron en
destinatarios de propuestas cada vez más sofisticadas. Tal fue el caso
de Jarabe, fundado en 1993 por un grupo de alumnos de la Facultad
de Bellas Artes de Madrid. De entre todos ellos, Santiago Valenzuela
(San Sebastián, 1971) destacaba por el vigor narrativo y los tintes
kafkianos que imprimía a sus composiciones. En una de éstas, hace unos
diez años, concibió al protagonista de Las aventuras del Capitán
Torrezno, la serie más ambiciosa de la historieta española actual.
Este
proyecto abarca tres volúmenes hasta la fecha, el primero de los cuales
(Horizontes Lejanos, 2002) fue publicado con ayuda del Instituto
de la Juventud, en cuyos Certámenes de Cómic de 1998 y 2000 Valenzuela
había sido premiado. Para su autor, supuso la oportunidad de consagrarse
a narraciones de más largo aliento (aunque aún cultive esporádicamente
la historieta corta en la revista TOS);
para la mayor parte del
público, en cambio, aquel álbum permitió descubrir a un historietista
magnífico, como corroborarían las siguientes entregas de la colección:
Escala Real (2003) y Limbo sin fin (2003).
A caballo entre la épica y el humor, el capitán Torrezno es un “pez
fuera del agua”, un borrachín de taberna transferido al “Micromundo”,
territorio de fantasía heroica en cuyos asuntos interfiere sin
pretenderlo. Por azar, Torrezno se convierte en paladín de la ciudad
sitiada de Deeneim, defendiendo unos intereses tan oscuros como los de
aquellos a quienes combate.
En secuencias hábilmente
dosificadas a lo largo del relato, Valenzuela deja caer con astucia que
las cosas no son lo que parecen. Además, como
un buen cronista, el autor vasco
registra las vicisitudes del Micromundo y las distintas cosmogonías
generadas por sus habitantes, construyendo así un universo imaginario
que su admirado Jorge Luis Borges hubiera leído con agrado.
A su vez, esta obra nos permite constatar que la historieta sigue dando
pie a creaciones de envergadura. No obstante, algunos críticos se han
apresurado a dictaminar la falta de originalidad de Valenzuela,
achacándole una discutible deuda con determinadas firmas de los años
setenta, como Philippe Druillet o el dúo Ventura y Nieto. Dejando a un
lado que la combinación de humor y fantasía no es exclusiva de una época
o unos autores, podemos citar sin esfuerzo otros referentes: Los
viajes de Gulliver de Jonathan Swift, las parodias de la revista
Mad o las planchas de Fred. Sin embargo, sospecho que esta
enumeración resulta inútil e irrelevante. Los antecedentes son aún más
remotos.
Me explico. En su conocido ensayo El héroe de las mil caras,
Joseph Campbell sostiene la existencia de un arquetipo dramático que se
vendría reproduciendo desde la Antigüedad. Para Campbell, en suma, todos
los relatos son el mismo a través de infinitas variaciones, lo que él
denomina “viaje del héroe”: una aventura cuyo protagonista pasa por
distintos estadios hasta alcanzar su objetivo y volver al equilibrio
inicial. Desde estas coordenadas, la singularidad de cada “viaje”
estriba en la disposición de los elementos que lo conforman, en tanto
que las estructuras esenciales
permanecen inalteradas. Es ahí, en el cuidado con que articula los
contenidos de sus ficciones, donde Valenzuela demuestra ser un creador
notable.
A ese nivel, la serie hace gala de un rigor narrativo extraordinario.
Nada ha sido dejado al albur: la morosidad que preside la obra (a la que
contribuye la brevedad de las elipsis); el recurso a encuadres abiertos
en beneficio de la profundidad de campo, acentuando así las proporciones
del escenario y la épica del conjunto; el empleo de diferentes registros
gráficos para diferenciar los planos de realidad que conviven en el
relato; el uso del montaje paralelo (del cual este autor posee un
dominio fuera de lo común, llegando a conciliar hasta seis tramas
simultáneas); incluso la profusión de textos de cualquier tipo. Todo
obedece a un fin narrativo. Para Valenzuela, contar es una obligación.
Por
la exigencia que comporta cada entrega, Las aventuras del Capitán
Torrezno se ha convertido, a mi juicio, en uno de los pocos títulos
de autores
españoles jóvenes que pueden leerse sin rubor, junto a Freda
(2002) de Kike Benlloch y Alberto Vázquez, o Antoine de las Tormentas
(2003) de Luis Durán. En la lucha contra el maniqueísmo en la
historieta, la obra de Santiago Valenzuela está (y lo comprobaremos con
el tiempo) en primera línea de fuego. |