Un ejemplo manifiesto.
«Miro hacia atrás y
me cuesta creer que hubo un tiempo sin Mort Cinder...» (del episodio
“Los ojos de plomo”)
A lo largo de la historia de la historieta, Argentina ha aportado
un buen número de esas obras que bien podríamos considerar como modélicas
o, hablando en plata, clásicas; de esas que, transcendiendo los límites de
su propia naturaleza, han acabado por convertirse en referencia directa,
en lectura obligatoria, en punto de partida permanente tanto para lectores
ávidos de respuestas, como para creadores faltos de preguntas a la hora de
enfrentarse al oficio del día a día. Y esto no ha sido fruto de la
casualidad. Durante los sesenta, en la Argentina se fraguó un movimiento
artístico, dentro del seno de una industria por aquel entonces
floreciente, que introdujo en los “simples” productos de consumo
destinados a las “masas”, y que daban de comer así a sus autores,
intenciones de superación o pretensiones de trascendencia que, por natura,
se enfrentaban a sus propios límites como género popular y de subsistencia
(bien sabido por todos que las superventas sólo se consiguen dejando en el
camino todo lastre que no sea el estrictamente comercial). Pero no nos
confundamos; no es que aparecieran de repente obras de “autor”, definición
odiosa porque de autor son todas, si no que se dio una evolución natural
que llevó a ciertos tebeos de ser, un muestrario de buen hacer, de oficio
bien hecho, a convertirse en objetos no ya personales si no con
personalidad propia. Un proceso que se explica sólo con el paso a una
hipotética, porque hablamos de cosas intangibles, madurez.
Si comparamos las historietas de este periodo con las de la
década anterior podremos observar como el tono, los personajes, los medios
narrativos y la puesta en escena no ha cambiado nada. Es lógico si tenemos
en cuenta que entre los autores no ha habido relevo generacional, e
incluso la mayoría se encuentran en su cenit; en cuanto a la industria,
las empresas editoriales conservan intactas sus áreas de poder; y en lo
relativo a los formatos, las revistas de historietas son el modelo vigente
e indiscutible. Todos, son los mismos. Pero, ni un hálito de ingenuidad e
inocencia rodea ya estos tebeos, ni los héroes son tan rectos (o si lo
son al menos se preguntan el por qué dando fe de cierto existencialismo de
andar por casa), ni la forma guarda con tanta pulcritud el rigor y
respecto a los cánones clásicos en aras de ligeras concesiones a la
experimentación, ni los lectores van a seguir siendo los mismos niños a
los que antes se satisfacía con tanta facilidad únicamente recurriendo a
las reglas de la fantasía. En definitiva, las bases de la historieta
moderna, que no por ello actual.
No será aquí donde nos extendamos en hablar de las influencias y
tendencias que despertaron los autores argentinos de esta generación,
aunque nunca este de más insistir en que fueron ellos, junto a sus más
directos herederos (los historietistas argentinos de los setenta como
Altuna, Muñoz, Trillo, Giménez...), quienes conformaron buena parte del
cómic adulto que impero desde finales de los setenta en medio mundo, pues
no es la materia de este artículo. Nuestra pretensión será de raíz
contraria ya que centrará única y exclusivamente nuestra visión crítica en
el origen de este modo particular de hacer y concebir el medio que conjugó
a partes iguales lo comercial con lo artístico, lo consciente colectivo
con lo lírico personal, lo posible con lo imposible,
en la emergente, de nuevo hoy, figura de Mort Cinder.
El
eterno retorno.
A renglón de lo anteriormente expuesto cabe la posibilidad de
plantearse una duda más que razonable. ¿Es verdaderamente Mort Cinder
ese punto de inflexión sobre el que tanto insistimos o bien la ilusión
deslumbrante de reencontrarlo, renacido, en las estanterías nos ha cegado
tanto que nos vemos en la necesidad de sacar el máximo partido a nuestro
análisis? ¿Acaso una obra como el primer El Eternauta
no sería quizás más representativa de este estado de opinión máxime cuando
su vigencia en Latinoamérica, y ya no sólo en un terreno estrictamente
artístico si no también en otros tan dispares como podrían ser el social o
el político, persiste con una intensidad semejante a la de su aparición
allá por 1957? Es indudable su importancia e impronta, nadie dice lo
contrario; además, nuestra pretensión no es caer en un reduccionismo
barato que este empeñado en dar definiciones imposibles o en establecer
estructuras inamovibles. Ni mucho menos. Simplemente queremos dejar las
cosas en su sitio. Entremos en materia.
Ambas tratan de dar respuesta a temas tan presentes en el universal
creativo como pueden ser el destino, la fortuna o la muerte, si bien ésta
última por lo común se presenta en contraste con su correlato, la vida,
entendida como eterna. Inquietudes y angustias vitales de toda la vida;
materia común en toda época. Nuestros autores, en su caso, tratan de
hacernos ver la fragilidad de nuestra existencia, del fino hilo sobre el
que caminamos sin darnos cuenta de que puede romperse en cualquier momento
convirtiéndonos en la triste sombra errante, pálido reflejo de si misma,
en busca del tiempo perdido, o en el saco roto de todos nuestros deseos
por ser y no ser. Fantasma o espíritu, como sustento del hombre de carne y
hueso, errante... Las dos cosas vienen a ser las caras de una misma moneda
pues aunque semejantes, ambas tratan de definir este lento transcurrir que
es el ir muriendo poco a poco en vida con la pretensión de acercarnos al
sueño de vivir en la muerte. Difieren tanto en expresión como en forma,
pero no por ser contrarios, sino por ofrecer distintos grados de
elaboración con respecto a la misma pregunta.
Volvemos a retomar así el argumento de la madurez expresiva pues éste es
el vínculo que une y separa estas dos creaciones. La epopeya dramática de
El El Eternauta con toda su magnitud no deja de ser un paso
previo, un banco de pruebas del modelo narrativo que encontrará su
culminación en Mort Cinder. Aunque sea del modo que menos nos
pudiéramos esperar, pues mientras la esencia de El Eternauta radica
en su propia definición, en ser una Historia contada con pelos y señales
en la que la imagen exacta de la realidad se constituye como el marco
idóneo en el que insertar la recreación artística, Mort Cinder se
erige como un muestrario de historias apenas ligadas entre sí por las
figuras protagonistas con la pretensión añadida de mostrar el mismo
reflejo anterior pero a la inversa facultando, en consecuencia, a la
imagen artística por encima de la monotonía de lo cotidiano. Un mare
mágnum, sí, que estructuralmente se fue tejiendo a duras penas sobre la
marcha, frente a la sólida estructura de la primera, pero que a su vez
encierra celosamente en su interior la maduración plena, aunque
inconsciente y acelerada, de sus autores. Estado que acabaría por
determinar sus estilos a través de una serie de cualidades manifestadas
aquí por primera vez y que terminaran por expresarse en el resto de su
producción posterior, ya fuera en colaboración mutua o no, ya fuera
creación propia o recreación particular. Como su oscura visión de El
Eternauta, en relación a este asunto, tan distinta del original como
la noche al día: la historia puede que se cuente siguiendo el mismo orden
de acontecimientos pero desde luego no es lo mismo; por algo será...
Los personajes.
«¡Más lo conozco, y
más abismo me resulta!. Mort Cinder, abismo de tiempo, abismo de
increíbles experiencias humanas, abismo de muerte repentina, abismo
insondable que puede atraer con fuerza irresistible. Mort Cinder...»
(del episodio “Los ojos de plomo”).
Quizás sean los personajes el aspecto sobre el que mejor se sustente
nuestra teoría. Observando detenidamente sus acciones y parlamentos, su
psique y su deambular, podremos clasificar a los mismos, atendiendo a los
preceptos anteriormente expuestos, en definidos e indefinidos. Por los
primeros hemos de entender a aquellos que se muestran ante nosotros como
seres fáciles de interpretar, es decir, a aquellos que responden con
exactitud al canon o tópico de rigor. Ezra Winston, el anticuario, cumple
a la perfección con este prototipo de personaje. En su caso concreto
responde al rol del fiel compañero de aventuras que pasa, en un santiamén,
de escudero fiel (así lo podemos ver en “los ojos de plomo” y “La madre de
Charlie”) a oyente extasiado (el resto de episodios salvo “El vitral” que
junto al episodio piloto de la serie “Ezra Winston, el anticuario” es lo
más parecido a una aventura solista), pero que siempre es presentado como
contrapunto del personaje principal, Mort Cinder, quien por extensión
asume la ideología contraria.
¿Quién es Mort Cinder? Nadie, a juzgar por la lectura atenta de sus
memorias pues, tal vez por verse forzado a recordar, ninguna de ellas
revela pistas coherentes y unitarias sobre su imaginaria personalidad.
Quizás sea este el motivo por el cual Mort Cinder no deja de resultar
siempre un extraño ante nuestros ojos desde la primera a la última página.
Y este hecho viene determinado por la propia estructura deshilachada de la
obra que toma al protagonista únicamente para actuar de mero enlace
testimonial entre un episodio y otro, y no como una individualidad de
fondo que se vaya gestando a medida que avanzamos en el conocimiento de su
vida y milagros. Aquí no es el personaje quien determina la forma de
narrar sino la ficción. Y en consecuencia no hay un Mort Cinder sino
muchos, tantos como historias.
Esta es una concepción flexible gracias a la cuál podemos definir a Mort
Cinder como el arquetipo idóneo de una obra por excelencia abierta. En
esta tábula rasa el protagonismo ejercido por nuestro personaje reside en
el hecho de erigirse como una entidad moldeable según el punto de vista
que los autores quieran darle. Punto. Ésta, y no otra, es la premisa que
rige su interior. No se buscó crear un personaje de oscuro -por
misterioso- pasado y brillante -un secreto a voces- futuro. Que va. Ni
siquiera se planteó definir un sujeto singular. Al revés. A la hora de
ser, Mort Cinder no es más que otro pobre hombre, uno de muchos, sin
presente, uno de tantos. Alguien a quien el tiempo no derrota de una vez
sino una y otra vez, y una y otra vez, y una y otra vez...Y es que uniendo
conceptos, a la hora de ser alguien, Mort Cinder, en contra de lo que
pueda pensarse, no es eterno sino infinito. La razón es simple. Los dos
elementos sustanciales de la narrativa moderna, el tiempo discursivo de lo
real imaginario (la lenta agonía de vivir que irremediablemente nos
conduce a la muerte, algo que ya apuntamos en el apartado anterior) y la
independencia de los sujetos de la creación (los personajes se mueven, o
da la impresión de que lo hacen, con entera libertad a lo largo de la obra
eximiendo al autor de toda responsabilidad de sus actos) se aúnan en Mort
Cinder dentro de una misma unidad de sentido y coherencia que supone a la
vez su muerte y su propia resurrección.
Me
explico. En “Los ojos de plomo” encontramos a un Ezra Winston planteado
como protagonista en la sombra (aunque en realidad sea el mismo Mort
Cinder quien se oculte tras ellas), que vive una aventura asombrosa de la
que sólo él tiene conciencia en ese instante (la típica incomprensión que
sufre el héroe romántico ante los demás y que deriva luego en sentimientos
de soledad o angustia). El tiempo no es destructor aquí, nada hay que
muestre su paso impasible, pero desde esta perspectiva el personaje de
Mort Cinder no progresa, es más, se queda estancado en el tópico que lo
origina: el del detective victoriano cuya cualidad definitoria en este
caso no es la inteligencia si no la inmortalidad.
Frente a esta concepción inicial, el resto de historias (salvo “El vitral”
en la que Ezra Winston es el único protagonista) se plantean de modo
opuesto. El eje temporal es el pasado, sólo permanecemos en el presente el
tiempo justo para iniciar nuestro viaje hacia la historia, y el personaje,
además, no actúa conforme a un rol definido o preestablecido, sino que se
convierte en un molde maestro que da cabida a las manifestaciones que la
personalidad puede sufrir en los distintos momentos de una vida eterna de
la que apenas si vemos unos pocos destellos fugaces de lo que fue. Soldado
en dos guerras, esclavo, traficante de esclavos, preso..., «un muerto que
resucita constantemente para así encarnar mejor todas las historias de la
Historia» como bien dijo Antonio Martín (en “Maestros Universales
del Comic: A. Breccia- H. Oesterheld”, en Rambla Extra Aniversario,
Barcelona, 1984). El caso es que ninguna es una vida muy ejemplar que
digamos pero eso era algo que ya se veía venir. Y ya no sólo porque ahora
nos saquemos un as de la manga y digamos que su anterior faceta de
investigador puede resultar algo turbia a la luz de algunos de sus actos,
también en los precedentes directos de esta obra podemos encontrar huellas
de esta actitud diferenciadora con respecto a los modelos originales, por
lo que podemos afirmar que tanto Oesterheld como Breccia han dirigido su
labor hacia este fin.
Oesterheld o el contenido.
«Oesterheld era un
hombre dotado era un hombre dotado de una enorme imaginación y de una
gran cultura: era geólogo de formación. Para él, las cosas en la vida no
eran tan simples, tan claras; no todo estaba limitado al bien y el mal;
había tonos medios, grises. Los hombres podían ser, al mismo tiempo,
buenos y malos; eran de carne y hueso. En la Historieta introdujo esta
visión del hombre en un momento en que los héroes estaban muy
esteriotipados: eran positivos, sin debilidades –ni siquiera físicas-
sin defectos. ¡Eran inhumanos!. Un héroe típico podía enfrentarse a diez
rivales...y vencerlos a todos, esquivar las balas que le
disparaban...¡hasta podía recibir dos puñaladas sin daño alguno!. ¡El
héroe clásico era así!. El héroe se humanizó con Oesterheld: era fuerte
y débil, valiente y cobarde, bueno y malo al mismo tiempo»
(“Conversación con Latino Imparato”, sostenida en París el 30-III-1992 y
recogida por la editora Vertige Graphic en su segundo volumen Tracés:
París, 1992. Tomado de la traducción de Lorenzo Félix Díaz para el
volumen recopilatorio Blokes. Cuadernos Arkeológicos de la Cultura
Popular, # 01, Colectivo de Comunicación Nutria, Madrid, 1994).
Este proceso es más evidente en Oesterheld (para lo cual tomamos como
referencia, asumiendo ciertas diferencias de criterio, la descripción que
del mismo presentó Javier Coma en el capítulo “La gran aventura
argentina”, de El ocaso de los héroes en los cómics de autor,
Barcelona, 1984). Sus protagonistas si por algo se han definido ha sido
por su carácter popular a la par que populista. Como teórico del alma
humana, como experto en las razones que ocupan el corazón de los hombres,
Oesterheld quiso mostrar nuestra grandeza: la solidaridad, el
compañerismo, la fraternidad. Pero a la vez, y quizás sea esto lo más
novedoso, supo vernos a ras del suelo. Oesterheld conocía perfectamente la
ambivalencia de todo símbolo, y lo que es más importante, la necesaria
integridad de sus partes. Además, sabía que éste es un proceso que si ya
resulta largo y complejo en los seres reales, toda una vida, no va ser
menos puesto sobre el papel. Así, como el afán con que Luis Landero nutre
Los Juegos de la Edad Tardía (Tusquets, Barcelona, 1989), los
personajes de Oesterheld crecen alentados por la sed de este conflicto
interior y vitalista que, paradójicamente, les hace crecerse ante su
correlato externo: todo aquello en lo que se puedan ver inmersos, léase
guerras, invasiones o simples infortunios. Entre ambos, entre la
individualidad y su comportamiento, quedarán las virtudes y defectos de lo
verdaderamente humano, sin trampa ni cartón; y de su unión devendrá un
grado de complejidad distintivo oculto en todas sus obras como semilla de
destrucción.
En
una de sus primeras obras, Sargento Kirk (1952), hallamos el
germen. Un soldado desengañado de todo ídolo, bandera o fanfarria, pero
por descubrir que el mundo ni es tan sencillo como lo pintan, que el
enemigo puede estar en casa y el amigo en el adversario. Poco tiene que
ver Kira con los clichés heroicos que encontramos en la historieta
argentina (la tesis contraria sería la del mamporro elegante del Vito
Nervio de Breccia y Leonardo Wadel (1947- 1959), y en la mundial de
este periodo (El Cachorro de Iranzo, de 1951). Y es que es en las
postguerras que el gran público demanda con mayor insistencia mitos de
fácil lectura y asimilación que les permita escapar de lo cotidiano. Si
eso supone la repetición hasta la saciedad de un mismo arquetipo (el del
gracioso en la comedia y el del héroe en el de aventuras) poco importa.
Por eso ante este panorama no es ningún despropósito destacar obras como
el Sargento Kirk o los cómics de los años cincuenta editados por
EC.
La
raíz de este modus operandi se va extendiendo y fortaleciendo
paulatinamente a lo largo del ejercicio literario practicado por
Oesterheld. En Ernie Pike se nos presenta a un periodista que busca
la heroicidad en la tragedia humana, que sustenta su punto de vista en el
fervor épico ascendente, pero no de un modo gratuito. Los protagonistas,
pues éste es uno de los primeros ensayos de Oesterheld por dar cabida al
personaje colectivo, rezuman un ideal manifiesto, con la certeza de que no
hay vencedores ni vencidos sólo victimas, lo cual obliga a mostrar su
espíritu al desnudo, totalmente desgarrado, con heridas abiertas. Los
personajes sufren las adversidades, sienten cercano el aliento de la
muerte, asisten impotentes a la destrucción de su mundo, y todo ello como
producto de una situación en la que son sólo unos títeres sin cabeza.
Combatir deja de ser un juego de niños para convertirse, desde una clara
óptica expresionista (no estamos ante un tebeo realista), en una lucha
fraticida donde pierden todos, hasta los héroes de siempre que no pasan de
ser en esta tesitura unas simples esquelas en el periódico.
Breccia o la expresión.
«Mort Cinder es la
muerte que no termina de serlo. Un héroe que muere y resucita. En Mort
Cinder hay angustia, hay tortura. Respondía quizás a un particular
momento mío, pero mucho de ese clima lo determinó Breccia, mucho más
“torturado” que yo. El dibujo de Breccia tiene una cuarta dimensión de
sugestión que lo aparta de los demás dibujos que conozco: esta sugestión
inacabable lo valoriza y suscita ideas en el guionista» (Massotta, O.:
La historieta en el mundo moderno).
Aun bien asentadas las bases, habrían de transcurrir cinco años para que
la nueva estructura asumida por Oesterheld alcanzará su pleno desarrollo;
un momento, como ya hemos repetido hasta la saciedad, en el que Mort
Cinder se yergue como el primer modelo representativo: poco tiempo
después de la primera aparición de Mort Cinder en Misterix, # 714
de 20 de Julio de 1962, hace su aparición otra nueva obra de Oesterheld en
colaboración con Moliterni y que también hemos de incluir dentro de esta
corriente de plena madurez expresiva, Watami. Así las cosas, cabe
el planteamiento
de una duda razonable: ¿qué dio pie a esta formula definitiva?, ¿cuál fue
el eslabón que completó la evolución natural de Oesterheld?
La
respuesta es obvia: Alberto Breccia.
Hasta el momento de su unión creativa en 1956 en la editorial Frontera
(fundada por Oesterheld y sello de Hora Cero y Frontera), el
discurrir de Breccia y Oesterheld en los andares de la historieta no
marchó por caminos paralelos. Ambos eran grandes autores potenciales
dentro de una industria pujante y, ambos, autores comprometidos con una
nueva forma de entender el medio pero con diferencias significativas. La
primera, la fama de Breccia, dibujante de una de las series más populares
de todos los tiempos en Argentina, Vito Nervio, un detective heroico de
pura cepa. La segunda el mayor compromiso de Oesterheld, quien se erige
como el ideólogo entre las sombras de esta nueva forma de ver y hacer
tebeos contrarios a las formulas tradicionales imperantes, desde Breccia a
Solano López. Tanto uno como otro responderían a distintos alientos
generacionales. La producción de Breccia venía de lejos, de los inicios de
una industria floreciente en los que la historieta constituía un modo de
ganarse el jornal realizando historietas humorísticas y de aventuras para
Tit-Bits, Rataplán o El Gorrión; Oesterheld, en cambio, era
casi un recién llegado, y la actitud que introduce es más que renovadora.
Breccia era un autor consagrado y Oesterheld un valor en alza y como en
todo medio artístico que se precie sólo cabían dos posibilidades: o el
enfrentamiento directo o la influencia mutua, camino éste último escogido
en el callejón sin salida que ha sido de siempre la historieta. Veamos por
qué.
Quizás la reprimenda de Hugo Pratt, sea el punto de partida. Breccia la
recordó así:
«El cambio hacia mi
actual forma de ver la historieta y de dibujarla...yo estaba paseando
una noche con Hugo Pratt por Palermo, que me dijo, en un coche, “vos sos
una puta barata porque estás haciendo mierda pudiendo hacer algo mejor.”
Me dio mucha rabia, pero tenía razón.» (Extraído de la entrevista que
1973 realizaron en Barcelona Antonio Martín, Carlos Giménez y Luis
García y recogida en Bang!, # 10.
Cobró entonces conciencia en Breccia su capacidad artística frente al
medio, su “afán” particular por trascender. Y no es que sea del todo una
insatisfacción paulatina por las historietas anteriores la que domine su
nueva visión, más bien debemos hablar de un inconformismo certero, de un
modelo encargado de impregnar su obra presente y futura, el de la obra
bien hecha. Las historietas serán planificadas con más detalle tanto en
composición como en forma, un esmero que responderá, por primera vez, a su
propia voluntad y no a la de las circunstancias.
Sea coincidencia o no, el caso es que su entrada en Nueva Frontera abre
este nuevo periodo creativo del que Sherlock Time es punta de
lanza. Una historia elaborada aún dentro de los cauces tradicionales pero
que ya deja entrever la atmósfera en la que se moverá Breccia como pez en
el agua, la de un expresionismo gráfico algo más que lógico. Si Oesterheld
presentaba a sus personajes en situaciones extremas para realzar así sus
cualidades o justificar sus torpezas, Breccia iría a la par oscureciendo
la escena progresivamente con idea de establecer una correspondencia
visual, directa, con el interior de los mismos. El lector vería reflejada
el alma de la ficción, igualada la anteriormente coja autonomía de
palabras e imágenes. Este es el fin esencial al que se subordinan todos
los elementos, al que se corresponden por igual y por entero palabras e
imágenes, una respuesta que nunca se ha conseguido con tanta perfección
como hasta ahora. A pesar de haber contado con dibujantes de talla
excepcional, las historias de Oesterheld nunca se reflejaron con tan vivos
sentimientos, eran muestras de oficio bien hecho poco; y viceversa,
Breccia aún habiendo colaborado tantos años con un guionista tan talentoso
como Wadel jamás se había enfrentado a personalidades tan conflictivas.
La explicación se
halla en su posibilidad de poder actuar con entera libertad desligados
como estaban tanto el uno como el otro de imposiciones mercantiles o
limitaciones propias. No en vano una experiencia como ésta conformaría el
modelo global de una editorial calificada por Carlos Trillo como “de
autor”, una definición justa y justificada. Y lo mismo que son
circunstancias externas al arte de narrar las que determinan buena parte
de esta nueva expresión renovadora, serán ellas también quienes pongan el
punto y seguido. Las leyes del mercado son impasibles y en 1960 comienza
el principio del fin del sueño de Oesterheld. Sus dibujantes más
emblemáticos, Arturo del Castillo, Pratt, Solano López y Breccia fueron
tentados, y finalmente convencidos para entrar al servicio de la Fleetway
inglesa. Una experiencia desconcertante para ambas partes.
Para Oesterheld, porque a pesar de recurrir a nuevos talentos como Juan
Arancio o Carlos Voght, había perdido ya su sitio en el mercado, siendo
finalmente entregada Frontera a la editorial Emilio Ramírez en pago por
las cuantiosas deudas contraídas en concepto de impresión y distribución,
que la llevarán al cierre definitivo en 1963. Hasta entonces Oesterheld
continuó siendo el encargado de llevar las riendas de todas las
colecciones, si bien su trabajo acabó por resentirse ante los numerosos
imponderables a los que debía hacer frente. Inmerso en este callejón sin
salida, simultaneaba su ahora paupérrima función de hombre orquesta
editorial con numerosos guiones sueltos, básicamente su sustento, para
revistas de una competencia necesitada que ni era ya directa ni tampoco
pasaba por el mejor de los momentos.
Y
para Breccia porque supuso un paso atrás en su producción al volver a los
mecanismos del esclavista tebeo mercantil, aunque, eso sí, supiera
rectificar a tiempo. Si Breccia es uno de los grandes maestros de la
historieta es por algo más que por sus dibujos. Su actitud, su modo de
afrontar a la historieta en unos tiempos en los que cabían pocas
posibilidades más allá del dale al lápiz y calla, resulta aleccionadora.
Breccia pudo ahora darse cuenta de su rápida evolución, unos cambios que
él mismo definió como “de concepto”. Y tenía toda la razón. La suya no fue
sólo una simple renovación formal «el estilo es relativo. Yo no creo en
los estilos, los estilos son amaneramiento» (Bang! op. cit.); lo
que se planteó en su momento fue un cambio total en su modo de ver y
asumir el medio, yendo de la superficie a lo profundo. Por eso en esta
tesitura una oferta como la de Fleetway suponía una derrota artística, la
perdida de todos los valores asumidos, amén de volver al punto de partida
que tanto esfuerzo le había costado superar. Pongámonos en su lugar por un
instante, ¿cuánto de sí mismo podía plasmar ante unos férreos controles de
exigencia editorial que marcaban a raja tabla su actuación?, ¿qué
motivación cabía si el mayor reto al que podía aspirar era cumplir con el
paso de entrega?. El desenlace no se hizo esperar: «la etapa de Fleetway,
que duró muy poco porque me cansé» (Bang! op. cit.). Breccia
enmienda de este modo el camino errado renunciando a la gallina de los
huevos de oro por un motivo tan sencillo como complejo. Emprende así un
peregrinaje en busca de sus orígenes en el que aprenderá la diferencia
tangible entre narrar por defecto y hacerlo por necesidad.
El
cuento de nunca acabar...
«Sí. Se trata de una
historia atormentada (...) y quizá ese eterno deambular del personaje
por el Tiempo, muriendo y viviendo y muriendo, sea, precisamente, fruto
de la crisis y de la angustia por la que sus autores atraviesan, una
clave desde la que podemos atrevernos a interpretar al Hombre» (Martín,
A. (1984): “Maestros Universales del Comic, op. cit.)
Será en el seno de la revista semanal Misterix donde
vuelven a reencontrarse nuestros autores. Es 1962, en apenas un par de
años su situación personal y laboral ha cambiado ostensiblemente. A pesar
de los pesares no deja de ser el reencuentro entrañable de una vieja
amistad que les traería a ambos el halito reconfortante de un tiempo
pretérito, que no se convertirá en nostalgia pasajera. Tiempo imperfecto
que sí perdurará, en cambio, bajo la forma recurrente del paraíso
artificial. El escapismo a veces es la única escapatoria que se presenta
como posible y aquellos que encima poseen el don no tanto de comunicar
como de cargar sus tintas en el arte, son de los pocos afortunados que
pueden hacer una salida a la desesperada y triunfal.
Breccia, durante todo este periodo, debió de hacer frente a una
de las situaciones personales más traumáticas a las que tuviera la
desgracia de enfrentarse: «mi esposa enfermó muy grave, se le hizo un
transplante de riñón y al final murió, esto me hundió en todos los
sentidos moral y económicamente (...) mientras lo estaba haciendo [Mort
Cinder] tenía que ir a los institutos de fabricantes de remedios y
pedir medicamentos con certificado de indigencia, porque yo ganaba
entonces 4500 pesos a la semana y mi mujer necesitaba 5000 pesos diarios
de remedios» (Bang! op. cit.). Esta precaria situación familiar
cubre todo el proceso de gestión del Mort Cinder, determinando
todos y cada uno de los momentos de la serie desde sus inicios titubeantes
hasta el fatal desenlace con el que Breccia decide poner punto y final a
su obra cumbre, «entonces me dije se va a la puta madre que la parió la
historieta». Esto explicaría la dureza gráfica de un episodio como el de
las batallas de las Termópilas en el que la muerte dada por la mano del
hombre se muestra como tal. Durante este intervalo, Breccia encontrará en
su arte una obligada válvula de escape, si no trabajaba no había
medicinas, pero aún en esta situación sabría hacer frente a otras
necesidades, quizás no tan acuciantes: las del producto bien elaborado. El
genio riguroso de Breccia ahora le pasaba factura y le obligaba a
encontrar siquiera un hueco entre tanta vorágine de página a medio hacer,
para cumplir con su propia voluntad artística. De no hacerlo así, Breccia
se hubiera hundido aún más pues a sus problemas cotidianos hubiera tenido
que añadir el de la frustración.
Mort Cinder será el objeto en el que volcar todas sus
atenciones, en el que evadirse de las miserias mundanas que le rompían el
alma cada día, en el que expresar, tras todo lo aprendido, toda su rabia y
dolor contenidos. ¿Y cómo no iba a ser entonces Mort una obra en la que el
tiempo jugara un papel fundamental, a través de la máscara ficticia de una
inmortalidad detrás de la que se ocultaban mil y un vidas o muertes como
lo definió una vez Oesterheld, frágiles y perecederas?. ¿Cómo no reflejar
la impotencia suprema a la que camina el ser humano desde el mismo día en
el que nace? El tiempo, su paso inexorable, se convertirá en dolor
infinito, en pozo sin fondo del que extraer, por pura necesidad y a
cuentagotas, maneras propias de contar. El lento transcurrir de los días
se vuelve plenamente subjetivo y, de este modo, convertido en parte de uno
mismo, en llaga latente y tangible, Breccia logrará esbozar con éxito su
retrato aplicando con éxito los recursos aprendidos en 30 años de
profesión reconvirtiendo tópicos y usos en algo único, renovando en suma.
Como el testigo ocular que reconoce al asesino, Breccia identificará al
agresor de los suyos y nos lo mostrará, oculto tras las sombras móviles
que manchan en su lento movimiento de marea lunar, viñetas y páginas.
Siguiendo el plan trazado con exactitud milimétrica, recorriendo un dibujo
en el que las líneas parecen aliarse en una explosión de plenitud a la
vista, de blancos nítidos antes de ser devorados por completo. Nunca como
hasta ahora el arte de Breccia se había mostrado más necesitado de
expresión, nunca como hasta ahora los modos de comunicación de la
historieta se habían visto tan removidos en sus cimientos. Nunca como
hasta ahora. Pero aún hay más...
Era inevitable que en este proceso Breccia arrastrara a su
compañero. El que antaño diera forma a su conciencia artística recién
liberada y motivara tanto su evolución, se encontraba sumido en una
profunda depresión producida por la desintegración progresiva de su sueño
como creador que no era otro que el control total de todos los procesos de
su obra. Breccia será ahora el elemento catalizador de ilusiones por
continuar, la ética de trabajo de Breccia resultaba ejemplar e intachable,
si no que le alentaba a ofrecer la mejor expresión de si mismo a pesar de
los continuos vaivenes a los que se veía sometido el proyecto fruto de los
múltiples compromisos a los que debían de hacer frente tanto uno, por
deudas morales, como otro, porque sí. De esta manera Oesterheld, que se
estaba viendo forzado a escribir sobre personajes nada atractivos para él,
decide explotar todos los recursos. Es aquí cuando completará la formación
humana de sus personajes mostrando la quintaesencia de un héroe que no lo
es ni quiere serlo y que se conformaría con ser simplemente un alguien
mundano. En líneas generales, aunque confundido por la falta de un momento
de tranquilidad en el que poder revisar sus planteamientos, consigue un
efecto paródico en muchos aspectos. La pista nos la ofrece Oscar Masotta
quien consideró a Mort Cinder como “asimilable al superhéroe tradicional”.
Y en cierto sentido podría entrar por definición al presentar en algún
capítulo algún poder de viaje temporal (concretamente al episodio la madre
de Charlie) amén de la consiguiente inmortalidad. Pero no dejan de ser
rasgos aislados, o más bien superficiales, porque lo que anima a Mort
Cinder, lo que le hace distinto frente al resto, es precisamente lo
contrario, su humanidad. Puestos en perspectiva todos estos destellos de
divinidad, no dejan de ser simples y efectivos recursos de folletín (más
de una vez empleados por Oesterheld en Sherlock Time, El Eternauta...)
que nada tienen que ver con el personaje. Son adornos de los que se irá
deshaciendo Oesterheld a medida que avance en la narración y se dé cuenta,
según lo perfila, que el destino de Mort Cinder es caminar sobre la tierra
como uno más tratando de no perder ni rumbo ni senda.
Si en
Breccia la dictadura del tiempo se manifestaba en el desaliento, en
Oesterheld alcanza la dimensión de la memoria. Es éste un rasgo plenamente
humano y con el que tratará de poner colofón al largo viaje de
descubrimiento interior del protagonista quien irá ofreciendo en cada
etapa nuevas y distintas escalas de su personalidad, una personalidad
voluble y cambiante en sus valores con el paso de los siglos. Viene a
impartir así una lección: la búsqueda de nuestra identidad es siempre
difícil de atrapar en nuestro interior. Culmina así Oesterheld su
particular ciclo recreador del héroe a lo Conrad, oculto tras las sombras
siguiendo un plan eterno de búsqueda del yo, que si en Breccia se
reflejaba en las huellas presentes en el anciano rostro de un Ezra que es
él mismo a la luz de sus ojos del alma, en Oesterheld lo hará a través de
un personaje recio y descontento que acepta lo que es aunque sólo sea por
intuición.
NOTAS:
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