«Entregó su hermosa vida a una digna tarea, a una justa causa
perdida» (Juan Eduardo Zúñiga)
Creo que fue Eduardo Haro Tecglen quien, a propósito de Max Aub, habló
de la gran decepción que supuso para muchos de los exilados españoles su
reencuentro con España al socaire del viento aperturista que soplaba en
la dictadura a finales de los años sesenta. A pesar de la ficción de
unas instituciones en el exterior (no olvidemos que la República mantuvo
su propio gobierno paralelo en el exilio al que vinieron a dar la
puntilla las componendas de Franco con EE UU y los países del bloque
occidental al comienzo de la Guerra Fría), la España a la que llegaban
distaba mucho de ser la patria que habían imaginado y mucho menos la que
les habían obligado a abandonar veinte años atrás. Por tal motivo,
muchos prefirieron dejarla de nuevo a arrastrar una existencia anónima
por un país que ahora les resultaba tan ajeno.
María Isabel Santisteban, una joven estudiante de filología, había ido
recomponiendo desde principios de los años 80 alguno de aquellos
fragmentos de lírica tristeza en un conjunto de cuentos en torno a los
Humet, una familia marcada (como tantas otras) por el signo trágico de
la guerra. Aquellas hermosas ficciones –en las que Santisteban aún hoy
sigue empeñada- encontraron eco en otra voz, la del gran dibujante
Joaquín López Cruces, con quien compartía, al margen de los estudios,
una cierta sensibilidad y la complicidad que les prestaba el haber
mantenido una relación sentimental.
En 1983, a la vuelta del lectorado en Gales con que culminaba su
especialización en filología inglesa, López Cruces fue seducido por sus
amigos Paco Quirosa y Rubén Garrido para embarcarse en la aventura
colectiva de un estudio que, en mi imaginación, respira el aire de eso
que se llama “vida bohemia”: una densa atmósfera donde se entreveran
luz, ideas y humo. Impregnados de aquel ambiente, dispersaron sus
historietas en suplementos y revistas locales como Don Pablito o
La Granada del papel, desde las que sus talentos llamaron pronto
la atención, a punto tal que empezaron a ser reclamados desde
publicaciones de ámbito nacional como Madriz o el mensual
Cairo.
Al buen tino de dos coordinadores editoriales sucesivos de Cairo,
Joan Navarro, primero, y Antoni Guiral, después, se debió el que este
magnífico autor granadino comenzase a colaborar allí, en principio de
forma un tanto esporádica (con algunas historietas cortas que serían
recogidas, junto a buena parte de su obra dispersa, en la excelente
monografía Obras encogidas) y, entre 1986 y 1987, con una serie
que recuperaba un antiguo proyecto del que ya existía una primera
versión en el libro de José Tito Rojo Los tebeos de Granada
(Granada, 1984) y que sería recopilada en 1990 por un álbum de Editorial
Cajal justamente galardonado en el Saló de Barcelona: me estoy
refiriendo, claro, a Sol Poniente.
Son múltiples y complejas las coordenadas que se entrecruzan,
sabiamente, a lo largo y ancho de sus páginas: la reflexión sobre el
exilio y la condición de exilado, la rememoración de un periodo (el de
entreguerras) en el que muchos han buscado las causas últimas de la
guerra civil, el amor, la memoria, la belleza o la necesidad de conjurar
ese espacio íntimo en el que ser, al menos por una vez, nosotros mismos.
Pese a su número, y acaso porque nos encontramos ante una obra de
madurez, tantas y tan dispares líneas maestras están entrelazadas con la
mayor sencillez, pues sus autores tuvieron el acierto de darle ese aire,
entre cómplice y emocionado, que le presta el testimonio a toda
confidencia.
En efecto, mucho hay en esta ficción de testimonio, como mucho hay de
cuento, pues los protagonistas, al encontrarse con objetos que tienen la
exacta consistencia del recuerdo, suelen toparse de frente con su vida
entera, como le sucede a Elías en “La última tarde en París” al dejarse
inundar por el torrente de la memoria. ¿Qué otra cosa podrían hacer unos
personajes cuya misión es, como bien señalan las palabras de Estela,
“rescatar
los pocos recuerdos que hubieran sobrevivido al paso del tiempo”?
Supongo que buena parte de la fascinación que me produce esta hermosa
obra obedece, precisamente, al hecho de que, en última instancia, viene
a dar cuenta del paso del tiempo, y a ese carácter se aprestan todos sus
recursos, ya sea el hábil empleo del flashback (acentuado por la
aplicación de matices de gris) y los encadenados de secuencias, el uso
magistral de las elipsis y los tiempos muertos, la apuesta por una
imaginativa composición de página en la que se dan cita los más diversos
formatos de viñeta, la sabia dosificación de silencios, el montaje
paralelo o el talento, innato o no, de Joaquín López Cruces para
hermanar virtudes casi antagónicas como su capacidad para evocar las
atmósferas más íntimas y, al mismo tiempo, iluminar las multitudes desde
los planos largos como si de un Opisso redivivo se tratase. Y todo ello
compuesto con la secreta armonía de una partitura.
No he sido el primero ni, seguramente, seré el último en advertir la
profunda dimensión musical que impregna este álbum (y no me refiero sólo
a la profesión que escogió el profético Elías) y obliga al lector, por
medio de un muy especial ejercicio de sinestesia, a prestar oído atento
a cuanto le sugieren las imágenes. Y es que en pocas historietas como en
ésta se escucha con tanta fuerza eso que Felipe Hernández Cava llama
“melodía silenciosa”: la música del baile, la soberbia secuencia donde
se desarrolla el ensayo de un concierto de Bela Bartok, el violento
crepitar de las llamas del avión en que Elías se encuentra con su muerte
y, como recordarán quienes lo hayan leído, el casi secreto chapoteo del
rubí de Abú Tálib Kalím al hundirse en las aguas del Danubio.
Aún sin haber querido hacer del exilio el sustrato último de su relato,
los autores han ayudado a esclarecer dicha condición merced a unos
personajes que han forjado su identidad dejando de lado la intensa
nostalgia que invadió a muchos de los exilados españoles (como ha puesto
de actualidad la exposición organizada por la Fundación Pablo Iglesias
en los jardines del Retiro) y que condujo a algunos de sus más avezados
intelectuales, como Barea, Sender o Andújar, a volver sobre sus pasos
para comprender el origen de aquella maldita guerra, lanzándose tras la
memoria de unos tiempos para evitar que, como dice Santisteban en su
excelente prólogo, «nos convirtamos en exiliados de nosotros mismos».
A
ratos me he preguntado qué tiene el recuerdo de la II República para que
tantas gentes, sin haberla vivido, hayan entregado a la “justa causa
perdida” de Zúñiga buena parte de sus vidas.
A
ratos, leyendo este libro maravilloso, he dejado de preguntármelo.
Desde aquí, me gustaría agradecer a Joaquín López
Cruces el tiempo que se tomó para departir conmigo acerca de todas
las dudas que yo albergaba.
Sin esa
ayuda, estas líneas no habrían sido posibles.
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