A
muchos nos sorprendió la aparición en el mercado español de otro sello
editor de cómics que trabaja con la calidad como enseña. Tras el telón
negro de la crisis caído incluso sobre el proscenio del cómic, no cabía
suponer que se sumasen otros a los que ya competían por el minúsculo pedazo de tarta del
negocio de la historieta española. Como hicieron Astiberri o
Dolmen antaño, aparecieron sellos editoriales que no eran en origen editores: los
distribuidores Ivrea y Otakuland, los libreros Mangaline y Groc / Gotham,
o como lo han hecho los más recientes y editores menores
Alecta / Recerca, que han ido sacando
productos con el concurso de otros subsellos como Almargen (editores de un
libro sobre Víctor de la Fuente, de The Pro, Hellraiser, Bitchy Bitch
y de la revista Alecta), Fester Cómix (espejo de Troma en España),
Borobiltxo Libros (El planeta de la señorita), Polaqia (que lanzó
este verano Barsowia), Balboa (que ha tenido el valor de editar en
nuestro país al gran Roger Langridge), Plan B Comics, Azake ediciones /
Pangea...
Vamos, hombre, ¿quién
no tiene un sello editor a su alcance?
Todo esto
significa un boom editorial y faneditorial / prozinista, medrado al
arropo de un mercado de mínimos y de abaratamiento de tecnologías, que
terminará en un plaf en la arena de las ventas, hasta que queden en
pie solamente algunos sellos que puedan aguantar el tipo. Con ello vengo a
contradecir la opinión de Javier Sánchez (La Guía del Cómic, 11,
VIII-2003) cuando afirmaba que se acabó la crisis el cómic en España
porque se publica mucho. Por más que se publique, si sólo cobran
impresores y distribuidores, y los editores cubren mínimos escasamente,
hay crisis. Cuando los críticos de cómics comencemos a percibir
emolumentos por nuestro trabajo podrá entonces comenzar a hablarse de un
nuevo panorama. Que no llegará.
Ahora lo que importa es
que estos nuevos sellos editores nos han sorprendido con productos de
elevada calidad servidos en buenas ediciones. Por ejemplo, el nuevo sello
barcelonés Azake nos sorprendió con un volumen recopilatorio de El Zorro
de Alex Toth (un producto algo ajado, pero de indiscutible calidad
formal), el anuncio La rosa
de Versalles -obra básica de Riyoko Ojeda-, y
la publicación casi por sorpresa de un ambicioso relato en imágenes de la guerra de Troya que se
agrupa bajo el título genérico de La Edad de Bronce y que inicia
saga con el volumen titulado Mil naves.
Mil naves
es una edición cuidada en su aspecto formal,
aunque no impecable (alguna superficie es gris cuando debiera ser negra),
excelentemente flanqueada por créditos, prólogos y comentarios (notable la
Meca, aunque lo de tener al cómic por un “género” en página 90… ¿estas
tenemos aún?) Por lo general, el Equipo Fénix lo borda, por más
que quien redacta esta reseña desconoce la edición original de Image y no
sabe si Guiral y sus chicos tradujeron acertada y escrupulosamente tal o
cual palabra. Haber leído el original de Image no nos capacita para emitir
mejor crítica, ni tampoco abrillanta el análisis descubrir el desliz del
tradittore, labor que últimamente sí preocupa a otros. Allá cada
cual. Lo importante en este caso es el tebeo, y lo que el tebeo dice,
sugiere, trasciende.
No
han sido pocas las veces que una historieta adaptó obras de Homero o de
otros clásicos griegos y romanos. Han sido miles, como las naves del
título de esta obra de Shanower. Miles fueron los plagios, miles de
referencias, de tomas de prestado, de usufructos, de adaptaciones, de
paralelismos… no en vano el ejemplo homérico de Odiseo o el de La
Ilíada han servido de plantilla para
incontables
relatos de acción o evasión con o sin intermediación divina,
protagonizados por otros héroes o por otros superhéroes. De hecho los
“universos” de DC, Marvel y otros sellos editoriales estadounidenses de
comic books no son sino panteones de antaño inyectados de carnaval.
Mas
nunca se hizo una adaptación del texto clásico de esta manera, nunca se
hizo tan bien. El autor de Mil Naves, enésima adaptación de una
parte de La Ilíada, nos brinda un trabajo muy legible, de deliciosa
factura, de ambientación muy cuidada y producto de un esfuerzo de
documentación exagerado, casi enfermizo. Se agradecen estos enconos en la
preparación de una obra de historieta por cuanto enriquece la dimensión
humana del producto. Una adaptación libre del episodio bélico troyano
podría ensalzar el carácter poético de la pieza original, o ensayar una
dimensión simbólica, o perpetuar significados elementales u otros valores.
Pero cuando se adapta abrazados a los documentos, la aproximación
detallará tanto los hechos que se acaba por descubrir el conjunto de actos humanos
agazapados tras ellos, y también las razones últimas (o primeras) que han
conducido la historia acontecimiento tras acontecimiento. Shanower consigue
eso en Mil naves: recopila bibliografía, recompone datos,
reconstruye hechos y termina por definir a los personajes que
intervinieron en aquellos episodios que ya resultan más legendarios que
lejanos. El resultado es un retrato humano.
La
preocupación del autor por obtener una obra redonda se trasluce en los
detalles de su relato tanto como en los detalles de su dibujo, en la
caracterización de personajes y en la puesta en página. Algunos ejemplos:
la nariz tan peculiar de Paris, la axila pilosa de ellas, la duermevela del
protagonista, tan perezoso él…. Por lo que se refiere al dibujo, el autor
nos asombra por los fuertes contrastes que ensaya, verdaderos estudios de
luz y drama, en los repartos de secuencias por página y en el modo de usar
viñetas abiertas y viñetas recuadradas con el fin de amortiguar ánimos o
vigorizar la tensión, respectivamente. Con el concurso de estos elementos,
el tebeo se convierte en un vals de viñetas rítmicamente programadas que
evolucionan en revueltas fastuosas y con gran pompa. Sin colosalismo pero
con esplendidez.
Shanower también observa defectos, los cuales provienen exactamente del
mismo núcleo: de su obsesión por el detalle. Así, en su tendencia a
ocultar los defectos del dibujo mediante la sobrecarga de detalles,
obtiene un baile de máscaras antes que de caracteres definidos, un ir y
venir de rostros en un abuso estratégico de los primeros planos, que en
definitiva son los que cuentan la historia. Y lo malo es que esos rostros
han sido esculpidos tras tan esforzado estudio de caracterización que, por
haber querido alejarlos de la estereotipia, finalmente todos se vuelven
demasiado parecidos y queda eliminado casi por completo el “efecto
máscara”. Paradójicamente, por causa de lo anterior los personajes
resultan menos reconocibles para el lector. Ni aún con la guía de imágenes
que (por fortuna) disponemos al final de los volúmenes se aclara uno
mucho… Así entonces, Shanower intenta diferenciar al elenco de personajes
por sus rasgos faciales en un ejercicio honestamente trabajado pero
escasamente logrado, hasta el punto de que para algunos estos griegos
semejan incas o aztecas. Y es fundamental esa identificación inequívoca,
pues ya hemos dicho que ésta es una historia en la que predomina el factor
humano frente al resto.
Otro
de los sistemas que el autor usa para fraguar el cimiento humano de la
obra es el juego de emociones, más cercano a la mitogogia que a la
mitopoyesis. Es decir, hay hombres y mujeres viviendo en ese papel, no
divinidades ni semidioses. Shanower obvia lo mítico para reconstruir otra
narración que evita el socorrido uso de panteones. Esto se aprecia, yendo
de lo elevado a lo terreno, en varios planos. Por un lado, el autor
practica una desmitificación del original, de los dioses que Homero usó
como catalizadores del relato, que aquí desaparecen o son transformados.
Los chalanes de la corte ven visiones, así parece, pero no contemplan
sucesos fantásticos en realidad y, pese a que hay libaciones a los dioses,
esto ocurre cuando los acontecimientos más están siendo dominados por la
agitación que provocan los hombres. En el caso del primer volumen de
Mil Naves, el curso amable y juvenil de la historia vira de forma
violenta precisamente al brotar la avaricia y ansiedad de poder de Paris,
pero no por un capricho de alguna remota, temida y virtual entidad.
Heracles mismo, gran héroe guerrero y tenido por semidiós, es dibujado por
Shanower desde la distancia, con la fórmula de la caricatura. Hay que
admitir que el recurso de caricaturizar lo usa el autor para diferenciar
el flash back en el que se halla este personaje, pero su
comportamiento aparece también fuertemente estereotipado, pues lo vemos
convertido en un ser caprichoso y “bárbaro”, muy lejos de la idea helénica
que de él tenemos los occidentales por lo común.
A un
nivel inferior, Shanower también desmitifica la guerra misma. El
encontronazo bélico entre hombres ya se apunta al comienzo de la
historieta como un acto deportivo, casi fisiológico, en la lucha en la que
Paris se revela como hijo del regente (además, la emoción del pugilato se
transmite exhibiendo una masculinidad muy natural, sin necesidad de
recurrir a esteroides). Luego, la guerra misma que se adivina en el
horizonte troyano es vista por la mayoría de los personajes como un motor
de dolor antes que como una fragua de heroicidades. Y también se deja
claro que es una ofensiva conducente al control por los intereses
estratégicos que Menelao tiene sobre el paso de Helesponto y su viento del
Norte (nótese el gran plano general panorámico, casi un mapa). Es decir,
que Shanower huye de la idea romántica y simplista de relatar una guerra
con el foco de origen centrado únicamente en una mujer y en un uno, o
varios, orgullos masculinos.
Con
todo, la figura de la mujer tiene aquí su peso. La figura femenina
poderosa, influyente, respetada, la hallamos claramente representada en
Oenona ya de entrada, por ejemplo. Y también en Helena, naturalmente. Este
interés por la fuerza de lo femenino que Shanower exhibe en esta obra
constituye un sugerente eco de las sociedades matriarcales que (acaso)
pudieran haber existido entre los antecesores de los etruscos y que
desparecieron en cuanto los roles sociales se repartieron en distintos
sectores de poder tras estructurarse las primeras sociedades de
agricultores y ganaderos organizados. Es un giro de tuerca sobre los
relatos primigenios que recuerda poderosamente al ejercicio de
antropología (rechazo del animismo, descripción del declive del
matriarcado) que Robert Silverberg describió en Gilgamesh el rey,
donde la mitogogia hacía presa de las primeras leyendas de la
civilización. Todo lo anterior no deja de ser una reflexión a destiempo y
a desforma frente a la obra que nos ocupa, pero parte del discurso de
Shanower parece orientarse con este rumbo: la sensibilidad y el sentido de
la justicia de las dueñas de la creación acaban siendo moldeados por la
testosterona, ansiosa por imponerse.
Para
detentar nacimos los machos. Y aún no hemos parado.
No
deja de ser paradójico que esta reflexión nos llegue a través de la
lectura de este cómic, tan cerca de Oriente Medio, tan cerca del origen de
la civilización prístina, tan próxima al foco del miedo que esa tierra es
hoy.
Los
que así lo entiendan o lo quieran ver, disfrutarán de una lección de
historia. Los que no, se encontrarán con un tebeo entretenido y estupendo.
Una
extraordinaria obra se mire por donde se mire. |