Dentro del movimiento independiente norteamericano se ha venido
desarrollando de un tiempo a esta parte una suerte de costumbrismo
basado en la propia experiencia: un creador nos presenta su visión
personal del cúmulo de vivencias que conforman su día a día y por medio
de ellas desarrolla una línea argumental, o dicho de otro modo, sus
quehaceres cotidianos se convierten en puras peripecias a través de una
visión lírica de las cosas. Ya sea por medio del autorretrato (por
ejemplo el Peep Show de Joe Matt), o a través de diversos
personajes (técnica esta empleada por Tomine en el conjunto de
historietas que constituyen El sonámbulo) el autor consigue
reflejar y transmitir sus estados de ánimo y de pensamiento.
El tebeo que nos ocupa, Malas Ventas de Alex
Robinson, rompe sin embargo los moldes de esta concepción al proponer
una nueva vía de costumbrismo más conformada en torno a lo narrativo. En
este caso, el autor no esta interesado en ofrecernos una representación
más o menos fiel de su propia forma de ver el mundo sino que por el
contrario trata de mostrarnos tal cual las variadas percepciones que una
realidad común despierta en distintos personajes. Y cumple a la
perfección con esta tarea. Para empezar su voz se ausenta por completo
(salvo en las abundantes notas a pie de página) tratando de dejar de
lado, de disimular, todo viso que marque su presencia. Todo ello en
beneficio de unos personajes convertidos así en auténticos amos y
señores de la acción y su desarrollo: son ellos quienes marcarán la
pauta a seguir, quienes darán su particular visión de la vida.
A lo largo de los dos primeros tomos en los que se
ha fragmentado la serie (desconocemos si Astiberri ha seguido para esta
división indicaciones ex profeso del autor pues no olvidemos que la
publicación original en EE UU fue a través de un conjunto seriado de
cómics books posteriormente fueron recopilados en un único volumen)
asistimos a una representación coral. Cada una de las voces de esa
polifonía tiene algo que decir, cada una aporta nuevos datos a una
historia aparentemente desnuda de trama, que se deja llevar a golpe de
diálogo. En el primer libro (¡Ríndete Dorothy!) los personajes se
nos revelan, asumen sus roles, sus lugares en el escenario; en el
segundo (El regreso de Irving Flavor), la historia inicia un
crescendo temático paulatino (la crítica metalingüística a la
industria parece por extensión ser el motivo más recurrido en este
número) que suponemos culminará en los números siguientes. Pero no es
este el hecho que nos interesa destacar sino ver como
sin ninguna finalidad trascendente, los
personajes van tejiendo sus vidas en el diálogo; cada uno tiene su
visión del otro y su opinión sobre él, pero el autor no detiene su
diálogo para decirnos cómo son estos de verdad, ni quién tiene razón.
Finge no saberlo y orienta nuestra mirada hacia quienes debemos atender
y escuchar.
Es una conversación polifónica, como ya
hemos señalado, que surge de los retazos de un quehacer diario, en el
que los personajes se enfrentan a situaciones cotidianas sobre las que
no tienen control. Viven, se desenvuelven ante las circunstancias en la
medida de sus posibilidades y eso es todo. Un ir quemando etapas de la
vida, un paso de los días sin un motivo aparente en el que cada uno
tiene su manera de enfocar las cosas, de comportarse, de ser individual
en suma. Y todo ello sin dejar de ser unos arquetipos con los que el
lector puede identificarse fácilmente.
Alex Robinson nos muestra unos personajes redondos.
Se ha cuidado de crear unos protagonistas lo más cercanos posibles al
lector en potencia de la obra (lógicamente no sólo atendiendo a una
necesidad expresiva; también es una buena manera de lograr unos cuantos
lectores fieles). Respetando su individualidad definitoria, la base de
los mismos son sentimientos y pensamientos colectivos. El Robinson
creador toma como arcilla, tópicos y lugares comunes: el del crédulo
advenedizo (Sherman), el del viejo gruñón (Flavor), el del ingenuo
bonachón (Ed), el de la soñadora despierta (Jane), el del gigante
dormido (Stephen), el de la solitaria (Dorothy)... Y a partir
de ellos modela con precisión unos nuevos elementos,
nada que ver con el punto de partida original. Los actualiza. Algo que
consigue a través de una visión personal, reformulando viejos conceptos.
Y no creemos caer con ello en contradicción. Hemos dicho que es el autor
quien no deja entrever sus sentimientos o sus pensamientos singulares
pero no hemos hablado de nosotros, sus lectores. En mi opinión la mayor
cualidad que exhibe Robinson (entre otras muchas como por ejemplo su
excelente sentido de la narración y su más que correcta composición de
página) es este juego consciente y premeditado con el lector gracias al
cual este pasa a convertirse en sujeto activo y fundamental de la obra.
Somos nosotros quienes aportamos nuestra óptica diferenciadora y somos
nosotros quienes hacen singulares a los personajes.
En nuestro papel, no somos unos simples testigos
materiales de los hechos. Las anécdotas que nos son presentadas, a las
que asistimos desde detrás de la barrera, responden a un ideal de
síntesis. Robinson intenta condensar al máximo las mismas para
ofrecernos el producto más depurado posible, lo más libre posible de
subjetividad. Al igual que con los personajes, Robinson se mantiene al
margen y apenas si aparece para darnos las piezas de un puzzle que
deberemos resolver solos. Vivencias simples (que no simplonas)
encadenadas unas a otras, cada una, muestra del sentimiento en estado
puro de un personaje ficticio que cobrará vida con nuestra propia
visión, con nuestra interpretación particular de sus actos, con la
identificación (o no) con su respuesta y posterior comportamiento.
Este es el
costumbrismo puesto en escena: una libre representación de la realidad
como la vida misma. Donde
no
hay una intriga que llegue a solución, sino la presentación de unas
premisas; donde no hay una conducta lineal que busque un fin, sino un
resultado casual; y donde se presupone una participación activa del
público en la ardua tarea de averiguar por sí mismo lo que, por razones
de verosimilitud, el diálogo tiene que callar. |