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LUIS GARCÍA    OBRAS:

      ALTAMIRA

 Grup Experimental D’Il•lustradors Altamira, Barcelona, autoedición del GEIA, 1964 (presum.). Revista, formato 20 x 15 cm., 20 páginas, B/N.
Autores: Carlos Prunés, Florençi Clavé, Josep María Miralles, Luis García, Enric Torres, Fernando Fernández, Rafael López Espí, José González.

 Cubiertas del primer y único número de Altamira, obra de Luis García 


ALTAMIRA, por Jorge García


Creo que se ha escrito poco sobre la incidencia de la ilustración en la vida de los dibujantes de historieta. Sometidos a una actividad laboral intermitente, los historietistas han encontrado en los ámbitos del libro y la prensa un digno soporte económico. La ilustración se ha convertido en la principal ocupación profesional para muchos autores que, posteriormente, han regresado a los tebeos de forma esporádica (al respecto, el ejemplo de Miguel Calatayud resulta emblemático). Para otros muchos, este quehacer constituye un complemento a los ingresos procedentes de la historieta, la publicidad o el diseño. En uno u otro caso, los dibujantes están sometidos a unos condicionantes: los propios del texto a ilustrar (con frecuencia, de condición inferior a las imágenes que lo acompañan) y los que añade el capricho del editor de turno. En este sentido, cabe destacar la labor del Grup Experimental D’Il·lustradors Altamira en la lucha contra esas imposiciones1. El esfuerzo de sus colaboradores, recogido en el primer y único número de la revista homónima (desde ahora Altamira, coordinada por Florençi Clavé en 1964), es fiel reflejo de la rebeldía contra los imperativos industriales. Por añadidura, las ilustraciones que conforman dicha publicación levantan acta, bien que de forma oblicua, de la realidad española (y catalana) de principios de los años sesenta.

Los ocho componentes que formaban el grupo (Carlos Prunés, Josep María Miralles, Luis García, Enric Torres, Fernando Fernández, Rafael López Espí, José González y el propio Clavé2) se contaban entre lo mejor de Selecciones Ilustradas, empresa fundada en 1956 por Antonio Ayné y Josep Toutain, y, en opinión del historiador Antonio Martín, “la más importante agencia española de comics, tanto en los trabajos para el extranjero como en los de creación propia”3. De entre todos ellos, Prunés, Miralles y Clavé habían trabajado para el estudio desde su apertura (lo que les valió el ser pioneros en lo que a publicar en el mercado británico se refiere); otros, como González y García, se fueron incorporando con posterioridad. Todos compartían pupitre en el mismo entorno asfixiante y dibujaban casi en serie los guiones bélicos o sentimentales que, invariablemente, les remitían las editoriales inglesas. En esa atmósfera rutinaria, tal y como la ha descrito Carlos Giménez en su serie Los Profesionales, no quedaba mucho espacio para la creatividad ni, mucho menos, el compromiso.

A este respecto, y pese a la militancia que unos pocos autores mantenían4, el auge de la contestación política y social a la dictadura durante los años sesenta (especialmente desde los ambientes obrero y universitario) no tuvo su correlato en la historieta española. La realidad misma, aún exenta de sus aristas más contestatarias, permanecía ausente de las viñetas, omisión que debió ser tanto más significativa en Cataluña, donde el “catalanismo” mantenía un duro pulso con la burguesía local y las autoridades franquistas. En este sentido, Antonio Martín ha destacado la importancia de la revista infantil Cavall Fort (creada en 1961), a la que consideraba “un ejercicio de posibilismo, donde se luchaba por Cataluña pero sin enfrentarse abierta ni directamente con el régimen y su aparato represor, aprovechando las reglas de juego del sistema”5. A su manera, en Altamira se reprodujo esta misma actitud, aunque para entenderlo debamos ubicarla en el contexto del que surgió.

En la Cataluña de aquellos años los acontecimientos se sucedían con rapidez: el boicot al uso de tranvías en 1951 debido a una subida de tarifas, la elección en 1954 de Josep Tarradellas como presidente de la Generalitat en el exilio, el segundo boicot al transporte público y la primera asamblea libre de estudiantes en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona en 1957, la creación un año más tarde del Comité de Coordinació de les Forces Politiques de Catalunya presidido por Claudi Ametlla, el surgimiento de un “nuevo catalanismo” de fuerte impregnación católica (cuyo brazo más activo estuvo encabezado por Jordi Pujol) y el rechazo, a partes iguales, de la socialdemocracia y el estalinismo por parte de un “nuevo socialismo” representado por la Associació Democràtica Popular de Catalunya y el Front Obrer de Catalunya. En paralelo, se vivía un resurgir de la cultura en lengua catalana, con hitos fundamentales como el nacimiento de la Nova Cançó en 1961 (con la asociación de cantautores “Els Setze Jutges”) o la aparición de editoriales dedicadas en exclusiva a la publicación de libros en lengua vernácula, caso de Edicions 626.

A este magma se vino a sumar la inmigración, estimulada por el desarrollo económico de la zona. La oleada inmigratoria de la década del sesenta generó un largo debate en torno a su incidencia en el futuro de Cataluña; el punto de partida fue el libro Els altres catalans de Francisco Candel publicado en 1964, que denunciaba las condiciones de vida de los inmigrantes y proponía como vías para la integración el mestizaje y el respeto hacia los valores de éstos (una propuesta cuya vigencia aún perdura). Esta postura fue contestada desde sectores nacionalistas y reaccionarios que consideraban la adopción de la lengua catalana como condición sine qua non para aceptar la permanencia de los inmigrados en el seno de la comunidad7. Altamira se gestó en esta atmósfera, y muchas de esas claves impregnaron sus páginas, fueran los miembros del grupo conscientes de ello o no.

Al abrir la revista, casi tanto como las imágenes que la conforman, salta a la vista la “catalanización” que han sufrido los nombres de Luis García, Pepe González y Fernando Fernández (que aparecen, respectivamente, como Lluis García, Josep González y Ferran Fernández, aunque firmen las láminas con su verdadero nombre). Situada en el contexto esbozado líneas arriba, esta decisión (tomada por Florençi Clavé8) no podía ser inocente; por este medio, los autores se sumaban a las corrientes intelectuales del momento y, al mismo tiempo, se blindaban contra la xenofobia de quienes entendían Cataluña como patrimonio exclusivo de los catalanes.

En otro orden de cosas, esta publicación nos ofrece un fiel reflejo de lo que sus componentes habrían podido dar de sí en un entorno editorial más libre. Excelentemente diseñada (jugando con los espacios en blanco y la distinta ubicación de las ilustraciones en cada página), Altamira debió suponer para sus responsables un respiro en la producción de obras de encargo. Por su parte, estos historietistas no eran ajenos al mundo de la ilustración: tales son los casos de Luis García, habituado a realizar las cubiertas de aquellas novelas del Oeste en las que, por enésima vez, un forastero llegaba a Sacramento; de Pepe González, cuyas imágenes presidieron más de una vez el frontis de las revistas inglesas Valentine y Marilyn, y la española Rosas Blancas; o de López Espí, luego célebre portadista al servicio de Ediciones Vértice. Sin embargo, en esta ocasión trabajaban con total libertad. Que algunos supieran aprovechar esa autonomía mejor que otros es materia susceptible de interpretación; en cambio, el resultado final es irreprochable.

Altamira recoge ocho ilustraciones, una por cada dibujante, realizadas en una amplia variedad de estilos. Si uno consulta la obra previa, y posterior, de los colaboradores, no dejará de asombrarle la versatilidad que aquí manifiestan: desde Carlos Prunés (precursor en lo que a trabajar para editores estadounidenses se refiere9), que elabora a golpe de pincel una estampa expresionista, casi abstracta, muy alejada de la limpieza y el gusto por el detalle que caracterizan muchas de sus páginas; hasta Pepe González, que huye de la línea estilizada de sus historietas románticas para realizar un soberbio retrato de su admirada Barbara Streisand, a quien destaca sobre fondo oscuro con una iluminación recortada, definiendo sus rasgos por medio de pinceladas nerviosas y truncadas.

Al margen de la variedad de registros gráficos que permite constatar, Altamira es también un magnífico catálogo de las inquietudes que subyacían en el ánimo de sus creadores. Ahí está, sin ir más lejos, el autorretrato que Luis García realiza para la ocasión, donde superpone una serie de trazos furiosos a un esbozo muy convencional de su fisonomía (recurso similar, si me permiten la digresión, al que luego han desarrollado varios dibujantes británicos o estadounidenses); ahí se manifiesta, desde época muy temprana, la inquietud que ha presidido toda su carrera. También es el caso de Josep María Miralles, quien dibuja a un boxeador en actitud de reposo, apoyado en una de las esquinas del cuadrilátero; Miralles acentúa la tensión y el vigor de la semblanza mediante la elección de un encuadre lateral y ligeramente contrapicado, y el empleo de un lenguaje gráfico expresionista (tanto en la iluminación como en la fuerza dramática del pincel); nada más ajeno, creo yo, a esa “línea elegante y refinada” que le atribuyó con justicia el historiador Jesús Cuadrado10. Y también es el caso, para bien o para mal, de Fernando Fernández, quien hace gala de sus inclinaciones pictóricas en el retrato de un anciano, resuelto con línea sinuosa y una luz próxima a la de algunos lienzos de Van Gogh (a quien, sospecho, Fernández debía estar estudiando en aquel momento).

Al mismo tiempo, la realidad española se filtra por los poros de esta publicación, evocando ese mismo universo rural que habían denunciado en sus relatos Ignacio Aldecoa, Antonio Ferres, Juan Goytisolo, Alfonso Grosso, Armando López Salinas y tantos otros. No obstante, en las planchas de Enric Torres y Rafael López Espí para Altamira sólo está presente el testimonio de ese mundo, exento de todo matiz acusatorio que, a buen seguro, les hubiera acarreado a sus autores más de un disgusto con las autoridades. Enric se recrea en una estampa campesina, difuminando las siluetas de sus protagonistas mediante un violento contraluz; por su parte, López Espí esboza con trazo limpio y suelto una manada de vacas, jugueteando con los contrastes de luces y sombras en el lomo de los animales.

Queda para el final el trabajo de Florençi Clavé, soberbio en su sobriedad. El ventanal que preside la ilustración evoca una atmósfera asfixiante; sus listones y cendales filtran la luz de una manera muy acusada, estableciendo el segundo término por contraste y dotando a la imagen de una inusitada profundidad de campo. El encuadre, definido por el marco de la ventana, sugiere la textura de la madera e insinúa el tedio de las horas muertas. Prescindiendo de subrayados, la ausencia se erige en auténtica protagonista de la semblanza al carecer ésta de toda figuración (caso único en las planchas que nos ocupan). Emboscada tras de esa ausencia se oculta, no me cabe la menor duda, la presencia del propio Clavé.

Como Cavall Fort en el ámbito de la prensa infantil, Altamira no se enfrenta de forma abierta al régimen franquista (aunque esa lucha tuviera en Florençi Clavé uno de sus mayores adalides en la historieta). No obstante, las contradicciones de la dictadura se filtran a la revista mediante un sutil proceso de capilaridad. De forma más o menos consciente en función del autor que analicemos, la realidad del momento incide en el desarrollo de unas páginas nacidas, no lo olvidemos, para expresar las inquietudes de sus colaboradores al margen del engranaje industrial del estudio. Esa cotidianidad española, que los historietistas y editores de entonces se afanaban en ocultar, se hace carne en unas planchas donde, paradójicamente, no se la muestra de forma explícita. La pequeña ausencia evocada por Clavé en su ilustración se erige así en una parábola sobre esa Gran Ausencia de realidad que pesaba entonces sobre todos los productos de la industria de la cultura, y que aún hoy les pesa.

 

notas:

1 Sobre el surgimiento de esta agrupación, Luis García da cumplida cuenta en la entrevista que Tebeosfera publica en esta misma edición.

2 A estos ocho miembros cabe añadir al dibujante Javier Puerto, en cuya casa se celebraron las reuniones del grupo.

3 MARTÍN, Antonio (2000): Apuntes para una historia de la historieta, Ediciones Glénat, Barcelona, página 183.

4 Entre los historietistas cuyo compromiso es conocido, destacan los nombres de Víctor Mora y Armonía Rodríguez (miembros del Partido Comunista de España), y también el del propio Florençi Clavé, vinculado a la agrupación de signo maoísta Partido Comunista Marxista Leninista (PCML); además de militar en dicha organización, Clavé elaboró muchas historietas de denuncia para la prensa política antifranquista. Por cierto que aún está por hacer el estudio de las historietas recogidas en las publicaciones clandestinas de aquel periodo.

5 MARTÍN, Antonio (2004): “100 años de prensa infantil catalana”, en CLIJ (Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil) nº 173, Barcelona, Torre de Papel, p. 53.

6 Véase BALCELLS, Albert (1999):  El nacionalismo catalán, Madrid, Historia 16, pp. 145-161.

7 Ibídem, p.165.

8 Según testimonio de Luis García, consultado al respecto el 19 de diciembre de 2004.

9 Véase MARTÍN, Antonio (1971), “Carlos Prunés” en Bang! (formato revista) nº 6, Barcelona, Martín Editor, p. 12.

10 CUADRADO, Jesús (2000): De la Historieta y su uso, 1873-2000 (tomo II), Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez / Ediciones Sinsentido, p. 854.


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  © 2005 Jorge García, para Tebeosfera 050205   Las imágenes son © 2005 de sus respetivos autores, han sido cedidas por Luis García, para Tebeosfera 050205