Mi relación “artística” con Luis García fue
escasa pero intensa. Además de convertirme, a
mediados de los setenta, en oficial nazi en una de
sus historietas (para la que posé como modelo
fotográfico sin saber cuál iba a ser mi destino), me
pidió que prologara su magnífico álbum Etnocidio
(Ediciones de la Torre, Madrid, 1979). Y casualmente
(o no tan casualmente), en octubre de 2001 me referí
a ese álbum en uno de mis artículos contra el
imperialismo estadounidense (“No podemos condenar
los ataques del 11 S”,
www.nodo50.org/contraelimperio). En dicho artículo
incluí una amplia cita del prólogo. Lo que sigue es
una cita (con la consiguiente re-citación de la
autocita que incluye) del citado artículo, valga el
trabalenguas:
De pequeño, cuando veía una película del Oeste,
creía (me hacían creer) que los indios eran los
malos. Luego, en los libros, fui descubriendo la
terrible verdad (por ejemplo, que la “salvaje”
costumbre de arrancar cabelleras la habían
introducido los blancos: era la forma de demostrar
cuántos indios habían matado, pues cobraban a tanto
la pieza). Descubrir que el verdadero malo era John
Wayne, fue un auténtico trauma. Descubrir que seguía
siéndolo, fue el origen de mi conciencia política.
En 1979, Luis García y Felipe Hernández Cava
(tal vez el mejor tándem dibujante-guionista que ha
dado la historieta española) publicaron un álbum
titulado Etnocidio, recopilación de cuatro
historias del Oeste, y me pidieron que lo prologara.
Entre otras cosas, escribí:
La explicación profunda del éxito de las
películas y cómics “de indios y vaqueros” hay que
buscarla en el hecho de que la conquista del Oeste
ha sido la última gran “epopeya” de la raza blanca
contra otra raza, la última gran maniobra de
invasión y exterminio...
La explicación está, en última instancia, en el
racismo y la xenofobia de una sociedad brutal,
íntimamente orgullosa de su larga tradición de
atropellos raciales. Todos los blancos somos un poco
nazis, a excepción de algunos que lo son mucho.
(No olvidemos, en el caso concreto de España,
que en los colegios aún se presenta como héroes a
las pandillas de criminales y paranoicos que
exterminaron a incas y aztecas con la cruz y la
pólvora.)
En este contexto, abordar la historieta “de
indios” desde una perspectiva crítica tiene, además
de su interés intrínseco, el valor de una réplica,
de una reivindicación.
“El único indio bueno es el indio muerto” es, a
efectos prácticos, una frase de John Wayne más que
del coronel Carrington: una brutal sentencia (de
muerte) grotescamente amplificada por la mal llamada
cultura popular. Parece, pues, justo y necesario que
a través del cómic se muestre la verdadera índole de
la “colonización” americana, tantas veces falseada
por este mismo medio...
Un lector grosero tal vez piense que estas
historietas incurren en un maniqueísmo similar
--aunque de signo contrario-- al del western
clásico: sigue habiendo “buenos” y “malos”, sólo que
ahora los primeros son los indios y los segundos los
blancos.
La grosería estriba en considerar maniqueísmo
toda división en “buenos” y “malos”. Hay situaciones
en las que realmente, objetivamente, cabe hablar de
dos grupos enfrentados como “buenos” y “malos” (o
agredidos y agresores, para prescindir de las
comillas).
Peter Weiss lo expresó claramente en su montaje
teatral sobre la guerra de Vietnam: a un lado del
escenario, los vietnamitas, vestidos de blanco
inmaculado; al otro lado, los yanquis, siniestros,
contorsionados, vestidos de negro. Cuando le
preguntaron a Weiss por qué lo había dispuesto así,
contestó, sencillamente, que había sido para
expresar a nivel plástico el hecho objetivo de que
unos eran los buenos y otros los malos.
Cuando un pueblo “civilizado” utiliza su
superioridad técnica para aplastar a una raza
“salvaje”, no sólo se puede sino que se debe hablar
de buenos y malos, y así lo entienden y lo reflejan
con sobria contundencia las historietas aquí
recogidas. Cuantas atrocidades pudieran cometer los
indios, hay que cargarlas a la cuenta de los
invasores blancos. Ellos y sólo ellos desenterraron
las hachas de guerra y encendieron las hogueras de
odio en que siguen forjando la “grandeza” de su
miserable imperio.
Se ha dicho hasta la saciedad que los
acontecimientos del 11-S parecen episodios de una
película de catástrofes o de ciencia ficción; pero,
en realidad, el género cinematográfico de referencia
es el western. El Pentágono es un fuerte, y el WTC,
un campamento minero lleno de oro. Y, como estipulan
las normas del género, los “indios” (las etnias
desposeídas) han atacado (si es que han sido ellos)
con furia suicida.
Podemos lamentar los hechos, incluso
horrorizarnos, pero no “condenar” a sus autores.
Habría que esperar, en todo caso, a saber quiénes
han sido y por qué. Porque si, por ejemplo, hubiera
sido un comando de palestinos hartos de que los
sionistas los masacren con la bendición y las armas
de Estados Unidos, o un grupo de iraquíes
enloquecidos ante el medio millón de niños muertos
bajo las bombas y el embargo yanquis, no tendríamos
ningún derecho a “condenarlos”, como no podemos
condenar a los apaches por arrancar las cabelleras
de quienes les enseñaron a hacerlo. (Fin de la
autocita.)
No quiero terminar este pequeño homenaje a uno
de los mejores historietistas de la península sin
señalar que Luis García ha sabido trasladar todos
sus hallazgos artísticos y narrativos a una
actividad pictórica que prolonga y trasciende su
fecunda carrera tebeística. Sus sobrecogedoras
paráfrasis de noticias de prensa demuestran de forma
más contundente que cualquier reflexión teórica que
el realismo plástico y el “relato pictórico”, lejos
de estar agotados, pueden reafirmarse con
extraordinario vigor en los durísimos tiempos que
nos ha tocado vivir. Solo el infrarrealismo
acomodaticio e irreflexivo de quienes se complacen
en una realidad que es urgente subvertir, está
muerto, tanto en la literatura como en las artes
plásticas. Los estallidos de realidad que nos
sacuden desde las historietas y los cuadros de Luis
García, por el contrario, están más vivos que nunca. |