A propósito del prólogo que escribí
recientemente para la reedición de Sombras, y
donde había su poso de autocrítica sobre algunos de
los ideales que teníamos en aquellos años, no han
faltado voces de gente demasiado joven para
imaginarse lo que fue la dictadura franquista que
han aprovechado para sumarse a esa confesión y
calificarnos, y calificarme, de ingenuos.
En los años setenta yo era idealista (hoy, como
diría Goethe, he cambiado bastantes de
aquellas ideas, pero no los principios) y, como
condición consustancial, un tanto cándido. Y asumo,
por supuesto, ambas características como parte de mí
mismo.
Era las dos cosas, desde luego, cuando me encontré
con Luis García.
Ya
le había entrevisto en Madrid en una ocasión, por
donde pasó como una estrella de Warren, haciendo
bromas sobre toda la jerga semiológica con que una
incipiente crítica examinaba sus trabajos, pero
empecé a conocerle algo más durante un viaje a
Barcelona, en el que Saturio Alonso y yo,
guiados por Ventura y Nieto, recalamos
en aquel chalet de Premiá de Mar, donde estaban
Carlos Giménez, Adolfo Usero, él, y aquel
pastor alemán, que creo que se llamaba Ulises
y que reaccionaba violentamente ante cualquiera que
esgrimiese en la mano un objeto que asociara a una
pistola. Los tres eran figuras estelares de este
medio y nosotros unos jovenzuelos resabiados que nos
iniciábamos en él y que manteníamos contactos
regulares con el equipo fundador de Bang!,
otra historia paralela, con otros nombre propios.
Recuerdo que Saturio y Luis, que a
ratos trabajaban con el proyector de cuerpos opacos
o epidiáscopo (el de Luis, de auténtico lujo;
el de Saturio, fabricado con unas lentes y
unas tablas), empezaron enseguida a intercambiarse
información al respecto, mientras yo permanecía con
los ojos y los oídos bien abiertos ante el trajín
reinante en aquella casa de dibujantes, guionistas,
amigos, amigas, agentes y admiradoras. Había una
diferencia aproximada de unos siete años entre ellos
y nosotros, y me imagino que en ese estado de cierta
alerta que yo mantenía anidaba el convencimiento de
que uno, si observaba bien, podía aprender muchas
cosas. Seguramente fue ese comportamiento el que me
granjeó la fama de lacónico.
Muy poco después Pedro Arjona se sumó a El
Cubri y el contacto con el grupo de Premiá se
hizo aún más fluido. Al tiempo, fui encontrando en
Luis un interlocutor excepcional, de manera
que, en cuanto disponía de un rato, me escapaba de
Madrid para pasar varios días en aquella ciudad
costera. El círculo de conocidos se iba ampliando:
Paco Candel, Víctor Mora, Armonía
Rodríguez, Marcelo Ravoni, Manuel
Medina, Alfonso Font, Josep María Beá,
Jaume Marzal, Víctor Ramos, Felipe
de la Rosa, Pepe Cánovas, Pepe Rubio,
Marika, Andreu Martín, Rafael Ramos,
Fulgencio Cabrerizo, Joma, Mariel
Soria, Luis Martínez, Miguel Fuster,
Manel, Fausto, Montse Clavé,
Mariano Hispano, Carlos Killian... Y
fueron muchas las ocasiones en las que me quedé a
dormir en el segundo estudio que tuvieron a
continuación, un piso un poco más alejado de la
playa, y donde vi nacer tantos de sus proyectos:
“Chicharras”, Hom, Paracuellos...
Luis tenía
un “mini” en el que, casi siempre, al anochecer,
acabábamos yendo a Barcelona, bajando por las
cuestas de Masnou como si fueran las de San
Francisco. Cenábamos medio pollo asado y una cerveza
en un bar del Barrio Chino y después nos perdíamos
hasta las tantas por sus callejuelas y locales
hablando de libros, de música... y de la vida, en la
que, aquel a quien para aquellos momentos ya
consideraba un gran amigo, era un auténtico doctor.
Más de una vez vimos amanecer en la parte baja de
Las Ramblas, mientras la marinería yanqui salía de
bailar del Colón.
Aprendí muchas cosas de él, tantas que, aunque
recordándolas, sería prolijo enumerarlas. Cuando
pienso en ellas, les pongo una de las músicas que me
descubrió (“Underground” de Thelonious Monk,
o “With a little help from my friends” por Joe
Cocker, o “Here comes the sun” por Richie
Havens), y párrafos de textos que llegaron a mí
de igual manera (Retrato del artista adolescente
de James Joyce, o La pesadilla del aire
acondicionado de Henry Miller, por
ejemplo).
Yo
hablaba ya entonces mucho de la memoria y de la
guerra (en este punto, creo que soy incurable), y
por eso nos extraviamos durante años en episodios
harto pintorescos (un encuentro misterioso con
Florenci Clavé en la estación de Estrasburgo de
París, una reunión de cuatro gatos para homenajear
ante su tumba a Lluis Companys –cuando eso no
se hacía, y los de ERC eran un puñado de venerables
ancianos a los que nadie escuchaba-, una asamblea en
la sala Villarroel de Barcelona para crear en España
un equivalente de Autonomia Operaia, la larga espera
a una presa en la puerta de la cárcel de Alcalá de
Henares hasta que pudieran llegar sus amigos y
familiares... ¡Dios mío, cuántas idas y venidas!).
Y, por supuesto, las escapadas lúdicas: a la
Costa Brava, a Ámsterdam (en cuyo Paradiso se podía
consumir cualquier sustancia), a París, a los
conciertos de Canet, a Marbella (los tres
Cubris, mi hermano y él buscando la guitarra en
directo de John McLaughlin)...
Empezamos a trabajar juntos como algo natural,
como una parte más del diálogo cómplice que habíamos
establecido. Luis cuenta muy bien en la
entrevista lo que hicimos en cada momento y no voy a
ser redundante. Sólo añadiría lo que supuso la
experiencia de ser el protagonista de una de sus
historietas para Pilote, que con
posterioridad se publicó en Troya: “El
grito”, con guión de Víctor Mora. Luis
me prestó un traje de chaqueta que tenía y, junto
con Marika, nos fuimos a París para hacer
algunas fotos en la Avenida de los Campos Elíseos.
El resto “se rodó” en Premiá y en Barcelona, donde
me tuvo un buen número de horas, encorvado y
esperpéntico, ante la puerta de El Corte Inglés de
la Plaza de Cataluña, representando torpemente a ese
personaje que escuchaba voces que los demás no oían.
Pero la auténtica prueba de fuego de nuestra
amistad consistió en el viaje por Europa del que
también habla, cuando nos subimos a una ranchera
recién comprada, llena de latas de sardinas en
aceite, un pequeño váter de plástico, bolsas negras
para tapar los cristales y recoger los excrementos,
muchas cassetes, y, tras crear una ruta ideal
“Barcelona-Laponia”, nos pusimos en camino. Las más
de las veces dormimos en aquel auto, aparcados junto
a un canal de Ámsterdam, un parque recreativo de
Copenhague, o en lo más hondo de la Selva Negra
(experiencia imborrable que no le recomiendo a
nadie), soportándonos mutuamente en nuestros buenos
y malos humores, y en nuestros buenos y malos
olores. Íbamos con docenas de originales: de Luis,
de Carlos, de Adolfo, de Alfonso
Font, de El Cubri, de Marika...
y visitábamos a los editores que nos salían al paso
con el sueño de que, rendido también Estocolmo a
nuestros pies, y antes de regresar por Alemania
hacia el sur, haríamos una escapada para
confraternizar con los lapones. Es verdad lo que
cuenta: en una de aquellas escasas noches, y en
medio de una fiesta-party de cumpleaños de una joven
sueca, fuimos convencidos de que las carreteras nos
serían hostiles y los osos nos crearían muchos
problemas (“aprovechan para invernar los túneles, y
de ahí que os encontréis algunos que tienen puertas
a la entrada y a la salida”, nos comentaron). Nos
imaginamos al oso entreabriendo un ojo y chistando
“¡esa puerta, coño!” y, aunque es posible que nos
engañaran, allí mismo quedó arrumbado ese sueño.
Y
en todos los lugares en los que nos detuvimos vimos
películas: a Fassbinder en Colonia (una
mañana, rodeados de turcos), a Fleischman en
Holanda, a cineastas antinazis y al Biberman
de La sal de la tierra en la cinemateca de
Copenhague, a Altman en Hamburgo, a
Arrabal en París...
También hubo otras utopías barruntadas: la de que
Luis y yo nos instalábamos a vivir y a trabajar
en París, en cuya redacción de Pilote, allá
en Neuilly sur Seine, doy fe, era recibido como una
estrella; y la de que “la comuna” de Cadaqués la
fundábamos Ventura y Nieto, Luis
y El Cubri (lo que habíamos ensayado en
noches en las que todos trabajábamos con todos y
para todos, deshaciendo la formación habitual de los
equipos).
Coincidimos en Trocha-Troya (a mí me
tocó ir a la sede que tenía un grupo de la Sección
Femenina de Falange para negociar la titularidad del
primer nombre), en Butifarra y en Rambla.
Las primeras fueron etapas marcadas por un momento
álgido de nuestro mutuo compromiso político, con
mucho trabajo en paralelo de unos y otros, de los
que quedan por ahí panfletos para la Historia. La
última la asocio con uno de los instantes en los que
Luis más estudiaba: desde Mimesis de
Auberbach a los textos de Santa Teresa,
desde la psicología de Jung a Shakespeare...
Vivía por entonces en un gran piso de la Ronda de
San Antonio, donde una noche, con Usero,
Font y él trabajando a mi lado, me “ventilé” los
bocadillos y los textos en blanco del libro de
Argelia. Sólo me levantaba del tablero de dibujo
para ir regularmente al baño, desde cuya ventana se
veía una cúpula gigantesca.
Hago un rápido balance y también me doy cuenta de
que, poco dado al expolio de originales de amigos,
únicamente conservo un dibujo suyo: es un retrato
que me hizo en un convento de las afueras de Lucca,
en el que estábamos alojados, durante un viaje que
hicimos a aquella meca del cómic Ventura y
Nieto, Antonio Martín, Carlos Giménez
(que también me hizo otro retrato para la puerta
de mi celda), Luis y yo, y que demuestra sus
grandes dotes para estos asuntos, que a menudo le
sirvieron para ganarse la vida y para confraternizar
en el país y en el extranjero.
Cuando se vino a vivir a Madrid, y se iba algunos
días al Museo del Prado a hacer copias y a estudiar
a los grandes, me lo encontré esporádicamente.
Hablábamos poco de la historieta y mucho de pintura
(me viene a la memoria que me descubrió a Egon
Schiele al poco de encontrarnos por primera vez,
y que le vi por entonces pintar como él). Luego,
regresó a Barcelona. Marika, que seguía
siendo vecina suya en aquel territorio de la Plaza
de las Glorias, me informaba de su situación, pero
la realidad, que en esto es muy terca, nos fue
alejando. También, y lo lamento, de Marika.
Hemos tenido que volver a encontrarnos en estas
páginas virtuales y, anécdotas aparte, tengo la
certeza de haber sido afortunado por compartir una
parte crucial de mi vida al lado de uno de los
individuos al que más le he visto autoexigirse como
profesional y como persona. Y, de no haber sido por
él, estoy convencido de que hubiera tardado mucho
más en reducir la ignorancia que aún poseo sobre
tantísimas cosas. |