Me cuesta hablar de Luis García desde
el punto de vista profesional porque, cuando
uno ha conocido a una persona de cerca, el
ámbito del trabajo no es ni de lejos el más
importante. Además, todos los elogios que
pueda escribir serán relativizados por los
extraños, con toda la razón, alegando que,
al fin y al cabo, Luis y yo somos amigos y,
por tanto, no se puede esperar imparcialidad
de mi parte.
Debo decir, sin embargo, que de todos los
dibujantes que tomaban como referencia la
fotografía, Luis García siempre fue el que
más me gustó. Sus personajes me parecían
convincentes, reclutados en cástings
inteligentes, y actuaban bien, quiero decir
que sus movimientos y expresiones,
subrayados por los enfoques y los juegos de
luces y sombras que daba el dibujante,
evitaban el estatismo imperante en otras
historietas de este tipo. La perfección
artística del dibujo se veía enriquecida por
una concepción cinematográfica, a veces
clásica, a veces atrevida y experimental,
que hacía de cada uno de sus relatos una
nueva sorpresa. Tuvo el mérito, para mí
indiscutible, de no buscar ni recrear una
sola fórmula de éxito probado para repetirla
con insistencia. Pero no puedo seguir por
este camino de elogios porque, a
continuación, debería hablar de los
guionistas que escogió y cómo demonios puedo
ser imparcial y creíble si yo fui uno de
ellos. Me limitaré a citar a otros
escritores a los que acudió, como Víctor
Mora y su inolvidable “Love Strip”,
donde aprendí la letra del tema central de
Casablanca (A kiss is just a kiss,
a sight is just a sight), o Felipe
Hernández Cava y el estremecedor
análisis de aquello que los westerns
siempre nos escamotearon.
De todas formas, no son estas
consideraciones, inevitables en un homenaje,
lo primero que me viene a la mente cuando
pienso en Luis García, sino los recuerdos de
unos años en que vivimos y trabajamos muy
cerca, en la izquierda del Ensanche
barcelonés, junto al barrio de Sant Antoni.
Era a finales de los 70, muerto ya Franco,
en aquella turbulenta y divertida
transición, cuando los anarquistas
organizaban manifestaciones en las Ramblas
bajo el lema “Queremos que Marco encuentre a
su mamá”, cuando yo estaba a punto de dar el
salto de guionista de cómics a novelista.
En pocas manzanas, vivíamos el guionista
JuanJo Sarto y su esposa, la Maña,
acompañados del estupendo Pepe Robles,
hoy cotizado creativo publicitario (avenida
Mistral), la maravillosa dibujante Mariel
y yo, que compartíamos casa con el
entonces diseñador gráfico Carmelo
Hernando y mi querida suegra La
Gordita (esquina de Entenza y Sepúlveda)
y Luis García, que ocupaba un ático en la
esquina de avenida Mistral con Entenza.
Solíamos reunirnos a trabajar, o a cenar, o
a reír, en mi casa o en el ático de Luis.
Allí, muchas noches escribíamos, dibujábamos
y escuchábamos el programa de Encarna
Sánchez e incluso telefoneábamos a la
emisora para animar el cotarro en noches de
tedio. Íbamos a comer a bares baratos, como
el Amadeu, que aún se conserva exactamente
igual, donde tomábamos sabrosos bocadillos
de pan con tomate, atún de lata, pimientos
morrones y aceitunas rellenas. En otro bar,
frecuentado por policías de la cercana
comisaría, uno de nosotros se llevó un buen
susto al identificar a uno de los
inspectores, conocido en otro lugar y en
circunstancias bien diferentes, y esa
anécdota y ese susto serían el embrión de mi
novela Prótesis.
Luis García fue quien me hizo escuchar por
primera vez el “Take Five” de Dave
Brubeck que, para mí, se convertiría en
una especie de himno, en aquellos años.
Ocasionalmente, se sumaban a nuestra
pandilla la dibujante Marika Vila y
mi amigo de la infancia Jaume Casas,
que en aquellos días iniciaron un proyecto
que aún dura felizmente. Y nos visitaba
también una ilustradora magistral, Elvira
Navares, protagonista de un incidente
inolvidable y cuyo fantasma me continúa
acompañando aún hoy, para bien o para mal.
Íbamos juntos al cine y, algunas noches, nos
envilecíamos y nos íbamos a bailar a Les
Enfants Terribles, uno de los antros más
antros que había que visitar
obligatoriamente por aquellas fechas. No sé
si Luis nos acompañó alguna vez a Las
Cuevas, aquella caverna escalofriante donde
unos pocos malbailaban flamenco, otros
muchos imponían su ley y los menos íbamos a
pasar miedo, pero en todo caso ése era el
oxígeno que respirábamos entonces.
Un día, alguien entró en casa de Luis García
y se la registraron de arriba abajo. Y a mí,
en la calle Sepúlveda, me salió al paso un
señor con un subfusil, y me encañonó, y me
dijo con acento andaluz que pertenecía a ETA
y que ETA hacía las cosas bien. Me confundió
con no sé qué periodista. Estábamos seguros
de que, tanto el andaluz del subfusil como
los invasores de la casa de Luis eran
policías. Eran tiempos de turbulenta
transición y vivíamos en una regocijada
paranoia.
Cuando estalló la bomba en la revista El
Papus, de aquel punto de Barcelona
salimos corriendo todos en dirección a la
plaza Castilla, muy asustados, pensando en
lo que podía haberles sucedido a los amigos
dibujantes que teníamos allí.
Son recuerdos al azar, que quiere decir
sentimientos, emociones, sonrisas y
suspiros, que, al verse relacionados con una
persona determinada, la convierten en un
hito imprescindible en nuestra biografía, o,
lo que es lo mismo, la convierten en un
amigo.
Mucho más importante que un profesional |